VEINTICUATRO

14 HORAS, 22 MINUTOS

—QUIERO MI látigo.

La cabeza de Drake había encajado perfectamente en el cuello de Alex, aunque se veía una línea roja, como si… bueno… como si le hubieran operado y no se hubiese curado.

La cabeza de Alex, que ahora era una calavera vacía, desprovista de carne y sangre, yacía en una cuneta.

—Alégrate de tener cuerpo —gruñó Gaya.

—Si me alegro —dijo Drake, intentando parecer servil—. Pero no puedo luchar junto a ti con esto —y señaló con la mano que le quedaba el muñón de su otro brazo—. Ya pasó una vez. Puede volver a pasar.

Gaya parecía indecisa. Drake pensó que era una expresión extraña para el rostro de una diosa. Pero claro, Gaya ya resultaba extraña de por sí. Drake sabía que no debía fiarse de su hermoso rostro de piel aceitunada y ojos azules. Sabía que aún miraba a la criatura antes representada por una alfombra bullente de partículas verdes. Pero ahora era una chica bonita, casi de la misma edad que él.

Tan bonita como Diana antes de que el hambre la afectara. Tan bonita como Astrid, e igual de petulante y arrogante.

Lo confundía. Porque instintivamente deseaba hacerle daño. Le venían fantasías a la mente que lo impactaban. Lo mataría si lo supiera.

No era buena idea desear a una diosa. Y aún peor imaginarse que el látigo la azota…

«No —se ordenó a sí mismo—. Para». No era ni Diana ni Astrid. No se parecía a ellas. Seguía siendo la gayáfaga, la Oscuridad. Seguía siendo la malvada que lo había acogido, que le había dado un lugar y un objetivo.

—Necesito mi brazo —dijo Drake, dispuesto a insistir en ese aspecto porque sin su mano de látigo era débil.

Sin su mano de látigo, ¿qué arma tenía? Sin ella era solo Drake, no Drake Mano de Látigo.

—¿Para qué la quieres tanto? —preguntó Gaya—. ¿Para qué te serviría?

—Para luchar junto a ti, para defenderte, protegerte… Para…

El rostro de la chica no expresaba nada, pero sus ojos lo perforaban.

—Dime la verdad.

Si le mentía… podría destruirlo ahí mismo, en ese mismo instante. ¿Cuánto podía adivinar? Tenía que contestarle. Verdad o mentira.

—Primero Diana —dijo Drake entre dientes—. Astrid más despacio.

Gaya negó con la cabeza.

—Más tarde. Si…

—¿Si?

—Si me traes a la curandera —indicó Gaya—. Ella se… se me resiste. Busca la manera de privarme… —De repente pareció replantearse lo de contarle lo que pensaba—. Tráemela. Luego podrás hacer lo que quieras.

Entonces Gaya puso una mano sobre el muñón del brazo.

—No sé si crecerá —advirtió.

—Lo hará —afirmó Drake—. Tiene que hacerlo.

Astrid se encontraba en lo alto del acantilado de Clifftop.

Había barcos allí, en el océano oscuro. Veía sus luces al pasar.

Cuando estiraba el cuello hacia la izquierda veía el brillo procedente del campamento, del Carl’s Jr. y las luces de los hoteles nuevos.

Estaba todo tan desesperada y terriblemente cerca… ¿Cuánto había hasta las hamburguesas con queso y las patatas fritas y los coches que no estaban quemados y los policías a los que llamar cuando el peligro te amenazaba?

Ni medio kilómetro.

Electricidad y ausencia de miedo. Comida y calor. Su madre y su padre, sus primos y tías y amigos de la familia, todos ellos diciendo: «Entonces ¿cómo era?» y «Seguro que te alegras de haber salido».

«¿Tenías miedo?».

«Tanto miedo…».

«Seguro que viste cosas chungas».

«Tantas, que no te las sé explicar. Tantas, que no las recuerdo todas. Y algunas no he podido sacármelas de la cabeza.

»Tengo cicatrices. ¿Quieres verme las piernas, los brazos y la espalda? Cicatrices.

»¿Quieres verme el alma? También tengo cicatrices ahí, pero no las puedes ver».

«Seguro que lo hiciste lo mejor que pudiste».

«¿Ah, sí? ¿Estás seguro? Porque yo no.

»Mentí. Manipulé a la gente. A veces les hice daño. A veces fui cruel. Traicioné su confianza.

»Arrojé a mi hermano a la muerte. Sí, para salvarme y salvar a otros; pero ¿y entonces? Entonces ¿vale?».

—En los viejos tiempos habría hablado contigo, Dios —dijo Astrid en voz alta—. Te habría pedido que me orientaras. Y no habría sacado nada, pero habría fingido, y eso habría sido casi como si existieras.

Lana curaría a Sam. Y luego Sam saldría a luchar contra Gaya.

Y Gaya lo mataría. Pero solo tras haber matado a Edilio, Sinder, Diana, Sanjit, Quinn y… Entonces mataría a Sam, pero antes mataría a Astrid, para que Sam lo viera, y él gritaría de desesperación, y solo entonces Gaya lo mataría.

Sam moriría, y moriría sabiendo que había fracasado y no había salvado a Astrid.

La chica se distrajo al ver pasar a Sinder junto al hotel, puede que para sumarse a la multitud desesperada que se había acurrucado junto a la carretera. ¿Estaba allí la madre de Sinder? Astrid nunca había llegado a hablar con ella de su vida antes de la ERA.

No había llegado a conocer a muchos de ellos. Y ahora ya no podría. Cerró los ojos y vio la luz terrible que salía de las manos de Gaya. Volvió a oler a neumático quemado y contrachapado barnizado, lona y carne.

Si Sam se moría ahora mismo, en ese mismo instante, Gaya se debilitaría, y puede que los demás sobrevivieran.

—Lo he hecho antes —dijo Astrid al cielo oscuro—. Se lo hice a Petey, ¿verdad?

El cielo no tenía respuesta. Brillaba hacia el sur con las luces de la hamburguesería, y hacia el oeste con los barcos que pasaban deslizándose, transportando coches, iPads y aceite, y a personas mayores que querían ver ballenas.

Hacia el norte se veía el brillo rojo del fuego. Brillaba cada vez más. Ya debía de haberse extendido más allá del bosque. ¿Estaría arrasando la pradera seca? ¿Quemando los campos que los habían alimentado?

¿Un incendio? Astrid quería reírse. Bueno, ¿y por qué no? ¿Por qué no un incendio? A fin de cuentas estaban en la ERA.

En algún lugar el monstruo planeaba cómo matarlos. Y si Astrid iba a hacer algo para pararlo, alguien tendría que sacrificarse, tanto si era una víctima sin nombre como Sam.

¿Esa era la lección? ¿Qué estaba aprendiendo Astrid? ¿Que a veces no se podía elegir bien?

—Eso ya lo aprendí hace mucho tiempo —comentó Astrid.

Le había dicho a Sam —le había insistido en ello— que hiciera lo que fuera necesario para ganar, aunque tuviera que atacar a Diana, aunque tuviera que quemar el mundo, pero que sobreviviera, que viviera, porque no podía vivir sin él.

«Vivir.

»No puedo salir de aquí sin ti».

Astrid cerró los ojos dejando fuera los barcos, las estrellas, las luces de la hamburguesería y el incendio lejano.

—Petey…

Caine se dirigía hacia el muelle. La respuesta era evidente: si iba a sobrevivir, tenía que llegar a la isla. Salir de allí. Alejarse de Gaya. No es que Gaya no pudiera encontrarlo en la isla, pero, como le había dicho a Diana, el truco no era vivir para siempre, sino ser el último en morir.

Y no volver a sufrir ese dolor nunca más. No podía pensar en ello, no podía o no quería sentir su eco, y aun así le dolía.

Había un chaval de guardia, uno de los de Quinn, apostado para asegurarse de que nadie manipulaba ninguno de los barcos de pesca.

Caine no le hizo daño, tan solo utilizó su poder para estamparlo contra los tablones de madera hasta que dejó de gritar. Entonces lo ató y le metió un trapo en la boca para mantenerlo callado. Gaya también lo encontraría, y lo acabaría matando. Pero puede que la muerte le llegara un poco más tarde porque estaba incapacitado.

«Eh, eso ha estado bien, ¿verdad?».

Caine vio las barcas que habían reservado para emergencias. Debería quedarles un poco de combustible. No sería mucho, ya que se estaban quedando sin unos pocos días atrás, cuando Caine era el rey.

Sonrió al recordarlo. El rey Caine. Cómo cambiaban las cosas, ¿verdad? Y ahora estaba dispuesto a intentar huir sigilosamente para aferrarse a unas pocas horas de vida. Huir.

Del rey Caine a la rata Caine en un abrir y cerrar de ojos.

Bueno, Penny ya lo había destronado, ¿verdad? Caine recordaba la humillación de despertarse y encontrarse con que le habían metido cemento en las manos y le habían grapado una corona al cuero cabelludo. Y el dolor. Pero Caine había sufrido dolor, estaba familiarizado con él, y aunque las grapas en el cuero cabelludo no eran ninguna broma, no fueron nada comparadas con la agonía de que le fueran desincrustando el bloque de cemento lentamente con un martillo.

Sí, eso había estado mal. Una de esas cosas que te cambian la perspectiva. Aun así, la humillación de la impotencia había resultado peor.

Pero no peor que lo que le había hecho Gaya. En comparación, lo primero no había sido nada.

Caine se había mostrado arrogante creyendo que se había librado de la gayáfaga. Pero nunca se libraría, ¿verdad? Mientras ese monstruo existiera, podría entrar furtivamente en su cerebro y hacerle arrastrarse, llorar y suplicar la muerte…

Caine gimoteó. Como un niño asustado. Pero es que era un niño asustado, ¿no?

Saltó a la barca. No había indicador en el depósito, así que buscó durante un rato, deseando tener el poder luminoso de Sam. Tardó varios minutos en encontrar lo que necesitaba, algo lo bastante fino y largo como para meterlo en el depósito y comprobar cuánto había dentro: una caña de pescar rota, treinta centímetros de fibra de vidrio oscura. Lo sacó, y vio que aún quedaban como dos centímetros y medio de combustible agitándose.

En el océano, Caine vio pasar algo grande, puede que un petrolero, cargado con cientos de miles de barriles de combustible.

—Debe de ser agradable —comentó el chico.

—¿El qué?

Se le había acercado sin que Caine la oyera ni la viera. La sombra oscura de Diana se recortaba contra las estrellas por encima de Caine.

El chico iba a decir algo, pero no dijo nada. Ella estaba en el muelle. Él en la barca de debajo.

Diana.

Finalmente Caine preguntó:

—¿Qué haces aquí?

—Encontrarte. Te has marchado.

—No has encontrado gran cosa —dijo él amargamente, y se arrepintió de inmediato.

Sonaba autocompasivo. Bueno, y así era, ¿verdad?

—Aquí es donde desembarcamos, procedentes de la isla.

—Sí. Triunfantes. El héroe conquistador. El rey Caine. Me estaba acordando ahora.

—Con ese monstruo en el vientre —añadió Diana.

—No es culpa tuya —dijo Caine, tenso—. Ni mía, tampoco.

—Eso me pregunto.

—Nos… Bueno… hicimos el amor, ¿verdad? ¿No es así como debemos llamarlo? Nadie nos advirtió que estábamos concibiendo un cuerpo para la gayáfaga.

—¿Hicimos el amor? —repitió Diana.

—Por Dios, Diana.

—Dime, Caine: ¿hicimos el amor, o solo nos enrollamos? Es una pregunta sencilla.

—No, no lo es.

Caine oyó la risa sardónica de Diana, y al instante supo la respuesta a su pregunta. Oyó la risa desdeñosa, casi cruel, y lo supo, y sintió una emoción tan fuerte y repentina que casi se pone a gritar.

—No, no es una pregunta fácil entre nosotros —reconoció Diana, y repitió—: ¿Hicimos el amor, Caine?

—Vale, vale. Sí, Diana, hicimos el amor.

—Dímelo a mí, Caine.

—¿Para qué? Estoy huyendo, intentando salvarme dejándote atrás. Soy una rata que abandona un barco que se hunde. Un cobarde que se aferra a su vida patética durante una hora o dos. Estoy muerto de miedo; no puedo soportarlo más. Estoy acabado. ¿Qué quieres que te diga?

Ella no respondió.

Lo bañó cuando enloqueció, lo alimentó, estuvo allí cada vez que se despertaba y se ponía a desvariar, desvariar sobre lo de «hambrienta en la oscuridad».

Lo apoyó en sus planes alocados. Permaneció junto a él pese, ay Dios mío, pese a muchas cosas. Muchísimas.

Caine no le veía la cara, solo el perfil, pero se la imaginaba con todo detalle. En su mente veía los labios regordetes y la sonrisa de suficiencia y el modo en que a veces apretaba los labios como si reprimiera la risa. Y veía las mejillas y la línea perfecta de su mandíbula y el cuello que ningún hombre había visto jamás sin querer besárselo.

Y veía sus ojos oscuros.

Y sus pechos.

Y sus muslos y…

Y entonces Diana, al ser Diana, supo lo que estaba pensando, y comentó:

—He tenido un bebé. Las cosas no están igual que la última vez que las viste. Y tardaré un tiempo en estar lista para lo que sea que te esté pasando por esa mente malvada.

—Vale —dijo él.

—«Vale, mintió él» —se burló la chica.

Caine negó con la cabeza. Lo había pillado. Otra vez.

—¿Y para qué estás lista? —preguntó él.

—Estoy un poco rígida —dijo ella—. Me va a costar bajar.

Caine alzó una mano, levantó a Diana despacio y la hizo bajar igual de lentamente, deslizándola hasta quedar a escasos centímetros de su rostro. Dejó que sus pies tocaran el barco, y sintió su peso cuando se balanceó.

La chica tropezó, o quizá lo fingió, pero a quién le importaba: Caine la tomó entre sus brazos. Sí, la notaba distinta. Tenía más tripa. Y los pechos más grandes. Lo demás era lastimosamente flaco.

—¿Cómo tienes la boca? —le preguntó él, pues se moría de ganas de besarla.

—¿Por qué, en qué estás pensando?

Caine se rio.

—Dilo. Pero…

—Pero ¿qué…? —preguntó el chico.

Diana lo susurró, y sonó demasiado vulnerable:

—Pero solo si es verdad, Caine. Solo si lo es.

—Te quiero —dijo él.

—Sí —dijo ella, satisfecha.

Caine la besó, y sí, la boca de la chica aún le funcionaba.

Entonces, poniéndose serio, preguntó:

—Así que, ¿no vamos a la isla?

—¿Adónde ibas?

Él suspiró.

—Tenía dos respuestas pensadas. Una, que estaba huyendo como una rata. Esa era la respuesta principal. No puedo… Preferiría morir. No puedo dejarle que vuelva a hacerlo otra vez. Por eso huía.

—¿Dos respuestas? —preguntó Diana.

—Mira, la primera… no, las nueve primeras respuestas eran que estaba huyendo. Pero la otra respuesta, la que tenía mucho menos presente, digamos, pero que era una posibilidad… —Caine perdió el ímpetu después de tanta evasiva—. Mira, parte de mí pensaba en los estúpidos misiles de Albert.

—¿Crees que podrían matarla?

—Es lo único que se me ha ocurrido que podría sorprenderla. Pillarla con la guardia baja. —El chico suspiró. La verdad se acumulaba en su interior. Que amaba a Diana. Y que eso no lo salvaría—. No saldremos de aquí, ¿verdad?

Diana negó con la cabeza.

—No, amor mío.

Se quedaron mucho rato el uno en brazos del otro. Hasta que finalmente Caine puso en marcha el motor y el barco se dirigió hacia la isla.

Y Diana, con Perdido Beach alejándose de ella, las lágrimas que le caían por las mejillas y la luz del fuego que se acercaba reflejándose en sus ojos oscuros, susurró otro nombre:

—Pequeño Pete…

Se llamaba Peter Ellison, pero todos lo habían llamado siempre pequeño Pete.

A veces Petey.

Y ahora oía su nombre. Como oraciones que flotaran hacia él procedentes de los fantasmas.

Una voz que reconocía.

Y otra que no.

Una tercera voz que se comunicaba con él como a veces hacía la Oscuridad, en silencio, a través de ese vacío que conectaba a todos los que alguna vez había alcanzado.

Con distintas palabras, de distintas maneras, todos decían: «Tómame».

«Tómame, Petey».

«Tómame, pequeño Pete».

«Tómame, rarito».