VEINTIOCHO

1 HORA, 10 MINUTOS

—VIENE.

Edilio se encontraba en lo alto del ayuntamiento. Era el punto más elevado del centro desde que la iglesia estaba casi al mismo nivel. Dekka estaba a su lado, con Jack y Orc a escasos metros.

Gaya venía con fuego. Fuego recortado contra fuego. No iba a esperar a que el incendio de Stefano Rey alcanzara la ciudad; lo traía, inspirada por él.

Un camión que era como una antorcha llameante gigantesca flotaba parsimoniosamente por la carretera, como si fuera la carroza espantosa de un desfile.

«Y a continuación en el desfile, damas y caballeros, la carroza del infierno».

Edilio alzó los prismáticos y cambió el foco. Lo que vio le cortó la respiración. Una persona flotaba delante de Gaya, una persona envuelta en cadenas.

Edilio sabía quién era. No le veía la cara, pero lo sabía.

«Santa María, madre de Dios, si vas a interceder alguna vez, ahora sería un buen momento».

Ya costaba respirar por el humo, y encima ahora el terror le oprimía los pulmones. Casi no podía controlar su cuerpo. La gayáfaga estaba avanzando y todos morirían. Todos. Como Roger, todos morirían, no tendrían ninguna posibilidad, no se salvarían, morirían y morirían y morirían…

—Vale —dijo Edilio, duro, inmutable, porque eso es lo que los demás querrían de él—. Vamos a ello.

Encabezó la marcha con el rifle automático colgando del hombro y el dedo sobre el guardamonte, preparado, asustado. Bajó los escalones al trote.

«No te caigas, no tropieces, Edilio; te están mirando, tienen miedo, tienen mucho miedo porque saben que todo ha terminado, saben que la muerte ha venido a buscarlos y no hay defensa contra ella.

»No tropieces. Cuidado».

Salió por la puerta delantera hasta el patio que daba a la plaza. Allí había algunos chavales, los pocos que aún no habían huido a la barrera, y sí, seguía habiendo unos cuantos en las ventanas con los cañones de las armas visibles.

—¡Escuchadme! —gritó el chico con una voz tan calmada que no podía ser la suya—. Recordad que no hay que malgastar disparos. Apuntar. Disparar. Volver a apuntar. Disparar. Seguid así hasta que os quedéis sin munición.

—¡Edilio! —gritó alguien, pero no era una pregunta, era una consigna, un grito de guerra.

—¡Edilio, Edilio!

Gritaban desde las ventanas oscuras.

Como si la viera en un sueño, Edilio entró en contacto visual con Dekka, quien asintió y exclamó:

—¡Edilio!

Entonces apareció Quinn llevando un arma, sombrío. Una chispa pasó flotando delante de su cara, iluminándole los ojos.

—Viene un barco —anunció.

Edilio asintió como si lo entendiera, pero no entendía nada salvo que no podía resistirse a lo que se avecinaba.

Drake la arrastró por Second Avenue, al parecer sin un plan o un camino que seguir.

Astrid se iba despertando y desmayando, con los ojos enrojecidos y rascando débilmente el poderoso brazo de látigo que le rodeaba la garganta. La noche falsa había caído, una noche que apestaba a humo.

Debió de desmayarse otra vez, porque cuando abrió los ojos estaba en una casa. Tenía recuerdos vagos e inconexos de pasos en un porche, de que Drake había abierto la puerta de una patada, y de que la había arrojado sobre la mesa del comedor.

Sobre su cabeza, el candelabro de latón y cristal, que había sufrido muchos maltratos con el transcurso de los meses, se balanceaba adelante y atrás. Alguien que había ocupado la casa en algún momento había colgado muñecas Barbie y figuras de acción del candelabro con trocitos de hilo colorido. Olía a alcantarilla además de apestar a humo.

Drake la había arrojado sobre la mesa boca arriba. La chica aunó fuerzas para gritar:

—¡Ayuda! ¡Ayudadme! ¡Ayudadme!

Drake dio la vuelta desde detrás para que Astrid pudiera verlo y mirarlo a los ojos. Había algo extraño e inconexo en él. El cuerpo no correspondía con la cabeza. Era más alto que antes, más fuerte, más musculoso, y tenía la cabeza pálida, pero el cuello estaba moreno.

Una cola de lagarto que le salía de la frente, entre los ojos, se agitaba como loca.

Las ventanas brillaban en tonos naranja y rojo. El fuego se acercaba.

El final.

—¡Ayudadme, ayudadme! —gritaba Astrid.

Drake sonrió, satisfecho.

—Muy bien. Muy muy bien. He esperado mucho tiempo para oírte…

Astrid rodó para apartarse de él, intentó bajarse, pero el brazo de látigo la tenía cogida y volvió a arrastrarla a la mesa. La chica le pateó y le dio puñetazos, pero nada importaba. Drake lo disfrutaba.

Se reía.

Astrid se calló.

Así que Drake le azotó en el vientre y Astrid gritó de dolor.

—Mejor —dijo él.

—Eres un enfermo, Drake. ¡Un chungo enfermo!

—¿Quién, yo? Oye, ¿quién me ha metido la cabeza en una nevera y le ha puesto piedras dentro? ¿Y yo soy el enfermo?

—Adelante, mátame, porque si no lo haces, cuando vuelva Brittney me dejará marchar.

Drake la apuntó con una pistola.

—Ya sabes que ya lo he pensado. Tengo varios segundos de advertencia antes del cambio, así que lo que haré es matarte en cuanto lo note, Pero hasta entonces…

Drake volvió a azotarla. Y otra vez. Y otra, y ella intentó no gritar. Pero lo hizo, gritó: gritó y él se rio.

—¡Sam te quemará hasta derretirte! —consiguió amenazarlo Astrid, jadeando.

—Eso es lo único que falta ahora —comentó Drake, y parecía realmente decepcionado—. Yo quería que estuviera aquí. Sería mucho mejor si él lo viera. Si pudiera mirar. Es duro ver que hacen daño a alguien a quien quieres.

Astrid percibió algo. Algo.

—¿A quién viste, a quién hicieron daño? —preguntó, desesperada por atraerlo, entretenerlo, distraerlo.

—¿De verdad te quieres meter en mi cabeza? ¿Saber por qué soy así? No has venido a hacer de loquero. Has venido a sufrir.

Y volvió a azotarla. Astrid gritó. El dolor era demasiado terrible para soportarlo. La chica deseaba desmayarse. Deseaba morir. Se puso a sollozar en voz baja.

«Petey…

»Jesús…

»Alguien…».

Pero no sintió a nadie. Solo al psicópata entre las sombras que proyectaba la luz de la hoguera.

—Gaya quería que te llevara con ella, para utilizarte de rehén. Pero yo no acepto órdenes de nadie. He malgastado mucho tiempo siguiendo a otros. Seguí a Caine. He seguido a la gayáfaga. Pero no es la gayáfaga, en realidad no, no con ese cuerpo, no con esa cara…

—Es guapa —consiguió decir Astrid, esforzándose por soltar cada palabra—. ¿Eso es lo que odias? ¿Por eso estás enfermo…?

Drake ladró una risa.

—¿Tienes idea de cuántos loqueros han intentado hablar conmigo? ¿Crees que tú puedes hacerlo mejor? Tiene que ser una enfermedad, un síndrome, ¿verdad? Le pones una etiqueta y todo irá mejor. —El psicópata se rio—. Pero tienes tanta idea como ellos, Astrid. Es simple. Mira, esta es la respuesta, Astrid la genio: es divertido hacer daño a la gente. Me da… tanto placer. Tanto placer darte cuenta de que tienes el poder, y de que el miedo y el dolor están ahí mismo, en tu víctima. Vamos, chica lista, ya sabes lo que es. Ya sabes cómo llamarlo. Vamos, dilo.

Drake se llevó la mano a la oreja, esperando que dijera la palabra.

—Malvado —dijo Astrid.

Drake se rio, soltó la mano y asintió con la cabeza.

—¡Malvado! Ahí está. Muy bien. Malvado. Todos lo somos. Eso también lo sabes. Tú también lo eres. Lo vi en tus ojos cuando me mirabas metido en la nevera. Malvado, ja. Todos queremos ver a alguien impotente, por debajo de nosotros. —La voz de Drake se había vuelto ronca—. Todos queremos eso, todos queremos eso.

Deslizó el brazo de látigo sobre las heridas dolorosas del vientre de la chica.

—Ojalá Sam estuviera aquí para verlo. Pero ya debe de estar muerto. —Drake suspiró—. Y si no lo está, bueno, ya se lo contaremos, ¿verdad? Se lo contaremos con todo detalle. No te olvides de gritar.

—Y tú también —dijo ella.

Drake la miró, perplejo, a pocos centímetros de su cara.

Astrid se empujó hacia delante, clavó los dientes en la nariz de Drake y le mordió tan fuerte como pudo.

En Sheridan Avenue, un grupo de chavales salió corriendo de una casa. Gaya los interceptó.

Sam volvió las palmas hacia dentro, hacia sí mismo. No podía girarlas lo bastante como para apuntarse a la cabeza o a los órganos internos. Lo único que podía hacer era utilizar la luz para atravesarse una arteria de la pierna y desangrarse.

Eso sería mejor que observar que su poder se utilizaba para asesinar.

—Si es que hay un Dios, perdóname —rezó, y se agarró los muslos con las palmas y…

El dolor resultaba abrasador. Los rayos de luz le quemaban los muslos.

Gaya se le echó encima en un instante. Le apartó las manos retorciéndolas mientras Sam aullaba de dolor.

¿Lo había conseguido? ¿Se había seccionado una arteria? ¿Había terminado ya todo, por favor, por favor, podía terminar ya?

—No, no, no, eso no puede ser —dijo Gaya.

Sam forcejeó con las cadenas, forcejeó para soltarse de la chica, pero su fuerza no era nada comparada con la de ella.

Gaya lo abofeteó fuerte, le asestó un revés que lo hizo tambalearse y quedar en un estado que no era ni consciente ni inconsciente. El chico apenas reparó en que Gaya volvía a envolverlo con la cadena, atándole las manos esta vez para que las palmas quedaran pegadas. Ahora tenía los hombros sueltos, pero había perdido su única oportunidad.

Sam se echó a llorar. Había fracasado. Finalmente, permanentemente, había fracasado. ¿Y no lo había sabido siempre, que terminaría así? ¿No había sido por eso por lo que se había resistido durante tanto tiempo a convertirse en el líder? ¿No había sido por eso por lo que se había mostrado aliviado, cuando por fin pudo traspasar gran parte del poder a Edilio?

Sam no era un héroe. Nunca lo había sido. Sam Bus Escolar, el gran mito que había hecho que los chavales se dirigieran a él en primer lugar, no había sido cosa de heroísmo: solo había reaccionado con rapidez, movido por el instinto de supervivencia.

Todo lo que había hecho, no lo había hecho por valentía: no era más que un esfuerzo desesperado por mantenerse con vida, ¿verdad? ¿No se trataba de eso, a fin de cuentas?

Y ahora había fracasado.

Fracasado, y los vería morir a todos, uno a uno, morir porque había elegido vivir en vez de realizar un sacrificio heroico.

Gaya se había cansado de hacerlo levitar delante de ella como si fuera una especie de trofeo. Ahora estaba enfadada, y lo lanzó más de seis metros por la carretera. El chico aterrizó boca abajo y se estampó de cabeza contra el hormigón.

A continuación la chica corrió hacia él, riendo, y lo pateó, aplastándole las costillas, y volvió a patearlo por la carretera. Las cadenas hacían ruido, y Sam lloraba como un bebé, derrotado.

—¡Aaaah!

La gente corría. Sam apenas los veía a través del humo. Rachel, Cass y Colby, tres chicas normales que nunca habían sido importantes en la vida de la ERA, tres hermanas que nunca habían luchado, ni participado en ninguna de las batallas, que se habían mantenido al margen y hecho el trabajo que les encargaban, ahora se abalanzaban como locas, desesperadas, arrojando desmontadores de neumáticos y palos a Gaya.

La chica malvada pareció sorprenderse. Alzó una mano y las inmovilizó.

—Mira —se maravilló Gaya—. ¿Son valientes o estúpidas, Sam Temple?

El chico dejó que cayeran lágrimas de un torrente incesante.

—Déjalas… —empezó a decir, pero se puso a toser.

—No te he oído bien… —se burló Gaya.

Sam cerró los ojos. Con los párpados cerrados vio un destello de luz verde. No hubo gritos. Solo el ruido de los cuerpos, como de sacos de arena mojados, al caer al suelo.

—Abre los ojos, Sam —dijo Gaya—. Puedo cortarlas por la mitad. Con tu luz. Con tu poder.

La chica lo empujó con el pie para hacerlo rodar.

—Sigamos con lo demás. Sigamos con…

De repente se calló. Sam abrió un ojo manchado de hollín y vio que Gaya miraba a su alrededor, nerviosa. Como si sintiera que alguien la observaba.

—¿Dónde está Mano de Látigo con mi rehén? —preguntó Gaya en voz alta. Y entonces se dirigió a Sam, como si él pudiera tener la respuesta a esa pregunta—. ¿Dónde está Drake con la hermana del Enemigo?

—¡Astrid! —Sam ahogó un grito.

—¡Escúchame, Enemigo! —gritó Gaya, ahogándose, hasta que se recuperó—. ¡Escúchame, tengo a tu hermana!

—No la veo —dijo Sam.

—No te preocupes, Sam Temple: Drake la cogerá.

Gaya se mordía la uña del pulgar, un gesto muy propio de Caine que Sam reconocía.

—Pareces asustada —comentó Sam.

Gaya le gruñó y alzó las manos como si estuviera dispuesta a matarlo. Pero a continuación soltó una risita temblorosa.

—¡Ajá! ¿Me estás intentando provocar?

Pero Gaya estaba alterada. Había sentido algo. Algo que no le gustaba.

—¿El Enemigo? —preguntó Sam.

Gaya no respondió. Ya no quería seguir jugando. Ya no estaba disfrutando. Agarró la cadena de Sam y se puso a arrastrarlo por la carretera, hasta que echó a correr.

Caine y Diana atracaron la barca en el puerto deportivo. El fuego, que antes se concentraba en el norte, ahora parecía estar en todas partes al mismo tiempo. Ráfagas de chispas se alzaban procedentes de la carretera. El aire estaba repleto de cenizas, costaba respirar, costaba mantener los ojos abiertos. Resultaba imposible creer que, en alguna parte, el sol seguía brillando.

—¿Debería amarrar la barca? —preguntó Diana.

Caine no respondió. Levitó de la barca al muelle y, con idéntica facilidad, elevó los misiles metidos en los cajones y los posó sobre los tablones de madera.

—Échame una mano —pidió Diana, y tendió la mano a Caine.

El chico la miró.

—No lo creo, Diana.

—¿Qué quieres decir?

El chico alzó una mano y apartó el barco delicadamente del muelle.

—¿Qué estás haciendo? —exigió saber ella.

—Terminar a lo grande.

—Caine, Caine, ¿qué estás haciendo?

—No hay ninguna razón para que muramos los dos.

—Caine, no seas tonto. —Diana se puso tan firme como pudo—. Sabes que es el fin. Quiero estar contigo. No quiero que nuestra niña monstruo me atrape y encontrarme sola al final.

El chico se encogió de hombros.

—Sé que has pedido al pequeño Pete que te tomara. Sé que te has ofrecido.

—¿Cómo…? ¿Cómo lo sabes?

El chico se encogió de hombros.

—Pero no lo ha hecho —continuó Diana—. No lo ha hecho, por lo que…

—Ya, bueno, es que ha recibido una oferta mejor.

—¿Qué? —La palabra le salió como un sollozo—. Caine… No, no. Tenemos que hacerlo juntos.

—No, no lo creo. —Caine forzó un tono de voz despreocupado—. Creo que será como con Gaya. Creo que cuando el pequeño Pete haga lo suyo, yo ya no estaré. Así que no sé cómo podemos hacerlo juntos.

—No, Caine. No lo hagas —le suplicó Diana.

—Tienes que entenderlo, Diana: no intento ser noble. Es que es la única manera de vencer a la gayáfaga. Cree que me tiene. Cree que me posee. Cree que si chasquea el látigo la tengo que obedecer. Y el dolor… —El chico se volvió a encoger de hombros—. Así que… Así que queremos que nuestra querida verde malvada se sorprenda cuando se dé cuenta, ¿verdad?

—Caine, esto no es lo que hemos… No. No.

El chico alargó la mano y Diana se alzó por los aires, casi como si volara hacia él.

Estaban el uno en brazos del otro, Diana temblando, Caine extrañamente calmado.

—Sam debe de estar por ahí haciéndose el héroe, como siempre —comentó Caine—. No puedo dejar que ese chico salve al mundo él solo. Nunca podría superarlo.

—No lo hagas, cariño, no lo hagas —le rogó Diana mientras le acariciaba la cara.

—Escúchame. He dejado algo escrito en la isla. Dos cosas, en realidad. Hay una para Sam, si logra salir vivo, o para Astrid, o para alguien, ya sabes, de confianza. La otra es para ti. Si puedes, ya sabes, ve a cogerlas, están en el escritorio de esa habitación.

—Aún no nos han derrotado, Caine —suplicó la chica—. Aún no hemos perdido.

—Fui rey durante un tiempo. Y no se me daba muy bien. Quería toda clase de cosas. Quería… bueno, ya lo sabes. Poder. Gloria. Que me temieran. Todas las cosas buenas. ¿Pero sabes qué? Cuando la gayáfaga me atacó, cuando me hizo gritar y arrastrarme y suplicar piedad, me di cuenta de que esto no tiene fin para mí. La ERA no terminará. Si salimos de aquí vivos, tampoco habrá fin. ¿Qué me pasará ahí fuera, en el mundo?

—No, te equivocas: no pueden culparte de todo lo que ha ocurrido.

El chico se rio.

—Ya, bueno, la verdad es que sí. Fui rey, guerrero, lo que fuera, y quiero morir cubierto de gloria. Me he alzado tanto como podría. Y si sobrevivo, acabaré siendo el prisionero número tres uno dos o como se llame. Y tú vendrás a verme los días de visita.

—Pero iré a verte. Y te esperaré.

—No —afirmó él—. Así tendré mi gran final. Y tú tendrás tu vida. Sigue con ella, Diana.

—No me engañas. Sé por qué haces todo esto.

—Porque quiero ganar.

—Sí.

—Y porque quiero escribir el final de mi propia historia.

—Sí. Y porque quieres redimirte —dijo ella con la voz quebrada.

El chico volvió a encogerse de hombros.

—Si quieres creer que es así…

—Y porque me quieres.

De repente, Caine ya no podía decir nada más. Esperó, intentando controlar sus emociones. Se besaron. Las lágrimas de Diana corrían por el rostro de Caine. Y entonces, con el poder que tenía, el chico la soltó y la devolvió delicadamente a la barca, que ahora se alejaba a la deriva del muelle.

—Oye —dijo el chico—. No le hables a nadie de los dos últimos motivos, ¿vale? A quien pregunte, dile: Caine estuvo al mando hasta al final.

El chico se apartó rápidamente, levantó el cargamento mortal y se dirigió con esfuerzo hacia Perdido Beach en llamas.

—Todavía no, pequeño Pete —susurró, tocándose las mejillas y sintiendo las lágrimas de Diana en las puntas de los dedos—. Aún no.