DIECINUEVE

25 HORAS, 29 MINUTOS

SAM Y Caine vieron el autobús escolar. No es que fuera una imagen muy inusual: a veces utilizaban lo que les quedaba de gasolina para llevar a los chavales hasta aquel lugar, el más alejado de las zonas de cultivo.

Pero había demasiado silencio en el autobús y en el campo. Si el autobús había traído a los chavales, tendrían que verlos.

Encontraron el primer cuerpo boca abajo, con una pierna estirada sobre la tierra y la cara sobre el asfalto. Algo muy muy potente lo había aplastado y le había arrancado una pierna. La pierna que quedaba llevaba una zapatilla roja.

—No nos lleva tanta ventaja —comentó Caine—. Seguramente va siguiendo la carretera.

—Si corremos… —empezó a decir Sam, aunque se notaba demasiado cansado para aguantar una carrera larga.

—Tú adelántate y corre. Yo cogeré el autobús —indicó Caine.

—Ah. Vale, eso sería mejor. ¿Has conducido alguna vez un autobús?

Caine negó con la cabeza.

—No, no lo he hecho.

—Por extraño que parezca —dijo Sam, recordando aquella vez, mucho tiempo atrás, en que una mezcla de terror y competencia le había hecho ganarse el apodo de Sam Bus Escolar—, yo sí.

Lana oyó que alguien abría la puerta y se aclaraba a voz. Sin levantar la vista, la chica exclamó:

—¡No puedo con más chavales hechos polvo!

Se había metido en una especie de carrera de relevos desesperada, yendo de una persona a otra en la habitación, por el pasillo, en la habitación de al lado, poniéndoles las manos encima, intentando evitar que los más perjudicados se murieran, reservándose un minuto aquí, cinco allá. Y estaba resultando, a excepción de los dos que se habían muerto porque no los había cogido a tiempo. Nadie más se había muerto. Todavía.

La persona que se aclaraba la voz en la puerta resultó ser Astrid. Lana la miró agriamente.

—¿Quieres algo?

—¿Tienes un minuto?

—¿Que si tengo un minuto? Claro, ¿quién quieres que se muera mientras hablamos?

Patrick se acercó a Lana sin hacer ruido y la acarició con el hocico, como si notara que su dueña estaba al límite.

Lana tenía una mano puesta sobre cada chaval: un chico de unos doce años y una chica de trece. El chico tenía medio cuerpo quemado, y la ropa se le había fundido sobre la carne burbujeante, que ya se había enfriado. La chica tenía la cara lacerada de tal modo que no volvería a ser guapa si Lana no le curaba las heridas.

Astrid se agachó delante de Lana, que estaba sentada con las piernas cruzadas sobre un cojín grande que iba arrastrando de un herido a otro.

Lana respetaba mucho la lealtad de Astrid por Sam. Respetaba mucho su inteligencia. E incluso había llegado a aceptar su dureza. Pero no había decidido si le gustaba Astrid.

—La gayáfaga —dijo Astrid.

—¿Qué pasa con ella?

—Diana dice…

—¿Esa bruja está en la ciudad? Estupendo. ¿Y te fías de ella?

—Nos ha traído información útil. Ha estado con Gaya… con su hija.

Lana comentó con sorna:

—No hay ninguna Gaya: solo está la Oscuridad desde el primer día.

—Diana dice que esa niña… cosa… te odia.

Lana soltó una risotada.

—¿Sí? El sentimiento es mutuo.

Astrid adoptó una expresión paciente al decir:

—La gayáfaga no puede alcanzarte. Por eso te odia.

—Lo que tú digas. Ahora mismo no es mi problema.

—La pregunta es: ¿podrías alcanzarla tú, si tuvieras que hacerlo?

El rostro de Lana era duro como la piedra.

—¿Y por qué querría hacer eso?

—Porque está de camino. Y busco cualquier arma que podamos utilizar.

—Yo soy el arma —afirmó una voz. Era Brianna, incorporándose en el sofá.

Aún tenía la cara quemada, aunque ya no estaba de un rojo sanguinolento. Había partes que casi parecían normales. Pero tenía un ojo inflamado y cerrado.

—Estás medio ciega, idiota —dijo Lana, pero no enfadada sino con afecto.

Brianna se puso en pie de un salto, meneó las piernas como si fuera la bailarina de claqué más veloz del mundo, y agitó los brazos lo bastante rápido como para generar una brisa.

—¡Siéntate! —rugió Lana. Y, para su sorpresa, Brianna se sentó. También lo hizo Patrick—. Escúchame, Brianna: esa quemadura es chunga, y si no te la curo ahora te quedarás con media cara derretida y sin pelo. ¿Lo entiendes? Al cabo de un tiempo se vuelve crónico, ya no es una herida, y tendré tanta capacidad de curártela como de conseguir que alguien deje de ser feo.

—Lo de la fealdad debería ser lo que menos te preocupe —intervino Astrid—. ¿Tienes idea de lo peligrosa que es la criatura de la que estamos hablando? Es como Sam, Caine, Dekka y Brianna… todos en uno.

Lana sintió como si el suelo se abriera bajo sus pies. Pero también como si ya lo supiera. Como si llevara mucho tiempo esperándolo.

Había rechazado al mal; no lo había derrotado. No podía. Eso ya lo sabía. Había necesitado todas sus fuerzas para ignorar a la Oscuridad. Casi le parecía como si la gayáfaga le hubiera infectado una parte física del cerebro y Lana hubiera curado ese trocito dañado. Pero la cicatriz seguía ahí, y continuaba sensible al más leve tacto.

Sentía que intentaba alcanzarla. Llevaba mucho tiempo ahí fuera buscando un instante de debilidad. A la gayáfaga no le gustaba que la desafiaran. Y sobre todo no le gustaba que lograran resistírsele. Exigía sumisión.

Había acabado declarando la guerra total a la ERA, y Lana no podía quedarse al margen.

¿O sí podía? ¿Sí? ¿Por favor?

Con la voz apagada, sin ánimos, Lana indicó:

—Ayuda a Sanjit y dales agua a estos niños.

—No he venido a…

—Voy a tomarme cinco minutos —la interrumpió Lana, fulminándola con la mirada, y Astrid asintió.

Las rodillas de Lana crujieron cuando se levantó, y tardó varios pasos en enderezarse del todo. Salió al pasillo dejando atrás a los chavales que lloraban, asustados y traumatizados, echados bajo mantas en el suelo, y dejó atrás a los hermanitos de Sanjit, los cuales intentaban ofrecer consuelo o plegarias.

Lana bajó la escalera y salió al césped que hacía tiempo que se había secado. Ahí estaba protegida de los mirones, pero veía el océano. Tragó aire, que debería haber sido fresco pero sabía a fuego.

A continuación cerró los ojos y se puso a pensar en la Oscuridad.

«Hola, Oscuridad, vieja amiga —como decía una canción antigua—. Hola, Oscuridad».

Se esforzaba a través de un espacio que Lana no veía pero sí sentía, manipulando extremidades que no tenía, escuchando la ausencia de sonido, buscando un objeto que solo podía ver apartando la mirada.

Pero entonces entró en contacto. La gayáfaga la sintió y reaccionó violentamente, atacando, intentando apartarla. Sentía que era una trampa.

Lana gritó de dolor. Nadie la oyó.

Lloró un poco —recordando, sobre todo— y luego se secó las lágrimas.

Volvió a entrar, y sintió más que vio la mirada expectante de Astrid.

—Está en camino. Pero está herida. Intenta curarse. Viene directamente por la carretera.

—¿Cuánto tardará? —preguntó Astrid.

—No se la puede matar, creo. O eso me parece —susurró Lana. Un acto reflejo le hizo llevarse la mano a la pistola automática aún metida en su cartuchera—. Tiene miedo.

—Edilio está preparando una emboscada.

—¡No! —exclamó Lana, furiosa—. ¡Matadla ahora! ¡Ahora! Matadla ahora que está débil. Si se cura, moriremos todos. —Lana agarró a Astrid de los hombros y la miró a los ojos—. Escúchame: una vez tuve la ocasión de matarla y me derrotó. Tenemos otra oportunidad. No habrá una tercera. ¡Matadla, matadla! Díselo a todos, haced lo que haga falta, Astrid. ¡Matadla!

—¡Ahí está! —señaló Caine.

Estaba sentado en el asiento delantero del autobús, que Sam conducía con muchísimo cuidado, zigzagueando por la autopista.

Gaya estaba a menos de medio kilómetro de distancia, pasados un par de coches quemados. Arrastraba lo que parecía una pierna humana. El pie llevaba una zapatilla roja destrozada.

—¡Pisa a fondo! —gritó Caine.

—Nos oirá —replicó Sam.

—Fíjate bien: lleva unos auriculares puestos. Solo estamos a tres kilómetros de la ciudad. Ahora o nunca, surfero. ¡Pisa a fondo, pisa a fondo!

Sam aceleró, pero el motor no respondió de inmediato. Aceleró a un ritmo lento y solemne; la velocidad solo aumentaba de manera gradual. Caine observaba la aguja del velocímetro.

Treinta kilómetros por hora.

Cuarenta.

Cincuenta.

Sam esquivó como un loco una furgoneta volcada, y el autobús chirrió sobre dos ruedas.

Cincuenta y cinco.

—¡No sabe que estamos aquí! ¡Dale, dale!

Sesenta.

Estaban acortando la distancia a todo trapo.

Sesenta y cinco.

—¿Qué estás haciendo? —exigió saber Caine.

Se agarraba a la barra de cromo con tanta fuerza que se le habían puesto los dedos blancos.

—¡No lo sé! —gritó Sam—. ¡No soy yo!

El motor petardeó. Se atascó. Y de repente avanzaban en punto muerto.

—¡Se ha acabado la gasolina!

El autobús aminoró, pero no se detuvo.

Iban a veinticinco kilómetros por hora y les quedaban treinta metros. Gaya estaba justo en medio de la carretera.

¡El motor se caló! Sorbió la poca gasolina que quedaba y el autobús dio un salto hacia delante. Pero un instante antes de que alcanzara a Gaya, la niña saltó ágilmente a un lado.

Ahora el autobús parecía moverse a cámara lenta. Caine vio que Gaya se volvía. Su rostro era mayor, ya no era una niñita, y había mucho miedo y furia en sus ojos.

Gaya alzó una mano y un rayo de luz atravesó el autobús a solo treinta centímetros de Caine, quemando los asientos de lado a lado. Un olor a humo acre llenó el vehículo.

Pero Gaya perdió el equilibrio y tropezó. Sam abrió de golpe la puerta del autobús. Caine se columpió para colgarse de ella, alzó una mano y lanzó a Gaya hacia atrás. El autobús viró, golpeó a un coche, aminoró aún más y Caine saltó a la carretera, corriendo, tropezando, esforzándose por mantener el equilibrio, intentando reducir la distancia con Gaya cuando un puñetazo de fuerza invisible lo hizo caer de espaldas.

Con los ojos empañados, Caine vio que Sam también saltaba del autobús, rodaba, se ponía en pie de un salto y disparaba con las dos manos a la vez.

Pero los rayos no alcanzaron a la niña, pasaron por encima de su cabeza sin causarle daño.

Gaya alzó ambas manos, se rio y levantó a Sam cada vez más por los aires. Entonces el chico le disparó y quemó surcos en el cemento.

De repente Sam cayó.

No gritó. No dejó de disparar. Pero cayó al suelo con gran estrépito. Gritó de dolor, se esforzó por levantarse, pero no lo consiguió.

Gaya se dirigió caminando tranquilamente hacia ellos. Caine alzó las manos para darle con todas sus fuerzas… y la cabeza le estalló por dentro. El chico cayó de rodillas, se agarró la cabeza y gritó de dolor intolerable.

—¡Aaaaaah!

Como cuchillos. Como si una bestia salvaje se abriera paso hacia su cráneo desgarrándole los ojos. Como si lo aplastara un torno enorme. Resultaba imposible creer que nada lo estaba tocando.

Caine chilló.

—¡Para, para!

Pero el dolor continuaba.

A través de la distorsión que le provocaba la migraña que se arremolinaba, Caine vio que el cuerpo quebrado de Sam se esforzaba por reponerse para enfrentarse a Gaya. Entonces la niña empleó su poder telequinésico para incendiar el autobús humeante y dejarlo caer justo delante de Sam, lo que le bloqueó la visión y el campo para disparar.

—¡Para! —suplicó Caine.

Gaya se encontraba por encima de él con los pies separados, brillando en un tono verde débil. Observaba a Caine retorcerse de agonía, doblarse y sujetarse la cabeza entre las manos, gritando.

Y así continuó, y Caine se quedó roncó de tanto gritar. Así continuó con el cuerpo entero convulsionándose, y perdió el control y babeó y se meó encima y…

Si hubiera podido quitarse la vida…

Y continuó.

Entonces el dolor se detuvo.

Yacía en la carretera de cemento. Boqueaba con la garganta seca. El corazón le martilleaba en el pecho. El cuerpo entero le brillaba de sudor.

—Padre —dijo Gaya.

—No me hagas daño —susurró Caine.

No tenía voluntad para levantar la vista hacia ella.

Gaya se rio.

—¿Has visto a mi madre? Me parece que la he perdido.

—No lo vuelvas a hacer, no lo vuelvas a hacer.

—Te he hecho una pregunta. —La voz de la niña era de acero.

Caine no recordaba la pregunta. ¿Palabras? ¿Había dicho algo? Aún le temblaba el cuerpo. Aún se agarraba la cabeza, como si, de alguna manera, sus manos no la dejaran entrar.

—¿Has visto a mi madre?

—No. No. Diana… Pensaba que estaba contigo. ¿La has…?

—¿Matado? ¿Es eso lo que quieres saber?

Caine temía asentir, temía que estuviera jugando con él, temía que estuviera buscando un pretexto para volver a hacerle daño.

—Todavía no —dijo Gaya—. Pronto. Probablemente.

Caine sintió un atisbo de esperanza ante la leve incertidumbre en su respuesta. Pero siguió sin levantar la vista, pues temía ofenderla en algún sentido.

—Se me ha caído la comida… —indicó Gaya—. Recógela y llévamela.

—Tu… ¡Aaaaaah!

Esta vez el dolor solo duró un segundo. Un recordatorio. Un azote a un caballo difícil.

Caine vio la pierna. Estaba roída.

—Cógela y camina delante de mí. Si te vuelves, te haré daño y lo haré durar hasta que se te vaya la cabeza. Mi poder crece, padre. Ya no puedes desafiarme. Nadie puede. Ni siquiera ella.

Caine no sabía lo que quería decir con «ella». ¿Se refería a Diana? Gaya miraba fijamente Perdido Beach.

Caine cogió la pierna del tobillo. Pesaba. Olía a parrilla sucia. Temblando, la levantó y se dirigió hacia la ciudad.

¿Sería capaz Sam de matarla cuando pasaran junto a él?

«Por favor, déjalo que la mate».

Dieron la vuelta al autobús, y allí estaba Sam. Tenía el cuerpo retorcido formando un ángulo cómico. Estaba apoyado sobre un hombro y levantó el otro para atacar. Pero no logró mantener la mano elevada. Algo le pasaba en los huesos del hombro, de la espalda. Tenía la cara blanca.

Gaya levantó tranquilamente a Caine y lo mantuvo suspendido ridículamente entre Sam y ella. Sam tendría que quemar a Caine para alcanzarla.

Al acercarse, Gaya movió un dedo y derribó a Sam, haciéndolo caer de espaldas. Su cabeza emitió un crujido escalofriante al chocar contra la calzada.

—Quédate aquí hasta que esté lista para volver y matarte —indicó Gaya—. No tardaré mucho.

Volvió a ponerse los auriculares y caminó detrás de un Caine abatido.