53 HORAS, 52 MINUTOS
DRAKE SE HABÍA acostumbrado a la oscuridad, a ver solo junto a la débil luz verde de su dueña, la gayáfaga.
Se encontraban a más de quince kilómetros por debajo del suelo. El calor era intenso. Deberían haberlo matado el calor intenso, la falta de agua y el aire escaso. Pero Drake no estaba vivo a la manera modo habitual. Costaba matar lo que no estaba realmente vivo.
Era consciente de que había transcurrido un tiempo. Pero ¿cuánto? Podían ser días o años. No había ni día ni noche ahí abajo.
Lo único que percibía era la conciencia eterna de la mente furiosa y frustrada de la gayáfaga. En el tiempo que había pasado ahí abajo, Drake había llegado a conocer íntimamente aquella mente. Era una presencia constante en su conciencia. Un hambre persistente. Una necesidad. Una necesidad apremiante, constante, inquebrantable.
La gayáfaga necesitaba al Enemigo.
«Tráeme al Enemigo».
Y al Enemigo, Peter Ellison, no se le veía por ninguna parte.
Drake había informado a la gayáfaga de que el pequeño Pete había muerto, de que había desaparecido. Su hermana, Astrid, lo había arrojado a los bichos y, presa del pánico, el pequeño Pete no solo había provocado la desaparición del más cercano y amenazador de los enormes insectos, sino que había eliminado a toda la especie.
Era una demostración impactante del poder inconcebible del pequeño Pete.
Un mocoso de cinco años con autismo agudo era la criatura más poderosa de aquella burbuja enorme. Lo único que lo limitaba era su propio cerebro, extraño y distorsionado. El pequeño Pete era poderoso pero no lo sabía. No planeaba, no entendía, solo reaccionaba.
Reaccionaba con un poder increíble, inimaginable. Como un bebé con el dedo puesto sobre una bomba nuclear.
El Enemigo asustaba a la gayáfaga. Y aun así le resultaba necesario.
Una vez, Drake le preguntó: «¿Por qué, dueña?».
«Debo nacer».
Y entonces la gayáfaga lo torturó con punzadas de dolor intenso, lo castigó por atreverse a cuestionarla.
La respuesta molestó a Drake más que el dolor. «Debo nacer». Había algo duro y extremo en su respuesta. Una necesidad que iba más allá del simple deseo y se adentraba en el miedo.
Su diosa no era todopoderosa. Drake se quedó impactado: la gayáfaga aún podía fracasar. Y entonces ¿qué sería de él?
¿Había jurado lealtad a una diosa moribunda?
Drake trató de ocultar el miedo en su interior. La gayáfaga podría sentirlo si dirigía su atención hacia él.
Pero a medida que pasaban los días sin contar, mientras escuchaba día y noche la desesperación y la rabia impotente de la gayáfaga, Drake empezó a dudar. ¿Cuál sería su lugar en un universo donde no hubiera gayáfaga? ¿Seguirían sin poder matarlo? ¿Implicaría el fracaso de la gayáfaga la destrucción de Drake?
Deseaba hablarlo con Brittney. Pero tal y como estaban las cosas no podía. Brittney surgía de vez en cuando, retorciéndose al fundirse la carne de Drake, y ocupaba su lugar durante un tiempo.
Durante esos ratos, Drake dejaba de ver, oír o sentir.
Durante esos ratos, se veía arrastrado a un mundo aún más oscuro que la guarida subterránea de la gayáfaga, a un mundo tan estrecho que le oprimía el alma.
La cosa iba así: la gayáfaga presionaba para satisfacer sus necesidades, Drake era incapaz de comprender qué podía o debía hacer, y luego pasaba periodos inexistentes en el vacío.
El psicópata ocupaba el tiempo con fantasías maravillosas. Reproducía los recuerdos del dolor que había causado. Como cuando azotó a Sam. Y maquinaba con todo detalle el dolor que aún tenía que causar. A Astrid. A Diana. A ellas dos especialmente, pero también a Brianna, a quien detestaba.
La guarida profunda estaba cambiando. Semanas atrás, el fondo, el límite inferior de la barrera, había cambiado. Ya no era de un gris perlado. Se había vuelto negro. Drake percibió que la barrera teñida de negro bajo sus pies tenía un tacto distinto, ya no era igual de lisa.
Y se percató de que partes de la gayáfaga que descansaban sobre la barrera también se estaban tiñendo de negro. Hasta el momento, la mancha se había extendido apenas un poco a la gayáfaga, como si la gayáfaga fuera una especie de esponja verde radioactiva extendida y la mancha solo fuera café derramado.
Drake se preguntaba qué quería decir, pero no lo había preguntado. De repente, sintió una sacudida en la mente de la gayáfaga. Como si él mismo se hubiera sobresaltado.
«Siento…».
—¿Al Enemigo, mi dueña? —preguntó Drake a las paredes de la cueva que brillaban con destellos verdes.
«Coloca el brazo encima de mí».
Drake se retrajo. Había tocado a la gayáfaga unas cuantas veces. Nunca resultaba una experiencia agradable. La conciencia de mente a mente de la gayáfaga era horriblemente potente cuando entraba en contacto físico con ella.
Pero Drake carecía de fuerza de voluntad para negarse. Así que soltó el tentáculo de más tres metros de alrededor de su cintura. Se acercó a un bulto grande de masa verde bullente, una parte que no podía evitar imaginarse como el centro, como la cabeza de aquella criatura sin centro ni cabeza, y colocó el tentáculo delicadamente atravesado por encima.
—¡Aaaah!
El dolor fue agudo y repentino y le hizo caer de rodillas. Drake abrió los ojos de golpe y se esforzó por abrirlos más hasta que sintió como si se le abriera la cara hacia atrás.
Las imágenes explotaron en su mente.
Imágenes de un huerto.
Imágenes de un lago con barcos flotando tranquilamente.
Imágenes de una chica guapa con el pelo oscuro y media sonrisa irónica.
«¡Tráemela!».
Drake había pasado varios meses sin apenas hablar. Tenía la garganta seca, y la lengua se le trababa. Así que pronunció el nombre en un susurro áspero:
—Diana.
Quinn no estaba contento mientras remaba, mientras se alejaba de la costa de espaldas al horizonte negro. Miraba preocupado las montañas donde el sol no tardaría en aparecer.
Ninguno de los suyos estaba contento. Lo habitual eran los gruñidos bondadosos, los chistes gastados, las burlas. Normalmente, las barcas se lanzaban insultos alegres, menospreciaban sus respectivas técnicas de remo, lo que podrían llegar a pescar o las pintas que llevaban.
Pero hoy no hacían bromas. Lo único que se oía eran gruñidos de esfuerzo, el crujido de los remos en los toletes, el goteo musical del agua a los lados y el ruido leve de las olitas al golpear la proa.
Quinn sabía que los pescadores estaban enfadados por lo de Cigar. Todos estaban de acuerdo en que Cigar la había cagado de manera monumental. Pero ¿qué iba a hacer Quinn? El otro chaval había atacado antes. Si Cigar no le hubiera replicado, puede que Jaden lo hubiera matado.
Estaban mentalizados para que Cigar pagara una multa, para que tuviera que aguantar un tiempo encerrado, o puede que incluso unos minutos con Penny para enseñarle que debía tomarse las cosas con calma en el futuro.
Pero un día entero de ataque mental a manos de aquella chica chunga… Eso era demasiado. Cigar sufría los miedos propios de cualquier chaval normal, y, si le daban un día entero para dedicarse a su maldad, Penny los detectaría todos.
Quinn se preguntaba si debía decir algo. Lo afligían la hosquedad, la preocupación generalizadas. Pero ¿qué podía decir? ¿Qué palabras podía utilizar para que esos chavales dejaran de preocuparse por el pobre Cigar?
Él también estaba preocupado. Y también estaba enfadado consigo mismo y con Albert. Esperaba que Albert interviniera. Podría haberlo hecho si hubiera querido. Todos sabían que Caine se hacía llamar «rey», pero que Albert era el emperador.
Las barcas se alejaron las unas de las otras cuando los pescadores con caña se fueron en un sentido y los que arrojaban redes se dirigieron hacia la barrera. Habían visto un banco de murciélagos azules por allí el día anterior, a tan solo un centenar de metros de la barrera.
Quinn indicó que se detuvieran e hizo señas a Elise para que preparara las redes. En su barca iban Elise, Jonas y Annie. Elise y Annie eran más débiles con los remos que Quinn y Jonas, pero eran hábiles con las redes; las arrojaban formando círculos perfectos y notaban cuándo los pesos habían arrastrado la red hacia abajo antes de cerrar la trampa.
Quinn estaba sentado en la popa, y con un remo y el timón mantenía la barca estable mientras las chicas y Jonas recogían dos murciélagos azules y un pescado sin ningún rasgo distintivo de casi veinte centímetros.
Era un trabajo agotador, pero Quinn estaba acostumbrado a hacerlo, y manejaba el remo y el timón con el piloto automático. Levantó la vista para ver que las otras barcas ocupaban sus puestos.
Entonces oyó una salpicadura y se volvió hacia la barrera, donde vio un pez volador —que no estaba muy bueno, pero era comestible— dando un salto corto.
Pero no fue eso lo que le hizo entrecerrar los ojos y tratar de enfocar la vista en la débil luz matutina.
Elise y Annie se estaban preparando para volver a lanzar las redes.
—Esperad —indicó Quinn.
—¿Qué? —replicó Elise.
Siempre estaba quejosa por la mañana. Y más aún aquella mañana.
—Jonas, coge un remo —pidió Quinn.
Mientras Elise limpiaba la red, quitándole trocitos de algas, la barca se deslizó hacia la barrera. Levantaron los remos a seis metros de distancia.
—¿Eso qué es? —preguntó Jonas.
Los cuatro miraban la barrera. En lo alto se veía la ilusión de un cielo. Delante de ellos la barrera era de un gris perlado, como siempre. Como había sido desde que empezó la ERA.
Pero justo por encima de la línea de agua la barrera no era gris sino negra. La sombra negra se alzaba formando un patrón irregular. Como las curvas de una montaña rusa.
Quinn apartó la mirada para ver que el sol se asomaba por encima de las montañas. El mar entero pasó de oscuro a claro en pocos y rápidos minutos. Quinn esperó a que la luz del sol alcanzara el agua que había hasta la barrera.
—Ha cambiado —comentó.
Se quitó la camiseta y la arrojó al banco. Buscó unas gafas de buceo en el armarito, escupió en ellas, restregó la saliva, se encajó las gafas en la cabeza y sin decir nada más se lanzó por la borda. El agua estaba fría y, al instante, desapareció la última de las telarañas matutinas que aún tenía en la cabeza.
Nadó con cautela hacia la barrera, con cuidado de no tocarla. Dos metros por debajo la barrera estaba negra.
Quinn salió a la superficie, respiró hondo y volvió a sumergirse. Deseó tener aletas, no le resultaba fácil empujar el cuerpo flotante hacia abajo. Debió de bajar unos seis metros antes de salir otra vez.
Entonces volvió a subirse a la barca con la ayuda de Jonas.
—Está así hasta abajo de todo, por lo que he podido ver —informó Quinn.
Los cuatro se miraron.
—¿Y? —preguntó Elise—. Tenemos trabajo que hacer. Los peces no se pescan solos.
Quinn reflexionó. Debería contárselo a alguien. ¿A Caine? ¿A Albert? La verdad es que no quería tener que tratar con ninguno de los dos. Y había murciélagos azules justo debajo de la barca esperando a que los pescaran.
Tanto Caine como Albert podrían atacarlo por retrasarse en el trabajo, solo para informar de algo que igual no significaba nada.
No por primera vez, Quinn deseó tener que informar a Sam, y no a esos otros dos. De hecho, si había alguien a quien realmente quería contárselo era a Astrid. Qué lástima que nadie la hubiera visto. Incluso puede que estuviera muerta. Pero Astrid era la única que lo vería y de verdad intentaría averiguar qué significaba.
—Vamos, volvamos al trabajo —les ordenó Quinn—. Seguiremos vigilándolo, veremos si cambia al final del día.