25 HORAS
NO SE PODÍA DIBUJAR en la superficie de la cúpula ni marcarla. Así que Astrid pensó un plan para Sam, y Sam pidió a Roger, a quien le gustaba que lo llamaran Roger el artero, que construyera diez marcos de madera idénticos. Como marcos de cuadros, de medio metro por medio metro.
Los marcos se colocaron sobre postes de metro y medio cada uno.
Y entonces Astrid, acompañada de Edilio por seguridad y Roger ayudando a cargar, recorrió la barrera de oeste a este. Dieron trescientos pasos, y, usando una cinta métrica larga, calcularon treinta metros desde la base de la barrera. A continuación, cavaron un agujero y colocaron el primer marco. Luego dieron trescientos pasos más, volvieron a calcular cuidadosamente treinta metros, y colocaron otro marco.
Tras poner cada marco, Astrid retrocedía diez pasos perfectamente calculados. Y hacía una foto a través de cada uno, apuntando cuidadosamente el día y la hora y aproximadamente qué parte de la superficie dentro del marco parecía cubierta por la mancha.
Ese era el motivo por el que había vuelto. Porque puede que Jack fuera lo bastante listo como para plantearse medir la mancha, pero también que no lo fuera.
No se trataba de que Astrid se sintiera sola. Ni de que lo único que buscara fuera una excusa para ver a Sam.
Y, aun así, todo lo que había pasado cuando, por fin, había ido a verlo.
Astrid sonrió y se volvió para que Edilio no la viera y no sentirse avergonzada.
¿Eso era lo que había querido desde el principio? ¿Encontrar una excusa para volver corriendo a ver a Sam y echarse en sus brazos? Esa era la clase de pregunta que habría preocupado a Astrid en los viejos tiempos. A la antigua Astrid la habrían preocupado mucho sus motivos, tendría mucha necesidad de justificarse. Siempre había necesitado un marco moral y ético, un estándar abstracto que le sirviera para juzgarse.
Y, claro, juzgaba a los demás del mismo modo. Pero cuando tuvo que sobrevivir, que hacer lo que fuera para terminar con el horror, hizo algo implacable. Sí, una cruda lección moral podía derivarse de lo sucedido: había sacrificado al pequeño Pete por un bien mayor. Pero todos los tiranos y malhechores de la historia habían recurrido a esa misma excusa: sacrificar a uno o a diez o a un millón por una idea del bien común.
Lo que Astrid había hecho era inmoral. Estaba mal. Había dejado de lado su fe religiosa, pero el bien seguía siendo el bien, y el mal seguía siendo el mal, y arrojar a su hermano a las fauces literales de la muerte…
No es que dudara de que hubiera obrado mal. No es que dudara de que se mereciera un castigo. De hecho, era la idea misma del perdón lo que la sublevaba. No quería perdón. No quería librarse de su pecado. Quería reconocerlo y llevarlo como una cicatriz, porque era real, lo había cometido y ya no podía retroceder.
Astrid había hecho algo terrible. Y eso formaría parte de ella para siempre.
—Y así debe ser —susurró—. Y así debe ser.
Astrid pensó que era muy extraño que reconocer tus pecados, negarte al perdón pero jurar no repetirlos, pudiera hacerte sentir más fuerte.
—¿Cuándo volveremos a revisarlo? —le preguntó Edilio cuando acabaron de instalarlo todo.
La chica se encogió de hombros.
—Probablemente mañana, por si la mancha se mueve más rápido de lo que parece.
—Y ¿qué haremos? —preguntó Edilio.
—La mediremos. Veremos cuánto avanza en las primeras veinticuatro horas. Y luego cuánto avanza en el segundo y el tercer periodo de veinticuatro horas. Veremos cuánto crece y si se está acelerando.
—Y luego ¿qué haremos? —volvió a preguntar Edilio.
Astrid negó con la cabeza.
—No lo sé.
—Supongo que rezaré —añadió Edilio.
—Daño no hará —reconoció Astrid.
Se oyó un ruido.
Los tres se volvieron hacia él. Edilio se sacó la metralleta del hombro, la montó y le quitó el seguro en un abrir y cerrar de ojos. Roger se deslizó detrás de Edilio.
—Es un coyote —siseó Astrid.
No se había traído la escopeta porque cargaba con la mitad de los marcos de medir. Pero llevaba su revólver, y lo sacó.
Quedó claro casi de inmediato que el coyote no era una amenaza. En primer lugar, estaba solo. En segundo, apenas podía caminar. Iba arrastrándose, y parecía andar torcido.
Y tenía algo raro en la cabeza.
Tan raro que Astrid apenas lo entendía. Lo miró fijamente y pestañeó. Negó con la cabeza y volvió a mirarlo.
Lo primero que se le ocurrió fue que el coyote llevaba la cabeza de un niño en la boca.
No.
No era eso.
—Madre de Dios —sollozó Edilio.
Echó a correr hacia la criatura que ahora se encontraba a tan solo seis metros de distancia y resultaba terriblemente visible. Roger le puso una mano en el hombro para confortarlo, pero él también parecía angustiado.
Astrid se quedó clavada donde estaba.
—Es Bonnie —afirmó Edilio, con voz estridente—. Es ella. Es su cara. Noooo… —gritó, y soltó un larguísimo gemido.
La criatura ignoró a Edilio, se limitó a seguir caminando con dos patas delanteras de coyote y dos piernas retorcidas, sin pelo animal, en la parte trasera. Siguió avanzando como si sus ojos humanos azules y vacíos estuvieran ciegos, y sus orejas humanas rosadas y parecidas a unas conchas fueran sordas.
Edilio se echó a llorar.
Astrid apuntó con el revólver al corazón de la criatura, justo detrás del hombro, y disparó. Sintió el retroceso en la mano, y apareció un agujero pequeño, redondo y rojo que empezó a gotear.
Entonces volvió a disparar, alcanzando a la criatura en el cuello canino.
El coyote cayó. Manaba sangre de su cuello, y se formó un charco en la arena.
Una vez más, el avatar se había roto.
Peter había intentado jugar con el avatar saltarín y el avatar se había roto, había cambiado de color y de forma hasta detenerse.
También había intentado jugar con otro avatar que se había fundido y convertido en algo distinto.
¿De eso iba el juego?
Pues no era divertido.
Y Pete empezaba a sentirse mal cuando los avatares se rompían. Como si fuera un chico malo.
Así que volvió a imaginarse los avatares como eran al principio.
No pasó nada. Pero siempre pasaban cosas cuando Pete lo deseaba con mucha fuerza. Quería que los gritos y las sirenas terribles pararan y el mundo no se quemara, y había creado la bola en la que todos vivían.
También había deseado otras cosas que habían pasado. Si deseaba algo lo suficiente, pasaba, ¿no era así?
Pero ahora se sentía mal y quería que los avatares volvieran a estar bien, como antes, pero no lo estaban.
Pete se corrigió. No. Siempre había tenido miedo cuando pasaban cosas importantes y repentinas. No bastaba con que las deseara e hiciera que pasaran. Siempre había tenido miedo. Pánico. Oía gritos en su cerebro sobrecargado.
Pero ahora no tenía miedo. El frenesí que solía dominarlo ya no podía alcanzarlo. Ese era el Pete de antes. El nuevo Pete no tenía miedo de los ruidos, los colores y las cosas que se movían demasiado rápido.
El nuevo Pete simplemente estaba aburrido.
Un avatar pasó flotando y Pete lo reconoció. Incluso sin los ojos de un azul brillante y punzante, sin la voz aguda, Pete la reconoció. Era su hermana, Astrid. Un patrón, una forma, una espiral.
Se sentía muy solo.
¿Se había sentido solo alguna vez, antes?
Ahora sí que se sentía solo. Y ansiaba comunicarse, y, tocándola apenas, hacerle saber que estaba allí.
Pero es que eran tan delicados aquellos avatares… Y Pete solo tenía pulgares por dedos…
Esa tontería le hizo reír.
¿Se había reído antes?
Ahora se reía. Y eso bastaba, al menos durante un rato.
Desde el comienzo, Albert había decidido jugar al ridículo juego de la lealtad con Caine. Si Caine quería llamarse a sí mismo «rey», y quería que la gente lo llamara «Su Alteza», pues bien, eso no le costaba un solo berto.
La verdad es que Caine no mantenía la paz, sino que obligaba a que las reglas se cumplieran, y a Albert le gustaban las reglas y las necesitaba.
Robaban muy poco en el centro comercial, que era como llamaban irónicamente a los puestos de comida y mesas plegables que formaban el mercado fuera de la escuela.
Había menos peleas. Menos amenazas. Incluso había percibido un descenso en el número de armas que llevaba la gente. No es que hubiera descendido mucho, pero de vez en cuando veías a algún chaval que se había olvidado de cargar con su bate remachado con clavos o con su machete.
Todo eso eran buenas señales.
Y la mejor de todas, los chavales acudían al trabajo y se quedaban todo el día.
El rey Caine asustaba a los chavales. Y Albert les pagaba. Y, entre la amenaza y la recompensa, las cosas iban mejor que cuando estaban Sam o Astrid.
Así que si Caine quería hacerse llamar «rey»…
—Su Alteza, he venido con mi informe —se presentó Albert.
Albert esperó de pie, paciente, mientras, sentado en su escritorio, Caine fingía estar concentrado leyendo algo.
Finalmente alzó la vista, fingiendo indiferencia.
—Adelante, Albert —indicó.
—La buena noticia es que sigue saliendo agua de la nube. Sale limpia, la mayor parte de la tierra, los detritos y el aceite viejo ya se los ha llevado la corriente. Así que probablemente se puede beber en el embalse de la playa y también de la lluvia. Fluye a setenta y cinco litros por hora. Lo cual son mil ochocientos litros al día, que es más de lo que necesitamos para beber, y nos sobra para regar huertos y demás.
—¿Y para lavarse?
Albert negó con la cabeza.
—No, y tampoco podemos dejar que los chavales se duchen bajo la lluvia. Se lavan el culo en lo que acabará siendo agua de beber en cuanto abramos el embalse.
—Haré una proclama —anunció Caine.
Había veces en que Albert casi no podía resistir el impulso de echarse a reír. Una proclama. Pero se mantenía serio, impasible.
—La comida no va igual de bien —continuó Albert—. He hecho un gráfico.
Sacó un póster de veinte por tres centímetros de su maletín, y se lo pasó a Caine para que lo viera.
—Aquí está la producción de alimentos durante la última semana. Buena y constante. Y hoy ves una caída porque no tenemos nada de los pescadores. Y esta línea punteada es el suministro de comida de la semana que viene, proyectado.
El rostro de Caine se oscureció. Se mordió el pulgar, pero enseguida se contuvo.
—Como sabes, Cai… Su Alteza…, el sesenta por ciento de nuestra fruta y verdura procede de los campos infestados de gusanos. Y el ochenta por ciento de nuestras proteínas viene del mar. Sin Quinn, no tenemos con qué alimentar a los gusanos. Lo que significa que lo de recolectar y plantar está parado. Y, para empeorar las cosas, corre por ahí una historia de locos de que uno de los recolectores de alcachofas se ha convertido en un pez.
—¿Qué?
—No es más que un rumor loco, pero ahora mismo no hay nadie cosechándolas.
Caine maldijo y negó con la cabeza despacio.
Albert dejo el gráfico a un lado y prosiguió:
—De aquí a tres días el hambre será generalizada. Dentro de una semana los chavales empezarán a morir. No tengo que recordarte lo peligrosas que se ponen las cosas cuando pasan hambre.
—Podemos sustituir a Quinn. Poner a otros en las barcas —propuso Caine.
Albert negó con la cabeza.
—Hay una curva de aprendizaje. Quinn tardó mucho en llegar a ser tan bueno y eficiente como es. Además, tiene las mejores barcas, y todas las redes y cañas. Si decidiéramos sustituirlo, seguramente nos costaría cinco semanas que la producción volviera a subir hasta no pasar hambre.
—Entonces más nos vale ponernos en marcha —replicó Caine.
—No —lo interrumpió Albert, y añadió—: Su Alteza.
Caine dio un puñetazo en el escritorio.
—¡No dejaré que Quinn se salga con la suya! ¡Quinn no es el rey! ¡Lo soy yo! ¡Yo!
—Le he ofrecido dinero, pero no quiere más —explicó Albert.
Caine se levantó de un salto de la silla.
—Claro que no. No todos son como tú, Albert. No todos son unos avaros… —Caine decidió no terminar de decir lo que estaba pensando, pero siguió despotricando—. Lo que quiere es poder. Quiere derrocarme. Sam Temple y él son amigos desde hace mucho mucho tiempo. No debería haberle dejado quedarse. ¡Debería haber hecho que se fuera con Sam!
—Quinn pesca en el océano, y nosotros estamos en el océano —señaló Albert.
Esa clase de arrebatos irritaban a Albert. Eran una pérdida de tiempo.
Parecía que Caine no lo había oído.
—Mientras tanto, Sam está sentado ahí arriba con el lago repleto de peces, y sus propios campos, y no sé cómo ha conseguido Nutella, Pepsi y fideos instantáneos, y ¿qué crees que pasará si los chavales de aquí empiezan a pensar que no tenemos comida? —Caine estaba rojo de ira. Furioso. Albert se recordó que, aunque fuera un ególatra descontrolado, también era extremadamente poderoso y peligroso, y decidió no responder a la pregunta—. Ambos sabemos lo que pasará —continuó Caine amargamente—. Los chavales se marcharán de la ciudad y se irán al lago. —Fulminó a Albert con la mirada como si todo fuera culpa suya—. Por ese motivo no está bien que haya dos ciudades distintas. Pueden irse a la que más les guste.
Caine se reclinó en la silla, pero se golpeó la rodilla contra el escritorio. Con un gesto enfadado, lanzó el escritorio contra la pared. El impacto fue lo bastante fuerte para que cayeran fotos antiguas, todas esas fotografías que se había hecho el engreído del alcalde. El escritorio marcó una abolladura larga y triangular en la pared.
Caine se quedó sentado mordiéndose el pulgar y Albert se quedó de pie, pensando en todas las otras cosas útiles que podría estar haciendo. Al fin, Caine utilizó sus poderes para volver a colocar el escritorio rápidamente en su sitio. Parecía necesitar algo en lo que apoyarse de un modo melodramático, porque eso fue lo que hizo: colocar los codos sobre la mesa con los dedos en forma de tienda de campaña, casi como si rezara, y darse golpecitos con las puntas en la frente, como si pensara.
—Tú eres mi consejero, Albert —dijo al fin—. ¿Qué me aconsejas?
¿Desde cuándo Albert era su consejero? Pero respondió:
—De acuerdo, ya que me lo pides, creo que deberías hacer que Penny se marche.
Caine se dispuso a llevarle la contraria, pero Albert, mostrando por fin su impaciencia, alzó la mano.
—En primer lugar, porque Penny es una persona enferma e inestable. Ya sabíamos que iba a causar problemas, y más que causará. En segundo lugar, porque lo que le ha ocurrido a Cigar los vuelve a todos en tu contra. No se trata solo de Quinn: todos creen que ha estado mal. Y, en tercer lugar, si no lo haces y Quinn se mantiene firme, esta ciudad se vaciará.
«Y si no lo haces —añadió Albert en silencio—, de repente me enteraré de que hay un alijo de misiles en la costa. Y tú, rey Caine, irás a buscarlos».
Las manos en posición de rezo de Caine cayeron planas sobre el escritorio.
—Si cedo, todos pensarán… —Soltó una respiración entrecortada—. Soy el rey. Pensarán que se me puede vencer.
Albert estaba realmente sorprendido.
—Claro que se te puede vencer, Su Alteza. Se puede vencer a todo el mundo.
—¿Excepto a ti, Albert? —preguntó Caine con amargura.
Albert sabía que no debía morder el anzuelo. Pero el golpe bajo le dolió.
—Turk y Lance me dispararon —recordó, con la mano en el pomo de la puerta—. Solo estoy vivo por suerte y por Lana. Créeme: he dejado de pensar que fuera invencible.
Y pensó en los planes que había hecho al respecto, pero no se los contó.