29 HORAS, 24 MINUTOS
ASTRID, DIANA y Orc llegaron a Perdido Beach encabezando una procesión tensa de chavales exhaustos, una hora después que Dekka y Jack. La mayoría se derrumbó al llegar a la plaza de la ciudad, dejándose caer donde estuvieran.
Edilio ya había ido a ver cómo estaban los heridos de Clifftop. Ahora corría hasta cada persona controlando apenas el pánico, mirándolos a la cara.
—¿Has visto a Roger?
Casi nadie contestó a la pregunta. Edilio no estaba seguro siquiera de que lo oyeran. Pero un pequeñín respondió:
—Su barco se ha quemado.
—Pero ¿lo has visto, lo has visto?
El niño negó con la cabeza. No.
Edilio sentía una opresión en el corazón. No podían haber matado a Roger. No era justo. No podía ser. Roger y él acababan, por fin, de reconocer lo que sentían el uno por el otro, lo que habían sentido durante meses de secretos.
Los ojos inquisitivos de Edilio se encontraron con los de Astrid.
La chica no necesitaba oír su pregunta.
—No lo hemos visto, Edilio. Jack ha ido remando alrededor de los barcos… Había cuerpos en el agua. Roger y Justin debían de estar en el barco. Se ha partido por la mitad, se ha quemado.
—Pero no lo habéis… ¿Lo habéis enterra…? —Edilio no podía terminar la pregunta.
—Escúchame, Brianna ha evitado que Gaya nos rematara a todos, pero no podíamos quedarnos. Teníamos que huir. Teníamos chavales heridos. Todo el mundo estaba asustado; no podíamos quedarnos a investigar.
Edilio asintió sin ánimo. Tenía que guardar esa realidad en una caja, como había hecho tantas veces con tantas tragedias previas.
Pero aquello era demasiado importante, y no se le pasaba. No podía dejarlo de lado para lamentarse en silencio en otro momento más conveniente. Emitió un ruido angustiado. Astrid lo rodeó con sus brazos, y el chico lloró sobre su pelo.
—Tendría que haber estado allí —susurró Edilio.
—No podrías haberla detenido —insistió Astrid—. ¿Han llegado Brianna, Dekka y los demás?
Edilio se apartó, secándose las lágrimas de las mejillas.
—Brianna está muy malherida, pero está viva. Dekka y ella están en Clifftop.
—No me dejes que vuelva a decir nada malo de esa chica, nunca más —se lamentó Astrid—. Todos los que siguen vivos se lo deben a Brianna. Edilio, ha sido… Gaya habría… Estaba disfrutando… Hacía flotar a los chavales por los aires y luego…
Edilio asintió sombríamente.
—¿Y ahora qué hacemos, Astrid? ¿Has visto a Sam? Debería estar aquí pero yo… No ha salido bien. Es culpa mía.
—Edilio, nada es culpa tuya.
Astrid llamó a Diana. Orc había decidido encargarse de ir a buscar agua con una garrafa de plástico grande, de casi veinte litros. Los chavales bebían ansiosos mientras Orc los observaba, satisfecho.
—Escúchame, Edilio. —Astrid le agarró la cara con las manos y lo obligó a mirar, a prestar atención—. No tenemos tiempo para llorar. Hay cosas que tienes que entender.
Edilio asintió, pero no estaba allí, no la seguía.
—Diana, cuéntale a Edilio lo que sabes de Gaya.
Diana se lo contó, pero Edilio necesitó que se lo repitieran. Le resultaba imposible concentrarse. Se imaginaba a Roger muerto, flotando en el lago. O igual muy malherido, tendido en alguna parte.
¿Había tenido Roger siquiera la oportunidad de pensar? ¿Lo había visto venir? ¿Había visto morir a Justin? Eso solo ya lo habría matado. Justin se había convertido en un hermano pequeño para Roger.
—Escúchame, Edilio, Gaya va a matarnos a todos —repitió Astrid—. La única buena noticia es que nos hemos cargado a Drake. Bueno, ha sido Brianna. Otra vez Brianna.
—¿Qué? —preguntó Edilio, confundido.
No había seguido nada de lo que le habían contado.
Astrid y Diana intercambiaron una mirada.
—Diana… —dijo Astrid, y señaló en dirección a Edilio.
—Ven conmigo, Edilio, vayamos a sentarnos en los escalones —propuso Diana.
—¿Por qué gritabas? —preguntó Sam, mirando si Caine se había hecho daño—. ¿Estás herido?
Caine respiraba con dificultad, inclinado, como si le hubieran golpeado en el vientre.
—Me ha alcanzado.
El aire olía a humo. Algo ardía.
—¿Dónde? —preguntó Sam—. ¿Dónde te ha alcanzado?
Caine se enderezó despacio, con una expresión terrible en el rostro.
—Aquí —indicó, clavándose un dedo furioso en la sien.
—¿Y eso qué quiere decir? ¡La teníamos!
—¡No teníamos nada! —gritó Caine.
Sam se sorprendió al ver que tenía los ojos llorosos.
Decidió adoptar un enfoque menos contencioso. No necesitaba pelearse con Caine.
—Escúchame, tío, sea lo que sea lo que está pasando, tienes que contármelo. Se supone que tienes que protegerme.
Caine se limpió la tierra que tenía en las rodillas y evitó mirar a Sam a los ojos.
—La gayáfaga se apoderó de mí, ¿vale? Hace mucho tiempo, tras nuestra primera gran pelea, la de Perdido Beach. Supongo que te acuerdas.
—Sí, me acuerdo —replicó Sam—. Drake y tú os esforzasteis mucho por matarme.
—Después de eso fui al pozo de la mina. Eso ya lo sabes. Y la gayáfaga… Mira, es que no sé cómo explicártelo, ¿vale? ¿O es que no lo puedes entender?
—Pero luego luchaste contra la gayáfaga.
—Ya se estaba debilitando. Y estaba concentrada en Lana y el pequeño Pete. Ahora es más fuerte. Mucho más.
Sam frunció el ceño.
—¿Por qué Lana? ¿Por qué le importaba Lana?
—Esa… ella… odia a Lana. A Lana se le fue, se apoderó de Lana igual que de mí, pero Lana no la dejó entrar. No sé si es por el poder curativo de Lana o qué, pero Lana… Esa chica es dura y fuerte. Eso a la gayáfaga no le gusta.
—Vale —dijo Sam.
No sabía qué más decir. A Caine le costaba reconocer que era vulnerable. Y aún le costaba más reconocer que Lana podía hacer lo que él no podía.
El humo alcanzó a Sam en los ojos y le escocieron. Todo aquel humo no podía proceder de la rama rota que había incendiado.
Caine intentaba explicarse.
—Es como si… si… Todos estamos aquí en este mundo, pero hay otro lugar, otra conexión. No la veo del todo, pero un poco sí. Es como si la vieras de refilón, pero cuando te vuelves a mirar, ya no está allí. Y la gayáfaga me alcanza así.
—¿Y qué pasa cuando te alcanza?
—Me duele.
—¿Mucho?
Caine apretó los dientes y le costó hablar. En la mano sostenía una cuchilla imaginaria que retorcía lentamente penetrando un lado de la cabeza.
—Es como si alguien cogiera un cuchillo al rojo vivo y te lo clavara en la cabeza y lo retorciera adelante y atrás, una y otra vez.
Sam había sentido ese dolor. Lloró y gritó cuando Drake lo azotó. Se sintió indefenso. Perdió el control. Sabía lo que quería decir y cómo te sentías con un dolor así. Iba a extender la mano y colocarla en el hombro de Caine, pero se contuvo. Sabía que ese gesto no sería bienvenido.
En vez de eso, saltó hasta una rama baja y se estiró para ver mejor. Desde luego el fuego se había extendido por los árboles. Había por lo menos tres ardiendo. Un año sin lluvia había dejado el bosque seco y vulnerable. A Sam no le cabía duda de que el fuego se extendería. Y no podían hacer nada al respecto.
—¿Cada vez que nos abalanzamos sobre Gaya te ataca así? —preguntó Sam, dejándose caer otra vez en el fondo de pinaza.
Caine se encogió de hombros.
—Ha pasado mucho tiempo. Pensaba que la había derrotado. Como Lana. Pero la gayáfaga se está volviendo más poderosa con este cuerpo. Ha salido del pozo de la mina. Y el pequeño Pete, en fin, está muerto o lo que sea.
—Astrid cree que sigue vivo, de alguna manera.
—De alguna manera. —Caine se rio amargamente—. Parece que hace un minuto hablábamos de salir, y todo eran abrazos y hamburguesas. Y ahora hemos vuelto a sumergirnos en la locura.
Sam miró con curiosidad al hermano del que había vivido separado. Habían nacido de la misma madre, con unos minutos de diferencia. Sam no sabía qué había sucedido. ¿Compartían el mismo padre? ¿O acaso su madre era un poco más… «aventurera» de lo que quería pensar?
¿Por qué se había quedado con él, y no con Caine?
La locura había empezado antes de la ERA: eso estaba claro.
—No creo que pueda vencerla sin ti —dijo Sam al cabo de un rato—. Y ahora me temo que eres un objetivo muy débil.
Caine no se enfadó: sabía que era verdad.
—No trates de salvarme si vuelve a atacarme —pidió Caine—. Esperará que me salves: por eso lo ha hecho. Estaba apurada, así que me ha atacado para que te retiraras.
Sam asintió.
—Sí, de acuerdo. Pero ¿qué hará a continuación? Eso es lo que desconozco.
Caine se lo pensó durante unos segundos hasta que aflojó los músculos de la cara.
—Atacará. No ha podido cargarse a todos los del lago; Brianna se ha puesto en medio. Y la estamos siguiendo, y ahora sabe que no es invulnerable. Así que tiene que obligarnos a hacer de defensa: no puede dejar que la persigamos, porque entonces igual la alcanzaríamos. —Caine asintió en dirección al humo que ahora les escocía en la nariz y la garganta—. Por eso lo ha incendiado todo. Ya no está en plan gallito. Lucha con miedo, lo cual es malo, muy malo para nosotros. Está acelerando las cosas. El tiempo que pensábamos que teníamos ya lo hemos gastado. ¿Quieres saber cuál es el final? Pues es este.
—Sí —dijo Sam con acritud—. Va a ir a Perdido Beach.
La cabeza llamada Drake había hablado a Alex.
La cabeza le había dicho que servía a Gaya.
La niña lo recompensaría si le llevaba a Drake. Le devolvería su brazo, mejor que nunca.
Así que Alex había sacado todas las piedras pesadas, pero había dejado la cabeza en la práctica caja. La nevera pesaba, pero podía llevarla solo con un brazo.
Mientras iban en busca de Gaya, Drake y la otra persona, la que se llamaba Brittney, se lo habían contado todo sobre Gaya, para que Alex entendiera dónde encajaba él. Entendería la verdad. Entendería que servía a una auténtica diosa.
Y cuando Gaya saliera triunfante —¿había alguna duda al respecto?—, Alex iría triunfante a su lado. Eso decía Brittney. Y luego Drake se mostró de acuerdo.
Eran los tres apóstoles, le dijo Brittney: Drake, Brittney y Alex Mayle.
Alex salió a buscar a Gaya para llevarle la cabeza de Drake Merwin. No pensó mucho en qué haría la niña con la cabeza de su lugarteniente.
Drake, no obstante, parecía tenerlo bastante claro.
Connie Temple había llegado la tarde anterior al lugar que Dahra le había indicado. Había un lago, un puerto deportivo, y, al otro lado, dentro de la ERA, había un puerto similar, casi un reflejo del otro.
Había visto a unos chavales allí, pero ninguno se había acercado a la barrera. Y Dahra no se había presentado. Así que Connie había dejado una nota en un árbol joven que estaba bastante cerca de la barrera y se había buscado un motel para pasar la noche. Le preocupaba que Dahra pudiera presentarse más tarde y se preguntara dónde estaba, pero era casi de noche y no conocía bien la zona. Encontró un motel a más de quince kilómetros de distancia y cenó lo que compró en una tienda cercana: galletas saladas, queso cortado a lonchas, una botella de vino y una barrita de 3 Musketeers, y luego se quedó dormida viendo a Jon Stewart.
A la mañana siguiente, sin haber descansado muy bien y con cierta resaca, volvió al lugar donde debían encontrarse armada con café y donuts. Tenía pocas esperanzas de que Dahra o Astrid aparecieran.
Connie salió del coche con café rancio y donuts aún más rancios. Encontró la nota que había dejado, arrugada, y miró hacia la costa lejana e inalcanzable.
Hilillos de humo negro se alzaban procedentes de varios puntos del segundo puerto deportivo apenas visible. A lo lejos, en dirección sur, una columna de humo más grande ofrecía una imagen de mal agüero.
Connie recorrió el puerto deportivo hasta el muelle para ver el otro puerto más de cerca, deseando tener un barco para acercarse aún más.
—Aquí anoche se armó la de Dios es Cristo.
Connie giró sobre sus talones y se encontró con un hombre alto, ligeramente encorvado, mayor, con el pelo blanco y la cara curtida.
—¿A qué se refiere?
El hombre asintió con la cabeza hacia la costa lejana.
—He estado vigilando desde que esa cosa se hizo transparente. Tengo a mi nieto dentro. Al menos eso espero, que esté en alguna parte.
—¿Hay chavales allí? —preguntó Connie.
—Al parecer había un campamento o un pueblo o como lo quiera llamar. No tenían electricidad, así que no había muchas luces, pero por la noche se veía el brillo de las velas. Y el otro día unos cuantos acercaron los barcos e intercambiaron mensajes con nosotros. —El anciano se encogió de hombros—. No me dijeron nada de mi nieto: todos decían que no lo conocían. Pero pusieron mala cara cuando mencioné su nombre.
Connie sonrió, compasiva.
—Me llamo Connie Temple. Mi hijo…
—La reconozco, señora Temple. De la tele. Me llamo Merwin. Al chico le pusieron mi nombre: Drake.
Connie hizo lo posible para ocultar su reacción. Le sonaba mucho, demasiado, ese nombre, de cuando trabajó en la Academia Coates, ¿y ahora? Circulaban historias… historias aterradoras.
—¿Qué ocurrió anoche?
Drake Merwin volvió a encogerse de hombros; al parecer era un hábito que tenía.
—Bueno, le va a parecer una locura.
Connie esperó.
—Era como si alguien fuera disparando láseres por ahí. Y hubo explosiones. Esta mañana he estado esperando que alguien se acercara en un barco a explicármelo. Pero no ha venido nadie. He estado vigilando. Tengo unos prismáticos buenos en mi barco; el problema es que no veo tan bien como antes. Veía bien hasta los sesenta y cinco, pero luego… —guardó silencio y volvió a encogerse de hombros.
—¿Puedo mirar a través de los prismáticos?
El hombre la condujo hasta su barco, que estaba amarrado en el extremo del embarcadero. Tenía unos prismáticos grandes colocados sobre una base. Connie tuvo que agacharse para ver, e hizo varias intentonas hasta que consiguió enfocar.
De repente vio el escenario.
—Si me pudiera decir lo que ve… —sugirió Merwin, como excusándose.
—Hay un velero tumbado. Un tráiler que arde, como de camping… —Connie tragó saliva—. Hay más cosas quemadas: coches, barcos… ¿Podemos acercar su barco?
Merwin puso mala cara.
—Me preocupa lo que vea de cerca.
Connie lo entendía, y sin pensar le puso una mano sobre el brazo.
Soltó amarras mientras Merwin manejaba el timón. Era un barco grande para el tamaño reducido del lago, por lo que parecía casi absurdo. Pero el hombre maniobró hábilmente y los condujo a quince kilómetros de la barrera.
Los dos se dirigieron al puente abierto con los prismáticos.
—¿Eso son…? —preguntó el hombre con voz afligida y temerosa.
—Sí.
Sí; había cuerpos en el agua. Daban golpecitos contra la barrera.
Connie detectó movimiento, de un solo individuo. Volvió los prismáticos hacia él y vio lo que parecía un hombre, no un chico, cargando con una nevera portátil azul y blanca que se alejaba del lago, abriéndose paso entre carbones y zarcillos de humo.
Nadie se iba a reunir con Connie ese día.
—¿Ha dicho que vio lo que parecían láseres? —preguntó la mujer, reprimiendo el temor en la voz.
—Sé lo que está pensando, señora Temple —comentó el hombre—. He visto el vídeo de su chico con la luz que le salía de las manos. Pero mejor no sacar conclusiones.
—Mejor no.
Connie estaba de acuerdo.
—Hay una cafetera abajo. Me encanta con un poquito de crema.
Connie bajó, agradecida por la propuesta. Puso en marcha la cafetera y se dio cuenta de que agarraba la taza tan fuerte que se le rompió el asa. Encontró otra, llenó una taza para cada uno y volvió a subir.
Merwin cogió la suya y bebió, mientras mantenía con facilidad el barco en su sitio al girar levemente el timón y accionar de vez en cuando los motores.
—Tengo setenta y cuatro años —dijo el hombre, y volvió a encogerse de hombros, como si esta vez intentara librarse de la edad con el movimiento—. Me reclutaron para Vietnam. Mucho antes de que usted naciera, pero fue una guerra horrible.
—Supongo que las guerras suelen serlo.
Él sonrió y se rio.
—Sí, suelen serlo. Bueno, había un chaval al que acababan de ascender a cabo porque el cabo al mando había muerto. Muy buen tipo. Solo que un día, después de no haber dormido en tres días, y de no haber comido nada caliente en cinco, hizo que mataran a dos compañeros…
El hombre se detuvo un instante, respiró hondo y apartó la vista.
Connie esperó.
—Entonces capturaron a un tipo del EVN; perdón, del ejército vietnamita. El tipo estaba herido, y no pudo seguir a sus compañeros cuando se retiraron. Así que el cabo decidió interrogarlo. El tipo le escupió en la cara. Resumiendo: el cabo le disparó en el cuello. —El hombre guardó silencio durante unos instantes—. Era un crimen de guerra, disparar a un prisionero indefenso. Digno de un consejo de guerra. O lo habría sido si alguien lo hubiera denunciado.
—¿Usted no lo denunció?
Merwin se encogió de hombros bruscamente.
—No, señora. Nadie me denunció por disparar a ese hombre en el cuello. Porque todos teníamos hambre y estábamos cansados y asustados y muy muy enfadados. Y el mayor de nosotros solo tenía veinte años.
—Sam no… —empezó a decir la mujer.
—Ya, bueno, señora Temple, hay santos de verdad en este mundo: yo me casé con una. Pero no hay muchos. Me gustaría pensar que Drake, mi nieto, no ese viejo cabo, espero que… bueno… que haya tenido fuerzas para… Pero siempre fue un chico problemático. Sobre todo después de que muriera mi hijo. El padrastro… el padrastro del joven Drake… —El anciano soltó aire—. Pero yo no lo sé, y usted tampoco.
—¿Y qué haremos cuando lo sepamos? —preguntó Connie con un hilo de voz.
—Supongo que nos comportaremos como una panda de hipócritas arrogantes. Porque la alternativa es mirarnos al espejo y saber que podemos hacer cosas terribles y oscuras.
Volvieron en silencio al puerto. Connie le dio la mano.
—Gracias por llevarme y hablar conmigo. Debe de haber sido muy duro cargar con ese peso todos estos años.
El viejo sonrió, y un destello de acero atravesó sus ojos.
—Pero no como usted cree, señora Temple. Mire, lo duro es saber que disfruté vengándome. Y saber que si tuviera que volver a hacerlo, apretaría el gatillo.
Connie le soltó la mano despacio y miró, acongojada, a unos ojos que eran fríos y crueles, mientras Merwin decía:
—Cosas terribles y oscuras. Y los placeres que dan.