VEINTITRÉS

15 HORAS, 57 MINUTOS

—¿Y de qué parte estás en este asunto, Caine? —le preguntó Edilio.

Se encontraban de pie en la carretera, mirando hacia la oscuridad. Dekka aún lloraba. Nadie había tratado de quitarle el cuerpo de Brianna.

Orc había vuelto de intentar, inútilmente, encontrar a Gaya. Jack se encontraba a pocos metros de Brianna. Las lágrimas le corrían por la cara, pero no había conseguido acercarse. Jack y Brianna habían tenido una relación complicada. Jack había flirteado con ella a su manera torpe, se habían enrollado una o dos veces, pero ninguno de los dos había disfrutado mucho de la experiencia. Brianna era demasiado intensa para Jack, y él demasiado friki para ella. Pero le importaba. Solo que no tanto como a Dekka.

Así que estaba ahí de pie, incómodo, haciendo de testigo silencioso.

—¿Yo? —dijo Caine. Parecía exhausto. Derrotado. Miraba fijamente a Brianna—. Luchamos codo con codo una vez, la Brisa y yo, contra los bichos. Era una cañera.

Edilio hizo un ruido impaciente. Tenía la voz ronca.

—Escúchame, Caine: no tengo tiempo. Ese monstruo podría volver en cinco minutos.

Edilio vio que el orgullo iluminaba la mirada de Caine, pero a continuación se desvanecía.

—La verdad es que ella… esa cosa… me tiene enganchado —explicó—. Ahora es más fuerte. O yo soy más débil. En cualquier caso, cuando me ataca siento un dolor que… no creo que quieras saber cómo es.

Su expresión demacrada indicaba que decía la verdad.

—Sin Sam y tú probablemente no podremos derrotarla —le recordó Edilio.

—Ya, bueno, Sam está tumbado en la carretera, destrozado. Igual ha muerto.

—Entonces tenemos que ir a buscarlo —lo apremió Edilio.

—¿Que sigamos por esa carretera ahora mismo? —preguntó Caine—. ¿Es que te has vuelto loco?

—No me voy a quedar aquí mientras…

—Si sales ahí fuera te liquidará fácilmente —insistió Caine—. Llévate a cualquiera y harás que lo maten. —Miró a su alrededor, perdido—. Si intento pelearme con ella, me volverá loco. No sabes… Sea como sea, Sam y yo ya lo hemos intentado. —Negó con la cabeza—. No podemos derrotarla. No podemos derrotar a la gayáfaga; nunca hemos podido. Siempre supimos que terminaría así, cazándonos a todos, uno tras otro. Siempre fuimos el rebaño, y ella el lobo.

—Cállate, Caine —le riñó Edilio casi susurrando.

La ira, una ira peligrosa, se apoderó de Caine.

—¿Y quién eres tú para hablarme así?

—Tú has sido el problema, Caine. Desde el principio. Tú eres quien evitó que nos uniéramos, que lucháramos contra esa cosa. Tu ego y tú, y tu estúpida necesidad de controlarnos a todos. No me vengas ahora avergonzado, con la cabeza gacha, diciéndome que tienes miedo.

Edilio le clavó un dedo en el pecho. Era una reacción tan impropia de él que los sorprendió a los dos.

Edilio sabía que hablaba movido por el miedo, porque sabía que Caine no se equivocaba respecto a cómo iban a terminar las cosas. Aun así, necesitaba tener el poder de Caine de su parte para albergar alguna esperanza, por leve que fuera. Y desde luego necesitaba esperanza.

—He perdido a alguien a quien quería en el lago —añadió Edilio, emocionado—. Han muerto setenta chavales ahí arriba. Hace un momento, seis u ocho. Y ahora mismo, Brianna. Y habrá más. Parte de eso es culpa tuya, Caine. Así que vas a dar la cara, ¿me has oído? Vas a dar la cara.

Edilio no tenía nada más que añadir, y Caine no parecía saber qué responderle. Así que Edilio se volvió hacia Dekka y Jack y ordenó:

—Ya basta de llorarla. Ya la lloraremos más tarde si seguimos vivos. Ahora mismo tenemos que replegarnos y prepararnos para el plan B.

—¿Hay un plan B? —preguntó Jack.

—¡Otro! —replicó Edilio—. ¡Ahora no me digas que no vas a luchar, porque te juro por Dios que te dispararé yo mismo! —Y con voz más comedida añadió—: Sí, hay un plan B. Lucharemos contra esa criatura malvada de todas las formas posibles. Caine, Orc, Jack, Dekka, seguidme.

No volvió la vista para ver si lo habían obedecido.

No tenía por qué hacerlo.

Fue cuestión de suerte que Sam ya no estuviera y Alex tampoco cuando Gaya volvió a pasar por la carretera, echando chipas y llorando de dolor y frustración mientras se curaba las heridas y afrontaba que al matar a Brianna se había privado de un poder.

«¡Qué estúpido!».

No, estúpido no: necesario. Eran más fuertes de lo que pensaba. Y más peligrosos.

Y entonces oyó un movimiento en la oscuridad. Tenía las manos levantadas, dispuesta a matar, cuando se le ocurrió quién podría ser.

Apareció el ser humano adulto, la comida. Llevaba algo en el brazo que le quedaba. Una cabeza.

¡Drake!

—¡Ven aquí! —exigió Gaya.

Alex se acercó, dubitativo al mismo tiempo que daba pasos acelerados y precipitados. Gaya salivó al verlo. Tenía mucha hambre.

Pero Drake, ah, podía resultar útil. Si lo hubiera tenido en las últimas peleas, no se habrían tenido que retirar.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó Gaya a la cabeza—. Se suponía que tenías que alimentarme.

—Ha sido Brianna —susurró Drake.

—Ah, pues te alegrará saber que está muerta.

La boca de tiburón de Drake se retorció formando una sonrisa espantosa. Por algún motivo, una cola de lagarto le salía de entre los ojos.

—Me pregunto… —susurró Gaya para sí.

Tenía a Drake, tenía a Alex, tenía el poder curativo, y estaba hambrienta. Era un puzle. La solución que se le ocurrió de repente era imperfecta, pero podría acabar resultando. Y si resultaba, contaría con un aliado fiel y peligroso.

Y una comida.

Gaya se acercó a Alex, que inclinó la cabeza y forzó una sonrisa servil y aterrada.

Gaya le devolvió la sonrisa para calmarlo. Entonces, con un solo rayo de luz mortal le separó la cabeza de los hombros, que cayó al suelo haciendo un ruido sorprendentemente fuerte.

La cabeza de Drake cayó de los dedos muertos de Alex.

Y, finalmente, el cuerpo de Alex cayó desplomado.

No salió mucha sangre: el corazón ya no le latía.

Gaya se arrodilló, cogió la cabeza de Drake y la colocó sobre el muñón del cuello de Alex.

Drake intentó hablar, pero ahora no le entraba aire.

—Un trasplante —explicó Gaya.

Aguantó la cabeza sobre los hombros y concentró su poder curativo. ¿Resultaría? Drake ya no era totalmente humano, y Alex estaba muerto, pero hacía muy poco.

Al mismo tiempo, las heridas de la niña apenas se habían cerrado, y no se habían curado. Estaba forzando sus enormes poderes, luchando contra el dolor y la debilidad de su cuerpo dañado. Y no conseguiría superarlos si no comía algo.

Así que estiró una pierna e hizo rodar torpemente la cabeza de Alex hacia ella.

Diana supo que las cosas habían salido mal en cuanto vio a Caine entrar en la ciudad detrás de Edilio, con la cabeza gacha. Sin poder contenerse, echó a correr hacia él. Como una tonta, como una niñata corriendo hacia una estrella del pop. Atravesando la plaza.

Pero incluso cuando se puso delante de él, donde el chico no podía evitar verle al menos las piernas, Caine no alzó la vista.

Diana iba a tocarle el brazo, dudó y lo hizo de todos modos.

—Caine.

—Eh, Diana, ¿cómo va todo? —Qué pregunta más tópica.

Ni siquiera eran palabras, tan solo ruido.

—¿Que cómo va todo? —El sarcasmo de Diana no pareció afectarle—. ¿Aparte de haber dado a luz a un monstruo que va a intentar matarnos a todos y probablemente lo consiga?

Caine asintió.

—Sí, aparte de eso.

—Pues aparte de eso todo va muy mal, Caine.

El chico asintió.

—Ya.

Entonces levantó la mirada, pero no miró a Diana, sino a izquierda, a derecha, en todas direcciones excepto a ella, hacia el ayuntamiento y la iglesia en ruinas que quedaban detrás, como si no supiera dónde estaba y deseara desesperadamente estar en otro lugar.

Diana pensó que ella también quería estar en otro lugar. Cualquier otro sitio ya le vendría bien.

—¿Cuánto tiempo nos queda? —preguntó Diana.

El chico negó con la cabeza.

—No lo sé. Podemos herirla. No es invulnerable. Pero nos acabará alcanzando. Sam está lisiado. Brianna está muerta. Orc y Jack están…

—¿Brianna está muerta? —lo interrumpió Diana.

Ahora le apretaba el bíceps, clavándole los dedos. Él no pareció darse cuenta.

—Sí. La verdad es que… la admiraba, ya sabes. Nosotros dos…

—Caine, Gaya se apodera de los poderes de los otros mutis. Me ha contado un rollo sobre campos y conexiones o como se llamen, pero el caso es que por eso no os ha seguido a Sam y a ti tras la primera pelea, por eso no se quedó a remataros: os necesita vivos.

Ahora Caine la miró sin creérselo, y cada vez más horrorizado.

—Por eso no ha matado a Sam; se ha limitado a dejarlo indefenso. Y por eso no me ha matado. ¿Entonces por qué ha matado a Brianna?

—No lo sé. Puede que no le quedara otra opción. Puede que se haya confundido, no lo sé. —Entonces, retorciendo la boca en una sonrisa amarga, Diana añadió—: En realidad, no es que la conozca. No es… Sé que la he tenido yo, pero…

Por fin, Caine la miró y pareció verla de veras. Siempre había habido una cautela entre ambos, una capa de falsedad, de ostentación. Caine no era una persona que se permitiera ser vulnerable.

Para su sorpresa, Diana se dio cuenta de que esa capa había desaparecido. Por primera vez, Caine no llevaba una máscara. Por primera vez, cuando Diana lo miró a los ojos vio una tristeza indisimulada.

Caine la atrajo hacia él. Por una vez, y puede que fuera la primera, no tenía nada que ver con el poder ni el deseo. Eran dos personas en el fin del mundo. Dos perdedores esperando su derrota final.

Diana se le acercó encantada. Caine la rodeó con sus brazos y ella se negó a llorar, se negó porque ¿de qué serviría? Ya no les quedaba tiempo: ya habían agotado todas las oportunidades.

—Tenemos que asegurarnos de que Edilio realmente entiende todo esto —lo apremió Diana—. Lo de Gaya, lo de la gayáfaga, lo de estos poderes. Está muy alterado. Quizá demasiado para poder…

Diana lo miró y vio que sus ojos la dejaban fuera. Su retirada no era absoluta, pero sí innegable.

—Diana, ¿quieres asegurarte de que Edilio lo entiende? ¿Y tú lo entiendes? Diana, si me muero y Sam se muere y Dekka y Jack se mueren, la gayáfaga no resultará muy peligrosa. —Caine hizo un ruido, incrédulo—. Vendrá otra vez lo de «matar a los mutis». Otra vez; como con el imbécil de Zil y la Pandilla Humana.

—¿Entonces no hacemos nada? ¿Esperamos a que Gaya se los cargue a todos menos a ti? ¿Y que al final venga a por ti?

—Puede que para entonces haya bajado la barrera —sugirió Caine.

—Pero puede que no, y Sam y tú seréis los últimos que quedaréis, rodeados de cadáveres.

Era como si soplara un viento frío en el espacio que había entre ellos. Caine volvía a ser Caine.

—¿Y no jugamos todos a eso, Diana? Todos intentamos seguir con vida. Aunque al final acabemos muertos.

Diana se volvió y entonces se dio cuenta de que Astrid estaba a pocos metros de ellos, callada, escuchando.

Caine también la vio.

—¿Tú qué aconsejas, Astrid la genio? Cuando venga, cuando nuestra niña monstruosa venga a matarnos a todos, será con el pequeño espectáculo láser de Sam con lo que hará más daño. Así que, ¿qué nos dices, oh gran fuente de moralidad?

Diana miró a Astrid. Caine tenía razón, y Astrid sabía que tenía razón. Diana pensó que claro, que Astrid debía de haber pensado en las implicaciones de la situación actual antes que nadie. Por eso había intentado desbaratar la reunión en la oficina del alcalde.

«Astrid sigue manipulando», pensó Diana amargamente. Pero ¿acaso no se limitaba a defender al chico al que quería? ¿Acaso eso era tan terrible?

Una niña pequeña se acercó corriendo y se llevó a Astrid aparte.

—¿Lo ves? —dijo Caine, como si Astrid hubiera demostrado lo que él quería decir—. Cuando llega la hora, cuando llega el instante final, lo único que quieren todos son cinco minutos más para sí mismos y para sus… para las personas que les importan.

Había sido la hermanita de Sanjit, Bowie, quien había encontrado a Astrid y se la había llevado aparte.

—Lana dice que tendrías que venir.

—¿Por qué? —preguntó Astrid.

—Es Sam. Quinn acaba de traerlo a Clifftop. Y está herido.

Astrid corrió de la plaza a Clifftop con el corazón en un puño. Irrumpió en el hotel sin aliento y con la cara roja, y estuvo a punto de pisar a uno de los heridos del pasillo.

Lana alzó la vista cuando Astrid entró como una exhalación, y antes de que Astrid pudiera hablar anunció:

—Vivirá.

Pero Lana no estaba con Sam; Sam estaba en una esquina, en el suelo, prácticamente metido bajo una mesa de centro. Quinn estaba con él.

—Hola, Astrid —dijo Quinn.

Astrid lo ignoró, se arrodilló junto a Sam y le cogió la cara con ambas manos.

—¡Sam, Sam!

—Lleva un rato ido —indicó Quinn.

—¿Qué ha pasado?

—Al parecer se ha encontrado con Gaya fuera de la ciudad. Lo ha dejado muy hecho polvo.

Astrid giró la cabeza y gritó a Lana:

—¿Por qué no le ayudas?

—¡Porque no se va a morir, y este otro sí! —le contestó Lana, gruñendo.

—¡Lo necesitamos!

—También necesitabais a Brianna. ¿Cómo os ha ido?

Astrid se puso en pie de un salto, y durante un instante estaba tan descontrolada que le faltó poco para pegar a Lana. Pero Lana no se alteró. Sanjit se interpuso discretamente entre ellas.

—Oye, oye, oye, vamos. Vamos.

—¿Quieres hacer algo útil, Astrid? Habla con tu hermano —propuso Lana.

Astrid retrocedió.

—Lo sé todo sobre el Enemigo —empezó a decir Lana—. Sé lo que nos jugamos. Me has pedido que contactara con la gayáfaga… Pues bueno, déjame decirte, Astrid, que eso va en los dos sentidos. No es agradable, Astrid. —Apenas se la entendía al hablar con los dientes apretados—. No es divertido deslizarse junto a una cosa mal… oír la voz de una cosa que intenta esclavizarte. Matarte. Me odia. Prácticamente saliva al pensar en aplastarme. ¿Lo pillas, Astrid la genio?

A Astrid la sorprendía el veneno que había en la voz de Lana, y la pálida furia de su rostro. Lana había envejecido en el corto periodo de tiempo que Astrid llevaba sin verla. Astrid sabía que veía el reflejo de un sufrimiento que no lograba comprender. Pero el miedo, el miedo en el rostro de aquella chica dura… eso sí que lo entendía.

—Lana, podemos matar a Gaya —insistió Astrid.

—Y el pequeño Pete puede matar a la gayáfaga —replicó Lana—. El pequeño Pete tiene el poder; tú lo sabes, y yo también. La gayáfaga está asustadísima; por eso ataca. Teme a Pete. Se dedica a matar a la gente por miedo al pequeño Pete.

—¿Tú sabes lo que necesita el pequeño Pete? —la increpó Astrid—. ¿Sabes lo que estás pidiendo?

Lana se calló. Miró al niño que estaba tocando. Con la mano libre le palpó el cuello, buscándole el pulso. A continuación apoyó la cabeza sobre el pecho para oírle el corazón, y acabó recostándose.

—No sabía lo mal que… Tendría que haber empezado antes.

Astrid tardó un instante en comprender lo que acababa de ver. Tropezó al dar un paso atrás, se detuvo y miró a los ojos angustiados de Lana.

—Sí. Así es mi vida ahora —comentó Lana, y alzó un dedo tembloroso para tocarse la sien—. Y además tengo esa cosa dentro, otra vez en la cabeza. Es superdivertido.

Lana se levantó, a punto de caer, y se estiró para hacer crujir la espalda.

—Bueno, ahora sí que tengo tiempo para Sam. Mucho tiempo. —Aceptó un vaso de agua que le ofreció Peace, y lo dejó junto a Sam—. ¿Ves esas tijeras? —Lana señaló un par de tijeras de podar grandes que había en la mesa—. Tráemelas y le cortaré la camiseta. Tenemos que empezar por la espalda.

Astrid hizo lo que le pidió. Ahogó un grito al ver que el hueso descarnado y blanco sobresalía del hombro de Sam. Pero cuando lo colocaron delicadamente de lado vio el caos retorcido de la columna y estuvo a punto de perder la esperanza.

—Ya, no pinta bien —indicó Lana—. Tendrás que ayudarme. Tenemos que enderezarlo un poco, alinear la columna. Va mucho más rápido si primero vuelves a colocar todas las piezas en su sitio. ¿Dónde está Dahra? Me vendría bien… —Entonces se acordó—. Dos caídos, ambos heridos en carreteras solitarias —dijo en voz baja—. Uno muere. El otro vive, al menos por ahora. El Dios en quien ya no crees tira los dados.

Sam gruñó en sueños cuando Astrid cortó lo que quedaba de la tela.

—Era buena persona, Dahra —comentó Lana. Le temblaba el labio—. Era buena persona, esa chica. —Miró a su alrededor. En la habitación había niños llorando en voz baja, gimiendo, pidiendo agua—. Un montón de buenas personas, muertas. —A continuación, meneando la cabeza como si quisiera sacudirse algo de encima, Lana gritó—: ¡Sanjit! Manda a Peace a buscar una tabla. Una estantería iría bien.

Lana se encendió un cigarrillo, aspiró profundamente y soltó aire en dirección a Astrid.

—¿Te has fijado, Astrid? No hay dos mutis con el mismo poder. No hay dos chavales con supervelocidad, solo uno. Ni dos ni tres ni cinco ni diez con el láser de Sam. Un Jack, una Dekka.

—Sí —reconoció Astrid, cautelosa.

—Una curandera.

—Ya, de eso nos hemos dado cuenta todos —dijo Astrid, sin ocultar que preferiría que la curandera fuera alguien menos volátil.

—Pero esa monstruosidad de Gaya parece capaz de curarse, de disparar rayos, y de hacer todo ese rollo telequinésico. Qué interesante, ¿verdad? Los chavales se han dedicado a contarme historias mientras les ponía las manos mágicas encima. Vale, ahora coge a Sam de la cintura. Agárralo bien, porque esto va a ser muy chungo.

Astrid hizo lo que Lana le indicaba.

«No te pongas a llorar», se dijo a sí misma. Pero le dolía ver el cuerpo de su amado destrozado de esa manera.

—Vas a tirar, ¿vale?, para que yo pueda colocarle otra vez los huesos en su sitio. Y vas a seguir tirando hasta que yo te lo diga, ¿lo pillas?

—Sí —dijo Astrid.

—Tira.

Astrid tiró y Sam se retorció y Lana gritó a Astrid por no sujetarlo lo bastante fuerte, así que Astrid lo agarró con más fuerza y tiró y Sam abrió los ojos y gritó y agitó las manos, así que Sanjit corrió hacia ellos y se las agarró, rápidamente, porque las manos de Sam podían resultar muy peligrosas, y Quinn se acercó a ayudar a Astrid a tirar.

Lana fue colocando una vértebra tras otra en su sitio, haciendo un ruido húmedo escalofriante cada vez, y a continuación deslizó una estantería de madera por debajo de él y dejó que Quinn y Sanjit se dedicaran a envolverlo con tiras rasgadas de sábanas, para inmovilizarle los huesos.

Sam dejó de gritar y volvió a desmayarse.

—Puede que tenga heridas internas —indicó Lana—. Puedo arreglar la columna, y quizás el hombro. Ya veremos qué pasa con lo demás.

—Debería volver con Edilio, ver si necesita… —empezó a decir Astrid, y se levantó para marcharse.

—Sí. Deberías marcharte. —Lana estaba de acuerdo—. Y luego más vale que decidas qué puede ser peor, chica lista: que sacrifiquemos a alguien vivo al pequeño Pete. O lo otro.

Lana sonreía enfadada y desafiante. Astrid no quería preguntarle, porque sabía la respuesta. Pero no podía no hacerlo.

—¿Qué es lo otro, Lana?

—Lo otro sería matar a Sam, y a Caine también, si lo encontramos, para desarmar a la gayáfaga.

Astrid se quedó inmóvil.

Lana se rio cínicamente.

—Ya, eres la genio, pero eso no significa que yo sea idiota.

Astrid asintió. Se concentró en el par de tijeras grandes, y en la pistola automática de Lana. Se mordió el labio bruscamente y preguntó:

—¿Y Sam?

—No le voy a hacer daño —afirmó Lana—. Yo no hago eso, ¿recuerdas? Soy la curandera.