HABÍA POLICÍAS fuera de la habitación del hospital donde estaba Sam. Entraban a veces para asegurarse de que no había desaparecido. En general eran bastante agradables. Y los controles cada vez eran menos frecuentes.
Ni la policía ni los abogados podían hablar con Sam sin su madre o un abogado presente. Connie Temple también aparecía en televisión con bastante frecuencia, hablando del recién formado Fondo de Defensa Legal de la ERA. Así que Sam disponía de mucho tiempo cuando no lo estaba interrogando la policía, los abogados o su madre.
Pasaba esas horas libres intentando no pensar demasiado, y sin embargo lo hacía. Había un tsunami de recuerdos deseando ahogarlo.
El vídeo de las horas finales de la ERA había modificado en gran medida la actitud de la gente respecto a los supervivientes. Habían visto arder la cúpula entera debido al fuego. Había vídeos, muchos, de Gaya. Habían confirmado que la adolescente asesina que habían visto al final era la misma persona que de niña había arrancado un brazo a un hombre, y se lo había comido.
Los vídeos de una chica asesina utilizando láseres para matar a niños —y a tres adultos de fuera— habían hecho que la gente se preguntara si los chavales de la ERA no se merecían que los dejaran un poco en paz.
Pero los fiscales no querían eso. Querían arrestos y juicios, y tenían un objetivo prioritario por encima de todos los demás.
En ese momento, su objetivo estaba comiendo tacos que su madre le había traído pese a que el hospital prohibía traer comida de fuera.
—Ay, Dios mío, qué bueno que está esto —comentó Sam cuando la ternera jugosa y la lechuga crujiente chorrearon por la bandeja que tenía en el regazo.
—¿Aún no te has cansado de comer? —le preguntó Connie.
—Nunca me cansaré de comer. Voy a comer hasta que me ponga enorme. Comida, agua caliente, sábanas limpias. Al menos todo eso me lo darán en la cárcel.
Connie se levantó de golpe de la silla, enfadada.
—Sam, no hables así.
El chico mordió un segundo taco. Esta vez de pollo.
—Mmmm. Quieren encerrar a alguien. Necesitan un cabeza de turco, y soy yo.
—No me tomas en serio. Te estoy tratando como un adulto.
Sam dejó el taco en la bandeja.
—¿Ah, sí? ¿Me estás tratando como un adulto? Vale, pues tengamos una conversación adulta, mamá. Dime cómo es que tenía un hermano, pero olvidaste mencionarlo. Dime cómo puede ser. Pasaron un montón de cosas malas por ese motivo.
—No es algo que…
—Dio su vida. Tu hijo. Y está muerto. Ya has visto el vídeo.
—Sí, y me siento fatal…
—No me entiendas mal: era mala persona. Tu hijo Caine era un tipo muy malo. ¿Quieres un asesino? Pues… —Sam se contuvo—. Al final se entregó al pequeño Pete. Recibió el golpe. Eso es expiación, supongo. Redención. Como se llame.
—Entonces díselo a los fiscales. Diles que fue Caine. Hay muchos chavales ahí fuera hablando, que le echan la culpa a Caine.
Sam apartó la comida, furioso, y descolgó las piernas por un lado de la cama. Su madre se acercó para ayudarlo, pero él hizo un gesto de rechazo.
—No, no lo hagas. Estoy bien.
Sam se levantó. Al menos tenía las piernas bien. No le quedaban más que las quemaduras de la cadena al rojo vivo. Tardaban tanto en curarse al no tener a Lana… Tenía la mitad del cuerpo cubierto de vendajes, sujetos con cinchas.
—Quiero ver a Astrid —exigió el chico.
—Sabes que no te dejan hablar con nadie, Sam.
—En cuanto esté mejor. No nos separarán.
—Sam, tienes cosas más importantes que hacer que preocuparte de tu novia.
Sam se volvió hacia su madre, y reprimió la ira que se estaba acumulando en su interior.
—¿Mi novia? ¿Como si fuera alguien a quien veo a veces? ¿Una chica con la que fui a ver una peli?
—No quería decir…
—Dime. Dime por qué.
Connie miró a su alrededor, detectó la jarra de agua y llenó una taza con manos temblorosas.
—Esto no me va a hacer quedar muy bien…
Sam no dijo nada. Había esperado tanto para averiguarlo… Desde que se sorprendió al descubrir que Caine y él eran hermanos. Gemelos bivitelinos, nacidos con escasos minutos de diferencia.
—Hubo… Hubieron… —Connie tomó un sorbo y negó con la cabeza levemente, tratando de reunir el coraje que necesitaba, sin querer mirar a su hijo—. Yo estaba casada, y no era fiel.
Sam parpadeó.
—Caine y yo nacimos a la vez.
—Sí, sí. Tenía un marido que trabajaba en la central nuclear. Era un hombre muy inteligente. Y muy… guapo, bueno, decente. Pero yo era joven, y no muy lista para esas cosas… Tuve una aventura con un hombre muy distinto. Era fascinante. Era… perdóname… sexy.
Sam se estremeció. No quería ver las imágenes que sugerían esa conversación. Ya estaba reprimiendo suficientes cosas, no necesitaba más.
—Así que estaba mi marido, y el otro hombre. Y cuando me di cuenta de que estaba embarazada, también me di cuenta de que cualquiera de los dos podía ser tu padre, o el padre de David.
—¿David?
—Caine. Sus padres adoptivos lo llamaron Caine. Para mí era David. Cuando tu… cuando mi marido murió… cuando murió en…
—Mamá, ¿murió en la central nuclear?
Ella asintió.
—Del impacto del meteorito.
Sam la observó. Connie intentó mirarlo a los ojos, pero decidió beber un poco más de agua. Sam dudó. ¿Quería saberlo? ¿De qué serviría?
—¿Por qué diste a Caine? A David. Como lo llamaras…
—Puede que fuera depresión posparto. Quiero decir, yo pensaba que no, pero quizá lo era. Un estado como de delirio…
Sam esperó.
—Era malvado. O eso me parecía. Era un bebé precioso. Pero yo… notaba algo… una conexión con una oscuridad terrible. Me asustaba. Tenía miedo de hacerle daño.
—Fue tu marido quien murió por el impacto del meteorito —señaló Sam, con cuidado de no usar la palabra «padre»—. El hombre al que yo consideraba mi padre.
—Sí.
Quedaba una pregunta pendiente.
—Dime una cosa —pidió Sam, mirando detrás de ella, hacia la ventana donde brillaba el sol del sur de California—. Caine y yo no nos parecíamos mucho. Uno de nosotros debía de parecerse más a tu marido. Y el otro al otro hombre.
Connie Temple tragó saliva. A Sam le pareció extrañamente joven y vulnerable. Casi la veía como una madre adolescente.
—David… Caine… era la viva imagen de mi marido.
—Vale —dijo Sam, abatido.
—Pero no es tan sencillo… —añadió Connie.
Fue por pura casualidad que Edilio Escobar vio en televisión el reportaje sobre un chico que habían encontrado vagando por el bosque quemado de la ERA.
Estaba comiendo. Se había dedicado a comer más o menos sin parar, porque no podía concentrarse en nada más, no podía pensar en el futuro, ni siquiera en el mañana. No podía hablar con sus padres. Su madre se limitaba a llorar mucho, y su padre, en fin, su padre no quería saber qué había ocurrido. Tenía que trabajar. No estaba preparado para oír las historias de la vida de su hijo.
La verdad era que, por mucho que lo quisieran y lo hubieran recibido con cariño, era un lastre para ellos. Era un gran dedo de neón que apuntaba hacia una familia de trabajadores indocumentados.
Vivían en un tráiler en Atascadero. Demasiados cuerpos en un espacio demasiado pequeño. El tráiler estaba limpio, pero también era una caja de acero caliente demasiado llena, rodeada de otras cajitas calientes demasiado llenas, muchas de las cuales estaban repletas de gente a la que no le interesaba que Edilio llamara la atención.
El chico tendría que pensar qué iba a hacer. Pero estaba exhausto. Hasta la médula, completamente exhausto.
Su madre no dejaba de ponerle delante frijoles, arroz y limonada.
«Algún día, Edilio —se decía a sí mismo—, te cansarás de los frijoles, el arroz y la limonada. Pero de momento no».
Miró la mesa estrecha, vio a su madre en los fogones, y a continuación miró por encima de ella, donde estaba su rifle automático, encajado sobre los armarios.
Lleno de comida, y vacío al mismo tiempo. Así se sentía. Se preguntaba si podría vender el arma. Tenía que valer un centenar de pavos por lo menos. Quizás así podría ayudar con la economía familiar.
No había hablado a su madre de sí mismo, de su persona. Le había contado historias muy sencillas. Había respondido a las preguntas en general tontas de amigos y vecinos. Era educado, pero no se ofrecía a contar mucho. Ni les discutía cuando se les ocurrían teorías alocadas. Tarde o temprano acabaría saliendo todo.
Pero no había salido del armario. Una cosa era ser gay en la ERA, donde la gente tenía preocupaciones más importantes que quién le gustaba a quién. Pero otra cosa era contárselo a su familia. Y aún le costaría más ser abiertamente gay en la cultura desconocida y machista de Honduras.
La migra podía venir en cualquier momento. A muchas personas no les gustaba que Edilio fuera una especie de héroe del pueblo. En muchas entrevistas con supervivientes habían señalado que era el líder de la ERA. Resultaba llamativo.
—Ya no puedo comer más —dijo el chico, apartando el plato.
—¿Quieres salir a jugar? —le preguntó su madre en español.
Intentaba hablar inglés con él, pero siempre acababa hablando como se sentía más cómoda.
Salir a jugar.
Edilio sonrió a su pesar. Como si tuviera seis años.
—No, mamá, veré lo que hay en la tele…
Y entonces levantó la vista y vio el vídeo.
En el vídeo se veía un helicóptero aterrizando en un claro del bosque carbonizado. Había un hombre joven corriendo, hasta que lo agarraron los de la ambulancia. Se resistió hasta que se vino abajo, y unas manos amables lo condujeron hasta la portezuela del helicóptero.
No había audio: la tele estaba sin sonido.
El corazón de Edilio dejó de latir un instante cuando vio la figura asustada. El vídeo se movía y estaba mal enfocado. El rostro del chico no estaba claro. Pero Edilio sabía quién era.
El chyron al final de la pantalla indicaba que habían llevado al superviviente sin identificar a un hospital al sur de San Luis Obispo.
—Tengo que ir —anunció Edilio.
—¿A San Luis, por qué?
Edilio suspiró. Pasó varios minutos sin poder hablar. Le parecía que el corazón se le había agrandado diez veces. Se había rendido. Una voz en la mente le reñía: «¿Por qué te rendiste, Edilio? Después de lo que ha pasado, ¿es que no has aprendido que no hay que rendirse?».
Cogió una servilleta de papel y la apretó contra los ojos. Ya no se sentía como si fuera a darle un ataque al corazón. Más bien le parecía que le iba a dar un ataque de risa incontrolable.
—Mamá, siéntate, ¿vale? Tengo algo importante que contarte.
Connie se marchó tras responder a todo lo que el chico le había pedido que le contestara. No era lo que quería saber, pero eso era lo que pasaba cuando obtenías respuestas.
Sam se sentó en la cama del hospital exhausto y perdido.
Quería hablar con Astrid. Necesitaba hablar con ella. Pero ¿qué podía hacer? Interceptaban sus llamadas y…
—¿De verdad, Sam? —exigió a la habitación vacía—. ¿Eso es lo único que te detiene ahora?
El hospital era el edificio más antiguo del campus enorme e impotente de la Universidad del Sur de California, pero aún tenía ventanas que podían abrirse para que entrara aire fresco.
Una ventana abierta. Sábanas. Sam sacó la cabeza y miró hacia abajo. Estaba en el duodécimo piso, pero solo dos pisos por encima del tejado de un ala del hospital.
Se metió en el baño diminuto y se quitó la mayor parte de los vendajes. Le dolió. No estaba curado. Y lo que tenía previsto hacer a continuación aún le dolería más. Pero probablemente las costras solo supurarían un poco. Eso no era nada. «Recuerda cuando… No, Sam —se dijo a sí mismo—. No recuerdes cuando…».
Se vistió con ropa de calle, ató rápidamente las sábanas formando una lazada, deslizó la sábana atada por una tubería cerca de la ventana, y sin pararse a pensar mucho en lo que hacía, salió de un salto y se deslizó por la sábana.
Tiró de la sábana en cuanto hubo bajado, y a continuación se inclinó y dejó que el dolor disminuyera. Sip. Le había dolido, desde luego.
Había dejado una nota en la cama que decía: «¡Puf!». Esperaba que a los policías les resultara divertida.
Desde el tejado del ala secundaria del hospital podía ir caminando hasta las ventanas del edificio principal. Vio pacientes dentro. Uno de ellos, un hombre viejo, lo saludó. Sam le devolvió el saludo. Una mujer se lo quedó mirando sin más. Sam sonrió.
El chico encontró una ventana abierta. Era el despacho de un médico. Se deslizó en su interior e hizo inventario rápidamente. En el armario había un traje colgado. Sin cartera ni dinero, por desgracia. Qué frustrante. No se podía hacer gran cosa ahí fuera sin dinero.
Había un ordenador. Tenía contraseña, pero la contraseña resultó ser «contraseña».
—La gente no se ha vuelto más lista en mi ausencia —comentó el chico, riéndose.
Ahora la pregunta era: ¿Quién le ayudaría? ¿Y qué número encontraría? Solo recordaba un número de los viejos tiempos. ¿Qué probabilidades había de que Quinn tuviera teléfono? ¿O de que fuera el mismo número?
Abrió una aplicación de mensajería.
«Soy Sam, necesito ayuda».
A continuación siguió registrando la oficina mientras esperaba. Se imaginaba que no se podría entregar el mensaje. Encontró cinco dólares en un cajón de trastos que había en la mesa del médico. ¡Bien! El médico ni se daría cuenta.
Entonces oyó un aviso. ¡Una respuesta!
«¿Sam? ¿Sam T.?».
«Hola, pescador —escribió Sam—. Quiero pirarme del hospital».
La respuesta llegó enseguida.
«Obviamente para surfear».
Sam se rio. Uau. ¡Cómo le gustaría ir a surfear en ese momento!
Antes de que pudiera contestar, le llegó otro mensaje.
«Voy para allá, Q.».
Quinn no tenía coche y era demasiado joven para conducir. Pero tenía una madre a quien ya había relatado cómo había sido la vida en la ERA.
—¿Es el mismo Sam? —preguntó su madre—. ¿Nuestro Sam? ¿Tú Sam?
—Mi Sam —dijo Quinn.
—Entra en el coche.
Quinn la besó espontáneamente al oírle decir eso. Había una hora de trayecto en coche hasta el hospital. La familia Gaither se había mudado a Santa Monica, donde su padre tenía un trabajo mejor que antes. De hecho, para asombro de Quinn, vivían a solo diez manzanas del muelle de Santa Monica.
Sam les había indicado que entraran por la estructura del aparcamiento, pero no por la más próxima al hospital, donde los registrarían. Por eso los había enviado a un aparcamiento adjunto a un edificio distinto del campus.
Así que, tal y como les había dicho, condujeron hasta la esquina sudeste del tercer piso e hicieron sonar el claxon, solo un par de veces.
Sam salió de detrás de un coche aparcado y se deslizó hasta el asiento trasero, detrás de Quinn.
—Tío —saludó Quinn.
—Gracias, señora Gaither —dijo Sam—. Creo que todavía no se han dado cuenta de que me he ido. O puede que sí, así que voy a agacharme detrás del asiento.
—No te preocupes por eso —lo tranquilizó la señora Gaither—. Este campus es muy abierto. Te sacaremos de aquí.
Condujeron durante media hora hasta que, por fin, Sam levantó la cabeza con cuidado. Quinn le arrojó un gorro.
—Póntelo.
Se encontraban en una autopista repleta de coches, en plan frena y avanza, dirigiéndose hacia el norte. Hacia Santa Barbara. Hacia Astrid.
La señora Gaither puso la radio, la NPR, y naturalmente Quinn se puso a toquetear para cambiarla por una emisora musical. Pero reaccionó un poco tarde, y cuando oyó lo que estaban diciendo, la mano se le quedó paralizada.
Era una rueda de prensa. La voz que hablaba era tranquila, segura de sí misma, se notaba que era inteligente, y la conocían muy bien.
—Me llamo Astrid Ellison. A-S-T-R-I-D E-L-L-I-S-O-N, con dos eles.
—Y la mayoría me conoce… —El que hablaba ahora era Todd Chance—. Y conoce a mi esposa, Jennifer Brattle.
Astrid estaba sentada entre ellos. Entre los miembros de una de las parejas más famosas del mundo, conocida a veces como Toddlifer. Ambos eran guapos, sobre todo —desde el punto de vista de Astrid—, Todd Chance. Unos quince años demasiado mayor para ella —de acuerdo, veinte años—, pero aun así era un hombre tremendamente guapo.
Y Jennifer era mona, a su manera.
Fue Jennifer quien habló a continuación.
—Como todos saben, nuestra propiedad, la isla de San Francisco de Sales donde teníamos nuestro hogar, formaba parte de la ERA. Afortunadamente todos nuestros hijos están vivos y ahora se encuentran en nuestra casa de Malibú.
»Ayer volvimos a la isla y descubrimos que había estado ocupada durante el tiempo que estuvimos… fuera —y así parecieron terminar los comentarios que se había preparado, porque miró a Todd suplicante.
—La casa está bien. Bueno, un poco desordenada. Y nuestro yate, en fin… —Todd se mesó la melena rubia—. Pero no se trata de eso. Hemos venido a hablar de lo que nos encontramos. Quiero decir, de las dos cartas que dejaron en un escritorio de nuestra habitación.
Había ocho cámaras de televisión en el salón demasiado dorado del hotel donde tenía lugar la rueda de prensa. Y micrófonos instalados delante de Todd, Astrid y Jennifer.
Astrid aún llevaba unos cuantos vendajes. Y una camiseta de algodón increíblemente limpia, y vaqueros y zapatos completamente intactos. Zapatos que no había robado de la casa de algún extraño. Zapatos poco prácticos con los que no se podía correr fácilmente.
«Estos zapatos no son para huir», se había dado cuenta al ponérselos.
—Una de las cartas estaba dirigida a Diana Ladris, otra superviviente —continuó Todd—. Se la hemos entregado. Es privada. Pero la otra iba dirigida a nosotros, a Jennifer y a mí, lo cual obviamente nos sorprendió. Es… bueno, la verdad, dejaremos que Astrid la lea. Ella conocía al chico que la escribió.
«Claro que lo conocía —pensó Astrid—. Y quería que se muriera». Y ahora esto. La ERA no dejaba de enseñarle cosas.
Astrid cogió la fotocopia de la carta, que originariamente estaba escrita a mano.
Queridos señor Chance y señora Brattle:
Siento el caos. Una cama genial. Me ha encantado. De hecho, me ha encantado la casa entera. La verdad es que intenté matar a sus hijos cuando me los encontré en ella. Ja, qué gracia. Bueno, igual no, ja, ja.
Astrid oyó una risa nerviosa procedente de los reporteros, o puede que viniera del personal del hotel, que rondaba los márgenes de la sala intentando ver a la realeza de Hollywood.
En cualquier caso, fallé y se fueron. No sé qué le pasará a Sanjit y a ese estirado de Choo y a los demás, pero sea lo que sea, no depende de mí. Sin embargo…
Astrid hizo una pausa dramática.
Sin embargo, las otras cosas que han pasado son culpa mía. Mía, de Caine Soren. Probablemente oirán muchas locuras de los chavales. Pero lo que no saben es que todo ha sido culpa mía. Mía, mía, mía. Miren, tenía un poder del que nunca hablé a nadie. Tenía el poder de hacer que la gente hiciera cosas malas. Crímenes y cosas así. Sobre todo con Diana, que nunca hizo nada malo por sí misma, por voluntad propia, quiero decir. A ella —y a los demás— los controlaba yo. La responsabilidad es mía. Confieso. Llévenme, agentes.
De repente Astrid sintió un nudo en la garganta, aunque ya había leído la carta varias veces, y sabía lo que decía. Maldito hijo de… Y ahora esto.
La redención. No era mala idea.
Bueno, la redención parcial.
—La firma Caine Soren, y debajo pone «rey de la ERA».
Era una confesión completa. Una mentira: una mentira descarada y no muy convincente. Pero bastaría para dificultar mucho las acusaciones. El papel de Caine en la ERA, y el hecho de que habían existido poderes extraños en ese espacio, eran ampliamente conocidos y aceptados.
Claro que Caine había disfrutado escribiendo esa carta. Era su penúltima acción controladora. Los manipulaba más allá de la tumba.
—Ahora —interrumpió Jennifer el silencio extenso—, queremos comentar el acuerdo que acabamos de firmar con Astrid para escribir un libro y luego hacer una película, contando la auténtica historia de la ERA. —Entonces empezó a leer una declaración preparada—: «Astrid Ellison fue una figura central desde el comienzo. Para entonces ya hacía tiempo que se había ganado el apodo de Astrid la genio y…».
Jennifer prosiguió, y luego Todd, y Astrid sonreía cuando lo consideraba apropiado, y adoptaba una expresión humilde cuando lo consideraba apropiado, y sus pensamientos estaban muy lejos, muy lejos de aquella sala y aquellas cámaras.
Ni siquiera se dio cuenta de que las lágrimas le caían por las mejillas hasta que Todd le ofreció un pañuelo de papel.
—Ah —dijo la chica—. Lo siento. Es que… me pasa a veces.
Y entonces levantó la vista, y miró en dirección a alguien que estaba al final de la habitación.
La carta a Diana era muy corta, de unas pocas líneas.
Diana:
Siento haberte hecho daño. Sé que lo hice.
Seguramente en estos momentos esté muerto, y supongo que si hay justicia en la otra vida debo de estar asándome en el infierno.
Pero si es allí donde estoy, quiero que sepas que aún te quiero. Siempre te quise.
Te quiere,
CAINE
Diana leyó la carta una y otra vez. Llorando cada vez. Y riendo cada vez.
Los canales de noticias y los de televisión locales abrieron la emisión con las mismas imágenes. Una joven muy guapa, con el pelo rubio y los ojos azules, alzando la vista, evidentemente conmovida. Abriendo mucho los ojos. Tropezando al empujar la silla hacia atrás y dar la vuelta a la mesa.
Las cámaras temblorosas se volvieron demasiado rápido para seguirla cuando echó a correr hacia el chico al final de la habitación, que se abría paso a empujones entre el agolpamiento de gente para alcanzarla.
Abrieron con el abrazo.
Y con el beso que continuó durante mucho rato.