23 HORAS, 8 MINUTOS
SALTÓ A la isla, donde se encontró con una Leslie-Ann sobresaltada.
A la central nuclear, donde no vio a nadie.
Al bosque. Lo mismo. Nadie. Pero mucho fuego. Saltó de allí rápidamente.
A la playa, donde vio un pez muerto y madera a la deriva.
Al «hospital», donde había una niña enferma deambulando, llamando a Dahra.
Al lago. Había cadáveres hinchados en el agua. Y a otros, como peces, se los había llevado la corriente hasta la orilla.
Taylor se detuvo en el lago.
¿Qué era qué?
¿Qué era ella?
Tenía recuerdos. Como viejas fotografías que se hubieran arrugado con el paso del tiempo. Los miraba y entendía. Pero no eran realmente suyos. Eran de Taylor. Ella era Taylor, pero ya no era aquella Taylor.
Saltó a un punto cualquiera del desierto. Nadie.
A un tren destrozado. Nadie.
A un campo de alcachofas. Los gusanos salieron como un hervidero del suelo, la tocaron y se retrajeron.
«¿Qué soy yo?».
Taylor veía que alguien la seguía, pero no llegaba a verlo.
Nadie podía moverse como Taylor. Pero él sí.
Taylor saltó hasta la ciudad fantasma en ruinas, hasta el pozo de la mina. Él saltó con ella.
«¿Y tú qué eres, saltador invisible?».
Entonces Taylor tuvo una idea. Saltó doce veces instantáneamente, quedándose solo medio segundo en cada lugar.
Él estaba allí.
Siguiéndola.
«¿Y tú qué eres?», le preguntó él.
«No lo sé», respondió ella.
«Igual puedo ayudarte —dijo el invisible—. Yo te hice así. No quería. Igual puedo arreglarte».
Taylor sentía. No había sentido últimamente, pero ahora sí. Sentía algo. Como si fuera agua, y alguien estuviera sumergiendo la mano en su interior. Taylor cedía y adoptaba una nueva forma alrededor de donde la habían tocado.
Desaparecía durante un instante, pero volvía a aparecer. Se sentía inquieta, y luego ya no.
De repente jadeó. Cogió aire.
La sorprendió. No había respirado últimamente, aunque recordaba que antes lo hacía. Cuando era la otra Taylor.
—No recuerdo qué hice para volverte así.
Ella oía la voz, aunque no veía a nadie.
—Pero lo estoy intentando.
Taylor se tocó el pelo con la mano dorada.
—Mi pelo —dijo, y las palabras la sorprendieron. La voz que venía de sus pensamientos parecía ajena—. Está mal.
—¿Y así? —preguntó el pequeño Pete, porque ahora Taylor sabía que era él.
Taylor se tocó el pelo, que ya no formaba una sola lámina gomosa. Era negro. Era su pelo.
—Así mejor.
—Los ojos.
—¿Sí?
—¿Así mejor?
Taylor sintió el tacto extraño, la solidez, mientras que en cierto sentido ella era líquida. Y de repente lo vio. No se parecía al pequeño Pete. Parecía un remolino de luz, como si un millar de luciérnagas se enjambraran.
—Ahora no puedo hacer más —indicó el pequeño Pete—. Estoy débil, y la Oscuridad se dará cuenta. Ahora no te mira, se ha olvidado de ti.
Una parte de Taylor, una parte que había vuelto a despertar, un fragmento de la antigua Taylor, se daba cuenta de que no era como antes. Sus ojos veían y sus oídos oían de manera distinta. Pero notaba la respiración en los pulmones, y el latido en el pecho.
Y tenía pelo.
—Te hice daño, aunque no quería. No puedo pedirte que me ayudes —dijo el pequeño Pete.
—No tienes que hacerlo —respondió Taylor—. Conozco a la Oscuridad. Sé que odia a la curandera. Sé de qué parte estoy.