22 HORAS, 5 MINUTOS
—ASÍ QUE… ¿QUÉ es? —preguntó Sam.
Sam preguntaba por lo que habían subido a una mesa de picnic no muy lejos del Hoyo. Habían extendido una lona de plástico por encima y por debajo. A fin de cuentas, los chavales a veces utilizaban esas mesas. La zona de picnic tenía una ubicación incómoda lejos de la ciudad, pero seguía disfrutando de una vista agradable del lago.
—Es un coyote —indicó Astrid—. Con cara humana. Y piernas traseras.
Sam la miró para comprobar si estaba tan calmada como parecía. No, no lo estaba, pero Astrid era capaz de ponerse así, de fingir que controlaba cuando en realidad estaba flipando.
Parecía calmada cuando volvió de su salida rápida con Edilio. Se había mantenido calmada mientras decía:
—Puede que salga el sol mañana, y puede que no. A no ser que cambie algo, mañana será el último amanecer.
El propio Sam se había esforzado mucho por parecer tranquilo. Había ordenado a Edilio que pensara una lista de lugares donde podría colgar soles de Sammy, y habían discutido, muy calmados también, otras maneras de prepararse: empezar a racionar alimentos; probar el efecto de los soles de Sammy en el cultivo de plantas; a fin de cuentas, quizá su luz podía desencadenar la fotosíntesis, y pasar a utilizar más redes para pescar; puede que si hubiera un sol de Sammy cerniéndose sobre el agua saliera más pescado a la superficie.
Sabían que sus planes eran chorradas.
Sabían que solo servían para prolongar la agonía.
Sabían que fracasarían en cuanto los chavales de Perdido Beach se dieran cuenta de que la única luz que iban a ver estaba allí arriba en el lago.
Sam hacía lo que le correspondía. Fingía. Se hacía el valiente para retrasar el colapso social, total e inevitable.
Su mente daba vueltas como una loca. Una solución, una solución, una solución. ¿Cuál era la solución?
Astrid había preparado un cuchillo grande de chef, de carnicero, que habían pedido prestado a un chaval de siete años que lo llevaba para protegerse, y un cúter con la cuchilla imperfecta.
—Pero qué grima —comentó Sam.
—No tienes por qué estar aquí, Sam —indicó ella.
—No, me encanta ver autopsias de monstruos mutantes asquerosos —replicó Sam.
Ya tenía ganas de vomitar, y Astrid ni siquiera había empezado.
Una solución, una solución, una solución…
Astrid se había puesto unos guantes rosa de Playtex.
Dio la vuelta a la criatura.
—Se ve la línea donde acaba la cara humana y empieza el pelo. No hay pelo humano, solo de coyote. Y fíjate en las piernas. No se difumina, es una línea clara. Pero ¿y los huesos de dentro? Son de coyote. Está articulada como una pata de coyote cubierta de piel humana y probablemente también de músculo.
A Sam se le habían acabado las cosas útiles que decir, o la energía para decirlas. Se esforzaba por contener la bilis que se le acumulaba en la garganta, y esperaba no vomitar. Una ráfaga repentina de viento trajo el olor del Hoyo, lo cual no ayudó. Además, la criatura ya olía. A perro mojado, orina y descomposición dulce y pegajosa.
Y, mientras tanto, Sam seguía buscando una solución. ¿Dónde estaba? ¿Dónde estaba la respuesta?
Astrid cogió el cuchillo y lo clavó en el vientre descubierto de la criatura. Hizo un corte de más de quince centímetros. No sangró: las cosas muertas no sangran.
Sam se preparó para quemar lo que saliera de repente del corte, como si fuera un alien. Pero no salió nada de golpe ni retorciéndose. Los recuerdos de lo que había tenido que hacer con Dekka eran terribles. La quemó para abrirla y sacarle los bichos de dentro. Había sido la cosa más asquerosa que había hecho en la vida. Y ahora que Astrid utilizaba el cuchillo grande para serrar y abrir el corte lo recordaba todo.
La chica se apartó del olor para recobrar la compostura. Sacó un trapo y se lo ató alrededor de la boca y la nariz. Como si fuera a servir de algo. Pero era una bandida muy guapa.
Por increíble que resultara, una segunda idea se abría paso a empujones en la conciencia de Sam. El chico deseaba a Astrid. No aquí ni ahora, pero sí pronto. Pronto. El carrusel imparable y desesperado del cerebro que cantaba la canción de la solución también cantaba otra canción mucho más agradable. ¿Por qué no podía limitarse a arrastrarse a su litera con Astrid y dejar que alguien más se partiera el alma buscando una solución inexistente?
Ahora la chica cortaba en vertical, estaba abriendo al animal a lo largo.
—Mira esto.
—¿Tengo que hacerlo?
—Se ven órganos pegados que no encajan. Es raro. El tamaño del estómago no corresponde con el del intestino grueso. Es como si un fontanero muy malo intentara enganchar tuberías de distintos tamaños. No me puedo creer que esta cosa viviera tanto como lo ha hecho.
—¿Así que es un mutante? —preguntó Sam, ansioso por llegar a algún tipo de conclusión y luego enterrar los huesos y hacer todo lo posible por olvidarse de lo sucedido y volver a pensar en las dos corrientes paralelas de «solución» y «sexo».
Astrid no respondió. Continuó mirando la criatura en silencio un rato más, hasta que dijo:
—Todos los mutantes que ha habido hasta ahora han sobrevivido. Tú disparas luz por las manos y nunca te quemas. Brianna corre a cientos de kilómetros por hora pero no se parte las rodillas. Las mutaciones aún no han dañado a nadie. De hecho, en realidad, las mutaciones han sido herramientas de supervivencia. Como si el objetivo fuera construir un ser humano más fuerte y competente. Pero no, esto es distinto.
—Vale, y ¿qué es?
La chica se encogió de hombros, se quitó los guantes y los arrojó sobre la herida abierta.
—Tiene partes de ser humano, probablemente de la niña perdida, y de coyote. Juntas y revueltas. Como si alguien hubiera cogido al azar partes de uno y las intercambiara por partes del otro.
—Y ¿por qué habría…? —empezó a preguntar Sam.
Pero Astrid continuaba hablando, más consigo misma que con él.
—Como si alguien agitara dos ADN distintos en un sombrero y sacara esto y lo otro e intentara encajarlos… Qué… qué estúpido, ¿verdad?
—¿Estúpido?
—Sí, estúpido —Astrid lo miraba como si ahora le sorprendiera hablar con Sam—. Quiero decir que no tiene sentido. No sirve para nada. Es evidente que no funcionaría. Solo un idiota pensaría que puedes pegar trozos de ser humano a un coyote.
—Espera un momento. Lo dices como si lo estuviera haciendo alguien, una persona. ¿Cómo sabes que no se trata de algo natural? —Sam reflexionó un instante, suspiró y añadió—: O al menos de lo que puede considerarse natural en la ERA.
Astrid se encogió de hombros.
—¿Qué ha pasado hasta ahora? Los coyotes han desarrollado una capacidad de hablar limitada. A los gusanos les salen dientes y se vuelven agresivos y territoriales. A las serpientes les salen alas y desarrollan un nuevo tipo de metamorfosis. Algunos de nosotros desarrollamos poderes. Hasta ahora han pasado muchas cosas extrañas, pero no estúpidas. Pero esto, esto —y apuntó con el dedo hacia los restos de la monstruosidad— es estúpido.
—¿Ha sido la gayáfaga? —preguntó Sam, aunque intuía que no era la respuesta correcta.
Astrid lo miró a los ojos durante un instante, pero su cerebro estaba en otra parte.
—No es estúpida —comentó.
—Acabas de decir…
—… Me he equivocado. No es alguien estúpido. Es ignorante. Alguien que no tiene ni idea.
—¿Es un…?
Sam no se sorprendió cuando Astrid lo interrumpió como si no hubiera estado hablando.
—… poder increíble, y una ignorancia absoluta.
—Y eso ¿qué quiere decir?
Astrid no escuchaba. Volvía la cabeza lentamente, con la mirada orientada hacia la derecha, como si pensara que alguien la espiaba.
Era tan hipnótico que Sam siguió la dirección de su mirada. No vio nada, pero reconoció el movimiento: ¿cuántas veces durante los meses pasados había hecho él lo mismo? Mirar de soslayo, como un paranoico, hacia algo que no estaba allí…
Astrid negó con la cabeza despacio.
—Me… me tengo que ir. No me encuentro bien.
Sam la vio marcharse. Resultaba irritante, y eso era quedarse corto. Exasperante.
En los viejos tiempos la habría reñido por eso, le habría exigido saber lo que estaba pensando.
Pero notaba que lo que tenía con Astrid era frágil. Había vuelto, pero no del todo. No quería empezar a pelearse con ella. Se acercaba una guerra, no era el momento de discutir con alguien a quien quería.
Pero su marcha abrupta produjo el efecto de dejarle con un solo hilo a seguir, una sola cosa en la que pensar: la solución.
La solución que no existía.
Penny vivía sola en una casa pequeña situada en el extremo oriental de la ciudad. Veía una franja estrecha del océano desde su dormitorio en el piso de arriba, y eso le gustaba.
Habría querido trasladarse a Clifftop, pero Caine había denegado su petición. Clifftop era para Lana, para que hiciera lo que quisiera con el lugar. Incluso cuando Lana se trasladó al lago —lo cual resultó temporal—, Clifftop quedó como zona prohibida.
—Nadie se mete con Lana —había decretado Caine.
Lana, Lana, Lana. Todos amaban a Lana.
Penny había pasado algún tiempo con ella cuando le arregló las piernas. Tardó mucho, de hecho, porque tenía muchos huesos rotos. A Penny le había parecido una estirada. Realmente era un alivio que le arreglaran las piernas, y muy agradable no sentir dolor, pero eso no le daba derecho a mostrarse tan arrogante y tan por encima de todo…
Y, además, tenía el hotel entero, enorme, para ella sola. Y decidía quién entraba o salía.
A Penny le molestaba que Lana suscitara tanto respeto. Porque Penny sabía que podía hacer que se arrastrara, llorara y se arrancara los ojos como había hecho Cigar.
Claro que sí. Claro que sí. Cinco minutos a solas con la señorita curandera… y a ver qué le parecía. A ver si se mostraba tan arrogante entonces…
El único problema era que Caine mataría a Penny. No sentía nada por ella. La chica esperaba que después de marcharse Diana… Pero no, Caine no ocultaba su mirada de desprecio cuando veía a Penny.
Todavía, pese al poder que Penny acumulaba, Caine seguía siendo el pez gordo, el chico popular, el chico guapo que escupiría a alguien como ella, con su pelo quebradizo, sus brazos torpes y huesudos y el pecho plano como una tabla de planchar. Todavía la vida se basaba en quién estaba bueno y quién no.
Pero Caine no era el único chico que había.
Llamaron suavemente a la puerta de atrás. Penny la abrió para Turk.
—¿Has tenido cuidado? —preguntó la chica.
—Me he apartado del camino. Y luego he saltado un par de vallas.
El chico tenía la respiración agitada y sudaba. Penny se lo creyó.
—¿Y has hecho todo eso solo para verme? —preguntó Penny.
Turk no contestó. Se dejó caer en una de las poltronas y soltó una nube de polvo. Apoyó el arma contra un lado de la silla y se quitó las botas para ponerse cómodo.
De repente, un escorpión se le subió por el brazo. El chico gritó, le dio manotazos como un loco y se levantó de un salto de la silla.
Entonces vio la sonrisa en el rostro de Penny.
—¡Oye, no me hagas eso! —gritó.
—Pues no me ignores —replicó ella.
Detestaba el tono suplicante en su voz.
—No te estaba ignorando.
El chico volvió a sentarse inspeccionando cuidadosamente por si había escorpiones, como si hubiera sido real.
Penny reconoció suspirando que Turk no era el chico más listo del mundo. No era Caine. Ni Sam. Ni siquiera Quinn. Puede que ellos pudieran ignorar a Penny y no tratarla como a una chica, y poner mala cara, asqueados, al verla. Pero Turk no.
Turk no era más que un gamberro tonto.
Penny sintió que una furia muy intensa se acumulaba en su interior, y tuvo que apartarse para ocultarla. Penny era la ignorada, la olvidada, la que pasaban por alto.
Era la mediana de tres chicas en su familia. Su hermana mayor se llamaba Dahlia. Su hermana menor se llamaba Rose. Las dos tenían nombres bonitos de flor. Y la fea de Penny quedaba en medio.
Dahlia era una belleza. Desde que Penny podía recordar, su padre amaba a Dahlia. La vestía con toda clase de conjuntos…, plumas, ropa interior de seda…, y le tomaba cientos de fotos. Hasta que Dahlia empezó a desarrollarse.
Y cuando su padre perdió el interés por Dahlia, Penny asumió que ella sería la elegida, la amada, la admirada. Asumió que ella sería la que posaría, la que se inclinaría hacia un lado y el otro, la que enseñaría y ocultaría, la que pondría carita tímida o asustada según lo que su padre necesitara.
Pero su padre apenas reparó en ella, y pasó a la pequeña y bonita Rose.
Y Rose no tardó en protagonizar las fotos que su padre subía a internet.
Penny tardó unos años en entender que lo que su padre hacía iba en contra de la ley.
Entonces, tuvo que esperar hasta que su padre estuviera en el trabajo para llevarse el portátil a la escuela y mostrar las fotos a sus compañeros. Un profesor las vio y llamó a la policía.
Arrestaron a su padre. La madre de Penny empezó a beber más que nunca. Y enviaron a las tres chicas a vivir con el tío Steve y la tía Connie.
Y, oh, sorpresa, las pobres víctimas Dahlia y Rose —las pobres y bonitas Dahlia y Rose— acapararon toda la compasión y la atención.
Su padre se colgó en su celda después de que unos reclusos le dieran una paliza.
Penny vertió desatascador de tuberías en los cereales de Rose para ver lo guapa que estaría con la garganta quemada, y entonces fue cuando la mandaron a Coates.
No había sabido nada de sus hermanas durante los dos años que había pasado en Coates. Ni de sus tíos. Su madre le había escrito una vez, una postal de Navidad incoherente y autocompasiva.
En Coates, la ignoraban tanto como siempre. Hasta que empezó a desarrollar su poder. Le vino tarde, tras la primera gran batalla de Perdido Beach, cuando Caine se marchó al desierto con el líder de la manada.
Cuando por fin volvió, despotricando y aparentemente enloquecido, Penny se guardó su secreto. Sabía que no debía enseñárselo a Drake, que era implacable y la habría matado. Caine era más dulce y listo que Drake. Cuando por fin recuperó cierta cordura, Penny comenzó a enseñarle lo que era capaz de hacer.
Pero Caine seguía ignorándola a favor de Drake y, lo que es peor, de esa bruja de Diana, que nunca lo había querido, que siempre lo criticaba, que incluso lo había traicionado y se había peleado con él.
En ese momento terrible en que se encontraron en el borde del acantilado de la isla de San Francisco de Sales, cuando Caine solo podía salvar a una de las dos, a Diana o a Penny, el chico eligió.
Penny había soportado un dolor hasta entonces desconocido. Pero le sirvió para aclararse, para fortalecerse. Eliminó cualquier eco débil de piedad que aún quedara en ella.
A Penny ya no la ignoraban.
La odiaban.
La temían.
Ya no la ignoraban.
—¿Tienes algo para beber? —preguntó Turk.
—¿Quieres decir agua?
—No seas estúpida; ya sabes que no quiero decir agua.
El agua ya no escaseaba. El chaparrón inquietante creado por el pequeño Pete seguía cayendo. Una corriente bajaba por la calle. Habían bloqueado cuidadosamente todas las alcantarillas para que fuera a parar a una abertura en la pared que formaba un depósito en la arena de la playa.
Penny cogió una botella de la cocina. Estaba medio llena del líquido vomitivo que había preparado Howard. Olía a animal muerto, pero Turk tomó un trago largo.
—¿Quieres que nos enrollemos? —preguntó Turk.
Penny se deslizó encima de él, imitando sin ser consciente cosas que había visto hacer a Dahlia y Rose.
Turk puso mala cara.
—No, así no. No si eres tú.
Penny lo sintió como una bofetada en la cara.
—Como hiciste la otra vez. Ya sabes, en mi cabeza. Hazlo como la otra vez.
—Ah, así —dijo ella sin cambiar la voz.
Penny tenía el poder de provocar visiones horripilantes. Pero también tenía el poder de generar ilusiones hermosas. Eran lo mismo. Y esas ilusiones le habían servido para llevar a Cigar al límite. Había descubierto una imagen de su madre y le había hecho ver…
Entonces creó una visión de Diana para Turk.
Al cabo de un rato, usó la imagen de Diana para decir:
—Turk, ha llegado la hora.
—¿Mmmm?
—Caine me ha humillado —dijo Penny con la voz de Diana.
—¿Qué?
—Él es el único que puede detenerme —prosiguió Penny—. Él es el único que puede humillarme de esa manera.
Turk era tonto, pero no tanto, y la apartó.
Penny volvió a ser ella misma.
—Un día te matará, Turk —le advirtió Penny—. ¿Recuerdas lo que hizo a tu amigo Lance? —preguntó, y dibujó un arco largo en el aire, puntuado con un ¡paf!
Turk miró nervioso a su alrededor.
—Sí, me acuerdo; por eso soy leal al rey. Él es el rey, y yo no me meto con él.
Penny sonrió.
—No, solo acabas de fantasear con su novia.
Turk abrió mucho los ojos y tragó saliva, nervioso.
—Ya, bueno, ¿y tú qué?
Penny se encogió de hombros.
—Sea como sea, ya no es su novia —replicó Turk.
Penny se quedó callada, esperando. Sabía que era muy débil y miedoso.
—Pero ¿de qué me hablas, Penny? —exclamó Turk—. Estás loca.
Penny se rio.
—Todos estamos locos, Turk. La única diferencia es que yo sé que lo estoy. Lo sé todo sobre mí. ¿Sabes por qué? Porque estuve sentada con las piernas rotas y con ganas de gritar a cada minuto del día, comiendo las sobras que Diana me traía, y todo eso te hace pensar con claridad y empiezas a ver las cosas como son.
—¡Me largo de aquí! —gritó Turk, y se levantó de un salto.
Había recorrido poco más de medio metro cuando se encontró a Caine en su camino. Turk dio un paso atrás y le flaqueó una pierna. Estuvo a punto de caerse.
La ilusión de Caine desapareció.
—Déjame ir, Penny —suplicó Turk con voz temblorosa—. Nunca se lo diré a nadie. Déjame ir. Caine y tú…, lo que sea, ¿vale?
—Creo que acabarás haciendo lo que quiero que hagas —dijo Penny—. Estoy harta de que me ignoren y estoy harta de que me humillen.
—No voy a matar a Caine. Digas lo que digas.
—¿Matar? ¿Matarlo? —Penny negó con la cabeza—. ¿Quién ha hablado de matar? No, no, no. Nada de matar. —La chica sacó un frasco del bolsillo, lo abrió y vertió seis pastillas pequeñas, pálidas y ovaladas, en la palma—. Pastillas para dormir.
Volvió a meter las pastillas en el frasco y lo cerró.
—Las he sacado de Howard. Es muy útil. Le dije que me costaba dormir y le pagué con… Bueno, digamos que Howard tiene sus propias fantasías. Que, por cierto, no te las creerías.
—¿Pastillas para dormir? —repitió Turk en tono agudo y desesperado—. ¿Crees que vas a cargarte a Caine con pastillas para dormir?
—Pastillas para dormir —repitió Penny, y asintió satisfecha—. Pastillas para dormir y cemento.
La cara de Turk se volvió lívida.
—Encuentra un modo de traérmelo, Turk. Tráemelo. Entonces nosotros tres lo manejaremos todo.
—¿Qué quieres decir con «nosotros tres»?
Penny sonrió y dijo con los labios de Diana:
—Tú, yo y Diana.
Howard los oyó antes de verlos. Los coyotes olían a carne podrida.
El chico reprimió el impulso de echar a correr presa del pánico cuando el líder de la manada apareció arrastrándose en la carretera delante de él. No podía correr más rápido que un coyote. Pero hacía mucho tiempo que los coyotes no atacaban a nadie.
Se rumoreaba que Sam los había amenazado. Eso era lo que decía la gente, que Sam había impuesto la ley y amenazado con ponerse medieval con toda la población de coyotes si se metían con alguien.
Los coyotes temían a Manos Brillantes. Todo el mundo lo sabía.
—Oye —empezó Howard, tan bravucón como pudo—. Soy buen amigo de Manos Brillantes. ¿Sabes de quién hablo? De Sam. Así que voy a seguir caminando.
—Manada hambrienta —dijo el coyote con su voz arrastrada, aguda y alterada.
—Ay, qué divertido —replicó Howard. Tenía la boca seca. Le latía el corazón muy fuerte. Dejó la mochila pesada en el suelo—. No tengo mucha comida. Solo una alcachofa hervida. Te la puedes quedar. —Metió la mano en la mochila, tanteando ruidosamente entre botellas vacías, buscando el tacto del metal. Lo encontró, cerró las manos en torno a un cuchillo pesado y lo sacó. Entonces lo agitó delante de él y exclamó—: ¡No hagas ninguna estupidez!
—Coyote no mata humano —dijo el líder de la manada.
—Sí, sí, más te vale que no. ¡Mi chico Manos Brillantes os quemará enteros, perros sarnosos!
—Coyote come. No mata.
Howard intentó hablar un par de veces, pero no le salían las palabras. De repente, los intestinos se le habían vuelto agua. Le temblaban tanto las piernas que temía desmayarse.
—No puedes comerme sin matarme —acabó diciendo.
—Líder de manada no mata. Él mata.
—¿Él?
Howard sintió un pinchazo en la nuca. Se volvió despacio. El horror le estaba debilitando los músculos.
—Drake… —susurró.
—Sí. Eh, hola, Howard. ¿Cómo te va?
—Drake.
—Sí, eso ya lo has dicho.
Drake desenroscó la mano de látigo. Parecía más lobuno que los coyotes que salían al descubierto para formar un círculo en torno a Howard.
—Drake, tío, no, no. No, no, no. No lo hagas, Drake, tío.
—Solo te dolerá un rato —afirmó el psicópata.
Y chasqueó su látigo. Era como fuego en el cuello de Howard.
El chico se volvió y echó a correr presa del pánico, pero Drake lo alcanzó en la pierna y lo hizo caer boca abajo en la tierra. Howard alzó a la vista y vio que uno de los coyotes lo miraba con gula intensa y se relamía el hocico.
—¡Soy útil! —exclamó Howard—. Debes de estar tramando algo. ¡Puedo ayudarte!
Drake se sentó a horcajadas sobre él, y despacio, casi delicadamente, enroscó su brazo de tentáculo alrededor de la garganta de Howard y empezó a apretar.
—Puede que seas útil —concedió Drake—. Pero mis perros tienen que comer.
A Howard se le salían los ojos de las órbitas. Parecía que le fuera a estallar la cabeza de la presión de la sangre. Sus pulmones no aspiraban nada.
Mohamed vio el círculo de coyotes y se agachó rápidamente tras un arbusto pelado que no lo ocultaría si alguien lo estuviera buscando. Pero fue lo único que encontró para resguardarse. La carretera ascendía un poco llegado ese punto y, tras subir la cuesta, el chico estaba prácticamente encima de los coyotes antes de verlos.
Entonces se dio cuenta de que veía algo más que coyotes.
Veía a Drake.
Mohamed respiró con fuerza de repente, y las orejas del coyote más cercano, que debía de encontrarse a varios centenares de metros de distancia, se agitaron un poco.
Había algo…, no, alguien… en el suelo. Drake tenía su mano de látigo en torno al cuello de alguien. Mohamed no veía quién era.
Mohamed tenía una pistola. Y un cuchillo. Pero todos sabían que no se podía matar a Drake con un arma. Si intentaba hacerse el héroe, también lo matarían.
No había una solución correcta. No había manera de parar lo que estaba presenciando. Solo le quedaba sobrevivir.
Mohamed se apartó arrastrándose como un cangrejo a gatas. En cuanto dejó de ver el horror sangriento, se puso en pie y echó a correr hacia el lago.
Corrió y siguió corriendo sin detenerse. Nunca había corrido tanto ni tan rápido en su vida. Alcanzó el bendito, bendito lago, se abrió pasó a empujones entre unos chavales que preguntaron: «¿Cómo te va?», y corrió hasta la casa flotante.
Sam estaba en cubierta, sentado con Astrid. Mohamed se dio cuenta de que había salido a explicar a Albert que Astrid estaba allí, y se dio cuenta de lo poco que le importaba contarle nada a Albert.
Saltó al barco, se volvió como si estuviera medio convencido de que los coyotes lo habían seguido, y cayó jadeando en la cubierta. Sam y Astrid se le acercaron. Astrid le puso una botella de agua sobre los labios resecos.
—¿Qué pasa, Mo? —preguntó Sam.
Al principio Mohamed no lograba responder. Sus pensamientos formaban una maraña de imágenes y emociones. Sabía que debía intentar controlar la situación, encontrar una manera de dar una imagen más favorable, pero no le quedaban fuerzas.
—Drake —dijo Mohamed de forma entrecortada—. Coyotes.
De repente, Sam se quedó muy quieto. Su voz bajó de volumen y registro.
—¿Dónde?
—Yo estaba… en la carretera a PB.
—¿Drake y los coyotes? —apuntó Astrid.
—Estaban… Tenían a alguien. En el suelo. No he visto quién era. ¡Quería pararlos! —Mohamed exclamó la última frase en tono suplicante—. Tenía un arma, pero… Yo…
Mohamed miró a Sam, intentó mirarlo a los ojos, buscando algo: ¿comprensión?, ¿perdón?
Pero Sam no lo miraba. El rostro de Sam era como de piedra.
—Te habrían matado —añadió la chica.
Mohamed agarró a Sam de la muñeca.
—Pero ni siquiera lo he intentado.
Sam lo miró como si acabara de recordar que Mohamed estaba allí. Su mirada fría parpadeó y volvió a ser humana.
—No es culpa tuya, Mo. No podrías haber parado a Drake. El único que podría haberlo hecho soy yo.