VEINTICINCO

4 HORAS, 44 MINUTOS

PUG, LA loca, sí que había disparado uno de los misiles cuando Caine y Diana se acercaron a la isla.

El misil no servía de mucho contra una persona que podía mover las cosas con la mente, algo que Caine sabía que tendría que recordar para más adelante. Puede que el factor sorpresa… puede que Gaya no supiera lo que eran.

Ya. Puede. Y puede que no. En cuyo caso, tocaría el plan B.

A Caine no le gustaba mucho el plan B.

Pero mientras yacía con Diana en la cama grande, la misma en la que habían concebido a Gaya, supo que, finalmente, no le quedaba alternativa. Estaba atrapado entre dos dolores: el que podía causarle Gaya, y el que sentiría si perdía a Diana.

¿Por qué lo había obligado a reconocer sus sentimientos? ¡Mujeres! ¿No sabían que las emociones tenían que reprimirse?

—El amor es un asco —murmuró Caine.

Diana se acurrucó contra él, con los labios en su cuello, y le hizo sentir escalofríos por todo el cuerpo.

Una línea azul nocturna entre cortinas separadas se volvió gris. Amanecía, y era hora de salir.

El chico se bajó de la cama deslizándose sin hacer ruido. ¿Dónde tenía la ropa? La había dejado en el suelo a sabiendas de que tendría que vestirse en silencio para huir sin que lo descubrieran.

—La he escondido —indicó Diana.

Caine se volvió a mirarla.

—¿Y eso por qué?

—Para que no pudieras irte a hurtadillas. De verdad, Caine: ¿cuánto hace que te conozco? Y además…

—¿Qué?

—Además, me gustas así.

El chico tragó saliva. Se sentía extrañamente vulnerable, y un poco tonto.

—Has dicho que no podíamos…

—Mmmm. Es verdad. Pero me gusta mirarte igualmente. Qué bien que seas tan malo —comentó Diana con un suspiro largo—. Eso asusta a la mayoría de las chicas. Nunca habría tenido una oportunidad contigo si hubieras sido un ser humano como tiene que ser.

—No estaba huyendo.

—Ya lo sé. Ya sé lo que estabas haciendo, Caine. Y gracias por planteártelo. Pero quiero estar allí para ver cómo termina todo. Quiero ver cómo la detienes.

—Síii —dijo él, esforzándose por añadir un poco de optimismo a la palabra—. Si vas a venir, entonces tenemos que irnos.

—O al revés… Nos quedan unos minutos. Ven aquí. No tardaremos más que unos minutos.

Connie Temple había dejado de esperar a Astrid en el lugar que Dahra le había indicado. Había pasado la noche en un motel y había vuelto por la mañana, por si acaso. Escribió una nota y la pegó en el extremo de un palo donde la costa nordeste del lago se encontraba con la barrera. En la nota ponía: «Siento no haberte encontrado. Connie Temple». Había una posdata. Solo la palabra «Sam» entre signos de interrogación.

Le parecía un tanto ridículo. Como dejar un pósit pegado en la nevera, como hacía en los viejos tiempos.

Al marcharse, Connie se fijó en un cuerpo que había en la playa, y que no había visto antes. Puede que se tratara de alguien durmiendo, o un superviviente, o un cadáver que había traído la corriente. Lo observó hasta asegurarse de que no era Sam.

Salían barcos del puerto exterior, pues había más mirones atraídos por los rumores de una matanza en el lago. Connie no soportaba imaginarse a madres como ella misma cuando se encontraran con los cuerpos hinchados de sus hijos flotando a escasos centímetros de distancia, inalcanzables. Por la noche también había llegado un camión de la tele. Connie vio cámaras con lentes de largo alcance.

La mujer se subió al deportivo prestado que conducía y se dirigió de vuelta al sur. Encendió la radio vía satélite hasta dar con una emisora de noticias.

«Ahora el fuego se está extendiendo más allá de Stefano Rey. Los bomberos californianos han enviado a sus equipos al perímetro de la Anomalía. Les preocupa que, si no logran contenerlo, el fuego se extienda inmediatamente hacia el bosque exterior de la llamada ERA».

Connie cambió de emisora.

«… niños monstruos y malvados, y que les permitan salir de ese lugar satánico e infectar a personas decentes y temerosas de Dios…».

Al tercer intento se encontró con una voz más calmada. Era la NPR. Pero la noticia seguía siendo la misma. La Anomalía. La ERA. Solo hablaban de eso.

«… física. Como hace tiempo que especulan, sobre todo el doctor Jacobs de la Universidad de Berkeley en California, estos fenómenos demuestran que, en cierta manera que aún no comprendemos, las leyes que definen nuestro universo se han visto alteradas. Lo que es preocupante, claro, es que si ha pasado una vez puede volver a pasar. Nunca estaremos totalmente seguros de que…».

Basta. Ya se había hartado de escuchar a listillos con títulos impresionantes intentando explicar lo que estaba pasando. Era gente así la que había convencido al gobierno de que pusiera una bomba para que la esfera implosionara.

Finalmente, Connie encontró una emisora de rock de los noventa, y la dejó sonar el resto del camino mientras intentaba pensar. Estaba adormecida y casi se salía de la carretera, por lo que no resultaba fácil.

Si la cúpula caía, si Sam y Caine salían libres al mundo, era más que probable que los arrestaran poco después.

Connie no podía hacer gran cosa o nada al respecto, excepto advertir a los chavales que empezaran a ponerse de acuerdo con sus versiones de lo ocurrido. El fiscal del distrito de la zona había restado importancia al asunto de los arrestos y las investigaciones, pero otros funcionarios del Estado se daban muchos aires, y parecía que el Congreso también iba a entrometerse.

Que los chavales hubieran sobrevivido a un montón de adversidades y luego fueran a la cárcel resultaba intolerable. Pero al haber unos trescientos chavales —ahora menos—, a los fiscales no les costaría nada que al menos unos cuantos testificaran contra los demás.

Y la verdad sea dicha: ¿acaso algunos no necesitaban que los encerraran?

Connie trató de no pensar en eso, pero la imagen de Sam con la luz asesina que le salía de las manos…, de la niñita a la que había intentado matar…, de la otra a la que había incinerado… Y el hecho de que antes de que llegara la ERA hubiera atacado y quemado la mano de su exmarido, su padrastro…

La mujer había visto en YouTube las entrevistas con chavales de dentro. Los que mencionaban a Sam lo describían como un líder, un héroe, como alguien que los había salvado en más de una ocasión. Dentro de la ERA era un héroe.

Pero una entrevista se le había quedado grabada. La había concedido un chico que se hacía llamar Bug y que casi podía desaparecer, o confundirse con el fondo y volverse casi invisible. Bug había dicho que Sam era un asesino.

«Estuvo a punto de matarme», había dicho Bug.

Las historias que contaban sobre su otro hijo, Caine, eran mucho más siniestras. Los chavales miraban nerviosos por encima del hombro cuando hablaban de él.

«Pero no es el peor —había dicho la famosita superrápida que se hacía llamar la Brisa—. Es malvado, desde luego. Pero no es un psicópata como Drake».

Sí, puede que a algunos sí que tuvieran que encerrarlos. Como perros rabiosos o tigres solitarios.

¿Qué podría hacer Connie? ¿Conseguir un abogado para Sam? No tenía dinero para eso.

Pero espera… otros sí, ¿verdad? Los chicos de la ERA necesitaban abogados, necesitaban políticos amigos, famosos que hablaran por ellos. Todas esas tonterías, las necesitaban. Relaciones públicas. Asesores.

Y todo eso implicaba dinero. Mucho dinero.

Connie llegó al pequeño tráiler que había compartido con Abana Baidoo durante casi un año. La encontró muy optimista.

—He hablado… bueno… ya sabes… he escrito notas a una chica de dentro que me ha dicho que todos quieren a Dahra. Que lleva el hospital, y es buena chica.

—Sí —dijo Connie.

—¿Dónde has estado?

Connie sabía que debía contarle a Abana que había mandado a Dahra al lago. Pero eso la preocuparía, probablemente sin necesidad. Es probable que Dahra no hubiera conseguido llegar hasta allí. Es probable que hubiera avisado o mandado a otro o…

Y no podía. No podía decir a su amiga que había enviado a su hija a una masacre.

—He ido al lago. Me han dicho que Sam estaba allí y… he subido.

Abana la miró atentamente con la cabeza inclinada en un gesto de interrogación, pues sentía que algo no iba bien.

—Hay un vídeo de una vieja loca que dice que ha visto fuego ahí arriba.

Connie negó con la cabeza.

—No está loca. Ha pasado algo horrible.

Eso sí que tenía que contárselo. De todos modos todo acabaría sabiéndose, pero no tenía que contarle ahora que era ella, Connie Temple, quien había mandado a Dahra hasta allí. Así que le explicó lo que había visto, y Abana se puso a llorar y Connie también.

Después bebieron bastante vino. La televisión estaba encendida, pero sin volumen. Connie vio un vídeo de lo que habían estado hablando antes en la radio: imágenes de lo que claramente era un incendio enorme en el bosque, que ardía en Stefano Rey y se extendía más allá.

A continuación pasaron a mostrar planos largos del lago. El presentador adoptó una expresión muy sombría, era evidente que advertía a la gente que estaba a punto de ver algo que podía herir su sensibilidad.

Y entonces la imagen pasó a ser la de un cadáver flotando en el agua.

Abana no estaba mirando la televisión, se estaba riendo de algo divertido que Connie no llegaba a entender. Así que no fue entonces, en ese instante, cuando Abana vio a su hija, Dahra, flotando boca abajo en el lago.

El sol se alzó y Edilio seguía vivo, lo cual lo sorprendió. Se había pasado la mayor parte de la noche en los escalones de la plaza. Había dormido un poco, encorvado, con la cabeza entre las piernas, pero no mucho. Miró a su alrededor con los ojos muy abiertos, preguntándose cuánta gente seguía en su sitio. ¿Cuántos se habían rajado? La idea de bajar hasta la barrera lo deprimía, porque temía encontrarse con todos sus soldados allí.

Entonces vio que Albert se le acercaba con cara de fastidio, que era más o menos la cara que ponía siempre.

—He hecho inventario de la comida —anunció Albert sin más preámbulos—. No pinta bien. ¿Supongo que no sabrás cuánto tenemos que aguantar?

Edilio pestañeó.

—No, la gayáfaga no me ha dado el calendario de cuánto falta hasta que baje la barrera o de cuánto falta hasta que vuelva a atacar. Lo siento.

—Has aprendido a ser sarcástico —señaló Albert con desdén.

—He aprendido muchas cosas, Albert.

Albert asintió en dirección a un par de chavales que deambulaban más allá de la fuente destruida tiempo atrás.

—¿Ves a ese chaval? Se le está cayendo el pelo. Ya tenemos malnutrición grave.

—¿Por qué crees que te he hecho volver? —replicó Edilio.

Albert levantó las manos con un gesto de «¿Ves lo que quiero decir?».

—Los has reclutado a todos para que hagan de soldados. Sé que los negocios no son lo tuyo, Edilio, pero necesito mano de obra. Necesito que la gente recoja las cosechas. Si llevan armas, no cosechan. Si no cosechan, no producen comida, y si no producen comida, no comen. Y sufren malnutrición porque no comen.

Pese a su tono pedante y odioso, Albert no se equivocaba, así que Edilio se mordió la lengua y aceptó el sermón.

—Sip —dijo.

—Lo que quiero decir es que no me eches la culpa —continuó Albert—. He hecho lo que tenía que hacer.

—No hacen de soldados, Albert. Están muertos de miedo. Se han ido a la barrera para estar con sus familias cuando mueran.

—Pues vaya estupidez, ¿no?

—¿De verdad? Teníamos un autobús lleno de trabajadores que ya no volverán, ¿te acuerdas? En cualquier caso, el fuego se acerca.

Albert negó con la cabeza, impaciente.

—En realidad, si los mandas a los campos probablemente estarán más seguros allí. Si los concentras en la ciudad, o peor aún, en la barrera, se lo pondrás más fácil a la gayáfaga. Además, todos se están muriendo de hambre, yo incluido. Ya estoy harto del parmesano. Huele un poco a vómito, si lo piensas bien.

La verdad es que Albert tenía razón. Lo de pasar hambre estaba garantizado.

—Tienes razón —concedió Edilio—. Envía a quien puedas a los campos. Diles que lo mando yo. Sobórnalos. Amenázalos. Haz lo que sabes hacer, Albert.

Era extraño, pero la verdad es que lo más útil que la gente podía hacer era ir a trabajar. Aunque la bestia acechara Perdido Beach, alguien tenía que recolectar los repollos.

Sinder supo cuándo se quebró.

Había ido a ayudar a Lana con Taylor. Y en cierta manera había sido un honor que se lo pidiera, y tener la oportunidad de trabajar con la curandera.

Hacía mucho tiempo, como un millón de años, Sinder era gótica, estaba muy metida en las fantasías oscuras, la ropa, el maquillaje, la pinta, y sobre todo pensaba que «Los demás no me importáis; yo vivo mi vida» y «Sí, soy rara: asúmelo».

Luego llegó la ERA. Y ya no había laca de uñas negra. Ni comida. Ni agua. Ni seguridad.

Había visto cosas terribles. Había perdido amigos.

Había acabado encontrando un sitio en el lago y había descubierto que tenía un poder, puede que el mejor de todos. Todo lo que tocaba crecía. Así que, de entre todas las cosas extrañas e imposibles de imaginar que podían acabar sucediendo, la ERA había concedido a Sinder una vida totalmente nueva, haciendo de jardinera.

Incluso ahora, casi sonreía al pensarlo.

Zanahorias, repollos, rábanos, podía cultivar cualquier cosa de la que encontraran semillas. No es que fuera, ¡pop!, de la noche a la mañana. No es que fuera como efectos especiales. Pero es que tenía mucha mano para las plantas, y cuando pasaba tiempo en su huerto con Jezzie acababa cultivando unas verduras estupendas. Unas verduras grandes que crecían muy rápido.

Había dejado el huerto al cuidado de Jezzie mientras estaba en Perdido Beach. Lo habían cultivado juntas. Lo habían azadonado, regado y le habían quitado las malas hierbas mientras hablaban de la vida.

Luego llegaron los supervivientes heridos, quemados y aterrorizados del lago. Y Jezzie no se encontraba entre ellos. Ni tampoco los amigos de Sinder. Todas las personas a las que estaba unida habían sido masacradas.

Y entonces fue cuando Sinder se quebró.

Salió sigilosamente de noche; a nadie le importaba, y se dirigió hacia las luces brillantes de «ahí fuera». Esas luces eran mágicas. La ERA era tan oscura… Como si se encontraran en un pueblo antiguo, de la Edad Media, o quizá de una jungla olvidada. Siempre estaba tan oscuro…

¡Pero ahí fuera…! Los letreros del motel, del Carl’s, las luces de las cámaras, las luces parpadeantes de la policía, las luces delanteras y traseras… Sinder entrecerró los ojos y todo se convirtió en un solo faro, como un reflector dirigido directamente hacia ella.

Al bajar la colina Sinder vio a los que quedaban, a todos los chavales. ¿Cuántos había? Más de un centenar, seguro. La luz de ahí fuera era como un sol frío que se les reflejaba en la cara.

La mayoría de la gente no se molestaba en intentar comunicarse. La mayoría había visto a sus padres, y escrito notas, y saludado y todo eso.

Pero Sinder no. No creía que pudiera soportarlo. Pero ahora, a la luz del día, inspeccionaba la multitud de ahí fuera. Tantas caras… Algunas mirando hacia dentro, otras con la vista apartada. Todos parecían tan limpios… Y llevaban ropa de la talla que les correspondía. No estaban heridos. Y todos tenían comida. Estaban comiendo sándwiches y donuts y tomando café.

A Sinder se le revolvió el estómago. Pero estaba mucho mejor alimentada que la mayoría de esos chavales. Muchos estaban en los huesos. Los chavales del lago habían comido mejor últimamente que los de la ciudad.

Ya, bueno, gran parte de los del lago estaban muertos ahora, así que, ¿para qué había servido alimentarlos?

¿Estaban allí su padre o su madre? Sinder inspeccionó la multitud de cientos de caras. Entonces vio el monitor de alta definición que anunciaba «Centro de Reunión», y se dirigió hacia él.

Una veinteañera aburrida de ahí fuera la miró burlonamente, y entonces, al ver que Sinder preguntaba con la mirada, levantó un letrero: «¿Buscas a tus seres queridos?».

«Sí —pensó Sinder—. Así es. Los seres queridos. Los que están vivos. Ya tengo a muchos muertos».

«¿Cómo te llamas?».

Sinder no tenía papel, así que lo escribió en la tierra. La mujer hizo la señal universal que indicaba llamada de teléfono. Entonces sacó un teléfono y empezó a escribir un mensaje de texto.

Sinder asintió hacia ella, agradecida. La mujer le indicó que se sentara y esperara pacientemente.

Y eso hizo Sinder. Entonces, para matar el tiempo mientras esperaba, y para dejar de pensar en lo nerviosa que la ponía volver a ver a sus padres, buscó alguna cosa que pudiera ayudar a crecer. Por desgracia habían pisoteado bastante la zona. No quedaba ni una brizna de hierba intacta.

—¿Cómo te encuentras, Sam?

El chico abrió los ojos, miró a Astrid, pareció confundido durante un instante, pues no sabía dónde se encontraba, volvió a mirarla y sonrió.

—Ahora mejor.

Entonces se esforzó por incorporarse.

—No, no, tranquilo. Estás mejor, pero aún no estás bien. —Astrid le acariciaba el pelo, y él la dejó—. Además, estás atado a una tabla.

De repente, Sam se mostró inquieto.

—¿Gaya?

—Está herida. Ha huido.

—Pero no está muerta.

Astrid negó con la cabeza.

—Algo arde —dijo Sam, oliendo el aire.

—Sí. ¡Sí! El bosque está ardiendo. No sé hasta dónde ha llegado.

Sam cerró los ojos y asintió.

—Gaya y yo. Ni siquiera pensaba, solo he disparado…

—¿Para seguir con vida?

—¿Qué ha pasado con Caine?

Astrid comenzó a desenrollar las tiras de ropa que lo sujetaban a la tabla. El modo en que se esforzaba por levantarse indicaba que ya podía mover la espalda.

—¿Estás listo para todo esto? —le preguntó Astrid.

—Cuéntamelo —pidió Sam, y sonrió lánguidamente y se incorporó—. Qué guapa eres. Y aún me duele el hombro.

Astrid le explicó lo que había pasado. Evitó hablar de que Sam, por el mero hecho de existir, hacía más fuerte a Gaya. Y de su intento inútil y ahora aparentemente ridículo de contactar con el pequeño Pete. Se ciñó a los hechos: decían que Caine y Diana habían huido a la isla; Edilio se estaba preparando para el siguiente ataque de Gaya; el fuego resultaba visible en el noroeste, y había chavales en los campos, pero estaban muertos de miedo.

Astrid esperó hasta que Sam hubo asimilado toda esa información antes de contarle lo último.

—Sam: Brianna está muerta.

El chico se la quedó mirando sin más. Entonces, en voz baja, casi infantil, preguntó:

—¿La Brisa?

—Ha parado a Gaya. Brianna casi la mata. La segunda vez ha… pero esta vez…

Había lágrimas en los ojos de Sam.

—Dios mío, ¿cómo está Dekka?

—Como era de esperar. Destrozada. Roger también está muerto, así que Edilio… Ha sido horrible, Sam. Horrible. Es como si estuviéramos en guerra.

—Lo estamos. No entiendo por qué Gaya no me ha matado.

Astrid no dijo nada.

Lana se acercó entonces, así que Sam no detectó el silencio de Astrid.

—¿Cómo te encuentras, Sam?

—Mejor de lo que debería. Sé que has hecho todo lo que has podido por la Brisa.

Lana negó con la cabeza.

—No he tenido oportunidad. La gayáfaga le ha atravesado el corazón a quemarropa con tu luz. Le ha hecho un agujero de quince centímetros de ancho. Eso no lo puedo curar.

—¿Qué quieres decir con «mi luz»?

Astrid lanzó una mirada furiosa a Lana, pero era demasiado tarde. No podía posponer la explicación a Sam.

—Tienes que contárselo —indicó Lana.

Su voz no era cruel, pero sí inflexible.

—Al parecer Gaya está conectada con tu poder —explicó Astrid—. Hay una… no sé cómo llamarlo… nadie sabe cómo, porque no existe en el mundo de ahí fuera. —Se andaba con evasivas, y Sam se daba cuenta. Entonces Astrid añadió—: Diana dice que Gaya os ha dejado vivir a Caine y a ti porque si morís os llevaréis vuestros poderes.

El rostro de Sam se volvió de piedra, completamente inmóvil. Astrid quería decir algo, pero no le salían las palabras.

Lana se encendió la colilla de un cigarrillo en la esquina de la habitación.

Sam levantó las manos, y las miró como si pudiera hallar una respuesta coherente en las palmas, hasta que acabó preguntando, casi en un susurro:

—¿Mi luz ha matado a todos los chavales del lago, a todos esos chavales? ¿Y a la Brisa?

Su mirada se dirigió inexorablemente hacia la pistola automática grande que colgaba del cinturón de Lana.

—Sé lo que estás pensando, Sam —acabó diciendo Astrid—, pero no. No.

—No estoy pensando nada —dijo Sam en voz baja, mintiéndole.

—No puedes quitarte la vida —afirmó Astrid, con voz acerada—. Es un crimen. Un pecado.

—Pensaba que ya no querías saber nada de creencias religiosas.

—Es peor que un pecado o un crimen: es un error —intervino Lana—. Al menos por ahora. —Se arrodilló para acercarse más a la altura de los ojos. Patrick se desplazó sigilosamente a su lado—. Digamos que de repente Gaya ya no tiene lo de la luz, ¿vale? Pero aún tiene el poder de Dekka, y el de Jack, y el de Caine. Caine se ha rajado. Entonces ¿cómo crees que vamos a matar a este monstruo? Jack no resulta muy útil últimamente, Caine se ha ido, así que queda Gaya contra Dekka y Jack. ¿Cómo crees que acabará eso?

A Astrid no le gustó la parte de «al menos por ahora». Pero se quedó callada y dejó que Sam se lo pensara.

—Entonces tengo que destruirla ahora mismo —anunció Sam—. Antes de que pueda atacar a nadie más. Tengo que hacerlo ahora.

El chico se levantó y dio un paso vacilante. Respiró hondo, recuperó el equilibrio y se dirigió hacia la puerta.

—Es lo mejor que puedo hacer por ti —comentó Lana a Astrid, en un aparte.

Astrid sabía que no se refería a haber curado a Sam, sino a lo que había dicho. Sonrió para mostrar su respeto y agradecimiento, y siguió a Sam hacia fuera.

«¿Dónde estás, Petey?

»¿Por qué no me hablas?».

—Puede que porque te maté —susurró la chica, mordaz.

Ya. Puede que fuera por eso.