TREINTA

25 MINUTOS

«VALE, ATRAVIESO el… valle tenebroso».

Orc no era muy buen corredor. Pesaba más de cien kilos, y las piernas de grava no eran muy rápidas.

«Su “callado” me confortará. Y los ángeles y todo lo demás».

Pero era más fácil correr cuesta abajo. Y el humo no le molestaba tanto. Puede que su garganta fuera distinta.

«No temo al mal».

Gaya no lo oyó acercarse.

«El Señor es mi pastor».

Le quedaban menos de cien metros.

Las luces de la chica ardían lentamente hacia el centro. Gaya echó la cabeza hacia atrás y se rio sin parar mientras a la multitud de fuera le entraba el pánico, y corría y moría, y la de dentro se agolpaba, como animales desesperados, para escapar de la matanza, pero la chica los partía por la mitad.

«Conmigo te hallas, no solo tu “callado”.

»Te hallas».

Orc golpeó a Gaya como un camión.

La chica salió disparada, y cayó boca abajo entre los chavales aterrorizados. El impacto hizo que Orc rodara hacia la barrera y aplastara a una niña bajo su peso. El chico monstruo sintió una descarga al tocar la barrera, así que se levantó de un salto, furioso. Buscó a Gaya y la vio rodar hasta quedar de espaldas, vio su rostro distorsionado por la furia y que alzaba las manos.

Orc estaba intentando ponerse en pie, aún inestable, cuando Gaya disparó.

Ambos rayos lo alcanzaron en mitad del pecho, y Orc se derrumbó como una marioneta a la que le hubieran cortado los hilos. Incluso así, todavía levantó un puño enorme de piedra para intentar resguardar el trozo de piel humana que aún le cubría la boca.

La gente de dentro y fuera se desperdigaba, aterrorizada. Todo el mundo gritaba.

Orc estaba de rodillas. Tenía dos agujeros en el tronco. Miró a Gaya, que ahora se había levantado, enfurecida, y avanzaba hacia él.

—No teeengo mieeeedo de tiii. —Orc arrastraba las palabras como en los viejos y malos tiempos, cuando estaba borracho—. Habitareeé… no me acuerdo… siempre.

Gaya siguió avanzando hacia él, pero entonces la multitud, la masa acurrucada y aterrorizada, aprovechó la distracción para echar a correr.

Gaya volvió a sentir que el miedo se apoderaba de ella.

Y entonces el misil explotó contra la barrera.

Lana bajó a trompicones de Clifftop. Parecía que hacía siglos que no salía de aquella habitación espantosa, de aquel lugar ahora terrible.

A lo lejos veía que el fuego estaba devorando el límite de Perdido Beach. Sentía el humo en la boca.

—No tiene mucho sentido dejar de fumar si el aire va a ser como un cigarrillo inmenso —murmuró.

Su batalla había terminado. Lo sentía en su interior. La gayáfaga había dejado de luchar contra ella. Había luchado y ganado su pequeña guerra.

De repente, Patrick se le acercó dando saltitos.

—Así que Sanjit te ha mandado a buscarme, ¿eh? —Se inclinó y le acarició la cabeza—. Tú y yo, chico. Tú y yo.

Entonces se oyó una explosión fuerte, un ruido sordo pero potente, a su derecha.

Habría gente herida por aquella cosa.

Por última vez, la curandera se dirigió hacia donde se oía el sufrimiento.

El misil se estampó contra la barrera justo detrás de Orc. Su cuerpo recibió la mayor parte del impacto. Lo destrozó.

Las cámaras de televisión captaron el instante en que un millar de piedras salían disparadas como si fueran metralla. La piedra se desprendió de su espalda y gran parte de su pecho, de los hombros y de la cabeza. Era como si fuera un zapato recubierto de barro seco que hubiera chocado contra la pared. La grava fangosa se desprendía a trozos.

El impacto le aplastó los órganos internos. Le sangraron los ojos. Durante un instante terrible, un cuerpo, el cuerpo de un hombre joven cuya carne rosada sobresalía de las piernas aún de piedra, trató de levantarse del suelo. Seguro que no era más que un instinto físico, no un esfuerzo consciente, porque no podía estar vivo.

Charles Merriman, conocido durante mucho tiempo como Orc, trató de levantarse, pero cayó muerto.

Su cuerpo enorme había protegido a Gaya de lo peor del impacto.

Seguía viva, todavía, pero la metralla y el fuego la habían despellejado de manera terrible, similar a la destrucción del propio Orc.

Ahora Gaya era una criatura sangrienta, roja de la cabeza a los pies.

Pero seguía viva.

Sinder huyó corriendo de aquel escenario sobrecogedor. Tropezó con unos cuerpos, se levantó y continuó corriendo.

Volvió la vista una vez más y vio que el misil alcanzaba a Orc.

Apenas podía respirar por lo rápido que le latía el corazón y los sollozos que la desgarraban por dentro.

Pisó tierra, tropezó, se levantó, siguió corriendo, volvió la vista de nuevo y vio que Gaya se acercaba.

Un rayo de luz pasó disparado junto a Sinder y la chica gritó. Una niña que quedaba a su derecha ahogó un gritito y se cayó. El agujero que tenía en el cuello humeaba.

Sinder pasó a pisar hormigón, la carretera. Seguía corriendo. ¡Clifftop! Quedaba a su izquierda, pero cuesta arriba, y Gaya se estaba acercando, y disparó otro rayo mortal de luz, tan cerca que Sinder sintió el calor en la mejilla, y gritos y el ruido de la gente boqueando, ahogándose con el humo.

De repente, Caine se alzó detrás de un coche destrozado. Llevaba algo blanco y largo en la mano.

La multitud presa del pánico se dividió a su alrededor. Sinder continuó corriendo, volvió la vista, vio a Gaya aún corriendo y disparando y a Caine muy serio y concentrado.

—¡Maldita sea! —exclamó Caine—. Qué monstruo más duro he hecho con Diana…

El resto de los misiles estaban en el arcén de la carretera, en sus cajones. No pensaba que tuviera ocasión de volver a cargar.

Edilio estaba allí, desembalando un segundo misil, pero Caine pensó que no, que Edilio tampoco acertaría.

Entonces Gaya lo vio.

—Tú —dijo.

—Sí, yo —contestó Caine, decepcionado—. Bueno, he pensado que valía la pena intentarlo. Mejor que el plan alternativo.

—¿El plan alternativo? —preguntó Gaya.

Caine asintió. Y durante un instante dudó, al ver mentalmente a Diana.

Diana.

Qué buen pensamiento final…

—Ahora, pequeño Pete —pidió Caine—. Ahora mismo.

El pequeño Pete estaba listo, pero seguía preocupado. No le había ido bien vivir dentro de un cuerpo. Su cerebro había sido su enemigo durante toda su vida. Y la única paz que había conocido se encontraba en aquella irrealidad crepuscular que se estaba desvaneciendo, y que había compartido con la Oscuridad que se hacía llamar gayáfaga.

Pero la gayáfaga lo había atacado. La gayáfaga le había hecho daño, mientras lo animaba, susurrante, a desvanecerse de una vez por todas.

El pequeño Pete no recordaba gran cosa de lo que sus padres y su hermana le habían enseñado. Pero recordaba que no estaba bien pegar.

Que no estaba nada bien.

Entonces había visto que las figuras fantasmales de todas las personas empezaban a parpadear y desaparecer. Todas las piezas del juego, todos los avatares, desaparecían sin más, y los estaba destruyendo la Oscuridad, ¿verdad?

La gayáfaga no se limitaba a pegar al pequeño Pete.

Cosa que estaba mal.

También pegaba a otros.

El pequeño Pete había respondido utilizando a Taylor, pero estaba demasiado débil para rehacerla entera, y demasiado débil para detener la matanza.

Y luego había oído a su hermana llamarlo:

«Pequeño Pete, tómame y lucha».

Pero no se fiaba mucho de ella.

Le habían llegado otras voces que lo llamaban a través del vacío, mientras la Oscuridad intentaba decirle que no, no. «Enemigo, desvanécete, desvanécete en la nada y sé feliz».

Una chica que no conocía lo había llamado:

«Tómame. Merezco morir».

Pero entonces le había llegado la voz que decía:

«Ven, rarito, donde diablos estés, seas lo que seas, vamos a acabar con todo esto».

Pete había visto sus cicatrices, las marcas que le acababa de dejar la gayáfaga.

«Tú y yo. Cubiertos de gloria, pequeño Pete. Cubiertos de gloria».

Pete no sabía qué significaba «cubiertos de gloria», pero sonaba bien.

«Ahora, pequeño Pete. Ahora mismo».

La Oscuridad se equivocaba. No había llegado la hora de que Pete Ellison se desvaneciera. Había llegado la hora de devolver el golpe.

Caine no quería sentirlo. Solo quería que terminara enseguida. Pum y ya. Pero lo sintió.

Sintió como si hubiera entrado en una ducha caliente y tuviera la sensación relajante estupenda de cuando el agua te calienta la nuca, y cierras los ojos, y suspiras olvidando las pesadillas de la noche.

Era caliente, eso fue lo que lo sorprendió. Era caliente y le hacía suspirar. Era como… Bueno, no se parecía a nada que hubiera sentido antes, puede que lo más parecido fuera cómo se había sentido tras hacer el amor con Diana y yacer junto a ella, y olerla, y sentir su aliento en la mejilla, y cuando ella le puso la mano en la mejilla y…

«Me estás dando un buen recuerdo con el que terminar, ¿eh, Pete?

»Pues has elegido bien…

»Ah, no me noto el cuerpo…

»Ah…

»Yo…».

Diana estaba mojada y helada. Había acabado saltando al agua y saliendo de ella pese a lo destrozada que estaba.

Había corrido tan bien como había podido a través del humo, por las calles, hacia los ruidos de pánico y muerte. Y se había topado con Sam, quien estaba en la plaza llamando a Astrid.

—¡Astrid, Astrid!

Entonces vio a Diana.

—¿La has visto? ¿Has visto a Astrid?

—No, Sam. ¿Has visto…?

Entonces oyeron el silbido del misil. Y esperaron, esperanzados, a que explotara.

Por segunda vez, se aferraron a la esperanza. Y entonces oyeron el ruido de los gritos.

Sam parecía medio muerto, pero cogió la mano de Diana, y ella se la apretó a su vez, y corrieron en dirección al ruido. Si él era su protector, o lo era ella, no importaba. Eran dos chavales asustados que corrían en la dirección equivocada, hacia el ruido de la muerte, mientras el fuego los perseguía por las calles.

Gaya se quedó quieta. Seguía viva.

Un millón de años en la negrura del espacio.

Quince años en un agujero en el suelo, creciendo, mutando, convirtiéndose en la gayáfaga.

Aún no estaba muerta. El cuerpo que habitaba agonizaba, pero la gayáfaga vivía, y aún podía matar.

Y ahí delante de ella estaba Caine, sonriendo por alguna razón. No era una sonrisita cínica sino una sonrisa genuina, feliz.

Y entonces, corriendo por la carretera, se acercó Diana gritando:

—¡No, Caine, no!

Incluso Sam seguía vivo. Estupendo. Los poderes de Gaya no mermarían.

—Hola, Oscuridad —dijo Caine.

Gaya puso mala cara. Su sonrisa sangrienta, salvaje, se vio sustituida por labios apretados de miedo. Abrió mucho los ojos azules asesinos al mirar a un Caine que ya no era Caine.

—Enemigo… —dijo Gaya.