SEIS

43 HORAS, 17 MINUTOS

QUINN DEJÓ a sus pescadores descargando la pesca en el muelle. Normalmente iba directo a ver a Albert para informarle de la redada del día, pero hoy tenía una preocupación más acuciante. Quería ver cómo estaba Cigar.

Aún quedaba una hora o así para que se pusiera el sol. Quería por lo menos gritarle unas palabras de ánimo a su amigo y compañero.

La plaza del pueblo estaba vacía. La ciudad estaba casi toda vacía… Los recolectores seguían en los campos.

Turk vagueaba en los escalones del Ayuntamiento. Se había dormido con una gorra de béisbol encajada sobre los ojos y el rifle entre las piernas cruzadas.

Una chica atravesó la plaza a paso rápido, y miró temerosa hacia el Ayuntamiento. Quinn la conocía, así que la saludó levantando un poco la mano. Pero ella lo miró, negó con la cabeza y se escabulló.

Preocupado, Quinn entró en el edificio.

Subió las escaleras hasta la sala de castigo donde debía de estar Cigar.

No le costó encontrar la puerta. Se puso a escuchar pegado a ella y no oyó nada dentro.

—Cigar, ¿estás ahí?

La puerta se abrió y apareció Penny. Aún llevaba un vestido veraniego, y seguía descalza. No quería dejarle pasar.

—Aún no es la hora —indicó Penny.

Había sangre en su vestido.

Sangre en sus pies pequeños.

Tenía los ojos febriles. Iluminados. Extáticos.

Quinn lo comprendió todo de un solo vistazo.

—Apártate de mi camino —le ordenó el chico.

Penny lo miró como si intentara ver en el interior de su mente. Analizando. Calculando.

Anticipándose.

—¿Qué has hecho, bruja? —exigió saber Quinn.

Se estaba quedando sin aliento. El corazón le latía con fuerza. La piel de sus brazos tostados se estaba agrietando, se volvía de un blanco cadavérico y se agrietaba como el barro seco. Se le formaban grietas profundas.

—No me estarás amenazando, ¿verdad, Quinn?

La erupción en el brazo del chico se detuvo, se invirtió, y su piel volvió a ser como siempre.

—Quiero ver a Cigar —dijo Quinn, tragándose el miedo.

Penny asintió.

—Vale, vale, Quinn. Entra.

Quinn la empujó para pasar.

Cigar estaba en una esquina. Al principio le pareció dormido. Pero tenía la camisa empapada de sangre.

—Cigar, tío, ¿te encuentras bien?

Cigar no se movía. Quinn se arrodilló junto a él y le levantó la cabeza. Quinn tardó unos pocos y terribles segundos en entender lo que veía.

Los ojos de Cigar habían desaparecido. Dos agujeros rojos y negros con el rostro de Cigar lo miraban.

Entonces Cigar gritó, y Quinn dio un salto atrás.

—¿Qué has hecho, qué has hecho?

—No lo he tocado —afirmó Penny con una risa feliz—. ¡Mírale los dedos! ¡Mírale las muñecas! Se lo ha hecho todo él solo. Ha sido divertido verlo.

El puño de Quinn cogió impulso antes de que pudiera pensarlo siquiera. La nariz de Penny explotó, inclinó bruscamente la cabeza hacia atrás y se cayó de culo.

Quinn agarró con fuerza el antebrazo ensangrentado de Cigar. Mientras Cigar gritaba, Quinn repetía:

—Vamos a ver a Lana.

Penny gruñó, y de repente la carne de Quinn se incendió. El chico aulló de terror. Las llamas no tardaron en quemarle la ropa y devorarle la carne.

Quinn sabía que no era real. Lo sabía. Pero no podía creérselo. No podía negarse a sentir la agonía de la ilusión. No podía evitar oler el humo de la carne que ardía, saltaba y…

Entonces apuntó, desesperado, para dar una patada.

Su zapatilla alcanzó a Penny en un lado de la cabeza, y el fuego se apagó al instante.

Penny se dio la vuelta y se puso en pie, intentando controlar su mente dispersa, pero ahora tenía a Quinn detrás, que le agarraba el cuello con su potente brazo.

—Te partiré el cuello, Penny, te lo juro por Dios. Te partiré el cuello. No podrás hacer nada para impedírmelo.

Penny relajó los músculos.

—¿Crees que el rey te permitirá salirte con la tuya, Quinn? —le siseó la chica.

—Si alguien se mete conmigo, Penny, tú u cualquier otro, haré huelga. Ya veremos cómo disfrutas de la vida sin mí y sin mis pescadores. Sin comida.

Quinn la apartó y volvió a agarrar a Cigar del brazo.

Algunos trabajos eran más duros que otros. Blake y Bonnie tenían el peor trabajo posible: el mantenimiento de la fosa séptica, también conocida como el Hoyo.

Dekka había utilizado sus poderes para ayudar a cavar el hoyo, pero aun así habían necesitado veinte chavales más para sacar la tierra que había hecho levitar. De ese modo, se había formado un agujero en el suelo de más de tres metros de profundidad, más de tres metros y medio de largo y casi un metro de ancho. Más o menos. No es que alguien lo hubiera calculado con una cinta métrica.

Básicamente era una trinchera larga. La trinchera estaba cubierta con el lateral de uno de los furgones de acero del tren de la Nutella. Sam lo había cortado para soltarlo, y Dekka y Orc lo habían cargado durante varios kilómetros procedente del lugar donde se había estrellado el tren.

Sam había perforado cinco agujeros de más de medio metro en el acero.

Y entonces fue cuando pasaron a intervenir Blake y Bonnie. Ninguno de los dos tenía, de por sí, un talento especial para la construcción, pero, de algún modo, juntos poseían una especie de genialidad extraña reconocida por Edilio, su supervisor directo. Juntos (y con un poco de ayuda de Edilio) se habían dedicado a crear cinco excusados exteriores que quedaban por encima de los agujeros. Lo habían hecho cogiendo cajones de embalaje, quitándoles la parte superior y serrando una especie de entrada. El resultado era un cajón de madera abierto por arriba, con una puerta estrecha cubierta con una cortina de ducha para tener un poco de intimidad.

La parte de arriba descubierta tenía el inconveniente de que se veían las cabezas de las personas altas. La ventaja, no obstante, era que el olor de la fosa séptica no quedaba retenido en un espacio cerrado.

Los excusados individuales tenían bancos hechos con escritorios traídos de la Base Aérea de la Guardia Nacional. Sam había perforado agujeros en cada uno de ellos, y Blake y Bonnie les había pegado asientos de baño con sumo cuidado.

Había algo agradable, una vez te acostumbrabas, en eso de orinar bajo las estrellas o el sol. Excepto que no había papel higiénico.

Blake y Bonnie solucionaban parcialmente el problema vendiendo hojas, informes oficiales y registros de las instalaciones de la Guardia Nacional, así como obras de consulta desfasadas.

Y, por supuesto, los dos B eran responsables de mantener limpias las instalaciones. Lo cual no solía resultar muy duro, porque Bonnie en particular no dudaba en reñir a alguien si la liaba.

Y no eran tantas horas. Como absolutamente nadie quería su trabajo, Blake y Bonnie disfrutaban de mucho tiempo libre. Y como tenían siete y seis años, respectivamente, se pasaban el tiempo libre nadando, recogiendo piedras y jugando a un juego bélico más o menos continuado en el que participaban varias figuritas de acción, las cabezas cortadas de muñecas Bratz e insectos interesantes.

Eso era lo que estaban haciendo, jugar a la guerra en el cajón de arena que habían excavado a unos treinta metros del Hoyo. De hecho, estaban discutiendo sobre si una cabeza de Bratz maltratada había logrado apuntar primero a un grupo de tres escarabajos que no pegaban entre sí.

Dos de los excusados exteriores estaban ocupados: en el primero estaba Pat y en el cuarto Diana, que solía pasarse por allí a menudo porque estaba embarazada.

Enfadado, Blake agarró la cabeza de muñeca Bratz y exclamó:

—Vale, si no sigues las reglas…

Lo cual ocurría unas seis veces al día. En realidad, no había ninguna regla.

Bonnie estaba a punto de negar con vehemencia que estuviera haciendo trampas cuando se le emborronó la cara. Como si su rostro fuera una pintura todavía húmeda, y alguien le hubiera pasado un pincel por encima.

Blake se quedó mirando la cara que mejor conocía del mundo y la vio achatarse, como si de repente solo tuviera dos dimensiones. Y algo que era transparente, pero por algún motivo no resultaba invisible, la atravesaba.

Bonnie se levantó agitándose como una marioneta de la que tirara una cuerda. Abrió mucho los ojos y su cara se emborronó otra vez hasta que la boca se le deslizó hasta la barbilla.

Un dedo hecho de aire, tan grande como un árbol, se abalanzó sobre ella, retrocedió para tocarla y a continuación desapareció.

Bonnie sufrió un solo espasmo terrible, dejó de moverse y aterrizó sobre su ejército.

Blake se quedó mirando algo que ya no era Bonnie. Ni nada que hubiera visto antes. Lo que yacía en la tierra tenía un brazo y media cara, y el resto, que no medía más de medio metro de largo, era igual que un tronco muerto y podrido.

Blake se puso a gritar y Diana y Pat se acercaron tan rápido como pudieron, pero Blake no era de quedarse quieto gritando, sino que entró en acción. Agarró el tronco con media cara humana pegada a su brazo y lo arrojó tan fuerte como pudo en dirección al Hoyo.

No llegó muy lejos, así que volvió a agarrarlo gritando mientras tanto a pleno pulmón, y lo arrastró hacia el excusado número cinco mientras Diana y Pat le gritaban que parara, que parara, que parara, pero no podía: tenía que librarse de eso, de aquella cosa, de aquel monstruo que había sustituido a su amiga.

Diana casi lo alcanza. Pero no.

Blake arrojó aquella cosa por el agujero del excusado número cinco.

—¿Qué está pasando? —preguntó Pat, acercándose a toda prisa.

Blake guardaba silencio.

—Ha tenido una especie de… —empezó a decir Diana. Hizo una mueca y añadió—: No sé qué ha sido.

—Era un monstruo —dijo Blake.

—Jo, tío, casi me matas del susto —se quejó Patrick—. Quiero decir, disfruta del juego o lo que sea, pero no te pongas a gritar cuando estoy haciendo mis cosas —se quejó, y bajó dando zancadas por la colina en dirección al lago.

Diana no gritó a Blake.

—¿Dónde está la otra? ¿Cómo se llama? ¿La chica?

Blake negó con la cabeza débilmente. Un velo le cubrió los ojos.

—No lo sé —dijo el chico—. Creo que ha desaparecido.

Orc estaba sentado leyendo.

La imagen de Orc sentado en una piedra con un libro en las manos aún resultaba inexplicable para Howard.

Orc y Howard habían ido con Sam al lago Tramonto durante la Gran Ruptura. Sam era un coñazo, pero era improbable que decidiera hacerte atravesar una pared como podría hacer Caine.

El único problema del lago era que la mayoría de la gente que bebía y se drogaba se había quedado en Perdido Beach. Howard se encargaba de una destilería de whisky en Coates, pero desplazarse de Coates al lago no era precisamente fácil. Y Howard no podía llevar más de una docena de botellas en la mochila.

Orc podía cargar mucho más, claro. Pero Orc ya no le ayudaba. Orc estaba leyendo. Estaba leyendo la Biblia.

Orc borracho era depresivo, peligroso, impredecible, y en ocasiones mortífero. Pero Orc sobrio era sencillamente inútil. Inútil.

Le habían encargado el trabajo de vigilar el pequeño huerto de Sinder, y eso quería decir que se pasaba la mayor parte del tiempo sentado en un afloramiento rocoso, leyendo.

El huerto de Sinder no era mucho más grande que un patio, era una parcela en forma de cuña que había sido el lecho de un arroyo cuando aún llovía en las montañas y los arroyos reabastecían el lago. Orc les había ayudado a cavar una red de canales poco profundos que desviaba agua del lago para que irrigara las hileras pulcras.

Sinder y Jezzie se pasaban todo el día, todos los días, plantando y ocupándose del huerto. Orc pasaba el mismo tiempo allí. De hecho, se había instalado una pequeña tienda de campaña junto a la piedra y dormía en ella la mayoría de las noches.

Howard también había pasado un par de noches acampado, intentando mantener viva su amistad con Orc, intentando que Orc pasara de ese rollo nuevo de la sobriedad.

No es que a Howard le gustara Orc borracho. (Orc no tenía dinero, así que lo que se bebía se restaba directamente de los beneficios de Howard). Lo que pasaba era que el Orc sobrio que se dedicaba a leer la Biblia resultaba inútil a Howard. Inútil para intimidar y recaudar deudas, e inútil para cargar priva.

—¿Qué quiere decir «manso»? —preguntó Orc, y lo deletreó para asegurarse de que lo decía bien.

—Yo ya sé deletrear «manso» —replicó Howard—. Significa debilucho, débil. Patético. Lamentable. Un imbécil. Una víctima. Un estúpido. Un tonto con pinta de monstruo que lee la Biblia, eso es lo que quiere decir.

—Pues aquí dice que los mansos son bienaventurados.

—Ya —dijo Howard ferozmente—, porque así es como funciona siempre: los peleles siempre ganan.

—Heredarán la tierra —continuó Orc, pero parecía dudar al respecto—. ¿Qué quiere decir que «heredarán»?

—Me estás matando con tus preguntas, ¿sabes, Orc?

Orc se movió y giró el libro para ver mejor. El sol se estaba poniendo.

—¿Dónde están las chicas, la granjera Gótica y la granjera Elmo?

—Han ido a buscar a Sam —gruñó Orc.

—¿Sam? Y ¿por qué no me lo has dicho, tío?

Howard miró a su alrededor en busca de un lugar donde ocultar su mochila. Iba a hacer una entrega. Y aunque Sam no se esforzaba por cerrar el negocio de Howard, podía emperrarse en confiscarle el producto.

—Creo que «heredarán» significa algo así como que «se apoderarán» —dijo Orc.

Howard deslizó la mochila detrás de un arbusto y retrocedió para comprobar si aún se veía.

—Sí. Apoderarse. Los humildes. Igual que los conejos se apoderan de los coyotes. No seas idiota, Orc.

Howard nunca habría insultado a Orc en los viejos tiempos, cuando Orc era Orc. Pero incluso ahora veía cómo entrecerraba los ojos, una de las pocas partes humanas que le quedaban. Orc era un escorial de grava viva con un trozo de piel humana donde tenía la boca y parte de una mejilla.

Howard casi deseaba que Orc se levantara y lo aporreara. Al menos así volvería a ser Orc. Pero Orc entrecerró los ojos y comentó:

—¿Sabes? Hay muchos más conejos que coyotes.

—¿Por qué han ido las chicas a buscar a Sam?

Howard miró en dirección al puerto deportivo, el centro de la vida del lago. Efectivamente, Sam, Jezzie y Sinder se acercaban a paso rápido.

—«Bienaventuradosss los que tienen hambre y sssed de justicia» —leyó Orc a su manera lenta y laboriosa.

—¿Quieres preguntarme lo que quiere decir, Orc? —saltó Howard—. Porque no creo que la justicia te interese mucho.

El rostro de Orc no era capaz de mostrar muchas emociones. Pero Howard se dio cuenta de que le había afectado. Borracho y rabioso, Orc había matado accidentalmente a un chico en Perdido Beach. Solo Howard lo sabía.

—Y eso ¿qué es? —preguntó Howard, señalando.

Acababa de detectar una mancha en la cúpula detrás de Orc.

—Por eso han ido a buscar a Sam.

En ese momento llegaron Sam y las chicas. Sam asintió en dirección a Howard y preguntó:

—Orc, ¿cómo va?

Sam se dirigió hacia la barrera y se quedó mirando el pico negro que sobresalía tras la piedra de Orc.

—¿Lo habéis visto en otro lugar? —preguntó Sam a Sinder.

—Nunca vamos a otro lugar —respondió Sinder.

—Gracias por el tiempo que dedicáis al huerto —dijo Sam, pero no prestaba ninguna atención ni a Sinder ni a Jezzie. Iba recorriendo la barrera en dirección al lago.

Howard avanzó hasta ponerse a su lado. Le aliviaba que Sam no hubiera detectado su mochila.

—¿Qué crees que es? —preguntó Howard.

—Ahí. Otra. —Sam señaló un bulto oscuro mucho más pequeño que salía de la tierra. Se dirigió hacia él y alcanzaron el límite del lago. Ahí volvía a haber una protuberancia baja y ondulante en forma de mancha negra—. Pero ¿qué…? —murmuró—. ¿Tú habías visto algo así, Howard?

Howard se encogió de hombros.

—Probablemente no me habría fijado. Sea como sea, no me paseo mucho cerca de la barrera.

—No —reconoció Sam—. Te limitas a ir y venir a tu destilería de Coates.

Howard sintió un escalofrío repentino.

—Claro que sé lo de tu destilería —comentó Sam—. Sabes que queda al otro lado de la frontera. Es territorio de Caine. Si te pilla, no te gustará lo que te haga, a no ser que estés compartiendo los beneficios con él.

Howard se estremeció y decidió no decir nada.

Sam se quedó mirando la mancha.

—Está creciendo. Acabo de verla crecer. Ahora mismo.

—Yo también lo he visto —añadió Sinder.

Miró a Sam para que la tranquilizara. Qué raro. Howard también se había dado cuenta de que miraba a Sam para que lo tranquilizara. Por muy enemigos que hubieran sido en ocasiones, y que lo siguieran siendo más o menos, Howard quería que Sam tuviera una respuesta rápida para lo de la mancha.

Pero la expresión preocupada en el rostro de Sam no resultaba tranquilizadora.

—¿Qué es? —volvió a preguntar Howard.

Sam negó con la cabeza despacio. De repente, su rostro moreno parecía mucho mayor que sus quince años casi recién cumplidos. Howard se imaginó a Sam de viejo, con el pelo gris y fino y la cara arrugada por la preocupación. Era una cara marcada por todo el dolor y la preocupación que había soportado.

Howard tuvo el impulso repentino, ridículo, de ofrecerle un trago. Parecía necesitarlo.