2 HORAS, 56 MINUTOS
EL DÍA transcurrió. Edilio lo organizó todo para enviar agua y un poco de comida a sus tropas situadas en los puntos escondidos para disparar.
Los granjeros empezaron a volver a los campos sin informar de nuevos ataques, y al menos trajeron cosechas exiguas: repollos comidos por los insectos, alcachofas no del todo maduras, incluso unas cuantas remolachas deliciosas.
Como la aguja de la iglesia estaba en ruinas, el punto más elevado de Perdido Beach era Clifftop, pero Dekka podía mejorarlo. Se elevó por los aires justo por encima de los escalones del ayuntamiento para evitar un torbellino de basura y tierra, e inspeccionó la escena con un par de prismáticos.
Cuando volvió a bajar, Sam y Astrid habían llegado.
Sam abrazó a Dekka, y se quedaron un buen rato así, sin decir nada. Ambos amaban a Brianna.
Entonces, Sam le dijo a Edilio:
—Cuánto lo siento, colega. Ojalá yo… Ya lo sabes…
Edilio reprimió el llanto, asintió, esperó hasta ver que podía hablar, y dijo:
—Me alegro de que hayas vuelto, jefe. —Y se giró dirigiéndose a Dekka—. ¿Qué has visto?
—El incendio, sobre todo. Es grande. En el norte solo hay humo. Es como una pared de humo.
—Aquí tampoco es que esté especialmente despejado —comentó Astrid. El olor del fuego era más fuerte, y el cielo ya se había vuelto plateado debido a las cenizas y el humo que se habían deslizado hasta la ciudad—. ¿Crees que se está desplazando más allá del bosque?
—No soy guardabosques —replicó Dekka con un dejo en la voz de la irritación que antes la caracterizaba—. No sé nada sobre incendios en bosques. Pero me ha parecido ver una línea de humo acercándose. Es más oscuro y denso por detrás, y más gris claro por delante. No me preguntes lo que quiere decir.
Entonces, Edilio explicó a Sam:
—Tengo tiradores por toda la plaza. Ahora que Brianna no está… —Miró a Astrid para ver si se lo había dicho, y añadió—: Bueno, ya lo sabes. Se supone que si la Brisa no está, Gaya no tendrá su velocidad. Así que la veremos venir. Tendríamos que poder disparar. Y no le gustan las balas; eso lo sabemos. He visto que por lo menos la ha alcanzado una bala.
—Espera —intervino Astrid, frunciendo el ceño—. Espera, ¿de quién nos estamos olvidando?
—¿Qué quieres decir? —preguntó Sam.
—Caine, Dekka, Jack, tú… ¿Quién más tiene un poder que Gaya pueda explotar?
Todos se quedaron mirando los unos a los otros durante un minuto, sin comprender.
Entonces Edilio chasqueó los dedos.
—¡Pintura!
Edilio gritó órdenes a varios de los suyos, quienes, encantados con tener una excusa para abandonar temporalmente sus puestos, salieron disparados de la ciudad.
Y justo entonces apareció Quinn procedente de la playa, cargado con una mochila.
—¿Has pescado algo? —preguntó Sam.
Los dos chicos se abrazaron.
—Tío —respondió Quinn, se encogió modestamente y añadió—: No gran cosa.
—Una cosa sí, hermano. Una sí. Estoy aquí porque tú me trajiste. Ahora, dime: ¿qué es eso que se retuerce en tu mochila?
—Ah, eso —respondió Quinn despreocupadamente—. Me parece que hemos pescado el pie de Drake.
Lo arrojó al suelo, lo cual causó sensación. Al pie le había salido una docena de tentáculos que se retorcían.
Se agitaba y retorcía, y los tentáculos intentaban huir como un ciempiés, pero iba sin rumbo, sin sentido, y lo único que consiguió fue que Edilio se apartara de un salto de su camino.
—Mátalo —pidió Dekka.
Sam alzó las manos con las palmas hacia fuera hacia el resto extraño de Drake, a quien no se podía matar. La luz resplandeció, y empezó a oler de forma asquerosa a carne cocida.
La cosa, el pie, se retorció como una loca. Pero ardió. Primero, como un filete arrojado sobre el carbón. Y luego se incendió y ardió como malvavisco demasiado cerca de la hoguera. Luego ardió como una casa a punto de derrumbarse.
Y finalmente se derrumbó en un montón de ceniza.
Y Sam siguió quemándolo hasta que las ondas de calor desperdigaron las cenizas.
—Bien —dijo Sam—. Al menos sabemos que habría tenido efecto si lo hubiéramos necesitado.
—Qué pena que no fuera el propio Drake —comentó Dekka—. Pero mi Brianna lo remató. Sí. La Brisa se cargó a Drake y nos salvó el pellejo. Dos veces. Ay, tío. Pensaba que ya había llorado todo lo que…
—Dekka —empezó a decir Sam, rodeándola con los brazos—, nunca acabaremos de llorarla.
—Tenemos mucha gente a la que enterrar —les recordó Edilio.
Miraba los indicadores burdos de las tumbas de la plaza. La primera había sido la de una niña que murió en un incendio a pocos pasos de allí, cuando Edilio se encargaba de enterrar a los muertos.
—Brianna no habría querido que la enterraran bajo tierra —señaló Dekka—. Habría querido… no sé… que la incineraran, quizá. Puedes hacerlo, Sam.
—Está pensando —dijo Gaya—, el Enemigo. Está pensando. Lo noto. Está débil, debilitándose, tan cerca… Pero está pensando, y me oculta sus pensamientos.
Gaya tragó saliva, y Drake se mostró abiertamente desdeñoso. Era una locura que la gayáfaga tuviera miedo del pequeño Pete, del petardo. Drake no iba a decírselo a la gayáfaga, eso seguro, pero aun así apenas ocultaba lo decepcionado que se sentía.
Era la gayáfaga la que se había debilitado desde que vivía en el cuerpo de aquella chica. Casi estaba paralizada de miedo. Drake había recuperado su brazo de tentáculo. ¡Sí, señor! Gaya se lo había devuelto, y mejor que antes. Drake lo hizo chasquear y rompió la rama de un arbusto. Había llegado la hora de la guerra. De matar. ¡Drake había vuelto!
¡Vuelto! ¡Ja, ja! Pero su señora aún se estaba curando, y muy despacio. Y lo peor de todo era que se quejaba como una hembra típica.
—Está luchando contra mí —comentó Gaya—. Noto que me bloquea.
Estaba alterada, eso era. La poderosa gayáfaga, alterada. Bueno, eso era lo que pasaba cuando te convertías en una chica.
—¿Cuándo salimos? —exigió saber Drake—. Están esperando para morir.
—Cuando oscurezca —respondió Gaya hoscamente—. Cuando baje la barrera tengo que salir de aquí. Con este cuerpo. No puedo dejar que me reconozcan todos los seres humanos de ahí fuera. Necesitaré tiempo. Tendré que reunir mis poderes… adoptar una forma nueva… encontrar un lugar para esconderme, ahí fuera.
¿Un lugar para esconderse? Drake enroscó el brazo alrededor de su nuevo cuerpo. Era más fuerte que antes, y su látigo era más largo y más rápido. Una mano de látigo mejor y más malvada. ¡Y lista para salir!
—Me quedo a Astrid para mí —indicó Drake.
—¡No te pongas exigente conmigo! —bramó Gaya.
Drake se rio. Tenía la voz rara ahora, porque parte de la garganta de Alex se había fundido con la suya. Parecía mayor que antes.
—¿Tienes miedo de la gente de fuera?
—Este cuerpo me mantiene con vida. Este cuerpo me permite concentrar mis fuerzas. Pero este cuerpo es débil. No me había dado cuenta de cuánto. Pide cosas. Necesita comida. Excreta. Duele. —Gaya sacudió el largo cabello negro—. Me molesta.
—Te pareces a ella, ¿sabes? A Diana. A como era antes. A cuando pensaba que estaba buena.
Gaya frunció el ceño.
—Síi. Síi. Estás buena y tienes pinta de chunga. Como ella —comentó Drake.
Inmediatamente supo que había ido demasiado lejos, que había hablado demasiado.
Los ojos azules de Gaya eran como láseres.
—Quieres hacerme daño —susurró.
Drake negó violentamente con la cabeza.
—No, no. Eso no es lo que…
—Quieres hacer daño a este cuerpo.
—A ti no —insistió Drake, desesperado—. A tu auténtico yo no.
—¿Crees que conoces a mi auténtico yo?
Drake volvió a negar con la cabeza. No quería seguir con eso. Solo quería sentir el azote satisfactorio de su mano de látigo en la carne. Solo eso. Solo quería oír los gritos de dolor y terror. Quería encontrar a la bruja rubia, a esa creída a la que llamaban «genio», y ver que su miedo aumentaba, verla…
—El fuego se acerca. Atacaremos con el humo.
Gaya miró hacia el humo que formaba una barrera en dirección norte.
—Pensaba que estabas preocupada por el Enemigo.
—No me preocupa nada —replicó Gaya, pero inclinó bruscamente la cabeza hacia atrás, con impaciencia, y preocupación en la mirada.
—Tiene una hermana, alguien que le importa, tu Enemigo. Se llama Astrid. Podría hacer de rehén. Podríamos utilizarla contra el petardo.
Gaya abrió mucho los ojos.
—¿Un ser querido? ¿Ah, sí? —Gaya sonrió. Tenía los dientes muy blancos, casi perfectos a excepción de un solo canino demasiado adelantado—. Pero si la matas no servirá de rehén.
—No es divertida si está muerta —comentó Drake, y a continuación se rio—. Déjame ir tras ella, te la traeré.
—Un rehén… —dijo Gaya, pensativa—. Un rehén…
Miró a Drake recelosa. Drake sentía que su mente oscura se frotaba contra la suya, buscando el truco. Pero no había truco. Le traería a Astrid viva.
Casi viva.
Cuando terminara con ella.
Drake vio que Gaya tomaba una decisión. Vio que fruncía el ceño, que parecía preocupada. Miró a su alrededor como si buscara a alguien. Y luego otra vez a Drake.
Entonces él se dio cuenta de que no quería que se fuera porque no quería estar sola, y se esforzó por ocultar su desprecio aún mayor. El cuerpo de aquella chica había transferido a la gayáfaga las emociones de una chica, la debilidad de una chica.
Cuando hubiera terminado con Astrid… y con Diana…
«¿Gaya?».
—Pues ve —acabó diciendo Gaya—. Tráemela.
Astrid se encontró a Sam en la iglesia, o lo que quedaba de ella. Estaba sentado sobre un banco volcado, mirando hacia los fragmentos de una vidriera con el marco destrozado. Alguien había vuelto a levantar la cruz, de manera que no se encontraba en el suelo sino apoyada en una esquina, y habían estabilizado la base con escombros apilados.
Sam debió de reconocer algo en el ruido de sus movimientos, porque no se molestó en volverse.
—¿Ha pasado algo?
—Nada —respondió ella—. Edilio se está volviendo loco esperando, me parece. Tiene a Orc, Jack y Dekka haciendo rondas para intentar que los chavales se mantengan firmes, y que vuelvan más de la barrera. Pero no creo que esté resultando. Y de hecho Albert ha salido en bicicleta a los campos para intentar que los chavales sigan trabajando.
Ambos sonrieron al imaginarse a Albert con sus pantalones chinos y la camisa abotonada exhortando a los chavales desde una bicicleta.
—Quiere redimirse —indicó Sam.
—Normalmente no eres tan observador.
El chico sonrió.
—A veces observo.
Astrid se sentó junto a él.
—Bueno, es que necesita redimirse.
—Estamos en el sitio adecuado para hablar de eso, ¿verdad? —Sam miró la iglesia a su alrededor como si acabara de darse cuenta de dónde estaba—. Eso cuenta la historia, ¿verdad? —dijo, y asintió en dirección a la cruz.
—No lo hagas, Sam —pidió la chica.
—Crees que puedes leerme los pensamientos, ¿verdad?
—No necesitas redimirte.
—Entonces ¿qué necesito? —preguntó él, como si fuera en broma.
—Otro triunfo.
—Otro triunfo. —Sam dejó caer la cabeza—. Ya he tenido muchos, ¿no? He tenido mucha más suerte de la que debería. Quiero decir, ¿cuántas veces tendría que haber muerto? Ni siquiera llevo la cuenta.
—No lo hagas, Sam.
—¿Y por qué lo hacía? ¿Solo para sobrevivir? —El chico se encogió de hombros—. Sobre todo, ¿eh? Pero a veces, también, para que otros vivieran. Y no pretendo decirlo como si me sacrificara o como quieras llamarlo.
—Sí. También has mantenido con vida a mucha gente. Sí. Así que basta, ¿vale? Me lo prometiste, ¿te acuerdas? Me prometiste que harías lo que fuera necesario para seguir vivo.
El chico suspiró.
—Lo que pasa, Astrid, es que… es que es como un problema de mates o algo así, ¿sabes? Como si hicieras una ecuación o algo parecido, y hubiera una respuesta, y solo una, y tuvieras que aguantarte con eso, ¿no?
—Esto no son mates. Además, tú eres un ignorante de las mates, ¿te acuerdas?
Astrid se estaba poniendo furiosa, porque la alternativa a ponerse furiosa era la desesperación.
—Soy un ignorante de las mates, ¿sí? —El chico sonrió como si lo hiciera al pensar en un recuerdo lejano. O en algo que nunca volvería a importar—. Pero he ganado muchas batallas. Muchas veces he sabido lo que tenía que hacer para ganar. Y hasta ahora me ha ido bastante bien, ¿verdad? Pero el problema es que sé lo que tengo que hacer ahora. Lo veo tan claramente como tu nariz perfecta.
—No ganas nada si terminas muerto.
—Ah, no, hasta ahora no. Pero no dejo de pensar en la ecuación, Astrid. Y cada vez pienso que igual puedo vencer a la gayáfaga, pero no si tiene mi poder. Ese es el truco en este caso. ¿Qué ironía sería, no?
—No, caray, no lo sería. Es malgastar tu vida. Es un suicidio.
—Sé que estás como de vuelta del tema religioso, pero lo que él hizo… —y Sam señaló en dirección a la cruz— fue una cosa tremenda, ¿verdad? ¿Y eso fue un suicidio?
—¿De verdad? —preguntó la chica en tono sarcástico y mordaz—. ¿Ahora eres Jesús?
Sam se rio en voz baja.
—¿Quieres saber la verdad, Sam? —Astrid atrajo la cara del chico hacia la suya—. No, lo que hizo Jesús no fue suicidarse. Fue una farsa. Si realmente era el hijo de Dios, entonces no se arriesgaba a nada, y él lo sabía. Sabía que pasaría un par de horas mal, pero que luego todo terminaría y volvería al cielo y tendría una historia increíble que contar a sus amigos.
—¿Jesús tiene amigos?
Astrid no se dejó distraer con chistes.
—Pero tú, si te mueres, no resucitarás. Ya hemos visto a gente muerta, Sam, a muchos, y es feo y permanente.
El chico se volvió hacia ella, y Astrid vio la mirada torturada en su rostro.
—La luz, Astrid, la luz que disparo con las manos, es como si fuera mía, como si la hubiera inventado yo. O como si fuera de mi propiedad, por lo menos. Y esa luz ha matado a Brianna. Y va a matar a un montón de chavales más. Lo sabes tú y lo sé yo.
Sam se mesó el cabello con una mano, despacio, como si tuviera que sentir cada pelo.
—No —replicó ella—. Se morirán porque Pete no quiere hablar conmigo.
Se hizo un largo silencio después de esa última frase.
—Me preguntaba si lo intentarías —acabó diciendo Sam.
—No te preocupes. —Astrid le restó importancia—. No ha pasado nada. Hablaba al aire.
Ahora Sam estaba furioso.
—Me lo tendrías que haber dicho antes que nada. ¿Y si lo hubiera hecho? ¿Y si se hubiera apoderado de tu cuerpo y tu mente?
—No lo ha hecho, así que…
—¿Y qué crees que pasará si lo hace? Quien lo haga terminará como ella, como Gaya, solo que Gaya no era más que un bebé, y ni siquiera era consciente. ¿Qué crees que pasará si el pequeño Pete va y lo hace? ¿Qué crees que le pasó a ese bebé cuando la gayáfaga…?
—No sabemos si sería así…
—No sabes si no lo sería —replicó Sam—. Eres una hipócrita, ya lo sabes. Me dices que siga con vida. Pero ¿para qué? ¿Para que sepa que tú diste la tuya en mi lugar?
Sus palabras no suscitaron ninguna respuesta. Se hizo el silencio entre ellos. Pasó una rata corriendo, que no asustó a ninguno de los dos. De hecho, se les hizo un poco la boca agua. Habían comido rata, y se alegraban de haber podido hacerlo. En los viejos tiempos chungos de la ERA, antes de que Albert se encargara de todo.
—Como si ahora fueran buenos tiempos… —comentó Sam sin dar más explicaciones, pero Astrid sabía lo que estaba pensando.
—No quiero que salgas y te quemes, Sam.
—No tienes que llevar esta cruz —añadió él.
—Qué cosas decimos —dijo Astrid, y se rio.
El chico meneó la cabeza.
—He perdido a Brianna, Astrid. Y no ha sido la primera.
—Pero ¿quién te hizo responsable? —Sam no contestó, así que ella misma respondió—. Fui yo, ¿verdad?
—Astrid…
—Fui yo —repitió ella, más decidida, aceptando que así era—. Yo te empujé a ser el líder. Hice que te involucraras. Te utilicé para proteger a mi hermanito, y al final fui yo quien lo sacrificó. Y ahora intento corregir todos esos errores. Yo también intento redimirme, Sam, y tú vas y vuelves a la carga: Sam al rescate aunque muera en el intento.
—Tú no me hiciste responsable. No tienes ese poder. Esto… —el chico alzó las manos, y le brillaron las palmas—, esto me hizo responsable. Tener poder me hizo responsable. Yo tenía el poder, y tú el cerebro. Así que fuimos elegidos. Así funciona, ¿no? Los que pueden tienen que ayudar a los que no. Los fuertes defienden a los débiles de los fuertes. No creo que te lo inventaras tú, Astrid; solo me lo hiciste ver. Pues lo vi. Eso es. La ERA me dio esta luz, y la hizo necesaria. Y ahora no está ayudando, ¿no? Ahora ese monstruo va a entrar en la ciudad y matará a la gente que me importa y a la gente a la que quiero.
Astrid se levantó. Estaba temblando.
—No puedo… —empezó a protestar.
Sam se levantó también y trató de abrazarla, pero ella se apartó.
—Si uno de nosotros va a salir de aquí, tienes que ser tú, Astrid. Si salgo yo habrá problemas de todas maneras, eso ya lo sabes. El mundo de ahí fuera está esperando un cabeza de turco.
—Me lo prometiste —insistió Astrid—. Siempre has cumplido tu palabra conmigo, Sam. Hazlo otra vez. Tienes que hacerlo. Lo juraste. Me lo juraste.
Fuera se oyeron gritos. Alguien gritaba:
—¡Fuego, fuego!
—Ve —lo mandó Astrid—. Y cumple tu palabra, Sam, o serás un maldito mentiroso.
El chico se fue sin saber cómo responderle. Le aliviaba tener algo tangible que hacer.
Era agradable correr libre por la playa. Metido en una caja en el fondo del lago, Drake no esperaba volver a recuperar su cuerpo. No era el suyo, pero estaba en buena forma y era fuerte.
Y lo que era mucho más importante, tenía su látigo. ¡Tenía su mano de látigo!
«¡Mano de Látigo!».
Nadie estaba vigilando la playa. Todos estaban acurrucados, aterrorizados, en la ciudad. Y lo mejor era que no se lo esperaban, ¿verdad? Astrid se habría dedicado a alardear de que había mirado con desprecio a un Drake indefenso y se había echado a reír sin parar. Debía de pensar que por fin estaba a salvo de él. Ya no habría más Drake. Sus amenazas ya no eran nada; ja, ja, ja.
Lo que le haría…
El ansia porque llegara ese momento casi lo debilitaba. Tenía tantas ganas… ¿Alguna vez había deseado algo tanto como oír suplicar piedad a Astrid?
Pero no, no podía matarla. Tenía que mantenerla con vida, y eso era mejor. La vida era dolor. Si algo había aprendido Drake en su vida —o por lo menos, desde que su madre volvió a casarse— era que la vida era dolor. Y que provocar dolor causaba mucho placer.
Había visto el placer con que su padrastro golpeaba a su madre. Y su madre también debía de haberlo disfrutado, ¿verdad? No dejaba de hacer cosas que molestaban a su marido. Como si se lo esperara. Como si lo quisiera. La ley de la jungla, le había dicho una vez su abuelo. Los grandes y fuertes matan y se comen a los pequeños y débiles. Y Drake sabía que su abuelo hablaba por experiencia. Lo veía en los ojos del viejo. Él mismo era responsable del dolor que había en su vida.
Drake subió por las rocas que separaban la playa de la ciudad de la playa mucho más pequeña de Clifftop. Treparía por el acantilado, pasaría a hurtadillas por Clifftop y entraría en la ciudad por la última dirección que Astrid se esperaría.
Sentía la fuerza de su cuerpo nuevo al trepar. Sentía el poder de la mano de látigo que le había vuelto a crecer al azotar, al encontrarse arbustos y salientes y utilizarlos para trepar tan rápidamente como con una soga.
¿Spiderman? ¡Ja!
«¡Mano de Látigo!».
Mientras trepaba, miró hacia el norte y vio el fuego. Los fuegos del infierno. ¡Ja, ja, ja! Perfecto. ¡Que el dolor y el fuego se apoderaran de ellos! Sentía que sus ambiciones se ampliaban.
Había resucitado. Resucitado para matar.
¡Era Jesús con un látigo, un Satán al que no se podía matar, que venía con humo y fuego para destruir! En su mente veía una viñeta de cómic escabrosa: Drake Mano de Látigo rodeado de fuego, con Astrid y Diana encogidas de miedo, azotadas, suplicando piedad.
Y llegó un punto en que se le olvidó Gaya.