QUINCE

22 HORAS, 16 MINUTOS

MOHAMED SALIÓ del lago siguiendo el camino pesado hasta Perdido Beach en cuanto consiguió una botella de agua y se metió algo de comida en la panza.

Llevaba pistola y cuchillo, pero no estaba realmente preocupado. Todo el mundo sabía que estaba bajo la protección de Albert. Y nadie se metía con la gente de Albert.

Desde que empezó la ERA, Mohamed había pasado desapercibido la mayor parte del tiempo, se había mantenido apartado de todos los peces gordos que estaban ocupados matando y matándose.

Por alocadas que fueran las cosas en la ERA, lo inteligente era hacer lo mínimo para conseguir comida y cobijo, y a veces ni siquiera cobijo.

Mohamed tenía trece años, ya era un hombre. Estaba delgado y empezaba a crecer, había crecido de repente y los pantalones cortos se le habían quedado demasiado cortos, y los zapatos demasiado pequeños. Su familia acababa de trasladarse a Perdido Beach porque su madre había conseguido un trabajo en la central nuclear. Se suponía que la escuela era mejor que a la que había ido en King City. Su padre seguía trabajando allí, trabajaba diez horas al día en el Circle K de la familia vendiendo gasolina, cigarrillos y leche a una población mayoritariamente hispana. El trayecto era largo, y algunas noches su padre no volvía a casa, lo cual hacía que todos se sintieran extraños y abandonados.

Pero su padre le había explicado que así eran las cosas. Un hombre trabajaba y hacía lo que tuviera que hacer para cuidar de su familia, aunque lo vieran menos.

A veces Moomaw, la abuela paterna de Mohamed, hablaba de volver a Siria. Pero el padre de Mohamed la frenaba enseguida. Se marchó de Siria cuando tenía veintidós años y no lo echaba de menos, ni un poco, no, señor. Sí, allí era estudiante de medicina y ahora vendía perritos calientes a peones del campo, pero aun así las cosas eran mejores ahora.

¿A veces resultaba duro ser el único musulmán en la escuela de Perdido Beach? Sí. Orc lo había mandoneado unas cuantas veces. Los chavales se burlaban de él por rezar. Por negarse a comer pizza de pepperoni. Pero Orc había perdido el interés enseguida, y la mayoría de los chavales no se planteaban de dónde procedían sus padres ni cómo rezaba.

Por suerte, la familia de Mohamed nunca había sido demasiado estricta respecto a las reglas alimentarias. No había comido cerdo desde el comienzo de la ERA, pero lo habría hecho en un santiamén si alguien tuviera. Había comido rata, gato, perro, pájaro y pescado y cosas asquerosas que no sabía cómo se llamaban, así que se habría abalanzado sobre una pizza de pepperoni si alguien hubiera tenido. Mantenerse con vida no era pecado: Alá lo veía todo; Alá lo entendía todo.

Algún día todo aquello terminaría; Mohamed estaba seguro de ello.

O al menos eso intentaba pensar. Algún día la barrera bajaría y su padre y su madre y sus hermanos y su hermana estarían esperándolo.

¿Cómo se llevaría con sus hermanos? Le harían todas las preguntas que sus padres no harían. Le preguntarían qué había hecho. Le preguntarían si los había dejado en buen lugar. Le preguntarían si había dado la cara o se había acobardado. Así eran los hermanos, al menos los suyos.

Cuando bajara la barrera, habría toda clase de personas hablando con los medios de comunicación y contando toda clase de historias. Y la gente no tardaría en darse de cuenta de que no se habían limitado a quedarse sentados haciendo los deberes.

La gente se daría cuenta de que más bien había sido como una guerra. Y luego vendrían todas las preguntas: «¿Tenías miedo, Mohamed?». «¿Se metieron contigo?». «¿Te enfrentaste alguna vez con esos raros chalados de los que hemos oído hablar en la tele?».

«¿Mataste a alguien?». «Y ¿cómo fue?».

No había matado a nadie. Se había metido en un par de peleas, una de ellas bastante dura. Le clavaron un clavo en el culo y le rompieron la muñeca.

Mohamed pensó que cambiaría un poco la historia. Lo del clavo en el culo sonaba divertido. Sí que había pasado, pero, si alguna vez llegaba a salir, contaría otra historia.

Y respecto a los raros, el único con el que había pasado tiempo era Lana, quien le había curado el culo y la muñeca.

Así que sí, no te metas con los raros, no delante de Mohamed.

Cuando llegó el momento de la Gran Ruptura, Mohamed se vio obligado a tomar partido en uno u otro sentido, fue a ver a Albert y le pidió consejo. Hasta entonces, Mohamed se había dedicado a trabajar en los campos, pero Albert había visto algo en él.

A Albert le gustaba porque no tenía amigos de verdad, no tenía familia dentro de la ERA. Le gustaba cómo había conseguido pasar desapercibido. Todas esas cosas, además de la inteligencia básica de Mohamed, lo hacían perfecto para el trabajo que Albert le tenía reservado: representar a AlberCo en el lago.

Mohamed seguía sin tener amigos. Pero tenía trabajo. Un trabajo importante. Albert querría enterarse de los detalles del retorno de Astrid. Querría saber que estaba midiendo una especie de mancha en la cúpula. Puede que quisiera oír hablar del animal raro y mutante al que supuestamente había matado Astrid. Y desde luego querría enterarse de lo que Mohamed sabía acerca de la misión secreta a la que habían acudido Sam y Dekka.

Mohamed caminaba por la conocida carretera polvorienta.

Solo.

Howard ya se encontraba de camino a Coates. Le esperaba un largo día de trabajo. Confiaba en que sus socios habrían subido un poco de maíz, verduras y frutas surtidas a Coates, y guardado los materiales en los armarios de acero a prueba de ratas de la cocina.

Howard tendría que trocear los alimentos tan menudos como su paciencia le permitiera, y luego llevarlos al alambique. Había preparado un poco de leña que esperaba bastara para encender la cocina. Y luego, mientras hirviera la mezcla, tendría que ir a dar vueltas por los bosques en busca de árboles caídos, para luego cortarlos.

Todo eso solía hacerlo Orc, que podía cargar muchas botellas y mucha leña. Orc blandía el hacha de forma muy diferente de Howard. A Orc le bastaban dos golpes y, zas, el leño quedaba cortado. Howard podía tardar quince minutos en hacer lo mismo.

Lo del contrabando se estaba volviendo menos divertido. Se parecía mucho más al trabajo de verdad. Perplejo, de repente Howard se dio cuenta de que ahora trabajaba más que casi cualquier otro. Ni siquiera los chavales que recogían verdura en los campos trabajaban tanto como Howard.

—Tengo que conseguir que Orc sea normal otra vez —murmuró Howard a los arbustos—. El tío tiene que tomarse un trago o seis y volverá a ser como antes.

A fin de cuentas, Orc y él eran amigos.

Drake estaba subido a un promontorio. Acababa de volver tras un episodio de Brittney, y se sorprendió al ver que había seguido avanzando con los coyotes.

—Humano —dijo el líder de la manada.

Drake siguió la dirección de la mirada intensa del animal. Un chaval, Drake no veía bien quién era, se encontraba muy por debajo, avanzando a ritmo constante por la carretera de tierra y grava.

—Sip —dijo Drake—. Ahí está vuestro almuerzo.