DOS

64 HORAS, 57 MINUTOS

—¡PATRICIO, MENUDO genio estás hecho! —exclamó Terry en un tono de falsete muy agudo.

—¿Aaah, sííí? —preguntó Philip en voz baja y muy estúpida.

Se tapó con las manos y el público reunido se echó a reír.

Era el festival Viva el Viernes del lago Tramonto. Cada viernes, los chicos se regalaban una noche de entretenimiento. En esta ocasión, Terry y Philip recreaban un episodio de Bob Esponja. Terry se había puesto una camiseta amarilla pintada con agujeros, como si fueran de esponja, y Phil llevaba una camiseta que podría calificarse de rosa para el papel de Patricio Estrella.

El «escenario» era la cubierta superior de una casa flotante grande que habían empujado hasta el agua, de modo que se bamboleaba a pocos metros del puerto. Becca, que interpretaba a Arenita Mejillas, y Darryl, que hacía muy bien de Calamardo, estaban en el camarote esperando que llegara el momento de salir.

Sam Temple observaba desde el despacho del puerto deportivo, una torre estrecha y gris de dos pisos que le permitía ver con claridad por encima de las cabezas de la multitud. La casa flotante era suya, pero no cuando había un espectáculo montado.

La multitud en cuestión estaba formada por ciento tres chavales, que iban desde al año hasta los quince años. Pero Sam se sentía culpable al pensar que nunca antes un público formado por chicos había tenido ese aspecto.

Nadie menor de cinco años iba desarmado. Había cuchillos, machetes, bates de béisbol, palos con pinchos atravesados, cadenas y pistolas.

Nadie iba a vestido a la moda, por lo menos según los estándares normales. Los chavales llevaban camisetas rotas y tejanos varias tallas más grandes de lo que les correspondía. Algunos llevaban ponchos hechos con mantas. Muchos iban descalzos. Algunos se habían adornado con plumas que les sobresalían del pelo, grandes anillos de diamantes ajustados con cinta adhesiva, la cara pintada, flores de plástico, toda clase de bandanas, lazos y cinturones entrecruzados.

Pero al menos iban limpios. Mucho más limpios de lo que iban en Perdido Beach hacía casi un año. El traslado al lago Tramonto les había proporcionado un suministro en apariencia inacabable de agua potable. Hacía tiempo que se les había acabado el jabón, y también el detergente, pero el agua potable ya hacía maravillas. Ahora se podía estar en un grupo de chavales sin tener arcadas por el mal olor.

Por doquier, mientras el sol se hundía y las sombras crecían, Sam veía el destello de colillas de cigarrillo. Y, pese a todos los intentos por evitarlo, aún había botellas de priva, original o destilada recientemente, corriendo entre los grupitos de chavales. Y, probablemente, si se hubiera molestado en hacerlo, podría haber detectado el tufillo a marihuana.

Pero, en general, las cosas iban mejor. Entre los productos que cultivaban, el pescado que pescaban en el lago y la comida que intercambiaban con Perdido Beach, nadie se moría de hambre. Se trataba de un logro excepcional.

Y luego estaba el proyecto de Sinder, que tenía un potencial tremendo.

Así que ¿por qué tenía la sensación persistente de que algo iba mal? Era más que una sensación. Era como si lo hubiera visto. No tanto… Tenía la sensación de que había algo que tendría que haber visto, que habría visto si se hubiera vuelto lo bastante rápido.

Así era. Como si quedara fuera del alcance de su visión periférica. Cuando se volvió a mirar continuaba ahí.

Lo miraba.

Lo estaba mirando ahora mismo.

—Paranoia… —murmuró Sam—. Te estás volviendo majara lentamente, tío. O igual no tan lentamente, ya que hablas solo.

Suspiró y negó con la cabeza, sonriendo con la esperanza de que la sonrisa se extendiera de fuera adentro. Es que no estaba acostumbrado a tanta… paz. Cuatro meses de paz. Por Dios.

Oyó pasos en las escaleras desvencijadas. La puerta se abrió. Sam levantó la vista y dijo:

—Diana.

Se levantó y le ofreció su silla.

—De verdad que no hace falta. Estoy embarazada, no lisiada —afirmó, pero la chica se sentó de todas formas.

—¿Cómo te encuentras?

—Se me han hinchado las tetas y me duelen —respondió la chica. Inclinó la cabeza hacia un lado y lo miró con afecto—. ¿De verdad te estás ruborizando por eso?

—No me estoy ruborizando. Es que… —empezó a decir, pero no se le ocurría otro motivo para ponerse rojo.

—Pues bien, te voy ahorrar algunas de las cosas más inquietantes que le están pasando a mi cuerpo ahora mismo. Lo bueno es que ya no vomito cada mañana.

—Sí, eso es bueno.

—Lo malo es que me paso todo el día meando.

—Ah.

La conversación empezaba a incomodar a Sam. El mero hecho de mirar a Diana lo incomodaba. Tenía un bulto claro, evidente, bajo la camiseta. Y, sin embargo, no era menos atractiva que antes, y seguía mostrando la misma sonrisita cómplice y desafiante.

—¿Comentamos el oscurecimiento de las aureolas? —se burló la chica.

—Por favor, te lo suplico: no.

—La verdad es que es pronto para algunas cosas —continuó Diana.

Quiso decirlo como si no fuera gran cosa, pero no lo consiguió.

—Ajá.

—No debería estar tan hinchada. Tengo todos los libros sobre el embarazo, y todos dicen que no debería estar tan hinchada. No si estoy de cuatro meses.

—Estás bien —afirmó Sam con cierta desesperación en la voz—. Quiero decir, que tienes buen aspecto. Bueno. Mejor que bueno. Quiero decir, ya sabes, que estás guapa.

—¿De verdad me estás tirando los trastos?

—¡No! —exclamó Sam—. No. No, no, no. No es eso…

Sam dejó de hablar y se mordió el labio.

Diana se rio encantada.

—Es tan fácil meterse contigo —dijo y, a continuación, se puso seria—. ¿Sabes lo de las pataditas?

—¿Qué, alguien se ha peleado?

—No, no, Sam. Las pataditas que da el feto cuando empieza a moverse.

—Ah, sí, eso.

—Dame la mano.

Sam estaba absolutamente seguro de que no quería darle la mano. Tenía el presentimiento de que iba a hacer algo terrible con ella. Pero no se le ocurría cómo negarse.

Diana lo miró adoptando una expresión inocente.

—Vamos, Sam, tú eres el que siempre encuentra una salida para una crisis de vida o muerte. ¿No se te ocurre cómo negarte?

Sam sonrió ante ese comentario.

—Lo he intentado. Pero se me ha parado el cerebro.

—Vale, pues dame la mano.

Lo hizo, y Diana le colocó la palma sobre el vientre.

—Ajá, sí…, esto… es…, desde luego es un vientre.

—Sí, esperaba que estuvieras de acuerdo con que es un vientre. Necesitaba consultarlo con otra persona. Espera… ¡Ahí!

Sam lo había notado. Un movimiento leve en su bulto apretado.

El chico forzó una sonrisa y retiró la mano.

—Así que pataditas, ¿eh?

—Sí. —Diana ya no bromeaba—. Y más que eso. Yo las llamaría patadas. Y ¿sabes qué? Empezaron hace unas tres semanas, en lo que sería mi decimotercera semana. Y ahora puede que pienses: «Pues vaya, qué gran cosa». Pero pasa lo siguiente, Sam: todos los bebés humanos crecen básicamente a la misma velocidad. Funcionan como un reloj. Y los bebés humanos no empiezan a dar patadas a las trece semanas.

Sam dudó, pues no sabía si debía tener en cuenta el uso de esa palabra, «humano». Lo que Diana temiera, sospechara o incluso solo se imaginara no quería que fuera también su problema.

Ya tenía muchos problemas. Problemas lejanos: en una playa abandonada había un contenedor cargado con misiles que se disparaban apoyándolos en el hombro. Por lo que sabía, su hermano, Caine, no los había encontrado. Si Sam trataba de moverlos y Caine se enteraba, seguramente empezaría una guerra con Perdido Beach.

Y tenía problemas más próximos a su corazón: Brianna había descubierto la guarida de Astrid en Stefano Rey. Sabía que seguía viva. Le habían contando que se pasó varios días cerca de la central nuclear tras la gran batalla contra los bichos, y la Gran Ruptura que había separado a los chicos de la ERA entre los grupos de Perdido Beach y el lago Tramonto.

También se enteró de que durante un tiempo había dormido en una Winnebago volcada en una carretera secundaria de las tierras cultivadas. Sam esperó pacientemente a que volviera. Pero no lo hizo, y no supo nada de ella durante por lo menos tres meses.

El día anterior, por la mañana, Brianna la había localizado. La supervelocidad de Brianna la hacía efectiva para buscar por las carreteras, pero le había costado más atravesar el bosque: no era aconsejable tropezar con la raíz de un árbol a más de cien kilómetros por hora.

Claro que buscar a Astrid no era la misión principal de Brianna. Su misión principal era encontrar a la criatura Drake-Brittney. Nadie había visto ni oído a Drake, pero nadie se creía que hubiera muerto. No de verdad.

Sam se concentró otra vez, reticente, en el problema de Diana.

—¿Qué lees en el bebé?

—El bebé tiene tres barras —contestó Diana—. La primera vez que lo leí tenía dos. Así que sigue aumentando.

Sam estaba sorprendido.

—¿Tres barras?

—Sí, Sam. Él o ella es mutante. Un mutante poderoso. Y va en aumento.

—¿Se lo has dicho a alguien más?

Diana negó con la cabeza.

—No soy idiota, Sam. Caine vendría tras de mí si se enterara. Nos mataría a los dos si tuviera que hacerlo.

—¿A su propio hijo?

A Sam le costaba creer que Caine, por malo que fuera, pudiera llegar a ser tan depravado.

—Puede que no. Cuando se lo conté, me dejó muy claro que no quería tener nada que ver con el bebé. Diría que la sola idea le horrorizaba. Pero ¿y si es un mutante poderoso? Entonces ya es otra historia. Puede que nos ataque. Puede que quiera controlar al bebé, o matarlo, pero para él no hay una tercera vía. Cualquier otra cosa resultaría… —Diana inspeccionó la cara de Sam como si fuera a revelarle la palabra adecuada— humillante.

El chico sintió que se le revolvía el estómago. Habían tenido cuatro meses de paz. Durante ese tiempo, Sam, Edilio y Dekka se habían dedicado a montar una especie de ciudad medio acuática. Bueno, sobre todo Edilio. Habían dividido en parcelas las casas flotantes, los veleros, las lanchas motoras, las autocaravanas y las tiendas. Habían dispuesto que se cavara una fosa séptica, bien alejada del lago para evitar enfermedades. Para asegurarse, habían organizado un sistema para transportar agua que iba desde la mitad de la costa hasta el este en lo que llamaban «las tierras bajas», y prohibido a todo el mundo que se bebiera el agua en la que se bañaban y nadaban.

Había sido increíble observar la autoridad tranquila con la que Edilio desempeñaba sus tareas. Sam figuraba al mando, pero nunca se habría preocupado tanto de la salubridad.

Los botes pesqueros, cuyas tripulaciones había entrenado Quinn en Perdido Beach, seguían trayéndoles pesca decente a diario. Habían plantado zanahorias, tomates y calabazas en un huerto bajo junto a la barrera, y estaban creciendo muy bien bajo el cuidado de Sinder.

Habían guardado con llave su precioso alijo de Nutella, fideos instantáneos y Pepsi, y los utilizaban como moneda de cambio para comprar más pescado, almejas y mejillones de Perdido Beach, donde seguían pescando los pescadores de Quinn.

También habían negociado el control de parte de las tierras de cultivo, de modo que continuaban consumiendo alcachofas, repollo y algún que otro melón.

Lo cierto era que Albert se encargaba de todo el comercio entre el lago y PB, como la llamaban, pero la gestión diaria del lago quedaba a cargo de Sam. Lo cual quería decir Edilio.

Casi desde el comienzo de la ERA, Sam vivía fantaseando con una especie de juicio final a su persona. Se imaginaba ante jueces que lo mirarían con desprecio y le exigirían que justificara todas y cada de las cosas que había hecho.

Que justificara cada fracaso.

Que justificara cada error.

Que justificara cada cuerpo enterrado en la plaza mayor de Perdido Beach.

Durante los últimos meses, había empezado a tener esas conversaciones imaginarias con menos frecuencia. Había empezado a pensar que quizás, a fin de cuentas, verían que había hecho algunas cosas bien.

—No se lo digas a nadie —advirtió a Diana, y añadió—: ¿Has pensado en…? Bueno, supongo que no podemos saber cuáles pueden ser los poderes del bebé.

Diana le mostró su sonrisita irónica.

—¿Quieres decir si me he planteado lo que podría ocurrir si el bebé pudiera quemar cosas como tú, Sam? ¿O si tuviera el poder telequinético de su padre? ¿U otras tantas habilidades? No, Sam, no, no he pensado lo que pasará cuando él, o ella, o lo que sea, tenga un mal día y me perfore un agujero desde dentro.

Sam suspiró.

—Él o ella, Diana. No lo que sea.

Sam esperaba una réplica chistosa. Pero la expresión cuidadosamente controlada de Diana se desmoronó.

—Su padre es malvado. Y también su madre —susurró. Se retorció los dedos entrelazándolos. Tan fuerte, tanto, que debía de resultarle doloroso—. ¿Cómo puede ser distinto el bebé?

—Antes de que dicte sentencia —dijo Caine—, ¿tiene alguien algo que decir por Cigar?

Caine no llamaba «trono» a su silla. Habría resultado demasiado ridículo, aunque se hiciera llamar «rey Caine».

Era una silla de madera oscura pesada que había cogido de una casa vacía. Le sonaba que ese estilo se llamaba «morisco». Estaba colocada a escasos centímetros del comienzo de los escalones de piedra que conducían a la iglesia en ruinas.

No era un trono de nombre, pero sí era un trono. Caine estaba sentado erguido, no rígido, pero sí adoptaba una pose regia. Llevaba un polo de color púrpura, tejanos y botas de cowboy negras con la punta cuadrada. Una de las botas descansaba sobre un taburete bajo tapizado.

A la izquierda de Caine se encontraba Penny. Lana la curandera le había arreglado las piernas rotas. Penny llevaba un vestido de verano que le colgaba lánguidamente de los hombros estrechos. Iba descalza. Por algún motivo se negaba a ponerse zapatos desde que había vuelto a andar.

A su izquierda se hallaba Turk, que se suponía que se encargaba de la seguridad de Caine, aunque resultaba imposible imaginarse una situación a la que Caine no pudiera enfrentarse él solo. Lo cierto es que Caine podía hacer levitar a Turk y utilizarlo de garrote si quería. Pero lo importante para un rey era tener a gente que le sirviera. Eso le hacía parecer más regio.

Turk era un gamberro huraño y estúpido con una escopeta recortada de doble cañón al hombro y una llave inglesa grande colgando de una trabilla de su cinturón apretado.

Turk custodiaba a Cigar, un chaval de trece años con las facciones dulces y las manos duras, la espalda fuerte y la cara morena de pescador.

Había unos veinticinco chavales al pie de las escaleras. En teoría, todo el mundo debía presentarse ante el tribunal, pero Albert había sugerido —y su sugerencia era como un decreto— que los que tenían que trabajar podían saltárselo. El trabajo era lo primero en el mundo de Albert, y Caine sabía que solo seguiría siendo rey mientras Albert mantuviera a todo el mundo alimentado y sin pasar sed.

En algún momento de la noche había estallado una pelea entre un chico llamado Jaden y el chico a quien todos llamaban Cigar, porque una vez se fumó un cigarro, un puro, y se puso muy enfermo.

Tanto Jaden como Cigar habían estado bebiendo la priva ilegal de Howard, y nadie estaba realmente seguro del motivo de la pelea. Pero lo que sí estaba claro, pues lo habían presenciado tres chavales, era que había estallado una pelea, y que en un abrir y cerrar de ojos habían pasado de las palabras furiosas a los puños y las armas.

Jaden balanceó una tubería de plomo en dirección a Cigar, pero falló. Cigar hizo lo mismo con la pata de una mesa pesada de roble tachonada con clavos grandes, y no falló.

Nadie creía que Cigar, que era buen chico y uno de los pescadores trabajadores de Quinn, tuviera la intención de matar a Jaden. Pero el caso es que los sesos de Jaden habían terminado desparramados en la acera.

Había cuatro castigos en el Perdido Beach del rey Caine: multa, encierro, Penny o muerte.

Una infracción pequeña, por ejemplo no mostrar al rey el debido respeto, escaquearse del trabajo o engañar a alguien al hacer un trato, se saldaba con una multa. Podía ser un día de comida, dos días de trabajo impagado o la entrega de un objeto valioso.

El encierro se hacía en una habitación del Ayuntamiento donde anteriormente estuvo un chico llamado Roscoe, hasta que los bichos se lo comieron desde dentro. El encierro implicaba dos o más días solo con agua, dentro de esa habitación. Las peleas o el vandalismo también se castigaban con el encierro.

Caine había puesto varias multas y había encerrado a gente en varias ocasiones.

Solo una vez había impuesto la sentencia de Penny.

Penny era una mutante con el poder de generar ilusiones tan reales que era imposible no creérselas. Poseía una imaginación espantosamente truculenta. Una imaginación enferma, perturbada. La chica que se ganó treinta minutos de Penny perdió el control de las funciones corporales y terminó gritando y golpeándose a sí misma. Dos días después, aún no era capaz de trabajar.

La pena máxima era la muerte. Y Caine aún no se había atrevido a imponerla.

—Yo hablaré por Cigar —dijo Quinn; por supuesto.

Antes, Quinn era el mejor amigo de Sam, su colega surfero. Al principio, Quinn se había mostrado débil, vacilante, inseguro, era uno de esos que no había encajado muy bien la ERA.

Pero con el tiempo se había hecho valer como jefe de los pescadores. Los músculos se le marcaban en el cuello, los hombros y la espalda porque pasaba largas horas remando. Tenía la piel de color caoba.

—Cigar nunca ha dado ningún problema —empezó a decir Quinn—. Se presenta en el trabajo cuando toca y nunca vaguea. Es buen tipo y muy buen pescador. Cuando Alice se cayó y se quedó noqueada al darse con un remo, él fue quien saltó y la sacó del agua.

Caine asintió, pensativo. Había optado por una expresión como de sabio severo. Pero por dentro estaba muy nervioso. Por un lado, Cigar había matado a Jaden. No se trataba de un acto vandálico cualquiera o de un robo de poca importancia. Si Caine no imponía la pena de muerte en este caso, ¿cuándo iba a hacerlo?

Y quería hacerlo… De hecho, quería imponer la pena de muerte. No a Cigar, pero sí a alguien. Así demostraría su poder, se lo demostraría a sus súbditos.

Por otra parte, no le convenía pelearse con Quinn, que igual decidía ponerse en huelga, y la gente no tardaría en tener hambre.

Y luego estaba Albert. Quinn trabajaba para Albert.

Caine pensaba que estaba bien eso de llamarse a sí mismo «rey». Pero no cuando quien ostentaba el poder de verdad era un chico negro, flaco y sabiondo con un libro de contabilidad.

—Ha cometido un asesinato —afirmó Caine, intentando posponer la decisión.

—Nadie dice que no debería castigarse a Cigar —intervino Quinn—. La ha cagado. No debería beber. Él sabe que no.

Cigar dejó caer la cabeza.

—Jaden también era buen chico —habló una chica con el nombre inverosímil de Alpha Wong, y sollozó—. No se merecía que lo mataran.

Caine apretó los dientes. Estupendo. Una novia.

Ya no tenía sentido posponerlo más. Tenía que decidirse. Era mucho peor cabrear a Quinn y probablemente a Albert que a Alpha.

Caine alzó la mano.

—Como rey, os he prometido impartir justicia —comenzó a decir—. Si hubiera sido un asesinato premeditado, no me habría quedado otra opción que la pena de muerte. Pero Cigar ha sido buen trabajador. Y no pretendía matar al pobre Jaden. La siguiente pena es pasar tiempo con Penny. Suele ser media hora. Pero no basta para algo tan grave como lo ocurrido. Así que ahí va mi regio veredicto.

Caine se volvió hacia Penny, que temblaba, expectante.

—Penny tendrá a Cigar del amanecer al anochecer. Mañana, cuando el sol salga por las montañas, empezará. Y cuando el sol alcance el horizonte sobre el océano, terminará.

Caine vio que los ojos de Quinn lo aceptaban con reticencia. La multitud murmuró mostrando su aprobación. Caine soltó un suspiro silencioso. Incluso Cigar parecía aliviado. Pero Caine pensó que ni Quinn ni Cigar tenían idea de cuán sumida estaba Penny en la locura desde su largo suplicio plagado de dolor atroz. Siempre había sido una criatura cruel, pero el dolor y el poder la habían convertido en un monstruo.

Su monstruo, afortunadamente.

Por ahora.

Turk arrastró a Cigar hasta el encierro, y la multitud empezó a dispersarse.

—¡Tú puedes con esto, Cigar! —exclamó Quinn.

—Sí —respondió Cigar—. No hay problema.

Penny se rio.