SU HABITACIÓN estaba decorada de IKEA. Tenían una cama queen, dos mesillas, dos tocadores y muchas lámparas.
A Sam seguía sin gustarle la oscuridad. Pero ya no la temía.
Tenían un televisor, dos portátiles, conexión rápida a internet y dos iPhones. Por la ventana entraba el ruido del tráfico.
Había mucha comida en la nevera y en los armarios, y el baño estaba bien provisto de medicamentos, suficientes para abastecer una clínica pequeña. Por si acaso.
Yacían juntos bajo sábanas y mantas limpias tras darse una ducha larga y caliente. Antes habían ido a un restaurante tailandés con Diana. Ninguno de ellos estaba muy familiarizado con la comida tailandesa, pero ahora andaban camino de convertirse en gourmets de por vida.
La comida. Qué belleza. Los tres habían ido a un Ben & Jerry’s y habían terminado llorando como idiotas con todo aquel helado.
Sam aún no se lo había contado todo a Astrid. Se había guardado lo último que le había contado su madre, porque primero necesitaba entenderlo. Pero por mucho que le diera vueltas, que se lo planteara en uno u otro sentido, aún no lo aceptaba.
—Te quiero, Astrid —dijo él.
—Sí. Ya estoy en la cama contigo. No me tienes que camelar…
La chica le puso una mano fría sobre el pecho y sonrió.
—La gayáfaga —dijo Sam.
Astrid apartó la mano.
—¿Por qué estamos hablando de eso?
—Porque mi madre… —suspiró el chico.
—Ah.
Astrid se incorporó, dejándole un poco de espacio.
—Te he explicado por qué dio a Caine en adopción. Le parecía que había algo malo en él. Se sentía culpable y creía que era casi como un castigo para ella. Lo dio en adopción a una pareja, que, por desgracia, también notó que había algo malo en él. O igual solo eran idiotas, no lo sé. Fuera como fuese, mi madre me contó que cuando sus padres adoptivos lo visitaban en Coates, no había muchas señales de afecto.
—Eso no me sorprende… —comentó Astrid, con cautela.
—Fuera como fuese, te dije que me reconoció que había tenido una aventura. Pero no te lo conté todo. Le pregunté. Era una tontería, pero tenía que saberlo. ¿Mi padre era mi padre? ¿Quién era el hombre que murió aquel día en la central nuclear?
—Pensé que igual se lo preguntabas. He esperado a que me lo contaras. Cuando estuvieras preparado.
—Deja de pensar que siempre estás un paso por delante de mí.
—Sam, acepta que siempre estoy un paso por delante de ti.
El chico extendió un brazo alrededor de ella y volvió a estrecharla.
—Así que, según mi madre, uno de nosotros, Caine, era la viva imagen del hombre que murió cuando impactó el meteorito. El hombre que pensaba que era mi padre. El hombre cuyo ADN fue absorbido y pasó a formar parte de la gayáfaga.
—Esa fue la conexión —asintió Astrid—. Por eso tu madre empezó a sentir que había algo malvado en Caine. Era la gayáfaga.
—Pero no fue tan sencillo —continuó Sam—. Mi madre fue a trabajar a Coates en cuanto se dio cuenta de que Caine estaba allí, tan cerca de Perdido Beach. Era enfermera, así que pudo sacar una muestra de sangre, y compararnos genéticamente.
—Ay, Dios mío —susurró Astrid.
Un paso por delante.
Sam suspiró.
—Resulta que, pese a tener una aventura, Caine y yo sí éramos gemelos. El ADN humano que se convirtió en parte de la gayáfaga no era solo del padre de Caine. Era de nuestro padre.
—Tuyo y de Caine.
Astrid soltó aire.
—Mi madre sintió la conexión de Caine con la gayáfaga. Pero no la mía. Teníamos la misma conexión. El mismo ADN. Sin embargo, Caine se crio sin… ya sabes, sin…
—Sin amor —terminó de decir Astrid—. Toda la vida.
—Pero al final no —añadió Sam—. Al final lo encontró.
Astrid volvió a colocar la mano sobre su pecho, y se le acercó aún más para besarle el cuello.
—Ha terminado, Sam. Por fin.
—Sí —dijo el chico—. Creo que sí.
—Apaga la luz, Sam.
Sam extendió la mano hacia el interruptor y apagó la luz.