UNO

65 HORAS, 11 MINUTOS

VESTÍA TEJANOS y una camisa a cuadros de franela sobre una camiseta que le iba varias tallas grande.

Un cinturón de cuero le daba dos vueltas a la cintura. Era un cinturón de hombre, y de hombre corpulento. Pero era resistente y soportaba el peso del revólver del 38, el machete y la botella de agua.

Tenía la mochila sucia, con las costuras deshilachadas, pero la llevaba cómodamente sobre los hombros delgados. En la mochila había tres valiosos paquetes de macarrones deshidratados sacados de campamentos lejanos. Bastaba con añadirles agua. También tenía una paloma cocida en un tupperware, una docena de cebollas tiernas, un frasco de vitaminas —se tomaba una cada tres días—, papel y lápiz, tres libros, una bolsa pequeña de maría y una pipa pequeña, aguja e hilo, dos mecheros Bic y otra botella de agua. Y llevaba una bolsa con medicamentos: unas cuantas tiritas, un tubo casi gastado de Neosporin y una docena de valiosos tylenoles, así como tampones infinitamente más valiosos.

Astrid Ellison había cambiado.

Llevaba el pelo rubio corto, cortado de mala manera con un cuchillo y sin contar con un espejo. Tenía la cara muy morena, y las manos encallecidas y marcadas debido a los innumerables cortecitos que se había hecho para abrir mejillones. Se había roto una uña cuando se resbaló por la ladera de una colina empinada y, al intentar salvarse, se agarró como una loca a las rocas y los arbustos.

Astrid se deslizó la mochila de los hombros, aflojó el cordón que la cerraba y extrajo un par de guantes pesados hechos para un hombre adulto.

Inspeccionó la zarzamora en busca de moras maduras. No maduraban todas al mismo tiempo, y nunca se permitía comerse alguna si no habían madurado del todo. Esas eran sus moras, las únicas que había localizado, y había decidido no dejarse llevar por la gula.

Le hacía ruidos el estómago mientras quitaba las espinas tremendamente puntiagudas, tanto que a veces incluso le atravesaban los guantes, pero así soltaba las moras. Cogió media docena: eran el postre para más tarde.

Se encontraba en el extremo norte de la ERA, donde la barrera atravesaba el Parque Nacional Stefano Rey. Allí los árboles —secuoyas, robles negros, álamos temblones, fresnos— crecían mucho. Algunos quedaban atravesados por la barrera, y algunas de sus ramas se adentraban en ella. Astrid se preguntaba si salían por el otro lado.

No se había adentrado mucho, puede que estuviera a medio kilómetro o quizás un poco más de la costa donde solía buscar ostras, almejas, mejillones y cangrejos no mucho mayores que cucarachas grandes.

Astrid solía tener hambre. Pero no se moría de hambre.

El agua le preocupaba más. Había encontrado un depósito en el puesto del guardabosques, y un arroyo de lo que parecía agua limpia y fresca procedente de un acuífero subterráneo, pero ninguno de los dos quedaba cerca de su campamento. Y, dado que el agua pesaba mucho para cargarla, tenía que vigilar con cada gota y…

Un ruido.

Astrid se agachó, se sacó la escopeta del hombro, la levantó y alineó los cañones con agilidad y mucha práctica.

Escuchó atentamente. Oía cómo le latía el corazón y lo obligó a aminorar sus latidos, a aminorarlos, a callarse para escuchar.

Respiraba de forma irregular, pero al menos consiguió calmarse un poco.

Examinó despacio el lugar con la mirada, girando el torso de izquierda a derecha, otra vez hacia la izquierda, repasando los árboles de los que pensaba que procedía el ruido. Escuchó atentamente en todas direcciones.

Nada.

¡Un ruido!

Hojas secas y tierra húmeda. Fuera lo que fuera, no era pesado. No era un ruido pesado. No sonaba como Drake. Ni como un coyote.

Astrid se relajó un poco. Tenía los hombros tensos y los hizo girar, esperando evitar acalambrarse.

Algo pequeño se escabullía. Debía de ser una zarigüeya o una mofeta.

Pero no Drake.

No el monstruo con un tentáculo por brazo. No el sádico. No el psicópata.

No el asesino Mano de Látigo.

Astrid se incorporó del todo y se llevó otra vez la escopeta al hombro.

¿Cuántas veces al día tenía que soportar ese mismo miedo? ¿Cuántos centenares de veces había mirado hacia los árboles, arbustos o rocas en busca de aquel rostro estrecho y de ojos muertos? Día y noche. Mientras se vestía. Mientras cocinaba. Mientras hacía sus necesidades en la trinchera. Mientras dormía. ¿Cuántas veces? Y ¿cuántas veces se había imaginado disparar ambos cañones de la escopeta directamente a su rostro, destruir sus rasgos, salpicarlo todo de sangre… a sabiendas de que a pesar de todo eso volvería a ir tras ella?

Le dispararía una y otra vez y seguiría siendo Astrid quien echara a correr y jadeara al quedarse sin aliento, quien recorriera el bosque a trompicones, llorando, pues sabía que no podía hacer nada para detenerlo.

El mal al que no se podía matar.

El mal que tarde o temprano la acabaría derribando.

Tras poner las moras a buen recaudo en su mochila, Astrid se dirigió otra vez hacia su campamento.

El campamento constaba de dos tiendas: una beige, donde dormía, y otra verde con forro marrón oscuro, que utilizaba para guardar artículos no comestibles que había sacado de varias zonas de acampada, oficinas de guardas forestales y pilas de basura de Stefano Rey.

En cuanto llegó al campamento, Astrid guardó las moras y el resto de comida que había traído consigo en una nevera roja y blanca de plástico. Había cavado un agujero pegado a la barrera, y la nevera encajaba perfectamente en el agujero.

Había aprendido muchas cosas en los cuatro meses transcurridos desde que abandonó a todos y todo y se marchó a los bosques. Una cosa que había descubierto era que los animales evitaban la barrera. Incluso los insectos se mantenían apartados varios metros. Así que si almacenaba la comida pegada a esa pared gris perlada que engañaba a la vista, mantenía sus provisiones a salvo.

También a ella misma le servía para mantenerse a salvo. Al acampar allí, tan cerca de la barrera y justo en el borde del acantilado, los depredadores contaban con menos maneras de acercársele.

Había extendido un cable alrededor del campamento. Del cable colgaban botellas con canicas y latas oxidadas. Si algo chocaba contra el cable, armaría mucho ruido.

No podía afirmar que se sintiera segura. Un mundo donde Drake debía de seguir con vida nunca sería seguro. Pero se sentía tan segura allí como en cualquier otro lugar de la ERA.

Astrid se hundió en su hamaca de nailon, apoyó los pies cansados sobre una segunda silla y abrió un libro. Su vida actual consistía en la búsqueda constante de comida, y sin linterna solo le quedaba una hora de luz al atardecer para leer.

Se encontraba en un lugar bonito en lo alto de un acantilado escarpado junto al océano. Pero se volvió hacia el sol, que se estaba poniendo, para que los rayos rojos alcanzaran la página de su libro.

El libro era El corazón de las tinieblas.

Intenté romper el hechizo, el hechizo pesado y mudo de la jungla, que parecía atraerlo a su pecho inmisericorde despertándole brutales instintos olvidados, recordándole monstruosas pasiones satisfechas. Yo estaba convencido de que aquello, y solo aquello, lo había conducido al límite de la selva, al monte, al brillo de fuegos, al latido de tambores, al zumbido de extraños conjuros; que solo aquello había cautivado su alma transgresora más allá de los confines de aspiraciones permitidas.

Astrid levantó la vista hacia los árboles. Su campamento se encontraba en un pequeño claro, pero los árboles lo cercaban por ambos lados. No eran tan elevados cerca de la costa como tierra adentro. Parecían árboles más acogedores que los que había en la entrada del bosque.

—«El hechizo pesado y mudo de la jungla» —leyó en voz alta.

Para ella el hechizo consistía en olvidar. La dura vida que vivía ahora era menos dura que la realidad que había dejado atrás en Perdido Beach. Eso sí que era una jungla. Allí se le habían despertado brutales instintos olvidados.

Aquí, solo la naturaleza intentaba privarle de alimento, romperle los huesos, cortarla y envenenarla. La naturaleza era implacable, pero no tenía malicia. La naturaleza no la odiaba.

No era la naturaleza la que le había llevado a sacrificar la vida de su hermano.

Astrid cerró los ojos y el libro, e intentó calmar las emociones que se agolpaban en su interior. La culpa era algo fascinante: no parecía debilitarse con el paso del tiempo. En todo caso, se había fortalecido a medida que las circunstancias se desvanecían de la memoria, cuando el miedo y la necesidad se volvieron abstractos. Y ahora solo sus acciones destacaban con una claridad cristalina.

Había arrojado a su extraño hermanito enfermo a las enormes criaturas atroces que la amenazaban a ella y a todos los seres humanos de la ERA.

Su hermano había desaparecido.

Y las criaturas también.

El sacrificio había surtido efecto.

Y Dios dijo: «Toma a tu hijo, tú único hijo, Isaac, a quien amas, y ve a la región de Moria. Sacrifícalo en holocausto en una de las montañas que te indicaré».

Solo que, al comprobar su fe, ningún Dios bondadoso había intervenido para detener el asesinato de Pete.

Por el excelente motivo de que no había ningún Dios bondadoso.

La avergonzaba que hubiera tardado tanto en darse cuenta. A fin de cuentas, era Astrid la genio. Así la habían llamado durante años. Y, sin embargo, Sam, que siempre se encogía de hombros, indiferente a todos los temas religiosos, se había aproximado mucho más a la verdad.

¿Qué clase de idiota podía considerar el mundo tal y como era —y el mundo de la ERA era especialmente terrible— y creer en Dios? En un Dios que realmente prestara atención, ya no digamos que se preocupara por sus creaciones.

Había asesinado al pequeño Pete.

Asesinado. No quería disfrazarlo con una palabra bonita. Quería que fuera duro. Quería que la palabra fuera como papel de lija frotado contra su cruda conciencia. Quería emplear esa palabra horrible para borrar lo que pudiera quedar de Astrid la genio.

Menos mal que había decidido que no había Dios, porque si lo hubiera estaría condenada al infierno eterno.

A Astrid le temblaron las manos. Apoyó el libro sobre el regazo y sacó la bolsa de maría de la mochila. Racionalizaba el uso de la droga basándose en que solo así lograba dormirse. Si viviera en un mundo normal, puede que le recetaran pastillas para dormir. Y eso no sería malo, ¿verdad?

Es que necesitaba dormir. Cazar y pescar eran actividades matutinas y necesitaba dormir.

Encendió el mechero y lo acercó a la cazoleta de la pipa. Dos caladas: tenía esa regla. Solo dos.

Entonces dudó. Sintió un recuerdo como una punzada. Algo la reconcomía, le advertía de que había visto algo importante y no se había dado cuenta.

Astrid frunció el ceño y recorrió mentalmente sus acciones. Dejó la maría y el libro a un lado y se dirigió otra vez a la despensa oculta. Levantó la nevera. Estaba demasiado oscuro para ver en el agujero, así que decidió gastar unos pocos segundos de preciadas pilas y encendió una linterna pequeña.

Se arrodilló y sí, ahí estaba. Tres cuartas partes del agujero eran de tierra, y una cuarta era la barrera. Nada se pegaba nunca a la barrera, nada. Y, sin embargo, unos terrones pequeños habían hecho precisamente eso.

Astrid sacó el cuchillo y dio unos golpecitos en la tierra, que se desprendió.

¿Se lo estaba imaginando? La barrera parecía distinta en el agujero. Ya no parecía brillar débilmente. Era más oscura. La ilusión translúcida había desaparecido. Ahora parecía opaca. Negra.

Astrid pasó el extremo puntiagudo del cuchillo por la barrera, por encima del agujero hasta abajo.

Era un cambio sutil, casi imperceptible. Pero la punta del cuchillo se deslizó sin oponer resistencia hasta que alcanzó la parte más oscura, y ahí la punta se detuvo. Un poco. No mucho. Solo como si hubiera pasado de cristal pulido a acero bruñido.

Astrid apagó la linterna y soltó una respiración honda y trémula.

La barrera estaba cambiando.

Cerró los ojos y se quedó allí un instante largo, balanceándose levemente.

Volvió a colocar la nevera en el agujero. Tendría que esperar al amanecer para ver más. Pero ya sabía lo que había visto. El comienzo del juego. Y aún no sabía de qué iba ese juego.

Astrid encendió la pipa, aspiró hondo, y luego, al cabo de unos minutos, otra vez. Sintió que sus emociones se volvían confusas e indistintas. La culpa se desvanecía. Y al cabo de media hora el sueño la atrajo hacia la tienda, donde se arrastró hasta el saco de dormir y se quedó echada con los brazos enroscados en torno a la escopeta.

Astrid se rio. Así que no tendría que ir al infierno. Porque el infierno se estaba acercando a ella.

Cuando llegara la noche final, el demonio Drake la encontraría.

Y Astrid echaría a correr. Pero nunca lo bastante rápido.