MARY TERRAFINO había atravesado la barrera cuatro meses atrás. Saltó por el acantilado de la ERA en el preciso instante en que cumplía quince años.
Y aterrizó. No en la arena y las rocas bajo el acantilado, sino a tres kilómetros de la barrera. Apareció en un barranco seco, y habría muerto de no haber sido por los dos motoristas que corrían entre baches y pendientes, gritando y bramando, y sin buscar lo que encontraron.
Los motoristas no llamaron a una ambulancia, sino a control de animales. Porque pensaban que habían visto un animal destrozado. Fue un error comprensible.
Mary se encontraba en una sala especial del hospital de UCLA, en Los Ángeles. En aquella sala había dos pacientes: Mary y un chico llamado Francis.
La doctora al mando se llamaba Chandiramani. Tenía cuarenta y ocho años y llevaba la bata blanca sobre un sari tradicional. La doctora Chandiramani tenía una relación tensa pero correcta con el comandante Onyx. Se suponía que el comandante era el enlace con el Pentágono, y en teoría solo estaba allí para ofrecer a la doctora Chandiramani y su equipo el apoyo que necesitaran.
En realidad, el comandante parecía convencido de que estaba al mando de la sala. Los doctores y el comandante solían chocar.
Todos eran muy educados, nadie alzaba la voz. Pero las prioridades del Pentágono eran un tanto distintas de las de los médicos. Los médicos querían mantener a sus dos pacientes, que habían sufrido daños terribles, con vida y a gusto. Los soldados necesitaban respuestas.
El comandante Onyx había hecho que instalaran equipos en esa habitación, y en las dos contiguas, que no tenían nada que ver con el estado de Mary. La doctora Chandiramani fingía que no entendía nada, pero no siempre se había dedicado a la medicina. Antes de ser médico había empezado a estudiar física muy en serio, por lo que sabía reconocer un espectrómetro enorme. Sabía que aquella habitación, y la de Francis, se encontraban dentro de una especie de espectrómetro enorme supersensible. Solo podía hacer conjeturas respecto a qué eran los demás instrumentos que ocupaban las paredes, el techo y el suelo.
Francis estaba vivo. Pero aún no habían hallado el modo de comunicarse con él. Había actividad cerebral, así que estaba consciente. Pero no tenía boca ni ojos. Tenía un apéndice que podía ser un brazo, pero sufría espasmos constantes, así que, aunque los dedos no hubieran sido garras pegadas de un modo extraño, no habría podido utilizar ni un teclado ni un lápiz.
En cierto sentido, Mary presentaba más potencial. Tenía boca y parecía disponer de una funcionalidad limitada para el habla. Le habían quitado parte de los dientes grotescos que le habían salido por las mejillas. Y también la habían operado para arreglarle la lengua, la boca y la garganta, lo mejor que habían podido.
Por lo que Mary podía hablar.
Por desgracia, lo único que había hecho era gritar y llorar a través del borrón que era su único ojo.
Pero ahora acababan de dar con la combinación adecuada de sedantes y medicamentos para que no tuviera ataques, y la doctora Chandiramani por fin había accedido a que un psicólogo del ejército interrogara a la chica.
Las primeras preguntas fueron demasiado amplias.
—¿Qué puedes contarnos de las condiciones de vida de ahí dentro?
—¿Mamá? —preguntó la chica con una voz que apenas era un susurro.
—Tu madre vendrá más tarde —respondió el psicólogo con voz tranquilizadora—. Soy el doctor Greene. Conmigo está el comandante Onyx. Y la doctora Chandiramani, que ha cuidado de ti estos últimos meses desde que escapaste.
—Hola, Mary —dijo la doctora Chandiramani.
—¿Y los peques? —preguntó Mary.
—¿Qué quiere decir? —preguntó el doctor Greene.
—Los peques. Mis niños.
El comandante Onyx tenía el pelo negro muy corto, los ojos de un azul intenso y estaba bronceado.
—La información de la que disponemos es que cuidó de los niños pequeños.
El doctor Greene se acercó a la chica, pero la doctora Chandiramani vio que se esforzaba por reprimir las náuseas que la gente siempre sentía al ver a Mary.
—¿Te refieres a los niños pequeños a los que cuidaste?
—Los maté —dijo Mary.
Brotaron lágrimas del único conducto por el que podían, y corrieron por su piel quemada y hervida como de langosta roja.
—Seguro que no —dijo el doctor Greene.
Mary gritó. Era un grito de desesperación y lamento.
—Cambie de tema —pidió la doctora Chandiramani, mirando el monitor.
—Mary, esto es muy importante: ¿Alguien sabe cómo empezó todo esto?
Nada.
—¿Quién lo hizo, Mary? —preguntó la doctora Chandiramani—. ¿Quién creó la anom… el lugar al que llamáis la ERA?
—El pequeño Pete. La Oscuridad.
Los dos médicos y el soldado se miraron, perplejos.
El comandante frunció el ceño y sacó su iPhone. Tocó varias teclas.
—Wiki de la ERA —explicó—. Tenemos dos «Pete» o «Peters» en la lista.
—¿De qué edades? —preguntó la doctora Chandiramani.
—Uno de doce; otro de cuatro. No, perdone, ahora tendrá cinco.
—¿Tiene usted hijos, comandante? Yo sí. A ningún chaval de doce años le gustaría que lo llamaran «pequeño Pete». Debe de estar hablando del de cinco años.
—Son delirios —dijo el doctor Greene—. Un niño de cinco años no creó la anomalía —frunció el ceño, pensativo, y garabateó una nota—. Oscuridad. Quizá teme a la oscuridad.
—Todo el mundo teme a la oscuridad —replicó la doctora Chandiramani. Greene empezaba a ponerla nerviosa, y también el comandante y su mirada horrorizada.
El monitor situado encima de la cama de Mary pitó de repente con urgencia.
La doctora Chandiramani pulsó el panel de llamada y gritó: «Código azul, código azul», pero no fue necesario porque las enfermeras ya entraban a toda prisa por la puerta.
Al mismo tiempo, el smartphone del comandante Onyx empezó a sonar. No contestó, pero abrió una aplicación.
Un médico alto y delgado vestido con bata verde entró tras las enfermeras. Miró el monitor, se llevó el estetoscopio a los oídos y preguntó:
—¿Dónde tiene el corazón?
La doctora Chandiramani señaló un punto improbable. Pero sabía que no había nada que hacer. Todas las líneas del monitor se habían vuelto planas. Todas al mismo tiempo. Y no era así como sucedía. El corazón, el cerebro, todo había muerto, repentina e irreversiblemente.
—Verán que el otro también se ha ido —afirmó el comandante Onyx con calma, consultando su teléfono—. Francis. Alguien lo ha desenchufado.
—Pero ¿de qué me habla? —le espetó la doctora Chandiramani.
El comandante sacudió la cabeza, indicando que el médico y las demás enfermeras debían salir. No se lo discutieron.
El comandante Onyx cerró la aplicación y guardó el teléfono.
—Las personas que fueron expulsadas cuando se creó la cúpula salieron limpias. Y las gemelas también. El resto, los que han aparecido desde entonces…, siempre han tenido una especie de… cordón umbilical… que los conectaba a la cúpula. Lo llamamos «ondas J». Pero no me pregunte lo que son, porque no lo sabemos. Las podemos detectar, pero no se encuentran en la naturaleza.
—¿Qué significa «onda J»? —preguntó la doctora.
El comandante Onyx ladró una risa.
—Un físico sabihondo del CERN las llamó «ondas de Jehová». Según él, ya podrían venir de Dios, porque desde luego no sabemos qué efecto tienen o de dónde vienen. El nombre se ha quedado.
—Pero ¿qué es lo que acaba de cambiar? ¿Ha ocurrido algo con estas ondas J?
El comandante iba a contestarle, pero, esforzándose mucho, y mirando horrorizado a Mary por última vez, se contuvo.
—Esta conversación que acabamos de tener… nunca la hemos tenido.
El comandante se marchó, y la doctora Chandiramani se quedó sola con su paciente.
Cuatro meses después de su espantosa aparición, Mary Terrafino estaba muerta.