LA ENFERMERA CONNIE Temple estaba actualizando su diario en su pequeño portátil, y al instante siguiente había desaparecido.
Así.
Desaparecida.
Sin hacer puf. Sin destellos. Sin explosiones.
Connie Temple había ido a parar a la playa. Boca arriba. Estaba sentada cuando ocurrió, y de repente cayó sentada en la arena y de espaldas, con las rodillas levantadas.
A su alrededor yacían otros. Gente a la que no conocía. Y otros a los que sí reconocía de la ciudad.
Algunos estaban de pie, otros sentados, algunos seguían sentados como si continuaran al volante. Algunos iban vestidos con prendas deportivas y parecían haber llegado a la playa por la carretera, corriendo.
Un hombre a quien Connie reconoció porque era profesor en la escuela de Sam estaba de pie, parpadeando, con la mano levantada, como si hubiera estado escribiendo algo en la pizarra.
Connie se incorporó despacio, aturdida, sin acabar de creerse que aquello fuera real. Se preguntaba si le había dado un ataque. Se preguntaba si se trataba de una alucinación. Se preguntaba si era el fin del mundo. O el final de su vida.
Y entonces la vio: una pared lisa, gris, sin ninguna característica destacada. Era increíblemente elevada y parecía curvarse hacia arriba.
Se extendía hasta el océano. Interrumpía la carretera. Cortaba Clifftop, un hotel pijo, por la mitad. Se extendía hacia el interior, donde ya no alcanzaba la vista, cortando todo lo que encontraba a su paso.
Pasó un tiempo hasta que descubrieron que se trataba de una esfera de más de treinta kilómetros de diámetro. Enseguida empezaron a aparecer vistas aéreas por todo internet.
Pasó un tiempo, tras días de no creérselo y de negarlo, hasta que el mundo aceptó que no se había transportado a los niños. Todas las personas menores de quince años habían desaparecido.
No había muerto ningún adulto de la población de Perdido Beach, California, ni de parte del área circundante, aunque algunos habían resultado heridos cuando se encontraron de repente en el desierto, en el agua, cayendo colina abajo. Una mujer se encontró de pronto en casa de otra persona. Otro hombre apareció mojado, en bañador, en mitad de la carretera, y los coches tuvieron que dar volantazos para no atropellarlo.
Pero al final solo hubo una muerte: la de un vendedor de San Luis Obispo que se dirigía a hablar sobre un seguro con una pareja de Perdido Beach. No había visto la barrera que atravesaba la carretera en el Parque Nacional Stefano Rey, y su Hyundai chocó a más de cien kilómetros por hora.
Connie ya no se acordaba de su nombre.
Muchos nombres habían entrado y salido de su vida desde entonces.
Con esfuerzo, la mujer se obligó a dejar de recordar aquel día. El coronel Matteu estaba diciendo algo importante.
—La firma energética ha cambiado.
—¿La qué?
Connie Temple miró a Abana Baidoo. Se habían hecho buenas amigas durante esos meses largos y terribles. Abana solía entender mejor los detalles científicos que Connie. Pero en ese momento se limitó a encogerse de hombros.
George Zellicoe, que había sido el tercer portavoz de las familias, hacía tiempo que había desconectado. Aún asistía a las reuniones, pero había enmudecido. Tanto Connie como Abana habían intentado comunicarse con él, pero ahora estaba perdido. La depresión se había apoderado de George, y quedaba muy poco del hombre enérgico y dogmático que había sido en otro tiempo.
—La firma energética —repitió el coronel Matteu—. Lo que hemos empezado a denominar la onda J.
—Y eso ¿qué significa exactamente? —preguntó Connie.
El coronel no se parecía mucho a un coronel. Llevaba el uniforme perfectamente planchado del ejército, claro, y el pelo pulcramente recortado, pero tendía a hundirse dentro del uniforme. Daba la impresión de que o bien le iba una talla grande o se había encogido desde que lo compró.
Era el tercer oficial asignado para dirigir las fuerzas de la Pecera, de la Burbuja de Perdido Beach. Era el primero capaz de contestar sinceramente una pregunta sencilla.
—Pues no lo sabemos. Lo único que sabemos es que desde el comienzo hemos captado una firma energética que iba solo en un sentido. Y ahora está cambiando.
—Pero no sabe lo que quiere decir —intervino Abana.
Tenía una manera de hablar con la que parecía cuestionarse, incrédula, cada pregunta.
—No, señora. No lo sabemos.
Connie notó que el coronel enfatizaba levemente la palabra «sabemos».
—Y ¿qué sospechan? —preguntó Connie.
El coronel suspiró.
—Antes de continuar debo recordar que ya hemos pasado por una docena, un centenar, de teorías distintas. Y ninguna ha resultado acertada hasta ahora. Teníamos unas teorías cuando las gemelas aparecieron sanas y salvas. Y, entonces, cuando Francis…
Nadie necesitaba que le recordaran lo de Francis. Lo que salió de Francis fue un horror captado por la cámara en directo, y reproducido una y otra vez para un mundo enfermo. Setenta millones de reproducciones en YouTube.
Poco después apareció Mary, lo cual gracias a Dios no se grabó. La encontraron y se llevaron lo que quedaba de la chica a unas instalaciones donde la mantenían con vida. Si es que a eso se lo podía llamar vida.
De repente, el aire acondicionado se encendió. Tendía a hacer calor en los tráileres, incluso en días frescos como aquel en que soplaba la brisa del océano.
—Ahora ya sabemos que no debemos creernos todo lo que oímos —afirmó Abana, mordaz.
El coronel asintió.
—Creen que podría haber un… un ablandamiento, lo llaman. —Levantó la mano e interrumpió la reacción inmediata—. No, siguen sin poder penetrar en la barrera. Pero antes, cuando intentaban bombardear partes de la barrera con rayos X o gamma, la barrera hacía de espejo perfecto, hacía rebotar un cien por cien de la energía que la alcanzaba.
—¿Y eso ha cambiado?
—El último test ha mostrado una refracción del 98,4 por ciento. No parece mucho. Y puede que no signifique nada. Pero ha sido del cien por cien desde el primer día, y todos los días desde entonces. Y ahora no lo es.
—Se está debilitando —dijo Abana.
—Puede.
Los tres, Connie, Abana y George (que eran los padres de Sam, Dahra y E. Z., respectivamente) salieron del tráiler. El campamento de la Guardia Nacional californiana, que tenía el nombre grandilocuente de Camp Camino Real, se encontraba en el lado interior de la carretera, en un tramo vacío que quedaba a tan solo cuatrocientos metros del límite sur de la Pecera. Habían desplegado dos docenas de tráileres y cabañas, distribuidos con precisión militar. Y se estaban construyendo edificaciones más permanentes, como un cuartel, un parque automovilístico y un edificio de mantenimiento.
Cuando instalaron Camp Camino Real, estaba solo en las encantadoras alturas azotadas por el viento que quedaban por encima de la playa. Pero desde entonces habían terminado el Courtyard de Marriott, así como el Carl’s Jr. Del Taco había vendido su primer burrito hacía pocos días, y el Holiday Inn Express había abierto un ala mientras continuaba la construcción del resto.
Solo quedaban dos camiones con conexión vía satélite aparcados a un lado de la carretera. Pero ya no conectaban en directo prácticamente nunca: el país y el mundo habían perdido el interés, aunque todavía unos dos mil turistas hacían el recorrido cada día desde la carretera principal hasta el mirador, y aparcaban ocupando más de un kilómetro y medio.
Y un puñado de vendedores de souvenirs aún se ganaba la vida con puestos entoldados.
George se subió a su coche y se marchó sin decir palabra. Connie y Abana vivían allí ahora, compartían una Winnebago que disponía de una plaza privilegiada de aparcamiento con vistas al Pacífico. Tenían una buena barbacoa de gas que les había cedido Home Depot, y cada viernes por la noche cocinaban hamburguesas o costillas con la gente de los medios de comunicación o con los guardias, soldados o policías que estuvieran por allí fuera de servicio.
Las dos mujeres atravesaron la carretera desde el campamento y se sentaron en sillas plegables orientadas hacia el océano. Connie hizo café y pasó una taza a Abana.
—¿Organizamos una teleconferencia? —preguntó Abana.
Connie suspiró.
—Las familias querrán saberlo.
«Las familias». Ese el término que habían escogido los medios de comunicación. Al principio los llamaban «los supervivientes». Pero eso implicaba que los demás, los niños, habían muerto. Ya desde el comienzo, los padres y madres, los hermanos y hermanas, se habían negado a aceptar esa idea.
En el mar, un cúter surcaba las olas suaves, vigilando el perímetro acuático de la anomalía. Enloquecida por el dolor, una familia había colocado un cargamento de explosivos sobre la cúpula unos meses atrás. La explosión resultante no había tenido ningún efecto, claro.
—Estaba empezando a… —comenzó a decir Connie.
Abana esperó y sorbió el café.
—Estaba empezando a pensar que necesitaba volver a dedicarme a otras cosas, ¿sabes? Como que igual había llegado la hora de pasar a otras cosas.
Su amiga asintió.
—Y ahora esto… Este ablandamiento. Este cambio del 1,6 por ciento.
—Y ahora, y ahora, y ahora —dijo Connie agotada—. La esperanza es cruel.
—Un tipo, un físico de Stanford, dice que si alguna vez baja la barrera podría ser catastrófico.
—No ha sido el primero en decirlo.
—Sí, bueno, igual no. Pero es el primero que tiene un premio Nobel. Cree que la barrera es una especie de capa protectora que cubre una esfera de antimateria. Le preocupa que pudiera desencadenar una explosión tan fuerte como para aniquilar la mitad occidental de Estados Unidos.
Connie soltó un bufido desdeñoso.
—Teoría número ocho mil setecientos cuarenta y dos.
—Sí —Abana le dio la razón. Pero parecía preocupada.
—Eso no va a ocurrir —afirmó Connie—. Porque lo que va a ocurrir es que la barrera bajará. Y mi hijo Sam y tu hija Dahra van a venir caminando por esa carretera…
Abana sonrió y concluyó la broma gastada que compartían:
—… y pasarán de largo por nuestro lado para ir a Carl’s, a buscar una hamburguesa.
Connie le cogió la mano.
—Así es. Eso es lo que va a pasar. Dirán: «Oye, mamá, nos vemos luego: voy a por una hamburguesa».
Se quedaron calladas durante un rato. Ambas mujeres cerraron los ojos y elevaron los rostros hacia el sol.
—Si hubiéramos recibido alguna advertencia… —se lamentó Abana.
Lo había dicho antes: lamentaba haber discutido con su hija la mañana antes de lo sucedido.
Y, como de costumbre, Connie tenía la respuesta en la punta de la lengua: yo sí la recibí.
Yo sí la recibí.
Pero aquella vez, como todas, Connie Temple no dijo nada.