26 HORAS, 45 MINUTOS
SAM SE DESPERTÓ con una sensación de completo, profundo e increíble alivio.
Cerró los ojos en cuanto los abrió, temiendo que estar despierto incitara a que ocurriera algo horrible.
Astrid había vuelto. Y estaba dormida con la cabeza sobre su brazo. Sam tenía el brazo dormido, completamente entumecido, pero, mientras esa cabeza rubia estuviera allí, su brazo podía seguir entumecido.
Astrid olía a hojas de pino y humo de fogata.
El chico abrió los ojos con cuidado, casi resistiéndose, porque la ERA no acostumbraba a permitir la alegría pura y absoluta. La ERA tenía la costumbre de aplastar cualquier cosa que se pareciera ni que fuera un poco a la felicidad. Y aquel nivel de felicidad seguro que animaba al contraataque. La caída podía ser muy muy dura desde aquella altura.
El día anterior, Sam estaba aburrido y ansiaba el conflicto. Le horrorizaba recordarlo. ¿De verdad había sonreído en la oscuridad ante la perspectiva de pelearse con Caine?
Seguro que no. No era esa clase de tipo, ¿verdad?
Y si lo era, ¿cómo podía haber dado un giro repentino de 180 grados y ahora sentirse tan distinto? ¿Por Astrid? ¿Porque estaba en su cama?
Sin moverse, veía la parte superior de la cabeza de la chica. Parecía como si le hubieran cortado el pelo con una máquina de desbrozar. Veía parte de su mejilla derecha, sus pestañas, el final de la nariz, y más abajo una pierna larga y torneada, repleta de cicatrices y moretones y enroscada a la suya.
Una de las manos de Astrid estaba sobre el pecho del chico, justo encima de su corazón, que empezaba a latir más rápido, tan rápido y con tanta insistencia que temía que la vibración la despertara. Su aliento le hacía cosquillas.
La mente de Sam estaba encantada con que aquello siguiera eternamente. Su cuerpo tenía una idea distinta. Tragó saliva.
Astrid parpadeó. Su respiración cambió, y acabó diciendo:
—¿Cuánto tiempo nos queda hasta que tengamos que hablar?
—Un rato más —respondió él.
Ese rato más llegó a su fin. Astrid acabó apartándose e incorporándose. Sus miradas se encontraron.
Sam no sabía qué esperaba ver en sus ojos. Culpa quizás. Remordimientos. Odio. Pero no vio ninguna de esas cosas.
—Me he olvidado de que por qué estaba tan en contra de hacerlo… —comentó Astrid.
Sam sonrió.
—Yo no te lo voy a recordar.
Astrid lo miró con una franqueza que lo avergonzó. Como si hiciera inventario. Como si estuviera guardando imágenes en la memoria.
—¿Has vuelto? —preguntó Sam.
La mirada de Astrid se apartó, evasiva. Entonces pareció pensárselo mejor, y lo miró directamente.
—Tengo una idea. ¿Y si solo te digo la verdad?
—Eso estaría bien.
—No estés tan seguro. Pero es que me falta práctica mintiendo. Supongo que lo de vivir sola me ha vuelto intolerante a las tonterías. Sobre todo las mías.
Sam se incorporó.
—De acuerdo, hablemos. Pero primero bañémonos en el lago un minuto.
Se dirigieron a cubierta y se sumergieron en el agua helada.
—La gente nos verá —dijo la chica, alisándose el pelo hacia atrás y mostrando la línea del bronceado en la frente—. ¿Estás preparado para eso?
—Astrid, ahora no solo todos los del lago, sino todos los de Perdido Beach y probablemente quienquiera que esté en la isla sabe lo que ha pasado. Taylor debe de haber ido y vuelto, y seguramente Bug también.
Astrid se rio.
—Estás sugiriendo que los cotilleos se mueven a velocidades imposibles.
—¿Un cotilleo tan jugoso como este? La velocidad de la luz no es nada comparada a la velocidad en que se moverá esto.
—¿Se moverá «esto»? —se burló la chica—. Tu «esto» queda colgando ahí…
Sam recordó fragmentos de chistes verdes sobre cosas que colgaban, pero Astrid fue más rápida, negó con la cabeza y añadió:
—No. No lo digas. Sería un chiste muy bajo, incluso para ti.
Qué gusto daba que hubiera vuelto.
Se subieron a bordo y se secaron. Se vistieron y salieron a la cubierta superior con el desayuno: zanahorias, pescado a la brasa del día anterior y agua.
Entonces Astrid fue al grano.
—He venido porque la cúpula está cambiando.
—¿La mancha?
—¿Lo has visto?
—Sí, pero pensamos que igual la había provocado Sinder.
Astrid alzó las cejas.
—¿Por qué Sinder?
—Está desarrollando un poder. Puede hacer que las cosas crezcan a un ritmo acelerado. Tiene un pequeño huerto pegado a la barrera. Estamos experimentando, comemos un poco de verdura, vemos si produce alguna clase de…, ya sabes, de efecto.
—Muy científico por tu parte.
El chico se encogió de hombros.
—Bueno, mi novia científica estaba en el bosque. He hecho lo que he podido.
¿Acababa de reaccionar Astrid a la palabra «novia»?
—Lo siento —dijo Sam rápidamente—. No pretendía… —se disculpó, pero no estaba seguro de lo que no pretendía decir.
—No ha sido por la palabra «novia» —explicó la chica—. Ha sido por el posesivo. El «mi». Pero me doy cuenta de que ha sido una estupidez por mi parte. No hay otra manera mejor de expresarlo. Es que hace tiempo que no pienso en mí misma como si fuera el algo de alguien.
—Ninguna chica es una isla.
—¿De verdad me estás citando mal a John Donne? ¿A mí?
—Oye, igual me he pasado los últimos cuatro meses leyendo poesía. Tú qué sabes.
Astrid se rio. A Sam le encantaba esa risa. Entonces se puso seria.
—La mancha está por dondequiera que he mirado, Sam. He recorrido la barrera. Está por todas partes, a veces solo se ven unos centímetros, pero he visto zonas donde se alzaba más de seis metros.
—¿Crees que está creciendo?
La chica se encogió de hombros.
—Sé que está creciendo: lo que no sé es cuán rápido. Me gustaría intentar medirla.
—Y ¿qué crees que es? —preguntó Sam.
La chica negó con la cabeza despacio.
—No lo sé.
Sam sintió como si una mano le estrujara el corazón. La ERA castigaba la felicidad, y él había cometido el error de ser feliz.
—¿Tú crees…? —empezó a preguntar, pero no conseguía que le salieran las palabras, así que cambió la pregunta—: ¿Y si sigue creciendo?
—La barrera siempre ha sido un tipo de ilusión óptica. Mira la que te queda delante y verás una superficie gris lisa, no reflectante. Una nada continua. Mira hacia arriba y verás la ilusión de un cielo. Cielo diurno, cielo nocturno…, pero nunca un avión. La luna crece y decrece como debería. Es una ilusión, pero también es nuestra única fuente de luz. —Astrid pensaba en voz alta, del modo en que a veces lo hacía. Del modo que Sam había echado de menos—. No sé, pero esto parece una avería. ¿Recuerdas cómo a veces la imagen del proyector de una película, como el que teníamos en la escuela, se va oscureciendo hasta que tienes que entrecerrar los ojos para ver algo?
—¿Estás diciendo que se va a oscurecer totalmente?
Sam sintió alivio al comprobar que su voz no revelaba el temor que sentía.
Astrid hizo el gesto de tocarle la pierna y se detuvo. Entonces entrelazó los dedos para tener algo que hacer. No miraba al chico directamente a los ojos, sino un poco por detrás de él, primero a su izquierda y luego a su derecha.
—Es posible —dijo ella—. Eso creo, sí. Quiero decir, esa fue mi primera idea. Que se está oscureciendo.
Sam respiró hondo. No iba a volverse loco; de eso estaba convencido. Pero el único motivo por el que se sentía seguro era porque él mismo tenía el poder de generar luz. Lastimosos solecitos de Sammy y rayos cegadores, no soles amarillos brillantes o incluso lunas. Pero él tendría luz. No tendría que estar completamente a oscuras.
No podía estar en la oscuridad. No en la oscuridad absoluta.
Se dio cuenta de que tenía las palmas de las manos húmedas y se las secó en los pantalones cortos. Cuando alzó la vista, supo que Astrid lo había visto, y que sabía lo que sentía.
Sam intentó esbozar una sonrisa irónica.
—Qué estúpido, ¿eh? La cantidad de cosas por las que hemos pasado, y seguir teniendo miedo a la oscuridad.
—Todo el mundo tiene miedo a algo —afirmó Astrid.
—Como si fuera un niño pequeño.
—Eres un ser humano.
Sam miró alrededor del lago y el sol que centelleaba en el agua. Algunos de los chavales se reían, había niños pequeños jugando en la orilla del agua.
—La oscuridad absoluta —dijo Sam para oírlo, para ver si podía aceptarlo—. No crecerá nada. No podremos pescar. Va… vagaremos en la oscuridad hasta morirnos de hambre. Los chicos se darán cuenta, y les entrará el pánico.
—Puede que la mancha se detenga —intervino Astrid.
Pero Sam no la escuchaba.
—Es el fin.
Sanjit y Virtue se encontraron a Taylor aquella mañana cuando salieron a hacer un poco de ejercicio: Sanjit iba y venía corriendo, rodeando a un Virtue que jadeaba y resoplaba; correr no era lo suyo.
—Vamos, Choo, esto te irá bien.
—Ya lo sé —dijo Virtue apretando los dientes—. Pero no significa que tenga que disfrutarlo.
—Oye, tenemos una buena vista de la playa y del…
Sanjit se detuvo, porque Virtue había desaparecido detrás de un coche. Volvió sobre sus pasos, vio a su hermano inclinado sobre algo y a continuación vio el qué.
—Pero ¿qué…? Ay, Dios mío, Pero ¿qué le ha pasado?
Sanjit se arrodilló junto a Virtue. Ninguno de los dos la tocó. Ahí estaba la chica con la piel del color de un lingote de oro, a la que le faltaban las dos pantorrillas y le había desaparecido una mano. Amputadas.
Virtue contuvo el aliento y acercó la oreja a la boca de Taylor.
—Creo que sigue viva.
—¡Traeré a Lana! —Sanjit volvió corriendo a Clifftop hasta la habitación que compartía con Lana. Entró gritando—: ¡Lana, Lana!
Y se encontró mirando el extremo malo de la pistola.
—¡Sanjit, cuántas veces tengo que decirte que no me des sustos! —bramó Lana.
El chico no dijo nada, se limitó a cogerla de la mano y se la llevó con él.
—Sí que respira —informó Virtue cuando se acercaron corriendo—. Y le he encontrado el pulso en el cuello.
Sanjit miró a Lana como si ella pudiera entender qué quería decir todo aquello. De repente, había aparecido una chica con la piel dorada sin mano y sin las dos piernas. Pero Lana se limitaba a mirarla con el mismo horror que él.
Entonces vio un destello de sospecha, la mirada dura y furiosa que traslucía Lana cuando sentía el tacto lejano de la gayáfaga. Seguida, como de costumbre, por los músculos tensos y la mandíbula apretada.
Movido por un instinto siniestro, Sanjit miró por las ventanillas sucias del coche.
—He encontrado las piernas.
—Cógelas —dijo Lana—. Virtue, tú y yo la llevaremos dentro.
—¿Y vamos a salir? ¿Después de lo que han hecho a Cigar?
Phil estaba indignado. Y no era el único.
Quinn no decía nada. No se fiaba de lo que pudiera decir. Sentía un volcán en su interior. La cabeza le daba vueltas por no haber dormido. Recordaba la imagen de Cigar, con los globos oculares espeluznantes y aterradores del tamaño de canicas colgándole de nervios serpenteantes dentro de unas cuencas que eran como cráteres negros…
Se había arrancado los ojos.
Quinn no dejaba de pensar que era uno de los suyos, y se repetía la misma frase una y otra vez: «Es uno de los míos».
Cigar había obrado mal, había hecho un daño terrible. Merecía un castigo. Pero no que lo torturaran. Ni que lo volvieran loco. Ni que lo convirtieran en una criatura monstruosa a la que nadie podría mirar sin ahogar un grito.
Quinn se subió a su barca. Los tres miembros de su tripulación dudaron, se miraron los unos a los otros y se subieron tras él. Las otras tres barcas hicieron lo mismo.
Soltaron amarras y subieron los remos, dirigiéndose mar adentro.
Habían recorrido doscientos metros, una distancia a la que la gente de la costa aún podría verlos fácilmente, y Quinn dio una orden tranquila.
—Remos adentro —indicó.
—Pero no hay pescado tan cerca —protestó Phil.
Quinn no dijo nada. Los remos entraron en las barcas, que se balanceaban casi imperceptiblemente sobre el débil oleaje.
Quinn observaba el muelle y la playa. No tardarían mucho en informar a Albert y/o a Caine de que la flota pesquera no estaba pescando.
Se preguntaba quién reaccionaría primero.
¿Sería Albert o Caine?
Caine cerró los ojos y se hundió el sombrero en la cabeza.
—Voy a dormir un poco —anunció—. Usad los remos solo para mantenernos en nuestro sitio, si hace falta. Avisadme si viene alguien.
—Hecho, jefe.
Albert fue el primero en enterarse de lo de Quinn. Tanto Caine como Albert tenían espías —a veces eran los mismos chicos—, pero Albert pagaba mejor.
Ahora Albert llevaba guardaespaldas las veinticuatro horas. Había estado a punto de morir cuando lo que quedaba de la Pandilla Humana entró en su casa, le robó y disparó.
Caine había ejecutado a uno de los villanos, un chaval llamado Lance. El otro, Turk, fue indultado y ahora trabajaba para Caine. Así amenazaba Caine a Albert: quedándose con Turk.
Drake había matado al anterior guardaespaldas de Albert.
Ahora Albert tenía contratados a cuatro. Cada uno trabajaba un turno de ocho horas, siete días a la semana. El cuarto estaba de guardia, y vivía en el nuevo complejo de Albert. Cada vez que Albert salía por la puerta iba a acompañado del guardia que estuviera de servicio, más el que estuviera de guardia. Dos chavales duros, armados hasta los dientes.
Pero todo eso no bastaba para la seguridad de Albert. Él también se había acostumbrado a llevar un arma. Solo una pistola, no un arma larga, pero tenía una nueve milímetros metida en una funda de piel marrón, un arma importante, peligrosa. Y también había aprendido a dispararla.
Y, para rematar, Albert había hecho saber a todos que pagaría a quien le trajera pruebas de un complot en su contra. Siempre salía más a cuenta ponerse de parte de Albert.
Por desgracia, aún quedaba Caine. El rey ungido a sí mismo.
Albert sabía que nunca podría derribar a Caine en una pelea. Así que se aseguraba de saber exactamente qué tramaba. Alguien muy próximo a Caine trabajaba en secreto para Albert.
Y a pesar de todo eso, pese a todos aquellos preparativos, Albert había dejado que se le presentara ese nuevo problema.
Había una buena caminata desde el complejo de Albert, situado al límite de la ciudad, hasta el puerto deportivo. Se apresuró, pues tenía que resolver lo que estaba pasando antes que Caine. El rey tenía mal genio. La gente con mal genio no era buena para el negocio.
Lo que vio Albert desde el final del muelle no pintaba bien. Cuatro barcas y quince chavales sin hacer nada. Albert hizo cuentas: comida para tres días, y solo dos días de murciélagos azules. Si dejaban de suministrar murciélagos, no podrían atravesar los campos infestados de gusanos.
—¡Quinn! —gritó Albert.
Se puso furioso al ver que había tres chicos en la playa, escuchando a escondidas. ¿Es que no tenían nada mejor que hacer?
—Hola, Albert —le respondió Quinn.
Parecía angustiado. Y Albert estaba seguro de haber visto que hacía señas a alguien para que no se levantara.
—¿Cuánto se supone que va a durar esto? —preguntó Albert.
—Hasta que consigamos justicia —respondió Quinn.
—¿Justicia? La gente lleva esperando justicia desde la época de los dinosaurios.
Quinn no dijo nada, y Albert se enfadó consigo mismo por permitirse un comentario sarcástico.
—¿Qué es lo que quieres, Quinn? En términos prácticos.
—Queremos que Penny desaparezca —anunció Quinn.
—No puedo permitirme pagarte más —replicó Albert.
—No hablo de dinero —comentó Quinn, perplejo.
—Ya lo sé: quieres justicia. Normalmente, lo que la gente quiere de verdad es dinero. Así que ¿por qué no me dices lo que quieres?
—Que Penny se vaya de la ciudad. Y que no vuelva. Cuando eso ocurra, pescaremos. Hasta entonces, nos quedaremos sentados —dijo Quinn, y se sentó para enfatizar sus palabras.
La frustración extrema hizo que Albert se mordiera el labio.
—Quinn, ¿te das cuenta de que si no resuelves este tema conmigo tendrás que hacerlo con Caine?
—No creemos que sus poderes lleguen tan lejos —opinó Quinn. Parecía, si no arrogante, al menos decidido—. Y nos parece que también le gusta comer.
Albert reflexionó mientras hacía cálculos mentales.
—Vale. Mira, Quinn: puedo subir tu porcentaje un cinco por ciento. Pero es lo máximo que puedo hacer.
Hizo el gesto de lavarse las manos, indicando que o lo tomaba o lo dejaba.
Quinn se encajó el sombrero encima de los ojos. El fedora era casi irreconocible, pues estaba manchado, cortado, rayado, roto y retorcido. Apoyó los pies en la borda.
Albert lo observó durante un rato. No, no podría sobornar a Quinn.
Respiró hondo para liberar su frustración. Caine había provocado un problema que podría hacer que todo se desmoronara. Todo lo que Albert había construido.
Sin Quinn no había pescado, y sin pescado no había cosechas. Era así de simple. Caine no cedería, no era de esos. Y Quinn, conocido en el pasado por su cobardía, se había hecho mayor, había madurado y se había convertido en una persona útil.
Uno de los dos tenía que desaparecer, y, si había que elegir entre Caine y Quinn, la respuesta estaba clara.
Lo peliagudo sería cómo darle la noticia a Caine. La trampa que hacía tiempo que había tendido al rey estaba lista para usar. Y ojalá hubiera algún modo de librarse de Penny al mismo tiempo. Ya estaba harto de los dos, ambos le resultaban insoportables: Albert estaba intentando llevar un negocio.
Igual había llegado la hora de contar a Caine que había unos juguetes muy interesantes metidos en cajones de embalaje en una playa poco frecuentada.
Puede que hubiera llegado la hora de matar al rey.
Por el bien del negocio.