VEINTINUEVE

42 MINUTOS

GAYA FUE quemando y matando por la carretera de acceso antes de girar a la derecha por Sheridan Avenue. Se dirigía hacia la plaza. En la esquina de Golding se detuvo para atacar la escuela.

La quemó a fondo, disparando la luz mortal por las ventanas que hacía tiempo que se habían roto. La fue quemando hasta que el humo empezó a inflarse y los chavales aterrorizados que se habían refugiado en ella salieron corriendo.

Algunos lograron huir.

Otros no.

Luego Gaya giró por Alameda, tirando aún de Sam encadenado, y soltándolo cuando quería tener las dos manos libres para sembrar la destrucción.

—La verdad es que tienes el poder más útil de todos —comentó Gaya—. Me alegro mucho de que sigas vivo.

Muchas de las casas de la zona ya estaban quemadas, otras derribadas, pero unas pocas seguían en pie, y Gaya las quemó. La gente huía como ratas, saltando cercas y montones de escombros, y para Gaya era casi como un juego, como una galería de tiro.

La gente gritaba y se moría. O se moría sin más.

El contraataque vino de la esquina de San Pablo con Alameda.

Disparos procedentes del tejado del ayuntamiento.

¡PUM, PUM, PUM!

Habían apuntado bien, pero costaba disparar entre el humo, con el aire lleno de ceniza. Gaya les replicó, pero tampoco tuvo suerte.

La chica agarró a Sam con una mano y lo alzó por encima de su cabeza, a modo de escudo. Los disparos del tejado cesaron.

—¡Seguid disparando, seguid disparando! —gritó Sam.

—¡Disparad, disparad, disparad! —se oyó a Edilio.

Sam no lo veía. ¿Estaba detrás de la fuente?

Volvieron a oírse disparos, pero procedentes de un ángulo distinto, del centro de la plaza. Las balas pasaron silbando, algunas rebotando en el cemento.

Gaya disparaba con la mano libre, pero tampoco alcanzaba a nadie.

Era un tumulto, una locura de armas que escupían balas y rayos que chamuscaban, todo envuelto en un remolino de humo.

Edilio había despejado las calles… No había coches que Gaya pudiera arrojar, nada que pudiera agarrar y utilizarlo para… excepto los escombros de la iglesia. Dejó caer a Sam, corrió hacia la izquierda, y mientras corría… desapareció.

Sam entendió enseguida lo que había ocurrido. Bug. De algún modo, Gaya se había dado cuenta de la existencia de Bug. ¿Se lo había estado guardando para ese momento? No, eso sería una locura. Habría utilizado ese poder antes si lo hubiera sabido. Alguien tenía que habérselo contado.

¿Drake?

Pero Drake estaba muerto, ¿verdad?

Con la invisibilidad, Gaya ganaría la ventaja que había perdido al morir Brianna. La invisibilidad desconcertaría a la gente de Edilio y…

—¡Pintura! —rugió Edilio antes de perder la voz, porque le entró un ataque de tos. Se recuperó y añadió—: ¡Dale!

Dos chavales ocultos entre los escombros de la iglesia arrojaron globos llenos de pintura, que se estrellaron inútilmente en el suelo. Arrojaron más desde los tejados, y entonces de la nada surgió una luz verde, que mató a un chaval y quemó el vientre a otro. El chico herido huyó corriendo.

Pero los rayos mortales mostraron dónde se encontraba Gaya.

—¡Jack! —consiguió gritar Edilio, y Jack se alzó desde detrás de la fuente, y de un salto fue a parar a los escalones de la iglesia.

Se dio la vuelta con dos botes de pinturas en aerosol, y sí, ¡ahí! Una mancha roja y otra blanca mostraron un brazo y la impresión de un torso.

Las armas no necesitaron ninguna orden. Dispararon desde la guardería, desde el McDonald’s, desde el tejado del ayuntamiento.

Pero ahora Gaya había roto vigas de madera y acero, y bloques de yeso, y, utilizando su poder telequinésico, arrojó un torbellino de escombros en dirección a la fuente. Se oyeron gritos en la oscuridad, y los disparos desde ese lado cesaron.

Entonces una bala disparada desde el tejado del ayuntamiento alcanzó a Gaya en el tobillo, y la chica aulló de rabia y dolor. La sangre que brotaba era muy visible.

Gaya agarró una viga transversal que pesaba cientos de kilos y la recorrió a lo largo con el láser. A continuación la soltó, la agarró a su manera telequinésica, y la lanzó a través de la puerta delantera del ayuntamiento.

Los disparos continuaron.

Sam lo veía y oía desde donde se encontraba, en plena calle.

De repente Jack estaba a su lado. Levantó a Sam en brazos y echó a correr.

Fue una bala lo que hizo que Jack cayera. Una bala mal dirigida le alcanzó en la parte inferior de la espalda. Se vino abajo, soltó a Sam y se cayó encima de él.

—¡Jack!

—Estoy bien. Es que… las piernas. No puedo mover las piernas.

Sam vio miedo en los ojos de Jack, que nunca había querido el poder que le había sido concedido, que nunca había querido otra cosa salvo jugar con sus ordenadores.

—Ay, colega —gimió.

Durante un instante pareció que se iba a desmayar, pero entonces consiguió decir:

—Déjame sacart…

Pero ahora tenía sangre en la boca, impidiéndole hablar.

Jack, Jack el del ordenador, como hacía mucho tiempo que lo conocían, agarró las cadenas que envolvían a Sam y tiró con todas sus fuerzas increíbles.

Tosió sangre en el pecho de Sam.

Un solo eslabón de la cadena se rompió.

Y Jack dejó de respirar.

Sam se retorció, intentando liberarse de la cadena rota. Vio a Gaya convertida en una criatura mal delineada con pintura y sangre, un remolino con forma humana en el fuego. La chica alzó una viga de acero, dispuesta a lanzarla con la fuerza de Jack.

Pero entonces se le doblaron los brazos y la viga cayó. Gaya salió de un salto del camino y echó a correr, con las balas volando a su alrededor, hacia el interior de la iglesia.

Drake gritaba. El ruido que hacía y su aliento estaban en el rostro de Astrid, quien mordía como si le fuera la vida en ello. Y así era.

Drake la golpeó en un lado de la cabeza, pero ella se resistió, amortiguando los golpes con una mano maltrecha.

Drake enroscó el látigo alrededor de su garganta, pero Astrid estaba demasiado cerca y él no podía apartarse, y no solo lo tenía agarrado con los dientes sino que le estaba cortando la carne, desgarrándolo como a un perro.

Drake trató de ponerse en pie, conseguir ventaja, pero no lograba distanciarse, y entonces Astrid dejó de parar los golpes, le agarró la cabeza con ambas manos y le clavó los pulgares en los ojos.

Drake aulló y se retorció y trató de pegarle. La mente de Astrid daba vueltas, los golpes le estaban pasando factura, machacándole la sien. El látigo intentaba darle en las piernas descubiertas pero, no, no, Astrid no pensaba soltarlo, y tenía la mandíbula cerrada con todas sus fuerzas y los dientes de arriba y abajo cada vez se estaban acercando más, y Drake maldecía, pero no lograba soltarse.

Los pulgares de Astrid le apretaban los globos oculares como si fueran huevos duros, se los clavaba en y alrededor de los ojos, le clavaba las uñas en el espacio entre el ojo y el cráneo.

Y ella también gritaba: las palabras no eran claras, tenía la boca llena y la mandíbula apretada con mucho dolor, pero parecía que dijera: «¡Muérete, muérete!».

Y de repente Astrid sacudió la cabeza y le arrancó la nariz.

Tenía los pulgares levantados por encima de los nudillos, y sintió que la frágil caja de huesos crujía.

Entonces, con un movimiento convulso, empujó a Drake. El psicópata rodó por el suelo, se levantó y Astrid se apartó, escupiendo la nariz.

Uno de los ojos colgaba de un hilo.

Del otro rebosaba algo así como gelatina, porque la pupila se había rajado.

Entre ellos, la cola de lagarto se agitaba como loca.

Drake blandió su látigo y lo chasqueó en el aire, pero lo hizo a ciegas, el látigo se enganchó en el candelabro y soltó algunas de las barbies que colgaban de él.

No estaba muerto. Astrid no podía matarlo. Se regeneraría y volvería a atacarla.

Y entonces vio a Taylor.

La aparición de la chica con la piel dorada, la anomalía entre todas las anomalías, dejó paralizada a Astrid. Estaba totalmente fuera de lugar.

Taylor miró a Drake, que se agitaba, gritaba y se le iba la olla, e indicó a Astrid:

—Peter. Me ha mandado para salvarte.

—Gracias —dijo Astrid sin aliento y se sacó trocitos de la nariz de Drake de entre los dientes.

—Está muy débil. Creo que solo le quedan unos minutos…

—¿Al pequeño Pete? Le he pedido que me tomara… —explicó Astrid.

Taylor negó con la cabeza, haciendo un movimiento reptiliano demasiado lento. Parecía disfrutar del modo en que le caía el pelo por el cuello y la frente.

—Tú no. A ti te tiene miedo. Peter te tiene miedo. Pero le gustas.

—A veces me pasa eso —comentó Astrid—. Pero dile que gracias.

Taylor desapareció. Astrid se volvió para huir, dudó, agarró una silla y la estampó sobre la cabeza de Drake tan fuerte como pudo, rompiendo una de las pesadas patas.

Y a continuación huyó.

Cerca de allí se oían disparos.

El plan, tal y como estaba pensado, había surtido efecto.

Gaya estaba en la iglesia. La idea era que se vería atraída hacia los únicos escombros que podía utilizar como armas. La esperanza era que entrase.

Y entonces Dekka puso en marcha su trampa.

Gaya estaba ahí de pie, sangrando, visible porque había renunciado al poder de la invisibilidad de Bug. Jadeaba de dolor, hervía de rabia, otra vez frustrada, y rodeada por todos los escombros pesados, duros y puntiagudos de la iglesia medio derruida.

Dekka se encontraba en el altar.

—Has matado a alguien a quien quería —la acusó la chica, y alzó mucho las manos.

Miles de kilos de madera, acero, yeso y cristal, bancos, baldosas y suciedad acumulada se alzaron de repente, formando una columna de porquería.

Cada vez más, y Gaya con ellos.

Ascendieron más de doce metros, pero Gaya ya se había recuperado y apuntaba a Dekka, y entonces, justo cuando iba a dispararle, Dekka lo soltó todo.

¡BUUUM!

Cayó y rebotó, se estampó y se astilló haciendo un ruido como si fuera el fin del mundo.

Dekka dio un salto atrás, pero aun así la alcanzó una docena de trocitos voladores. No veía a Gaya, pero no quería arriesgarse. Alzó mucho los escombros y volvió a dejarlos caer.

Y los levantó y volvió a dejarlos caer. Como martillazos.

A la cuarta vez, Dekka vio a Gaya flotando por encima de todo, ensangrentada, magullada, con la ropa desgarrada, el pelo mugriento, pero en absoluto muerta.

Gaya la miró, le apuntó, la mantuvo en la línea de fuego y se echó a reír.

—Muy lista —dijo Gaya—. Casi te sale bien. Pero no te mataré. Todavía no.

Y descendió tranquilamente mientras el caos se asentaba a su alrededor, despacio, pues ahora lo controlaba.

Dekka sacó una pistola. Gaya se la arrebató fácilmente y la mandó volando por los aires.

—¿Algo más? —preguntó Gaya.

—Te estás volviendo débil —se burló Dekka.

—Mmm… y vosotros también.

—No puedes permitirte matarme.

—No, pero puedo hacer esto…

Gaya utilizó el poder de su padre para levantar un banco largo y pesado de roble y lanzarlo hacia el pecho de Dekka, inmovilizándola en el altar.

Dekka se quedó quieta.

Gaya se volvió, cojeando y dolorida. ¿Por qué le estaba costando tanto? Había perdido velocidad, ahora fuerza, y lo peor de todo, lo más peligroso de todo, había perdido el control de Sam. Se le había escapado, y puede que volviera a por ella. O puede que se quitara la vida. En cualquier caso…

Tenía que curarse, y rápido.

El pequeño Pete estaba haciendo algo… algo… Gaya lo notaba. Lo notaba decidido. Expectante. Pero también notaba que su fuerza disminuía.

Le quedaban tantos por matar… Tendría que darse prisa.

Los disparos habían cesado.

Edilio no veía gran cosa, pues las lágrimas provocadas por el humo lo cegaban e intentaba entender el campo de batalla. Lo único que sabía era que los disparos habían cesado cuando Gaya desapareció y se metió en la iglesia.

Entonces vio a Jack y Sam. Sam le había dado la vuelta, de modo que en vez del agujero pequeño en la espalda se veía el orificio de salida de la herida, una explosión de vísceras que asomaba a través de su camiseta.

—Jesús, María y… —dijo Edilio.

Se oyó un estrépito cuando cayeron escombros en la iglesia.

Edilio se dejó caer junto a Sam, que estaba vivo pero tenía casi tan mala pinta como Jack, con quemaduras en el cuerpo y los brazos. Llevaba la camiseta hecha jirones, convertida en un trapo sucio y ensangrentado.

Edilio empezó a tirar de las cadenas.

—Edilio… —jadeó Sam.

—Yo me encargo, colega —dijo Edilio.

—Hazlo, Edilio.

Edilio negó con la cabeza, como si no supiera lo que Sam le estaba pidiendo.

Se oyó un segundo estrépito procedente de la iglesia.

Unas voces gritaron, desde más arriba:

—¡Edilio! ¿Qué hacemos?

—Hazlo, colega. Yo lo he intentado. No creo que tenga fuerzas para volver a intentarlo, colega: hazlo por mí —le suplicó Sam.

—Dekka la tiene —comentó Edilio mientras acababa de quitarle las cadenas.

Los eslabones desgarraron la piel quemada cuando se las sacó.

—Saldrá y…

—¡Maldita sea, no puedo matarte! ¡Me estás pidiendo que cometa un asesinato! —explotó Edilio.

Sam lo miró fijamente y asintió.

—Sí. Dame tu arma, Edilio. Creo que puedo hacerlo, con un arma. Pero lo otro… Será más fácil con…

—No puedo hacerlo —dijo Edilio, negando con la cabeza y sollozando.

—Va a matar a todo el mundo.

Se oyó un tercer estrépito en la iglesia.

—Voy a dispararle yo mismo —afirmó Edilio.

—¡Edilio! —lo llamó Sam.

Edilio dio media vuelta de repente, apuntó a Sam con un dedo y gritó:

—¡Mataré, mataré! ¡Ya basta, basta! ¡Pero no asesinaré!

—Es lo mismo —murmuró Sam débilmente, mientras Quinn aparecía de entre el humo.

Edilio retrocedió dos pasos, agarró a Quinn del hombro y exclamó:

—Él no está al mando. No le escuches, ¿entiendes? Escúchame a mí.

Tanto si Quinn entendía lo que estaba pasando como si no, reconocía el poder de convicción al verlo.

—Sí, señor —contestó.

—Te digo una cosa, Sanjit —dijo Lana.

—¿Qué, Lana? —preguntó el chico.

—¿Ves esto? —Levantó el cigarrillo—. Este será el último, te lo prometo.

Sanjit negó con la cabeza despacio.

—¿De qué estás hablando?

Lana miró el caos que era la habitación. Había veintiuna víctimas; algunas muertas, y no se las habían llevado. Otras vivirían, al menos por ahora. Había más en la habitación de al lado. Y aún quedaban unas cuantas en el pasillo.

Lana se sentía vacía. La prisa constante por salvar a una u otra, la falta de sueño, el dolor en el alma que le producía ver la muerte y la desfiguración, habían acabado resultando demasiado.

Y aún la sentía. Sentía su mente, su voluntad, su regocijo al matar.

Lana dio una larga calada al cigarrillo y soltó el humo, saboreándolo.

—La última.

—¿Qué estás haciendo?

Lana puso una mano sobre el rostro de Sanjit. El chico intentó cogerle la pistola de la cinturilla. Lana se sorprendió, la sacó y se la entregó.

—No, eso no —dijo la chica, sonriendo—. No creo que valga para eso. Tengo en mente una lucha distinta. Ha llegado la hora. Escúchame, Sanjit. Voy a salir. No me sigas.

Entonces se marchó de la habitación, recorrió el pasillo ignorando las súplicas de los desesperados, bajó la escalera y salió al césped.

Tomó otra calada, se enderezó, cerró los ojos y dijo:

—Esto me va a doler.

El objetivo de Gaya no era pelear, sino matar.

Matarlos a todos. Hasta que no quedara ninguno.

Por lo que no corrió a encontrarse con las armas en la plaza. Hizo estallar lo que quedaba de la pared trasera de la iglesia y se precipitó por Golding Street.

Sentía que se le escapaba el tiempo, y que ahora tardaría demasiado en cargarse a los tiradores, que resultaría demasiado ineficiente. Matar a más, enseguida, eso era lo que tenía que hacer. Matar a más, ahora.

Pasaron varios segundos, y no podía correr porque tenía una bala en la pierna y la pierna no quería correr, quería derrumbarse.

Pero no importaba, se curaría cuando todos estuvieran muertos, y entonces, sí, habría tiempo, pero su cuerpo, el cuerpo que había robado, ese saco sucio y débil de sangre que no dejaba de gotear, se estaba debilitando, ¿no? Lo notaba. Notaba la sangre que goteaba. Tenía que parar y curárselo, al menos, tenía que contener la hemorragia.

Se inclinó y se llevó una mano a la herida. Avanzaba cojeando por la calle al mismo tiempo, como una criatura torpe y risible.

Y el Enemigo estaba haciendo algo, moviéndose, preparándose, ¿verdad? Lo notaba. Era una sombra de sí mismo, débil, un fantasma. ¡Muérete ya!

«¡Muérete de una vez, niñito estúpido!».

Seguía goteándole sangre entre los dedos. ¿Por qué no se estaba curando?

Alcanzó la carretera y allí encontró gente, chavales que corrían aterrados hacia las luces brillantes de la barrera.

Una gasolinera quemada.

Un camión de FedEx volcado.

Niños aterrorizados.

—¡Morid! —rugió Gaya, y les disparó—. ¡Morid!

Tenía el cuerpo atontado. Y se estaba curando demasiado despacio. ¿Por qué no…?

Y entonces lo supo. Sintió la mente que empujaba a la suya, que luchaba contra ella. No era el Enemigo.

No, era la curandera. Luchando por controlar el poder curativo. Bloqueándola. ¡Deseando que se desangrara! ¡Intentando matarla!

Gaya la atacó con sus tentáculos invisibles a través del espacio indescriptible que las conectaba. Vio a la curandera en su mente, vio su rostro, su rostro humano como si estuviera en la carretera interponiéndose entre Gaya y sus víctimas.

Lana. Algo le ardía en la boca. Le salía humo de la nariz. Y no tenía miedo. Estaba preparada para el dolor que la gayáfaga pudiera causarle.

«¡Bueno, pues no te decepcionaré!».

Vio a Lana tambalearse por los azotes del dolor, la cosa ardiendo que le caía de la boca, las manos que se llevaba a la cabeza para que la agonía remitiera, pero también que replicaba, que agotaba las fuerzas de Gaya y la retrasaba… la retrasaba.

Con las fuerzas que le quedaban, Gaya atacó a la curandera. Sintió su dolor, sintió que se debilitaba. Gaya inclinó la cabeza hacia atrás y aulló, triunfante, hacia el cielo rojo que brillaba.

Pero alguien le estaba disparando desde detrás de un camión.

Gaya hizo rodar el vehículo y aplastó a quien disparaba.

Y esta vez, cuando se inclinó para tocarse el agujero sangrante, cicatrizó. Ya no le salía sangre, pero no podía hacer más; el poder curativo disminuyó rápidamente cuando Lana volvió a empujarla, cuando volvió a luchar por controlar.

«¿Cómo lo hace?».

Quedaba tiempo. Quedaba tiempo. El Enemigo aún no lo había conseguido, no había encontrado su hogar. Todavía no.

Y ahí estaba: la barrera. Gaya tendría que exhibirse. No lo tenía planeado así. Su cuerpo, su rostro, se revelarían. Le complicaría mucho las cosas después, cuando el Enemigo muriera y ella saliera libre. Pero la habían frustrado, atacado, quemado, disparado, herido una y otra vez, habían estado a punto de matarla… No le quedaba tiempo para términos medios, ni para planes astutos. Tenía que asegurarse de que el Enemigo moría y que se llevaba con él aquel lugar que era una trampa mortal.

Como ganado asustado, los seres humanos se habían congregado en la barrera. Había tantos… Sería tan fácil masacrarlos.

Se encogían de miedo. Pedían clemencia. Sería fácil.

Gaya sintió una paz interior. Sintió el placer de aquel instante. Sintió la victoria.

«No necesito curarme si puedo matar».

Alzó las manos y la separó mucho.

Disparó dos rayos de luz asesina. Uno hacia la izquierda, el otro hacia la derecha. Y, muy despacio, fue dirigiendo los rayos hacia el centro.

La gente gritó cuando los rayos empezaron a partir a los de los flancos izquierdo y derecho.

Se subían unos encima de otros para intentar escapar.

Pocos segundos después, todo habría terminado.

Connie Temple se encontraba en el agolpamiento de padres frenéticos, parásitos y amantes de las emociones fuertes que se repartían a lo largo de varias hectáreas de terreno junto a la barrera.

Llevaba días preocupada por lo que ocurriría si bajaba. Se había concentrado en pensar en el futuro, y la reconcomía la culpa porque temía haber enviado a la muerte a la hija de su mejor amiga.

Ahora observaba los monitores de televisión en las camionetas con conexión vía satélite, y su desesperación iba en aumento. Habían mostrado imágenes del incendio que se extendía. Habían mostrado el vídeo de una niñita desgarrándole el brazo a un hombre y comiéndoselo. Habían mostrado incontables «entrevistas» con niños aterrados y hambrientos. Habían grabado con un dron, desde lejos, un vídeo de lo que parecía un monstruo de piedra y, durante las últimas horas, de lo que sin duda era una batalla armada en Perdido Beach.

El mundo entero estaba observando. Y el mundo entero se sentía impotente. Al final, no iba a importar en absoluto lo que Connie dijera, hiciera o sintiera. Al final, todo dependería de los chavales metidos en aquella pecera horrible.

Connie dio gracias a Dios porque la barrera hubiera resultado opaca durante tanto tiempo: si lo hubiera visto antes, si el mundo lo hubiera visto antes, los padres se habrían vuelto locos.

Ahora Connie se encontraba a poco más de tres metros de la barrera. Casi podía alcanzar a los chavales que lloraban, que gritaban sin hacer ruido, que suplicaban.

Y justo detrás de ellos había una adolescente preciosa, con los brazos levantados, que les lanzaba rayos de luz brillantes. Los rayos verdes deslumbrantes alcanzaban la barrera y atravesaban el campo de fuerza transparente.

La gente de fuera no se dio cuenta de que estaba en peligro hasta que un rayo lanzado hacia la izquierda atravesó un humvee de la Guardia Nacional.

Y entonces, sí, todos supieron que la muerte se acercaba, no solo para sus hijos, sino también para ellos.

Como un rebaño, les entró el pánico y se apartaron en tropel de la barrera, gritando.

Pero Connie Temple no se movió. No podía. Tenía que ver aquella matanza final. Ser testigo, aunque muriera al hacerlo.

A mano izquierda y a mano derecha, los primeros chavales de dentro ardían. Y el primer adulto de fuera gritó cuando se le incendió el cabello, y las extremidades seccionadas se le cayeron al suelo.

Y entonces una cosa grande bajó disparada por la colina, una monstruosidad, una criatura de pesadilla.