SIETE

36 HORAS, 19 MINUTOS

ASTRID ESTABA mirando el lago desde las alturas que quedaban al oeste. La barrera por supuesto atravesaba directamente el lago, cortándolo por la mitad. La costa del lago sobresalía, así que no podía seguir la barrera sin desviarse. En cualquier caso, pronto estaría demasiado oscuro para ver la mancha. Había llegado la hora de dirigirse hacia las viviendas.

El sol se estaba poniendo, y una pequeña hoguera lejana ardía en un círculo de tiendas y tráileres. Astrid no veía a los chicos alrededor del fuego, pero sí figuras que ocasionalmente pasaban por delante de las llamas.

Ahora que se encontraba allí ya no podía seguir fingiendo y reprimiendo sus emociones. Iba a ver a Sam. Y a otros también, y desde luego tendría que soportar miradas y saludos y probablemente insultos.

Todo eso lo podría aguantar. Pero iba a ver a Sam. Esa era la cuestión. A Sam.

Sam, Sam, Sam.

—Para —se dijo.

Se acercaba una crisis. Tenía la obligación de ayudar a sus amigos a entenderla.

—Débil —murmuró.

Cada vez sospechaba más que lo único que había hecho era pensarse una excusa para ver a Sam. Y al mismo tiempo sospechaba que buscaba una excusa para retraerse y eludir su obligación de ayudar.

Pensó que quizás en los viejos tiempos se hubiera puesto a rezar en busca de consejo, y la nostalgia la hizo sonreír. ¿Qué había pasado con aquella Astrid? ¿Adónde había ido? No había rezado desde…

—Deja atrás las cosas de niño —citó mentalmente.

Una cita de la Biblia, lo cual le parecía irónico. Se recolocó la mochila y deslizó la escopeta del hombro derecho dolorido al izquierdo. Y se echó a andar en dirección al fuego.

De camino, ingenió un método sencillo para medir la extensión de la mancha oscura en la barrera. Si alguien tuviera una cámara digital que funcionara, resultaría bastante fácil. Hizo los cálculos mentalmente. Puede que bastara con cinco muestras distintas. Si calculara la progresión día a día, obtendría datos bastante buenos.

Los números aún le producían placer. Eso era lo fantástico de los números: no necesitaba la fe para creer que dos y dos eran cuatro. Y las mates nunca, jamás, te condenaban por tus pensamientos y deseos.

—¿Quién es? —preguntó una voz procedente de las sombras.

—Tranquilo —dijo Astrid.

—Dime quién eres o disparo —dijo la voz.

—Soy Astrid.

—Ni de coña.

Un chico, que probablemente no tendría más de diez años, salió de detrás de un arbusto. La apuntaba con un rifle, con el dedo cerca pero no directamente sobre el gatillo.

—¿Eres tú, Tim? —preguntó Astrid.

—¡Uala, eres tú! —exclamó el chico—. Pensaba que estabas muerta.

—¿Sabes lo que dijo Mark Twain? «La noticia de mi muerte ha sido una exageración».

—Sip, eres tú, desde luego. —Tim se llevó el arma al hombro—. Supongo que está bien que pases. No tengo que dejar pasar a nadie si no lo conozco. Pero a ti te conozco.

—Gracias. Me alegro de que estés bien. La última vez que te vi tenías la gripe.

—Ya ha desaparecido. Esperemos que no vuelva.

Astrid continuó caminando, y a partir de ahí el sendero quedaba más claro y resultaba más fácil seguirlo, aunque avanzara la noche.

Pasó junto a varias tiendas y un tráiler Airstream anticuado. Entonces alcanzó un círculo de tiendas y tráileres que rodeaba la hoguera. Oyó a los chavales reírse.

Se acercó, nerviosa. La primera en verla fue una niñita que codeó suavemente a la chica mayor que tenía al lado. Astrid reconoció de inmediato a Diana, quien la miró sin mostrar la más mínima sorpresa.

—Vaya, hola, Astrid. ¿Dónde has estado?

La conversación y las risas se apagaron, y treinta rostros o más, todos iluminados de naranja y dorado, se volvieron a mirar.

—He estado… fuera —respondió Astrid.

Diana se levantó y Astrid se percató, perpleja, de que estaba embarazada.

Diana vio la mirada en el rostro de Astrid, sonrió y comentó:

—Sí, han pasado un montón de cosas interesantes mientras estabas fuera.

—Tengo que ver a Sam —dijo Astrid.

Diana se echó a reír.

—Sin duda. Te llevo.

Diana la condujo hasta la casa flotante. A pesar del bulto, aún se movía con gracia natural. Astrid deseaba poder moverse así.

—Por cierto, ¿no habrás visto a una niña de camino hacia aquí, verdad? Se llama Bonnie. Tiene siete años, creo.

—No. ¿Se ha perdido alguien?

Edilio estaba sentado en una silla plegable en la cubierta superior, vigilando las tiendas esparcidas, los tráileres, las Winnebagos y los barcos. Tenía un rifle automático sobre el regazo.

—Hola, Edilio.

Edilio se levantó de golpe y bajó por la escalera de cuerda hasta el muelle. Apartó el rifle y rodeó a Astrid con los brazos.

—Gracias a Dios. Ya era hora.

Astrid sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.

—Te he echado de menos —reconoció.

—Supongo que quieres ver a Sam.

—Sí.

Edilio asintió en dirección a Diana para que se marchara. Condujo a Astrid hasta el barco y entraron en un camarote vacío.

—Hay un pequeño problema —susurró Edilio.

—¿No quiere verme?

—Es que… Esto… Está fuera.

Astrid se rio.

—¿Asumo por tu mirada cómplice que es que anda metido en algo peligroso?

Edilio sonrió y se encogió de hombros.

—Sigue siendo Sam. Debería volver por la mañana. Vamos; vamos a buscarte algo de comer y beber. Puedes dormir aquí esta noche.

La furgoneta bajaba deslizándose por la carretera. Se deslizaba por varios motivos. En primer lugar, para ahorrar gasolina. En segundo lugar, conducían con las luces apagadas porque los faros se verían desde muy lejos.

En tercer lugar, la carretera que bajaba desde el lago era estrecha y estaba poco pavimentada.

Y en cuarto lugar: Sam nunca había aprendido a conducir.

Iba al volante con Dekka a su lado. Jack el del ordenador iba encajado en el espacio estrecho detrás del asiento delantero, nada contento.

—No te ofendas, Sam, pero te estás saliendo de la carretera. ¡De la carretera! ¡Sam! ¡Te estás saliendo de la carretera!

—Que no, cállate —le espetó Sam mientras volvía a orientar la furgoneta enorme hacia la carretera. Por poco vuelca en la zanja.

—Así moriré —insistió Jack—. Así, encajado en una zanja.

—Venga, vamos —dijo Sam—. Aunque nos estrelláramos, eres lo bastante fuerte como para abrirte paso a golpes.

—Hazme un favor y rescátame a mí también —añadió Dekka.

—Vamos bien. Ahora ya controlo —afirmó Sam.

—Se nos comerán los coyotes —se lamentó Jack—. Nos abrirán las tripas y… —se quedó callado.

Sam miró por el retrovisor y vio que la boca de Jack decía «lo siento».

Dekka suspiró.

—Odio cuando os ponéis así. Dejad de tratarme como si me fuera a venir abajo. No ayuda.

Habían tenido que abrir a Dekka para salvarle la vida y sacarle los bichos de dentro. Lana la había curado, pero Dekka no había salido indemne. Se esforzaba por hacerse la fuerte, pero ya no era la chica intrépida e indestructible que parecía antes.

Por lo de los bichos, y por el rechazo evidente de Brianna, se había vuelto retraída. Parecía derrotada, abatida.

—Espero que Brianna esté bien —intervino Jack—. No debería correr por ahí en la oscuridad.

—Mientras siga la carretera y se lo tome con calma, le irá bien —opinó Sam, esperando impedir que siguieran hablando de Brianna.

Jack era extremadamente listo para temas que tenían ver con la tecnología. Pero podía ser un completo y absoluto negado cuando se trataba de seres humanos.

Así que, claro, tuvo que meterse de lleno en el tema.

—Brianna está rara últimamente —continuó comentando Jack—. Desde que vinimos al lago. Está así como…

Sam se negó a pedirle que continuara.

Dekka miró a Sam de soslayo y preguntó:

—¿Así como qué, Jack?

—Como si… No sé. Como si quisiera…, ya sabes…

—No, no lo sé —gruñó Dekka—. Así que, si tienes algo que decir, suéltalo.

—No sé. Como que se pone amistosa conmigo. Como que se enrolló conmigo el otro día.

—Pobre de ti —dijo Dekka con una voz que habría paralizado a cualquier otra persona más sensible.

Jack abrió las manos.

—Yo estaba ocupado, veía que estaba ocupado.

Llegado ese punto, Sam pensó que podría ser una buena idea desviarse de la carretera y chocar contra el poste de una valla.

—¡Sam, Sam, Sam, Sam! —gritó Jack.

Se sobresaltó de miedo. Lo cual, debido a su fuerza increíble, provocó que empujara el asiento con tanta fuerza que Sam se dio contra el volante.

—¡Ay! —Sam pisó el freno—. Oye, ya vale. ¿Alguno de vosotros dos quiere conducir? ¿No? Pues callaos. Jo, me sangra la cabeza.

La furgoneta se puso en marcha otra vez y las ruedas no tardaron en pasar de la grava al pavimento liso de la carretera. Sam condujo durante medio kilómetro hasta que detectó un punto señalado y aparcó en el arcén de la carretera.

—Cortamos por aquí, ¿verdad? —preguntó.

Dekka se asomó a mirar y asintió.

—Sí, eso parece.

Se bajaron del coche y estiraron las piernas. Aún quedaba casi un kilómetro hasta la costa. Un kilómetro pasando por un campo de bichos.

Los bichos no habían molestado a nadie desde que seres humanos y gusanos habían hecho un trato, y los seres humanos arrojaban murciélagos azules y otros animales no comestibles —para los seres humanos— a los campos, alimentando así a los gusanos. Pero, por si acaso, Dekka llevaba unas bolsitas con entrañas de pescado, trocitos de mapache, tendones de ciervo y similares en un fardo. Vació una de esas bolsas a sus pies, y al instante los bichos salieron como un hervidero de la tierra y se abalanzaron sobre la comida, pero no atacaron a los chicos.

—A qué cosas nos acostumbramos —comentó Jack meneando la cabeza.

—Escuchad, chicos, no tardaréis en enteraros —intervino entonces Sam—. Algo ha salido de la barrera.

—¿Hay un salido en la barrera?

—No, ha salido una cosa, una cosa rara —y Sam les explicó lo que había visto.

—Igual lo ha provocado los poderes de Sinder —sugirió Jack.

Sam asintió.

—Es posible. Así que mañana tendremos que explorar un poco, ver si está pasando lo mismo en algún punto más.

Ya habían cruzado los campos y ahora tenían que recorrer una hilera de malas hierbas y algas que ocupaban la parte superior del acantilado.

Sam llevaba tiempo sin ver el océano. No había vuelto desde que se habían mudado al lago. Estaba negro, y solo lo cubría el debilísimo brillo de las estrellas. La luna aún no había salido. El ruido del océano llevaba tiempo silenciado: no había olas de verdad en la ERA. Pero el susurro, sh, sh, sh, del agua lamiendo la arena hacía que sintiera algo.

Se habían equivocado al calcular dónde se encontraban, y aún tenían que recorrer cientos de metros en dirección norte por la arena para encontrar el contenedor aplastado. El contenedor de acero, que tenía la palabra «MAERSK» escrita en un lateral, cayó cuando Dekka dejó de controlarlo a varios centenares de metros del suelo.

Lo que contenía, que eran cajones de embalaje largos y reforzados, se volcó en la arena. Uno de los cajones se había abierto. Sam decidió usar las pilas y encendió una linterna. Se veían unas aletas.

Sam apagó la linterna e hizo una pausa.

Algo no estaba en su sitio.

—Que nadie se mueva —ordenó, y recorrió la arena con la luz—. Alguien ha alisado la arena.

—¿Qué has dicho? —preguntó Jack.

—Mira qué plana y ordenada está la arena por aquí. Es como cuando dragan las playas por la noche y por la mañana ya no quedan huellas ni nada.

—Tienes razón —añadió Dekka—. Alguien ha estado aquí y luego ha cubierto sus huellas.

Nadie dijo nada durante varios minutos, mientras cada uno pensaba en las implicaciones de lo que habían visto.

—Caine podría levantarlos y moverlos sin problemas —opinó Sam.

—Así que, ¿por qué siguen aquí? —preguntó Jack. Entonces respondió a su propia pregunta—. Igual se llevaron los otros misiles y solo han dejado este. Deberíamos comprobar los precintos.

Sam dio un paso lento y cauto hacia delante. Apuntó con el haz de luz hacia la cinta de un amarillo intenso que precintaba cada cajón. Habían cortado la cinta con cuidado y la habían vuelto a pegar.

—No están —dijo Sam sin mostrar emoción—. Los tiene Caine.

—Entonces ¿por qué dejar este? —preguntó Jack.

La respiración de Sam se aceleró.

—Es una trampa.