34 HORAS, 31 MINUTOS
—ME VOY A ARRIESGAR a hacer un poco de luz —propuso Sam.
—Creo que un poco de luz nos vendría fenomenal —dijo Dekka.
Sam alzó las manos, y una bola de luz como un sol verde pálido se formó en el aire. Generaba más sombras que luz, así que se inclinó hacia la derecha tanto como pudo sin mover los pies, y formó una segunda luz en el aire. Las dos luces eliminaron parte de las sombras.
—Vale, arrodillaos muy despacio y mirad alrededor de vuestros pies —les ordenó Sam.
—¡Aaah! —gritó Jack.
—¡No os mováis!
—No me muevo, no me muevo. Tengo el pie bajo un cable. No me muevo. Ay, Dios, ¡voy a morir!
Sam formó una tercera luz bajo los pies de Jack. Ahora veía bien el cable tirante que atravesaba la bota de Jack.
—Dekka, ¿puedes moverte?
—Creo que sí. Bueno, ahora veo por dónde pasa el cable.
—Vale, pues retrocede hasta una distancia segura.
—Y ¿cuánto es una distancia segura?
—Lejos —respondió Sam—. Vale, Jack, quédate quieto. Voy a sacar la arena de debajo de tu pie. Así se relajará la presión del cable.
Sam utilizó los dos dedos índices para empezar a sacar arena con suma delicadeza. Luego se puso con dos dedos de cada mano.
La bota de Jack se soltó un centímetro. Y luego un poco más.
—Vale, ahora mueve el pie hacia atrás.
—¿Estás seguro?
—Estoy justo a tu lado, ¿no? —replicó Sam.
Jack movió el pie. Nada estalló.
—Y ahora nos retiramos todos y ya.
—Eh, ¿qué estáis haciendo, chicos? —Brianna estaba en lo alto del acantilado—. ¿Qué hacéis con toda esa luz? Pensaba que íbamos en plan…
—¡Quédate ahí! —gritó Dekka.
—Vale, jo, no hace falta que grites.
Sam explicó lo que estaba pasando.
—No podemos dejar esta trampa. Algún inocente podría tropezar con ella. O la desactivamos o la hacemos explotar.
—Como yo soy el técnico, y desactivar una trampa digamos que es un problema técnico, voto por que la volemos desde una distancia segura.
—Anda, vamos, Jack, no seas gallina —le tomó el pelo Dekka.
—Brisa —la llamó Sam—, encuentra una cuerda o un cordel largo.
Brianna se esfumó formando un borrón.
—Vale, bajemos todos al agua —indicó Sam.
No tuvieron que esperar mucho. Cinco minutos más tarde, Brianna vibró hasta detenerse a su lado.
—No creo que puedas correr más que una explosión, ¿verdad? —preguntó Sam, dubitativo.
Jack puso los ojos en blanco y suspiró con condescendencia geek.
—¿Lo dices en serio? Brianna corre varios kilómetros por hora. Las explosiones ocurren a metros por segundo. No te creas lo que ves en las películas.
—Sí, Sam —dijo Dekka.
—En los viejos tiempos siempre tenía a Astrid para humillarme cuando hacía una pregunta estúpida —recordó Sam—. Qué bien que ahora Jack se encargue de eso.
Lo había dicho alegremente, pero al mencionar a Astrid se hizo un silencio incómodo en la conversación.
Entonces intervino Brianna:
—No puedo correr más que una explosión, pero ataré la cuerda alrededor del cable.
Salió disparada hacia el cable, y volvió disparada con el extremo suelto.
—¿Quién va a tirar de la cuerda?
—Quien ata la cuerda tira de ella —propuso Sam—. Pero primero…
¡BUUUM!
Los contenedores, la arena, trozos de madera y los arbustos del acantilado estallaron formando una bola de fuego. Sam sintió una ráfaga de calor en la cara. Le zumbaban los oídos. La arena le escocía en los ojos.
Y los escombros parecían tomarse su tiempo para volver a caer en la tierra.
Sam interrumpió el silencio que se había formado y comentó:
—Iba a decir que primero deberíamos tirarnos al suelo para no explotar. Pero supongo que también ha salido bien así, Brisa.
Sam miró hacia el norte. Desde donde se encontraba no veía claramente Perdido Beach. No había luces excepto los eternos soles de Sammy, y de noche estarían solamente tras las cortinas.
Ahí abajo en la ciudad, su hermano Caine estaba… ¿Qué estaba haciendo exactamente? Esa era la pregunta. ¿Había sido idea de Caine, lo de la trampa? ¿Había oído o visto la explosión y ahora se estaba regocijando, al creer que Sam había muerto?
¿Qué haría Caine si pensaba que Sam estaba muerto? ¿Atacaría el lago? ¿Podría detenerlo Albert?
Caine no se atrevería a atacar el lago mientras Sam estuviera vivo. Mientras Sam viviera y pudiera unirse a Albert, Caine tendría cuidado.
Pero Sam se preguntaba cuánto tardaría en ir contra Albert y él. ¿De verdad dejaría que Diana tuviera a su hijo y se quedara con Sam?
Durante un breve instante, a Sam se le pasó por la cabeza que puede que no fuera Caine quien se hubiera llevado los misiles. Pero realmente solo había otra posibilidad. Otra posibilidad ridícula.
Ridícula.
No. Caine tenía los misiles. Lo que significaba que la paz que había durado cuatro meses estaba llegando a su fin. Estaba oscuro, y nadie lo miraba, así que no se sintió demasiado culpable por sonreír.
Cigar sintió que unas manos lo tocaban.
Puede. Puede que fueran manos. O puede que fueran las patas de un monstruo que le clavaría sus garras terribles y le arrancaría la piel del brazo.
Cigar gritaba.
Puede. No estaba seguro. ¿Había dejado de gritar en algún momento?
Oyó un llanto lejano, un ruido desesperado, de impotencia. ¿Procedía de él?
—Nunca he conseguido que volviera a crecer un órgano —comentaba la voz de Lana—. La última vez que lo intenté… Esperemos que no termines con ojos de látigo.
Conocía su voz. Sabía que se encontraba junto a él. Sí. Era ella quien lo tocaba. A no ser que fuera la criatura que sonreía antes de arrancarte los dedos y comerte los brazos, con la sonrisa emborronada por la sangre y la boca llena de dientes como agujas, que se reía de su dolor, que lo masticaba y desgarraba hasta que Cigar gritaba y volvía a gritar, y la garganta que gritaba se convertía en un animal que rugía, en la boca de un león rugiendo al salir de su garganta…
—¡Mira! Está pasando algo.
Cigar no reconocía esa voz. Era una voz de chico, ¿no?
—¿Quién eres? —preguntó Cigar.
—Soy Lana.
—¿Quién eeeeres?
—Creo que se refiere a mí. Soy yo, Sanjit.
Había serpientes en las cuencas con sangre seca de Cigar. Las notaba. Se estremecían como locas.
—Nervios —dijo Sanjit.
—Puede que estés sintiendo algo —le avisó Lana.
—¡Aaaah! —gritó Cigar.
Intentó arañarse los ojos, pero tenía las manos sujetas. Estaba indefenso. Le habían arrancado los brazos a mordiscos, ¿verdad? Ya no tenía brazos. Así que, ¿cómo se había arrancado las cucas de los ojos si no tenía brazos? Contesta a eso, Bradley. Su nombre de verdad era Bradley.
Contesta a eso.
Y si no tienes brazos, ¿cómo te encendías esos puros, esos cigarros grandes, y aspirabas hasta que la punta brillaba y estaba muy caliente y luego hundías la punta ardiendo en el agujero vacío del ojo y luego chillabas de dolor y suplicabas a Dios: «Mátame, mátame, mátame»?
—Los nervios vuelven a crecer. Increíble —intervino Sanjit.
—Otra vez intenta arrancarse los ojos —dijo Lana.
—Sí —le dio la razón Sanjit—. Esto no puede volver a pasar. Hay que parar a esa bruja.
—Es culpa de Caine —comentó Lana, enfadada—. Ya sabe cómo es Penny. Está para que la encierren. Es malvada. Siempre fue retorcida, pero, con lo de las heridas, algo se quebró en esa chica.
—¡Mis ojos! —gritó Cigar.
Algo. Una franja de luz débil, distante. Como cuando empieza a entreverse el amanecer, como si la negrura fuese solo un poco menos negra.
—Algo está pasando —señaló Sanjit—. ¡Mira, mira!
—¡Mis ojos!
—Todavía no, tío, pero algo está creciendo. Unas bolitas blancas, no son más grandes que bolitas de caramelo.
Sanjit puso la mano sobre el pecho de Cigar y le hundió los dedos de aguja que cortaban y desgarraban y…
No, no, no era verdad. No era verdad.
La franja de luz, el brillo débil, estaba aumentando. Cigar la miraba, deseando que fuera real. Necesitaba que algo fuera real. Necesitaba que algo no fuera una pesadilla.
—Cigar —dijo Sanjit con un tono de voz amable—. Parece que los boquetes y los cortes se están curando. Y parece que se están formando unos ojitos.
Pero entonces Lana añadió, con voz más cáustica:
—No te hagas muchas ilusiones.
La curandera puso las manos sobre las sienes de Cigar. Sobre su frente. Lenta, muy lentamente, Lana exploraba en dirección a sus cuencas negras.
—¡No, no, no, noooo! —aulló el chico.
Los dedos de Lana se retrajeron.
Lana era real. Su tacto era real. La luz que Cigar veía era real. Se esforzaba tanto por aferrarse a todo eso…
—Te vamos a tapar los ojos con un trapo, ¿vale? —le explicó Sanjit—. Se te mueven mucho los globos, e igual es porque les molesta la luz del sol de Sammy.
Transcurrió una eternidad durante la cual Cigar perdía el conocimiento y despertaba de pesadillas que le hacían gritar. A veces estaba en llamas. Otras, su piel crujía como el beicon. Otras, unos escorpiones le hurgaban en la carne.
Mientras tanto, Lana tenía las manos en su cara.
—Escúchame —dijo finalmente la chica—. ¿Me oyes?
¿Cuánto tiempo había pasado? La locura no había quedado atrás, pero estaba diluida, debilitada. Los gritos aún amenazaban con desgarrarle la garganta, pero podía contenerlos, al menos podía resistirse un poco.
—Llevamos aquí toda la noche —comentó Lana—. Así que lo que tienes es lo que hay. Ya no puedo hacer más.
—Yo también estoy aquí, hermano. Soy yo, Quinn. —El chico apoyó una mano callosa en el hombro de Cigar, y ese gesto hizo que le entraran ganas de llorar—. Escúchame, tío, pase lo que pase, tienes un sitio con tu tripulación. Eres uno de los nuestros.
—Ahora vamos a sacarte el trapo —indicó Sanjit.
Cigar sintió que el trapo se deslizaba.
Quinn ahogó un grito.
Cigar vio algo que se parecía mucho a Quinn, pero era Quinn con una tormenta de luz morada y roja alrededor de la cabeza. Quinn envuelto en lo que parecía el comienzo de un tornado.
Y veía a Sanjit detrás de él. Brillaba débilmente, con una luz plateada continua.
Entonces vio a Lana. Sus ojos eran bonitos. Arcoíris en movimiento. Rayos repentinos y penetrantes como la luz brillante de la luna. Eclipsaba tanto a Quinn como a Sanjit. Era la luna de sus estrellas.
Pero rodeando a la chica había un zarcillo de un verde enfermizo, como una serpiente infinitamente larga que se estremecía y tanteaba, buscando un modo de entrar en su cabeza.
Y eso era todo lo que veía Cigar. Porque lo que rodeaba a los tres chicos era una oscuridad vacía y absoluta.
No hubo bromas ni conversación ni siquiera en el viaje de vuelta al lago. Sam conducía despacio. Jack dormía, roncando de vez en cuando, pero no tan alto como para molestar a Sam.
Dekka miraba por la ventanilla. Habían esperado hasta el amanecer, pues no tenía sentido arriesgarse a conducir otra vez a oscuras. A fin de cuentas, hacía tiempo que se había esfumado la necesidad de mantener todo aquello en secreto.
A Sam no le cabía duda de que Caine tenía los misiles.
Sin duda. Pese a la voz que en el fondo de la mente le insistía en que si Caine tuviera los misiles los habría utilizado para asaltar el lago tiempo atrás.
No. Esa idea era una estupidez. Seguramente Caine esperaba el momento oportuno. Esperaba.
Brianna se acercó corriendo a la furgoneta e hizo la señal de «baja la ventanilla».
—¿Me necesitas para algo más? —preguntó Brianna—. Si no, me iré a echar una cabezada.
—No, estoy bien, Brianna.
Pero no salió disparada, les siguió el ritmo. La furgoneta no iba a más de cincuenta kilómetros por hora, lo cual resultaba un agradable paseo para Brianna.
—No vas a dejar que Caine se quede con esas cosas, ¿verdad? —preguntó Brianna.
—Esta noche no, ¿vale? Estoy derrotado. No quiero pensar en ello. Solo quiero arrastrarme hasta mi litera y taparme con las mantas.
Parecía que Brianna fuera a discutirle, pero suspiró dramáticamente, guiñó un ojo a Sam como si ya le hubiera leído el pensamiento, y salió disparada por la carretera.
Sam se dio cuenta de que Dekka se negaba a mirarla. Pensó en hablarlo con ella, pero decidió que no. Apenas podía mantener los ojos abiertos.
Y aun así seguía teniendo la sensación de que no acababa de ver algo. Notaba que unos ojos lo miraban, que lo observaban desde ahí fuera, en la noche oscura del desierto.
—Coyotes —murmuró. Y casi se lo creyó.
Llegaron al lago cuando la luz débil del amanecer empezó a brillar procedente del sol falso de la ERA. Los amaneceres eran bonitos en el lago, si te olvidabas de que el «sol» era una ilusión que subía arrastrándose por una barrera que no quedaba ni a un kilómetro de la orilla.
Sam estaba tenso y cansado. Se deslizó hasta la casa flotante con cuidado de no despertar a nadie, y recorrió sigilosamente el pasillo estrecho hasta su litera. Las cortinas estaban echadas y por supuesto no había luces, así que fue palpando hasta el borde de su cama y gateó por ella para encontrar la almohada.
Cayó rendido de espaldas.
Pero, aunque estaba a punto de dormirse, se dio cuenta de que había algo distinto en su cama.
Entonces notó el aliento suave en la mejilla.
Se volvió, y los labios de ella estaban sobre los suyos. No lo besó delicada ni suavemente, sino intensamente, y fue como si lo hubiera despertado un cable eléctrico.
Ella lo besó y se deslizó encima de él.
Sus cuerpos hicieron el resto.
En algún momento, en las horas posteriores, Sam preguntó:
—¿Astrid?
—¿No crees que tendrías que haberte asegurado de eso hace tres veces? —preguntó Astrid en su tono de voz habitual, levemente condescendiente.
Después se dijeron muchas cosas el uno al otro, pero ninguna con palabras.