27 HORAS, 13 MINUTOS
GAYA AVANZABA rápido, caminando casi a velocidad normal. La pierna se estaba curando. Ya se habría curado del todo si hubiera podido sentarse y concentrarse en ella. Pero los dos mutantes la estaban siguiendo, y además tenía que seguir avanzando para adelantarse al fuego, que había quemado rápidamente el límite del bosque y solo esperaba un pequeño incentivo para seguir extendiéndose.
Gaya se había dado cuenta de que, al vivir en un cuerpo, ella también era vulnerable al humo y las llamas. Había hecho inventario mentalmente de los poderes que la salvarían si inhalaba humo, pero no había ninguno.
Al menos ahora tenía el dolor controlado. La música en los oídos la ayudaba a distraerse. La canción se llamaba «When all the lights go out». Gritaban mucho. Gaya decidió que era el tipo de música que más le gustaba.
Avanzaba directamente por una carretera de grava, contando con que llevaba la delantera y estaba en un terreno abierto donde vería a Sam y Caine antes de que la alcanzaran. Eran una amenaza manejable. Le preocupaba mucho más que el pequeño Pete la estuviera mirando. Sentía que la miraba. Y aunque el Enemigo se estaba debilitando rápidamente, aún no había muerto.
Los cuerpos desde luego tenían sus pros y sus contras: te mantenían con vida, concentraban el poder y te permitían desplazarte. Pero sentían dolor, y se los podía matar.
¿Qué ocurriría a la gran y gloriosa criatura llamada gayáfaga si ese cuerpo moría?
La verdad es que no lo sabía. Puede que terminara como el pequeño Pete, como un fantasma sin cuerpo. O puede que acabara muriéndose. Que dejara de existir.
Los cuerpos tenían hambre. Constantemente. Era como una voz insistente, persistente, en su cabeza: «¡Dame de comer, dame de comer ahora!».
Gaya encontró un cadáver en la carretera, de un chico. En principio no parecía herido. Pero cuando lo empujó con el pie vio que le salía un trozo de madera de la espalda, cerca de la columna. Puede que ni siquiera supiera que lo tenía, y se hubiera desangrado sin más en el camino del lago a Perdido Beach.
Bueno, uno menos que matar.
Gaya le quitó la ropa rápidamente y se la puso. Estaba muy sucia y manchada de sangre, pero su propia ropa estaba peor, y ahora le iba demasiado pequeña. Así puede que confundiera a sus perseguidores.
Se comió parte del muslo, y siguió avanzando rápidamente. No tardaría en volver a coger velocidad. Lo de caminar despacio era aburrido.
Alcanzó la carretera justo cuando un autobús escolar medio cubierto de grafiti se acercó traqueteando hacia ella. El autobús se detuvo en el arcén de la carretera, y bajaron una docena de chavales. Llevaban utensilios y cubos. Dos de ellos sacaron a pulso una carretilla por la puerta trasera.
Entonces una niña morena alzó la vista, vio a Gaya y frunció el ceño, dudando. Otros chavales la miraron al pasar y señalaron, no a ella, sino al fuego del bosque, que desde luego estaba generando mucho humo. Gaya ya lo olía aunque estuviera lejos de los árboles.
Se dirigió hacia el grupo, que ahora entraba en el campo y arrojaba lo que parecían cabezas de pescado y huesos ante ellos. Montones de gusanos que bullían devoraban al instante las cabezas de pescado, y así los chavales podían atravesar el campo sin que les hicieran daño, arrastrando los cubos.
Gaya se quitó un auricular.
—Mejor ponerse a trabajar —indicó un chico a Gaya.
Pero la niña morena, que la había estado observando exhaustivamente, comentó:
—No te conozco.
—No, no me conoces.
Gaya estaba de acuerdo. No quería advertir a los demás y dejar que les entrara el pánico, así que descartó un espectáculo de luces y se limitó a describir un revés con la mano, aplastando así la cabeza de la niña morena, y matándola al instante.
—Pero ¿qué…? —empezó a protestar el chico mandón.
Esquivó el primer golpe; el segundo lo alcanzó de refilón y le destrozó el brazo. El chico abrió la boca para gritar, pero no tuvo ocasión. La mano de Gaya le agarró la garganta y le estrujó la laringe tan fácilmente como si fuera una uva.
Gaya arrojó el cuerpo del chico detrás del autobús, donde no lo verían los chavales que atravesaban el campo despacio.
Había diez en total. Gaya los seguía a paso ligero, rodeando hileras de plantas cargadas con vainas verdes. Alcanzó a la chica más próxima, la golpeó una vez en la espalda y le partió la columna.
Nueve.
Pero a la segunda le dio tiempo de gritar antes de que Gaya la descabezara limpiamente y mandara la cabeza por los aires hasta caer entre los repollos.
Ocho.
Aunque interrumpido, el grito alertó a los otros trabajadores, que se dieron la vuelta y murieron, empezando por tres a los que Gaya asesinó con ráfagas de luz verde.
Siete. Seis. Cinco.
¡PUM, PUM!
Uno de ellos tenía un arma. Disparó rápido y asustado. Gaya inclinó el rayo y lo partió en dos.
Cuatro.
No; había otra arma. ¡Demasiado tarde!
¡PUM, PUM, PUM!
Gaya se dio la vuelta de golpe, no tanto porque el impacto la alcanzara sino porque sintió un espasmo de dolor. Cayó de espaldas.
—¡Dale, dale, dale!
¡PUM, PUM!
—¡No me quedan balas!
Gaya intentó incorporarse, pero había algo muy malherido en su interior, y el dolor era horrible.
En un oído, Social Distortion cantaba «Story of my life». Era una canción tan alegre como melancólica.
Una chica con un cuchillo se alzó junto a Gaya, quien le asestó un puñetazo invisible que la hizo salir volando.
De repente se oyó un ruido por detrás, ruido de pies sobre la arena blanda: Gaya se volvió a mirar y un bate de béisbol con pinchos la golpeó en el pecho.
Gaya agarró el bate con reflejos relámpago, lo sostuvo y con la otra mano perforó un agujero en su asaltante.
Tres.
Gaya se empujó hacia delante hasta levantarse y sacudió la cabeza. Estaba atontada. El corazón le martilleaba. Los ojos no querían concentrarse. Le dolía el pecho. Le salía sangre por demasiados puntos.
No veía bien, de modo que lanzó un rayo de luz que describió trescientos sesenta grados. Una vez. Y otra. Un grito se vio interrumpido.
Dos.
Tenía que priorizar. ¿Qué debía curarse primero? ¿Qué era lo que la estaba matando?
Se levantó la camisa nueva y vio que la herida del clavo en el pecho era pequeña comparada con el agujero de bala. Y peor aún, mucho peor, era la herida por donde había salido la bala, en el costado. Gaya presionó la herida con la mano y se concentró.
Parpadeó entre lágrimas y entonces vio a dos personas huyendo, ya en la carretera, corriendo en dirección a Perdido Beach. Dirigió el rayo hacia ellos, pero no apuntaba bien: se veían borrosos a lo lejos, y no alcanzó nada.
Matar a todos los de la ERA le estaba resultando más complicado de lo que esperaba.
Seguir con vida le estaba resultando aún más difícil.
¿Por qué tenía que ser todo tan difícil? Era injusto. Estaba mal. Era la gayáfaga, ¿y ellos, qué eran? Debiluchos de carne, hueso y sangre.
«Como tú, Oscuridad, igual que tú».
Gaya ahogó un grito. La voz estaba en su cabeza. La voz del Enemigo. Veía y aprendía del error de tomar un cuerpo.
«Eso es, Enemigo. ¿Ves lo débil que te vuelve un cuerpo?».
Con esos comentarios, Gaya esperaba confundir al Enemigo y retrasarlo. Pero el Enemigo podía atacar en cualquier momento, y así las cosas aún se complicarían más. No tenía tiempo de quedarse ahí tumbada recuperándose. Y Sam y Caine…
Gaya volvió a plantearse que también podría costarle conquistar el mundo exterior, sobre todo si estaban preparados para recibirla. Tendría que actuar con sigilo. Debía escapar de aquel lugar sin que los seres humanos se dieran cuenta de quién y qué era. Una vez fuera, su poder aumentaría. A fin de cuentas, Gaya era una especie de virus que se propagaría. Atraería seguidores. Se apoderaría de otros humanos. Gaya pensaba que… los conquistaría.
Gaya, la gayáfaga hecha carne, yacía de espaldas y miraba el cielo azul.
«Story of my life» estaba acabando.
En algún lugar de ahí fuera, pasada la fina cáscara de la atmósfera, pasado aquel sistema solar diminuto, en algún punto en la lejanía inimaginable de la galaxia, estaba el lugar donde la habían concebido.
Todo ese camino y todo ese tiempo, millones de años, para llegar hasta aquí. Para sentir que su cuerpo humano derramaba sangre en la tierra.
No podía terminar así. La gayáfaga estaba destinada a más, a transformar el mundo. Su mera existencia ya había comenzado a alterar las leyes de la física que lo gobernaban.
Hoy la ERA, mañana el planeta.
Pero en ese momento estaba muy cansada.
—Has vuelto —saludó Astrid a Albert—. Ya me lo habían dicho.
—Sí. Y ya estamos sacando un poquito de comida de los campos. Unos cuantos equipos han vuelto, pero he obligado a otros a volver a salir.
Astrid asintió.
—Supongo que está bien.
—¿Supones?
—Gaya vendrá detrás de nosotros, dentro de un día o dentro de diez segundos. Si la gente está en sitios distintos, puede que le cueste más matarnos a todos.
Astrid había convocado una reunión rápida en lo que antes era el despacho del alcalde. Entonces se dio cuenta de que si la barrera llegaba a bajar, volvería a haber un alcalde de verdad en Perdido Beach. Dentro de una semana, un mes o cuando fuera, algún adulto responsable estaría allí sentado decidiendo sobre temas importantes como la recogida de basura, el agua y los toques de queda, y sobre un montón de cosas más que no serían de vida o muerte.
Además de Astrid y Albert también estaban Edilio, Dekka, Quinn y Diana. A Astrid también le habría gustado que estuviera Jack; no era particularmente útil, pero sí listo. Lana también podría haber resultado de ayuda, pero estaba muy ocupada, por decirlo de alguna manera.
Y sobre todo, Astrid deseaba que Sam estuviera allí. Incluso Caine habría resultado bienvenido. Se enfrentaban a la que seguramente era la batalla final, y no tenían soldados excepto Dekka y Orc. Dekka era fuerte y valiente, y también lo era Orc, pero no eran nada comparados con Gaya.
Astrid había empezado a creer que había llegado la hora de planear para después. Y ahora temía que no hubiera ese «después». Bajaría la barrera, y la única persona que saldría al mundo sería Gaya.
Había una persona que Astrid deseaba que no estuviera allí: Diana.
Era la reunión de Astrid, pero fue Albert quien hizo la pregunta a Diana:
—Diana, tú has estado con esta gayáfaga-Gaya. Cuéntanos todo lo que sepas.
Diana miró en dirección a Astrid, y Astrid vio que Albert interceptaba esa mirada. Y también Dekka.
Se hizo un silencio terriblemente largo. Incluso Quinn, y Edilio, que seguía trastornado, se dieron cuenta.
—Oye —dijo Quinn—. Nada de secretos.
Tan calmada como pudo, Astrid pidió:
—Cuéntales todo lo que sepas, Diana.
Por una vez, Diana no vio la necesidad de ponérselo difícil.
—El cuerpo de Gaya está creciendo muy rápido. Necesita comida constantemente y no le importa de dónde sacarla. No parece tener poderes propios, salvo porque es la gayáfaga, y tiene el poder de entrar directamente en las mentes, especialmente en las de los mutis, en las de la gente con poderes, y en las de aquellos con los que se ha relacionado en el pasado. Puede provocarles dolor y miedo terribles y…
—¿A Caine? ¿Puede hacer daño a Caine? —preguntó Dekka.
Diana asintió.
—Seguramente sí. Y a mí. A todos menos a Lana.
—¿A Lana? —insistió Astrid.
—Gaya odia a Lana. De algún modo, Lana le impidió entrar. Otra cosa… —empezó a decir Diana, evitando cuidadosamente a Astrid—, los poderes de Gaya son prestados, derivados, o el verbo difícil que Astrid quiera usar. No son suyos. Me ha dicho que si mata a Sam ya no tendrá su poder. O igual es que es más fácil si… si Sam sigue vivo. No lo sé, no lo sé.
—Por eso no lo mató, ni tampoco a Caine, cuando habría podido —añadió Astrid. Si hacía callar a Diana ahora, aún podría controlar la conversación—. Así que… ¿Sugerencias? ¿Ideas?
—Astrid —intervino Diana—. El pequeño Pete.
—¿Qué pasa con él? —preguntó Albert.
Diana hizo ademán de levantarse, pero sintió dolor en su cuerpo maltrecho, y continuó sentada.
—Es el Enemigo. Así lo llama Gaya. A él sí que lo teme. Por eso mata a todo el mundo: para evitar que Peter pueda ocupar un cuerpo, como ha hecho ella.
—Pues no sé de qué nos sirve eso… —replicó Astrid—. No sé cómo podríamos… Quiero decir, que esa información es inútil.
Incluso a ella le pareció una contestación estridente.
Entonces intervino Dekka.
—¿Qué es el pequeño Pete? ¿Estamos seguros de que sigue existiendo? Igual Gaya solo está loca.
De nuevo todos miraban a Astrid. Lo notaba.
—¿Y qué pasa con lo que siente Gaya por ti, Diana? —preguntó.
Se hizo un silencio incómodo, que Dekka interrumpió.
—Astrid, este no es momento para que te pongas en plan hermana mayor protectora con Pete.
—Quiero saber lo que siente Gaya por Diana —insistió Astrid—. Podría ser una vulnerabilidad a explotar.
Edilio no había dicho nada hasta entonces, y señaló:
—Esa criatura ha matado a docenas de chavales, Roger incluido. Tenemos que saberlo todo. Nada de secretos, ni evasivas, ni mentiras.
Astrid lo fulminó con la mirada, pero no tuvo efecto, y acabó apartando la vista.
—Diana nos ha contado lo que sabe —dijo Albert fríamente—. Te toca, Astrid.
—Arrojé a Petey a la muerte —dijo Astrid en voz baja—. Hice lo que tenía que hacer; fue la única manera de obligarle a destruir a los bichos. Lo maté una vez. Ahora me estáis pidiendo que… que…
—Todos hemos perdido a alguien —dijo Quinn dulcemente—. Todos hemos vivido un infierno. Y a veces hemos fracasado. Todos los que están en esta habitación tienen cicatrices en el cuerpo, y otras peores en… bueno… en el alma, supongo.
—Somos un rebaño de ovejas esperando al tigre —replicó Albert—. Solo hay una pregunta: ¿alguno de nosotros va a salir de aquí con vida?
—Igual deberías volver corriendo a tu isla —repuso Astrid con un tono de voz despiadado.
Alzó la vista, y vio algo que no había visto nunca antes: el rostro de Edilio transformado por una ira oscura. Astrid dio un paso atrás.
—Habla, Astrid, ahora —le ordenó el chico.
Astrid tragó saliva. Intentó pensar algo que decir, y no supo. No era lo bastante fuerte como para decirle que no. Sintió que su resistencia se desmoronaba, sintió que se rendía.
La parte fría y serena de su mente tomó nota, casi sardónicamente, de que a fin de cuentas Edilio sí tenía un superpoder: el de ser Edilio.
—Sí —susurró la chica—. Vale. El pequeño Pete está vivo. No sé explicarlo; creedme, ojalá pudiera. Cuando estaba con Cigar, en la oscuridad, esperando el final, oyendo los gritos de Cigar por lo que Penny le había hecho, Petey me habló.
—¿No fueron imaginaciones tuyas? —sugirió Albert.
Astrid negó con la cabeza.
—A veces lo noto. El pobre Cigar lo veía; un poco, al menos.
—Gaya está segura de que está vivo —intervino Diana—. Dice que es más débil al estar separado de su parte física.
—Así que necesitamos que el pequeño Pete haga de Gaya, que se meta en un cuerpo —resumió Albert—. Bien. ¿Y eso cómo lo hacemos?
Ahora fue Edilio quien se estremeció. Astrid ya había seguido sus razonamientos hasta llegar a su conclusión evidente; pero él no. Y ahora que lo entendía, no le gustaba más que a ella.
No resultó una sorpresa que fuera Diana, recuperando parte del sarcasmo que la caracterizaba, quien aclaró:
—Así que lo que estamos diciendo es que Astrid debería pedir a su hermanito que se ponga en plan exorcista con un chivo expiatorio, y luego hacer que ese chaval o chavala se cargue a la niña que di a luz.
Se hizo un largo silencio después de esa descripción.
Astrid casi no se atrevía a pensar, no fuera que alguien, de alguna manera, le leyera los pensamientos. Porque había otra manera de… Si Caine y Sam murieran…
Se concentró en que Edilio la mirara a los ojos. Él asintió levemente.
Sí. Se había imaginado la otra opción.
El silencio en la habitación era profundo. Ya se estaban dando cuenta de qué podían hacer. Encontrar un sacrificio para el pequeño Pete. O matar a Sam y Caine.
Mirando todavía a Astrid, Edilio pidió:
—Dekka, Quinn, venid conmigo. Me llevo a cualquiera que pueda disparar. Pondré a todos los que tienen un arma en una ventana o puerta alrededor de la plaza. Lucharemos contra ella desde aquí.
—Sin Sam, Caine y Brianna, no ganaréis —indicó Diana.
—Ya —asintió Edilio.
—Escuchadme —intervino entonces Albert, a sabiendas de que hablaba de lo que no debía—. A ninguno nos gustan estas alternativas, pero son las que tenemos, ¿no? Tenemos lo que tenemos.
—Quizá —concedió Edilio—. Pero me veo capaz de hacer algunas cosas, y otras no. Moriré intentando mantener a la gente con vida. Pero no asesinaré.
Se puso el rifle en bandolera y salió de la habitación seguido de Dekka y Quinn.