50 HORAS
DURANTE SUS CINCO primeros años de vida, Pete Ellison había vivido dentro de un cerebro retorcido y deformado. Pero ya no.
Había destruido su cuerpo moribundo, enfermo, febril.
Puf.
Todo eso había desaparecido.
Y ahora estaba… ¿Dónde? No tenía una palabra para definirlo. Se había liberado del cerebro que hacía que los colores gritaran y que convertía cada ruido en un golpe de platillo.
Pete se deslizaba por un lugar silencioso y feliz. Sin ruidos fuertes. Sin colores demasiado intensos. Sin la complejidad demoledora del furor exaltado. Sin la hermana rubia con el pelo rubio brillante y los ojos de un azul punzante.
Pero la Oscuridad seguía allí.
Seguía buscándolo.
Seguía susurrándole. «Ven a mí, ven a mí».
Sin la cacofonía de su cerebro, Pete veía más claramente a la Oscuridad. Era una mancha resplandeciente en el fondo de una bola.
La bola de Pete.
Se sorprendió al darse cuenta. Pero sí, ahora se acordaba: mucho ruido, gente gritando, su propio padre presa del pánico, todo eso se vertió como lava caliente en el cráneo de Pete.
No entendía lo que estaba ocurriendo, pero veía claramente el motivo del pánico. Un zarcillo verde había alcanzado y tocaba largas barras brillantes, las acariciaba con un tacto ávido, ansioso. Y entonces ese brazo de la Oscuridad alcanzó a mentes débiles y maleables y exigió que la alimentaran con la energía que emanaban aquellas barras.
Si lo hubieran hecho se habría liberado toda clase de luz, y todos excepto la Oscuridad se habrían desintegrado.
Fusión. Esa era la palabra empleada para definirla. Y, cuando el padre de Pete empezó a correr de un lado a otro mientras Peter gemía y se balanceaba, la fusión ya había empezado, y era demasiado tarde para detenerla.
Demasiado tarde para detener la reacción y la fusión de un modo normal.
Así que Peter tuvo que hacer la bola.
¿Sabía lo que hacía? No. Se maravillaba al pensarlo ahora. Había sido un impulso, una reacción de pánico.
Nunca había pretendido que ocurrieran muchas de las cosas que habían sucedido.
Era como ese tipo que solía aparecer en las historias que Astrid le leía. Ese al que llamaban Dios. El que dijo: «¡Puf, hazlo todo!».
El mundo de Pete estaba lleno de dolor, enfermedad y tristeza. Pero ¿no era también así el mundo de antes?
Ya no tenía su consola. Ya no tenía su cuerpo. Ya no tenía su antiguo cerebro mal conectado. Ya no hacía equilibrios sobre una placa de cristal.
Pete añoraba su antiguo juego. Era lo único que tenía.
Flotaba en una especie de bruma, en un mundo de vapores e imágenes desconectadas y sueños. Estaba en silencio, y a Pete le gustaba el silencio. Y, en aquel lugar, nadie se acercaba nunca a decirle que era hora de hacer esto o lo otro o ir hacia allí o correr hacia allá.
Ya no estaban el pelo amarillo chillón de la hermana, ni sus ojos de un azul punzante.
Pero a medida que transcurría el tiempo —y estaba seguro de que lo hacía, en algún lugar aunque no fuera ese—, empezó a imaginarse a su hermana sin sentir que su sola imagen lo abrumara.
Y eso lo sorprendía. Podía recordar aquel día en la central nuclear y casi pensar en la confusión y los aullidos de las sirenas y el pánico sin llegar a sentir pánico. Seguía afectándole mucho, demasiado, pero ya no tanto como para perder totalmente el control.
¿Es que los recuerdos eran más tranquilos? ¿O algo había cambiado en él?
Tenía que ser lo segundo, porque la mente de Pete ya no parecía la misma. Para empezar, sentía como si pudiera pensar en sí mismo por primera vez en su crispada vida. Preguntarse dónde estaba e incluso quién era.
Lo único que sabía era que estaba aburrido de su existencia desconectada. Durante gran parte de su vida solo había sentido paz y placer en su juego de consola. Pero ya no tenía juego al que jugar donde se encontraba.
Quería un juego.
Había ido a buscar uno, pero no había nada como su antigua consola. Solo avatares que parecían pasar por su lado. Avatares, símbolos con arabescos dentro. Formaban grupos o conjuntos. O a veces iban solos.
Pete notaba que podía haber un juego, pero sin mandos, ¿cómo jugarlo? Muchas veces observaba las formas, y a veces casi le parecía como si lo estuvieran mirando.
Se acercaba a mirar los avatares. Eran interesantes. Tenían formas geométricas pequeñas, pero tan retorcidas y enroscadas por dentro que le parecía que podía caerse dentro de cualquiera de ellos y ver todo un mundo en su interior.
Se preguntaba si era uno de esos juegos donde lo único que tenías que hacer era… tocar. Le parecía que estaba mal y que era peligroso. Pero Pete estaba aburrido.
Así que tocó un avatar.
Se llamaba Terrel Jones, pero nadie lo llamaba así, sino Jonesie. Solo tenía siete años, pero era muy grande para su edad.
Se dedicaba a recoger alcachofas del campo. Era un trabajo duro, muy duro. Jonesie se pasaba seis horas al día recorriendo las hileras de alcachofas que le llegaban a la altura del pecho con un cuchillo en la mano derecha enguantada y una mochila a la espalda.
Las alcachofas más grandes estaban en la parte más elevada de la planta, y las más pequeñas, en la parte inferior. Las «altachofas», que era como llamaban los recolectores a las de arriba, debían de medir unos trece centímetros de ancho. Las «bajachofas», que eran las que quedaban más abajo, debían de medir ocho. Así se aseguraban de que los recolectores no remataban la cosecha entera de una sola vez.
Nadie estaba seguro de si esa regla tenía sentido, pero Jonesie no veía motivos para protestar. Iba recorriendo la hilera cortando con facilidad, pues tenía práctica, y arrojaba las alcachofas por encima del hombro para que cayeran en la mochila. Solo tenía que subir por una hilera y bajar por la siguiente para llenar la mochila. Luego se la quitaría y la arrojaría en la vieja carretilla, un trasto grande y destartalado de madera que descansaba sobre cuatro neumáticos gastados.
Y eso era lo único de lo que tenía que preocuparse Jonesie. Solo que cada vez le resultaba más cansado. Le parecía como si no pudiera respirar.
Alcanzó el final de la fila cargado con el peso habitual de alcachofas, pero fue tambaleándose hacia la carretilla. Jamilla se encargaba de ella, y su trabajo era relativamente cómodo porque solo tenía ocho años y era menuda. Lo único que tenía que hacer era recoger las alcachofas que se habían caído al suelo y apilarlas cuidadosamente en la carretilla formando una capa regular, y anotar lo que llevaba cada mochila en una hoja de papel para Albert que servía de registro de la cosecha diaria.
—¡Jonesie! —exclamó Jamilla enfadada cuando el chico no logró levantar su mochila lo bastante alto y se le resbaló entre las manos, con lo que cayeron alcachofas por todas partes.
Jonesie iba a decir algo, pero le falló la voz. Ya no tenía voz.
Intentó tomar aliento para gritar, pero al aire no le circulaba por la boca y hacia los pulmones. Sintió un dolor repentino, agudo, como un corte, como si le clavaran un cuchillo en la garganta, atravesándola de oreja a oreja.
—¡Jonesie! —gritó Jamilla cuando Jonesie cayó al suelo, boca abajo.
El chico trataba inútilmente de tomar aire. Trató de tocarse la garganta, pero no podía mover los brazos.
Jamilla se había bajado de la carretilla. Jonesie veía una imagen brumosa, distante, distorsionada de la chica por encima de él. Un rostro con la boca totalmente abierta, gritando en silencio.
Y, detrás de ella, una figura. Era transparente, pero no invisible. Una mano enorme con un dedo extendido. Ese dedo le alcanzó el cuerpo. No lo notó.
Y a continuación no sintió nada.
El grito de Jamilla atrajo a Eduardo y Turbo, que estaban en los campos de al lado. Se acercaron corriendo procedentes de direcciones distintas, pero Jamilla apenas reparó en ellos cuando llegaron. Miraba fijamente y gritaba sin parar.
Y entonces se dio la vuelta de golpe y echó a correr. Turbo la cogió entre sus brazos. Tuvo que levantarla del suelo para evitar que siguiera corriendo.
—¿Qué pasa? ¿Son los bichos?
Había bichos, gusanos carnívoros que habitaban en muchos de los campos y a los que había que sobornar entregándoles murciélagos azules y pescado malo.
Jamilla se quedó quieta. Turbo estaba allí, y también Eduardo. Eran sus amigos, trabajaban juntos.
Jamilla se serenó para intentar explicar lo que acababa de ocurrir. Pero, antes de que pudiera controlar la voz desgarrada, Eduardo preguntó:
—¿Qué es eso?
Jamilla sintió que Turbo estiraba el cuello para ver detrás de ella. La dejó en el suelo. La chica ya no sentía el deseo de correr, ni de gritar. Turbo dio diez pasos para acercarse a Eduardo.
—¿Qué es eso? —preguntó Turbo—. ¿Eso es lo que te ha asustado, Jammy?
—Parece una especie de pez raro o algo.
—Grande. Y raro —repitió Turbo—. He trabajado un par de días de suplente con Quinn, y nunca había visto algo así.
—Es como un pez, pero con…, no sé, con armadura. ¿Qué hace aquí en pleno campo de alcachofas?
Jamilla no se atrevía a acercarse más. Pero había recuperado la voz.
—Es Jonesie —respondió la chica.
Los dos chicos se volvieron despacio a mirarla.
—¿Qué has dicho?
—Estaba… Algo lo ha tocado. Y el cuerpo entero…
Jamilla describió un movimiento como de retorcimiento con las manos. Retorció los dedos entrelazados como si, de alguna manera, las partes del cuerpo de Jonesie se hubiesen entrelazado, se hubieran vuelto hacia fuera y hubieran formado aquella… cosa.
Los chicos miraban a Jamilla. Probablemente se alegraban de tener una excusa para no mirar a aquella cosa a la que Jamilla llamaba Jonesie.
—¿Algo lo ha tocado, qué lo ha tocado?
—Dios —contestó Jamilla—. La mano de Dios.
Turk llevaba a Cigar con las manos atadas a la espalda.
—Desátalo —pidió Penny.
Cigar estaba nervioso. Penny le sonrió, y pareció relajarse un poco.
—No creo que tenga ningún problema con Cigar —comentó Penny a Turk—. Básicamente es un buen chico.
Cigar tragó saliva y asintió.
Habían clavado contrachapado en las ventanas. La habitación estaba vacía. Antes de abandonar la ciudad, Sam había dejado un pequeño sol de Sammy brillando en una esquina. Proporcionaba la única luz que había, y producía un efecto lúgubre, al proyectar sombras verde oscuro en las esquinas. Había amanecido, pero era imposible saberlo en aquella habitación. Ni la luz del mediodía podría penetrar en ella.
—Lo siento mucho —dijo Cigar—. Me refiero a lo que ha ocurrido. De hecho, tienes razón. Quiero decir, que no soy malo.
—No, claro que no eres malo —intervino Penny—. Solo un asesino.
Cigar palideció. Su mano izquierda empezó a temblar. No sabía el motivo. ¿Por qué solo la mano izquierda? Reprimió el impulso de agarrársela para mantenerla quieta. Se la metió en el bolsillo e intentó no respirar demasiado fuerte.
—¿Qué es lo que te gusta, Cigar? —preguntó Penny.
—¿Que qué es lo que me gusta?
Penny se encogió de hombros. Lo iba rodeando, sin que sus pies desnudos hicieran ruido.
—¿Qué cosas echas de menos? De los viejos tiempos, quiero decir. De antes.
Cigar se movió incómodo. No era idiota. Sentía que estaba jugando al gato y al ratón con él. Conocía la reputación de Penny. Había oído hablar de ella. Y el modo en que casi pasaba por su lado, pero entonces retrocedía y le lanzaba una mirada inquisitiva y penetrante, lo intranquilizaba.
Cigar decidió darle una repuesta inocua.
—¿Las golosinas?
—¿Las barritas, por ejemplo?
—Los Skittles. O los Red Vines. Cualquier cosa, supongo.
Penny sonrió.
—Mira en el bolsillo.
Cigar se palpó el bolsillo delantero de los vaqueros y notó que había un paquete que antes no estaba ahí. Lo sacó y miró maravillado una bolsa nueva de Skittles.
—Vamos, cómete unos cuantos —le sugirió Penny.
—No son de verdad, ¿no?
Penny se encogió de hombros y entrelazó las manos detrás de la espalda.
—Pruébalos, ya me contarás.
Cigar abrió la bolsita con dedos temblorosos. Se le cayó media docena de bolitas brillantes al suelo antes de coger las siguientes, y se las metió en la boca.
Cigar nunca había probado nada que fuera ni la mitad de maravilloso.
—¿De dónde… de dónde los has sacado?
Penny se detuvo. Se inclinó hacia él y de repente le clavó un dedo en la cabeza. Le hizo daño, pero solo un poco.
—De ahí. De dentro de tu cabeza.
Cigar miró dudoso los Skittles que aún estaban en la bolsa. Se le hacía la boca agua. Casi se había olvidado del azúcar. Pero estaba bastante convencido de que los caramelos nunca habían sido tan buenos. Estos estaban buenísimos. Podría comerse un millón, y puede que no fueran de verdad, pero lo parecían en su mano, y sabían mejor que los de verdad.
—Están buenos, ¿eh? —comentó Penny.
Seguía estando demasiado cerca.
—Sí, muy buenos.
—La gente cree que si algo no es real el placer no será igual de bueno. Yo antes también pensaba así. Pero las cosas que tienes en la cabeza pueden ser puras, ¿sabes? Más reales que las de verdad.
Cigar se dio cuenta de que se había terminado la bolsa entera. Y quería más. Nunca había querido nada ni la mitad de lo que quería más Skittles.
—¿Puedo comer más? —preguntó.
—Igual si me lo pides bien.
—¿Por favor? Por favor, ¿puedo comer más?
Penny le acercó los labios a la oreja y suspiró:
—Arrodíllate.
El chico apenas dudó. Cuanto más tiempo pasaba sin caramelos más quería. La necesidad era increíblemente apremiante. Lo dejaba sin habla, tenía tantas ganas de comer caramelos…
Cigar se puso de rodillas.
—¿Puedo comer más?
—Es fácil entrenarte —contestó Penny sonriendo.
De repente había un puñado de Skittles en la mano de Cigar, y se los metió en la boca.
—Por favor, ¿más?
—¿Y unos Red Vines?
—¡Sí, sí!
—Lámeme el pie. ¡No, no la parte superior, idiota!
La chica levantó el pie para que pudiera lamerle la planta sucia, y salieron Red Vines de la mano de Cigar. El chico se volvió boca abajo y los engulló, y volvió a chuparle el pie y consiguió más; le daba vueltas la cabeza, todo se arremolinaba, el sabor del regaliz rojo era abrumador, no se parecía a ninguna otra cosa, a nada que hubiera comido en la vida, pero estaban tan buenos… Necesitaba más, desesperadamente.
Los Red Vines estaban en su mano y, por algún motivo, le costaba cogerlos. Como si se hubieran fundido con su piel y tuviera que arrancarlos con las uñas, y eso hizo, y chupó los extremos en cuanto los soltó.
De repente, tras un bandazo horrible, resultó que los Red Vines ya no eran tiras de regaliz rojo, sino las venas de sus muñecas.
—¡Aaah, aaah, aaah! —gritó Cigar horrorizado.
Penny aplaudió.
—¡Ah, jo, jo, jo, Cigar; nos vamos a divertir un montón!