LO QUE PASÓ DESPUÉS (1)

SE LLEVARON a Sam Temple en helicóptero hasta un hospital de Los Ángeles, donde había especialistas en quemaduras. No le consultaron: se lo encontraron de rodillas, obviamente en estado de shock, con quemaduras por todo el cuerpo. Los servicios de urgencias se encargaron de él.

Se llevaron a Astrid Ellison a un hospital de Santa Barbara, y también a Diana Ladris.

Los demás chavales se repartieron entre media docena de hospitales. Algunos especializados en cirugía, otros en los efectos secundarios del hambre.

Durante la semana siguiente, todos recibieron visitas de psiquiatras en cuanto les trataron las heridas. De muchos psiquiatras. Y cuando no eran psiquiatras, eran agentes del FBI, investigadores de la patrulla de carretera californiana, y abogados procedentes de la oficina del fiscal del distrito.

Parecían estar de acuerdo en que varios de los supervivientes de Perdido, como los llamaban, serían juzgados por delitos que iban de la agresión hasta el asesinato.

El primero de la lista era Sam Temple.

Astrid intentó llamarlo muchas veces desde su habitación del hospital, pero le interceptaron las llamadas. Cada vez que quería telefonearlo, los enfermeros le decían que no, que no podían contactar con él. Que no, que no podían darle ningún mensaje. Que no era culpa suya, que hablara con la oficina del fiscal del distrito.

Astrid sí pudo visitar a Diana, a quien descubrió que estaban tratando en el mismo pasillo, a solo tres puertas de distancia.

Astrid caminaba despacio, con cautela. Tenía el cuerpo rígido a causa de los moretones y de los vendajes que le habían puesto sobre los latigazos. Le habían dado un bastón.

Pero no quería caminar con bastón.

Le habían ofrecido calmantes muy fuertes.

Pero los había rechazado, y solo se había tomado unos cuantos ibuprofenos. Lo último que quería era estar ida, soñando despierta, cuando los loqueros, los polis y la familia la interrogaran sin cesar.

No les había contado a sus padres que había sido la causante de la muerte de su hermano. Solo les había dicho que había muerto muy dignamente.

Astrid había percibido su dolor, pero también que no ocultaban lo bastante su alivio. No tendrían que volver a adaptarse a su hijo autista y descontrolado. Eso era lo que más le había dolido. Pero ¿quién era ella para juzgar?

Encontró la habitación de Diana, que estaba sentada en la cama cambiando ociosamente de canal del televisor atornillado a la pared.

—Tú —dijo Diana, a modo de saludo.

—Sí —dijo Astrid.

—No me lo puedo creer —comentó Diana—. Con el tiempo que ha pasado. Y siguen sin poner nada interesante.

Astrid se rio y se sentó lentamente en una silla.

—¿Sabes eso que dicen de que la comida de hospital es tan mala? Pues hasta ahora no me lo ha parecido.

—Mucho mejor tapioca que rata —señaló Diana.

—Nunca me supo tan mal la rata como la cecina de perro que comimos durante un tiempo. Y eso que Albert la hacía sazonar con sal de apio. Ese fue el momento culinario más bajo para mí.

—Ya, bueno, el mío fue aún más bajo —replicó Diana, como si estuviera enfadada. O puede que enfadada no, puede que dolida.

Astrid le puso una mano sobre el brazo, y Diana no la apartó.

—¿Cómo está Sam? —preguntó Diana.

—No me dejan hablar con él. Pero van a soltarme en un par de días. Lo encontraré.

—¿Y tus padres no intentarán detenerte?

Astrid reflexionó sobre lo que había dicho, y soltó una risa. Diana también se rio.

—Ay Dios mío, que volvemos a tener padres. —Astrid se secó una lágrima—. No somos más que unas crías. Volvemos a ser adolescentes.

Una enfermera asomó la cabeza.

—Señoritas, no son horas de visita, pero ha venido alguien a verlas.

—¿Quién? —preguntó Diana.

La enfermera miró a izquierda y derecha como si temiera que la oyeran.

—Es una joven. Parece muy decidida. De hecho, he estado a punto de llamar a la policía porque me asustaba.

Astrid y Diana intercambiaron una mirada.

—¿Negra o blanca? —preguntó Astrid.

—Pues resulta que es blanca.

—¡Lana! —exclamaron Astrid y Diana al unísono.

—Más vale que la haga entrar —indicó Diana—. Será mejor que no le diga que no. Eso sería… temerario.

—Y ha salvado más vidas que todos los doctores y enfermeras de este hospital juntos —añadió Astrid.

Lana llegó un instante después, extrañamente limpia. Llevaba el pelo cortado, e iba vestida con ropa que no estaba ni manchada ni sucia ni rasgada ni remendada. No llevaba pistola. Ni fumaba.

—Ay, Dios mío —dijo Diana a Astrid—. Lana es una chica.

—Ya, qué risa. Es que me parto —gruñó Lana con su dureza reconocible—. ¿Qué pasa, que solo hay una silla?

—¿A quién has visto? —preguntó Astrid.

—He visto a Dekka. Está con sus viejos. Y me quedaría muy corta si dijera que no está contenta con cómo andan las cosas. Quiere ver a Sam. Todo el mundo quiere ver a Sam. He hablado con Edilio por teléfono. Está escondido. Tiene miedo de que la migra vaya a por él y su familia.

—Edilio está escondido —replicó Astrid—. Edilio tiene que preocuparse porque no lo expulsen del país. Nuestro Edilio…

—Tiene un abogado voluntario…

Pero Astrid no había terminado.

—Deberían hacer estatuas a Edilio. Deberían poner su nombre a las escuelas… pero qué digo, no es un chico. Si eso no es un hombre, entonces no sé lo que es.

Lana asintió. Era evidente que estaba disfrutando, que aprobaba y compartía la indignación de Astrid.

—Y a ti también. —Astrid se dirigió a Lana—. No, no me digas que no.

—Basta —la interrumpió Lana—. Tenía un poder. No me lo inventé yo. Lo utilicé. No fue para tanto.

—Supongo que ya no podrás… —empezó a decir Diana, señalando con la mano los vendajes de Astrid.

Lana negó la cabeza. No estaba triste, sino que se la veía claramente aliviada.

—No. No puedo. Ya no soy la curandera. Soy Lana Arwen Lazar, punto, finito. Una chica de nombre raro. Pensé que igual lo echaría de menos. Pero ¿sabéis qué? Que no. No, ni un poquito. ¿Sabéis qué hago ahora? Comer. Y dormir. Y arrojar palos a Patrick. Y luego vuelvo a empezar. Ese es mi plan, durante el resto de mis días. Comer, dormir, jugar con el perro.

—¿Ya te han agobiado con los loqueros? —preguntó Diana.

—Lo han intentado —respondió Lana con una mueca de desprecio—. No creo que vuelvan pronto.

Las tres se rieron de ese comentario. Pero entonces Diana se puso seria.

—¿Os digo la verdad? No me importa mucho lo de la terapia. Yo… No sé… Es que… Está bien… Para mí, al menos.

Las tres se quedaron calladas. Solo se oían las camillas por el pasillo, un niño llorando en alguna parte, y una voz femenina que se reía coqueta.

Astrid miró a Lana, que ahora estaba apoyada contra la ventana, y a Diana, perdida en sus pensamientos, y recordó que a veces había odiado a Diana. Había dicho a Sam que la matara si fuera necesario. Y Lana no le gustaba porque le parecía que tenía muy mal genio y a veces abusaba de sus privilegios.

Astrid dejó que su mente divagara más allá de esas dos chicas. Pensó en Orc, que había sido el primero en matar en la ERA, el primer asesino. Un borracho despiadado. Pero había muerto convertido en un héroe.

En Mary. Madre Mary. Una santa que había muerto intentando asesinar a los niños que cuidaba.

En Quinn, que se había comportado como un gusano desleal al principio, y había acabado convertido en un pilar.

En Albert. Aún no sabía qué pensar de Albert, pero era innegable que, de no ser por él, habrían salido muchos menos de la ERA.

Si la propia Astrid tenía sentimientos tan contradictorios, ¿acaso le sorprendía que el resto del mundo no supiera qué hacer con los supervivientes de Perdido?

—Lo siento, como que he cortado el rollo —dijo Diana irónicamente.

—Voy a escribir algo —anunció Astrid.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Lana.

—Voy a escribir sobre nosotros. Lo voy a escribir todo. Quizás un artículo para una revista o… no lo sé. Puede que incluso un libro. Pero lo que ocurrió a… No, esperad. Esa no es manera de empezar. No quiero que todo el mundo se comporte como si fuéramos víctimas. Voy a contar la historia. Todo lo que sé, en cualquier caso.

Las otras dos chicas la miraron, y para sorpresa de Astrid ninguna de las dos le dijo que era una tonta.

—Puede ser una buena idea —concedió Lana.

—Puede —se sumó Diana, un poco más dudosa—. De todos modos, todo acabará saliendo a la luz. Uno de nosotros debería contar la historia. De hecho, Astrid, deberías ser tú. Cuéntalo todo. Todo. Lo malo, lo peor y lo pésimo.

—Y puede que una o dos cosas buenas —añadió Astrid.

—Una o dos —concedió Diana en voz baja.

Ochocientos nueve hogares habían resultado destruidos. Tres docenas de negocios habían quedado destrozados. Se habían quemado cuarenta metros cuadrados de bosque. Casi quinientos coches, barcos y autobuses habían resultado dañados, y casi ninguno se podía salvar.

El coste de las reparaciones, además de la limpieza y los ingresos que habían perdido los negocios y demás, se estimaba en tres mil millones de dólares, como mínimo.

Albert Hillsborough había salido indemne, y se había hecho famoso. Lo habían entrevistado en CNBC y el Wall Street Journal. Lo habían invitado a una fiesta en casa del presidente de Goldman Sachs. Personas importantes no dejaban de decirle que estaban pendientes de él.

Incluso su familia lo trataba de un modo extraño, y la verdad es que ya no encajaba con ellos. Por algún motivo ya no encajaba en el mundo de dormitorios compartidos y discusiones en torno a la mesa y de la escuela.

La escuela. Sabía que tenía que ir pero ¿de verdad? ¿De verdad iba a empezar a ir al instituto?

¿De verdad?

Ahora iba montado en el asiento trasero de un jeep con un logo de arcos dorados en el lateral. Detrás de ellos había un segundo jeep, y detrás de él dos semitráileres con todo lo que podría necesitar el cineasta moderno.

McDonald’s se había ofrecido a pagar la universidad de Albert si aparecía en unos vídeos cortos sobre lo importante que fue mantener el McDonald’s de Perdido Beach abierto durante tanto tiempo como pudo.

A lo largo del camino desde Santa Barbara, donde ahora vivía su familia, fue observando camiones de plataforma que cargaban coches destrozados procedentes de Perdido Beach. Y el equipo de construcción se dirigía en el otro sentido. Estaban limpiando como si por allí hubiera pasado un huracán.

Pero aún no dejaban circular vehículos de civiles por la carretera. Aún no permitían atravesar Perdido Beach en coche: seguía siendo demasiado peligroso. Seguían encontrando cuerpos, y algún que otro rezagado. Esa misma mañana habían encontrado a un chaval herido y traumatizado deambulando por el bosque, a punto de morir.

Los helicópteros zumbaban por encima de su cabeza. Topógrafos, reporteros de noticias y realizadores. El campamento de la Guardia Nacional seguía en su sitio. Las luces parpadeantes de la policía y las ambulancias habían desaparecido, y la mayor parte de los camiones de televisión se habían desplazado. Pero seguía habiendo hombres armados con gafas de sol, frunciendo el ceño.

«Ya, ¿dónde estabais, tipos duros, cuando podríamos haberos utilizado?».

Al acercarse al límite de lo que había sido la ERA, Albert empezó a sentirse incómodo. Se retorció en su asiento y mantuvo la vista fija en el interior del jeep.

Una persona se encargaba de él, una mujer joven y guapa dedicada a las relaciones públicas llamada Vicky. Decía que también era madre, y que por lo tanto compadecía a los chavales, y que debían de haber vivido una experiencia terrible…

Había estado hablando con Albert en el camino de ida, y cada vez que decía que lo entendía, que se lo imaginaba, lo terrible que… él había cambiado de tema.

Vicky se dio cuenta de que Albert tenía los puños cerrados y la mandíbula apretada.

—¿Ocurre algo, Albert?

—No, estoy bien.

—Me imagino que volver aquí…

—No. Con el debido respeto, no se lo imagina.

Para cuando atravesaron la línea, Albert se notaba los pulmones cargados, y cogía aire boqueando.

Vio los primeros edificios, de los que quedaban muy pocos intactos. La mayoría se habían quemado. Y se vio, en el recuerdo al menos, cuando le dispararon y se le escapaba la vida. Habían pasado unos meses, pero el recuerdo seguía muy fresco en la mente. Entonces supo que la muerte estaba muy muy cerca, estaba seguro de que se extinguiría.

—¿Quieres una botella de agua?

Albert miró la botella fijamente.

—Estoy bien.

—¿Tienes hambre? Llevamos un rato sin comer.

Habían comido en un McDonald’s de Santa Barbara. Estaba tan limpio… Olía a comida. Le pareció muy vivo y feliz. En el baño la cadena funcionaba, y el agua corría por el lavabo.

Albert pasó junto a un cubo de basura al volver a su mesa y se detuvo a mirarlo. Estaba lleno de comida. Restos de hamburguesas, las últimas patatas fritas, manchas de kétchup sobre cartones. Tuvo que reprimir las lágrimas al verlo.

—¿Y una barrita?

Vicky le tendió un Snickers.

En ese instante aminoraron para salir de la carretera y dirigirse con sumo cuidado a través de calles recientemente demolidas, en dirección a la plaza. Allí era donde estaba el McDonald’s. Su McDonald’s.

Una barrita. La gente había matado por menos.

—Yo antes vendía ratas a niños hambrientos —comentó Albert.

Vicky pareció alarmarse.

—Yo no diría eso a la cámara.

—No.

Albert estaba de acuerdo.

—Hiciste lo que tenías que hacer. Eres un héroe —comentó Vicky.

Tardaron un rato en instalar el equipo en la plaza. Albert no quería salir del vehículo. Puso como excusa que disfrutaba del aire acondicionado, y que quería escuchar la radio.

Pero fue pasando la tarde, y acabaron llamándolo para que se presentara en el plató.

El plató.

Lo habían limpiado por dentro. No del todo, no, eso no podrían hacerlo sin dedicarle varias semanas. Pero habían recolocado ingeniosamente los escombros, la suciedad, los adornos lamentables. El mostrador de servicio brillaba de manera incongruente. Habían destapado el menú y sustituido un panel. Habían limpiado o pintado encima de los grafitis obscenos.

Era una versión aséptica de la ERA.

Albert oyó al director hablando con un cámara. El cámara le estaba explicando que no podía sacar un buen plano general del exterior porque alguien había instalado un cementerio falso en la plaza.

—Chicos haciendo el tonto, supongo, pero es morboso. Tendremos que librarnos de eso, igual traer tierra para…

—No —dijo Albert.

—Casi estamos listos para ti —lo tranquilizó el director.

—No es un cementerio falso. No son tumbas falsas. Nadie hacía el tonto…

—Estás diciendo que esos… que de verdad son…

—¿Qué creen que pasó aquí? —preguntó Albert en voz baja—. ¿Qué creen que era esto? —Y absurda y vergonzosamente, se echó a llorar—. Hay chavales enterrados ahí. A algunos los destrozaron, ¿saben? Los coyotes y… gente mala. Les dispararon. Los aplastaron. Cosas así. Algunos de los que están enterrados no lo soportaron, el hambre y el miedo y… tuvieron que descolgarlos de sogas. Al principio, cuando aún había animales, yo tenía un equipo para salir a cazar gatos. Gatos y perros y ratas. Para matarlos. Otros los despellejaban… los cocinaban.

Había una docena de personas del equipo en el McDonald’s. Ninguno hablaba ni se movía.

Albert se secó las lágrimas y suspiró.

—Vale. Así que no toquen las tumbas, ¿vale? Aparte de eso, estamos listos.