DIECISÉIS

35 HORAS, 33 MINUTOS

SINDER SE había pasado la tarde y lo que llevaban de la noche con Lana, dedicadas a Taylor. Parecía que se necesitaba a las dos a la vez para volver a pegar los trozos que le faltaban.

Taylor no era totalmente vegetal. De ser así, los poderes de Sinder habrían bastado. Y tampoco era del todo animal, porque si así fuera Lana podría haberla curado.

Era… una criatura sin sangre de piel dorada, con lengua de lagarto, pelo de goma y ojos muertos, por lo que obviamente a Sinder le ponía los pelos como escarpias.

Lana tenía que reconocer que, incluso en un lugar donde había un chico llamado Mano de Látigo y otro hecho de grava húmeda, Taylor era rara.

—¿Puedes ponerte en pie? —preguntó Lana a Taylor.

No tenían claro si Taylor entendía lo que decían. O si realmente controlaba su cuerpo. Fuera lo que fuese lo que, sin saberlo, le había hecho el pequeño Pete, era una faena horrible.

Taylor no se levantaba. Sacaba su larga lengua y se quedaba sentada, como antes.

—No sé qué pensar de ella —comentó Sinder.

—¿Cómo está Taylor? —preguntó Sanjit, que venía de llevar a Patrick a hacer sus necesidades.

—Bueno, la hemos recompuesto —respondió Sinder cuando Lana se negó a hacer otra cosa que no fuera fulminar a Sanjit con la mirada.

Lo cierto es que tenía menos ganas de fumar. Pero aún quería un cigarrillo.

De repente la cama estaba vacía. Taylor se había ido.

Los tres chicos se quedaron mirando el lugar donde había estado hasta ese momento.

—Vale. Esto no me lo esperaba —comentó Sanjit.

Entonces, de repente, Taylor reapareció.

Sacó su lengua reptiliana, movió lentamente la cabeza de lado a lado, y volvió a desaparecer.

—Tiene que volver a saltar —indicó Lana.

Taylor no había vuelto al cabo de cinco minutos, y estaban a punto de dejarlo correr y dedicarse a otros asuntos cuando volvió a saltar, esta vez hasta la esquina de la habitación. En la mano izquierda llevaba un trozo de color amarillo pálido, de forma irregular. Lo arrojó a la cama.

Sinder lo recogió con cautela. Era del tamaño de media rebanada de pan.

—Es queso —dijo Sinder.

El objeto que llevaba Taylor en la otra mano era medio paquete de Marlboro.

Lana sonrió y lo aceptó, ignorando el grito desesperado de Sanjit.

—Por fin todo esto de curar sirve para algo.

Taylor dio otro salto y no volvió.

Un minuto más tarde, Dekka derribó la puerta de una patada con Brianna inconsciente en brazos.

Alex recordaba haberse despertado en su cama, en la habitación que tenía en casa de su abuela en Atascadero. Había puesto Cartoon Network y empezado el día con una Coors Light y un par de caladas a una pipa de agua muy rancia. Había llamado al trabajo en Best Buy diciendo que estaba enfermo, y enviado un mensaje a Charlie Rand para ver cuándo se pasaría.

A continuación había actualizado su iPhone para asegurarse de que tendría mucha memoria libre para grabar, había cogido cuerda, la escalera, los clavos y una barra de cereales.

Le había dicho a su abuela que iba a salir a hacer escalada, lo cual casi era cierto. Ella le había pedido que la llevara a Costco el sábado. Pese a refunfuñar por dentro, Alex había accedido.

Puede que su vida no hubiera sido espectacular, pero no estaba mal. Era normal, en cualquier caso. Entonces, de manera totalmente inesperada e increíble, todo había cambiado. Ahora tenía el cuerpo destrozado, y aún más la mente. La semana anterior era un metodista no practicante; ahora adoraba a una niña monstruo caníbal. Alex era lo bastante consciente como para saber que era una locura, que no podía justificarlo de ninguna manera.

Deambulaba por la orilla del lago, que se había vuelto inquietante al ponerse el sol. Olía fatal, y aun así se le hacía la boca agua con el mismo aroma que procedía de su brazo quemado.

—La comida de los dioses —dijo, y aunque estaba a punto de reír, se echó a llorar.

No era lo que se esperaba cuando salió a escalar la pared de la barrera para grabar un vídeo chulo.

—Pero oye, así es la vida, tío.

Estaba viviendo una experiencia completamente distinta. El dolor del hombro iba a más. Iba y venía. La mayor parte del tiempo lo notaba justo allí, pero de vez en cuando el dolor crecía como un demonio, y Alex sentía una rabia terrible ante la mutilación.

Miró el muñón. Era horripilante e increíble al mismo tiempo. Gaya se le había comido el tatuaje, el que se había hecho en San Diego, el que mostraba a un tipo colgando de la pared de una roca.

Y con ello, Alex estaba bastante seguro de que se le había comido el alma. Sentía que ya no lo acompañaba. Le hacía llorar. Además, ¿quién llevaría a la abuela a Costco? Y tenía una cita en… Bueno, donde fuera, ahora daba igual. Alex era un juguete roto, y había resultado tan fácil romperlo: eso era lo que le habría entristecido más. Si aún tuviera alma.

—¡Gaya! —gritó—. ¡Gaya!

No hubo respuesta. También Alex tenía hambre. Su cuerpo había sufrido, y él estaba desesperado. Pero al menos podía beber. El lago tenía agua dulce. Se sumergió poco más de medio metro y se inclinó para recoger agua con la mano. Sabía a cenizas y aceite.

Entonces vio el cabo. Flotaba en la superficie, curvado como una culebra de agua.

A veces Alex se paseaba en barca por el lago Isabella, donde también hacía esquí acuático y bebía cerveza. Solían llevar redes llenas de cervezas arrastrando a un lado de la barca para mantenerlas frescas. Quizás…

Alex empezó a tirar del cabo. Desde luego había algo enganchado, y pesaba, pero se estaba acercando. ¡Ja! Una nevera agujereada. Se le escurrió el agua al sacarla del lago. Pesaba mucho, más que si contuviera cervezas.

A Alex le costó deshacer el cabo con una sola mano, pero se ayudó con los dientes. Estuvo a punto de dejarlo correr al ver la cadena de la bicicleta, pero tras buscar por el campamento, ignorando los cadáveres y trozos de cadáveres lo mejor que podía, encontró una palanca con la que rompió el cierre de la cadena.

Por fin consiguió abrir la tapa y ahogó un grito.

Era una cabeza. Casi entera. Pero le salía una especie de cola de lagarto que se agitaba atrás y adelante entre los ojos de color azul claro.

La cabeza sacaba agua por la boca y parecía suspirar. Lo miraba con unos ojos azules fríos, como los de la diosa. Aquel horror increíble tenía que ser una señal de Gaya.

Alex se le acercó dejando a un lado la repugnancia y el miedo, y oyó que una voz húmeda que gorgoteaba preguntaba:

—¿Quién diablos eres?

Jack el del ordenador fue el siguiente en llegar a Clifftop. Subió uno a uno a los chavales terriblemente quemados, heridos y destrozados, con las caras manchadas de hollín y la ropa ensangrentada, hasta la habitación de Lana.

La autocaravana también se había estropeado, y Jack la había empujado desde atrás con la fuerza brutal, absoluta, increíble, que nunca le había importado, hasta volver a meterla en la carretera.

Al final no habían llegado mucho antes que los chavales que habían ido caminando.

Un chico había muerto por el camino. Los demás habían llorado, gemido y gritado de dolor con cada bandazo y traqueteo. Y mientras tanto Jack seguía en tensión, a la espera del próximo ataque.

Sanjit corrió a buscar a sus hermanos y hermanas para que llevaran agua y ofrecieran consuelo. Sinder hizo una especie de triage a lo bruto para decidir quién necesitaba ayuda de manera más inmediata, pero estaba claro que Brianna iba primero. Estaban en guerra, y Brianna era un soldado.

Lana apoyó una mano sobre el rostro marcado, medio destrozado, de Brianna, quien maldijo sin energía.

—¿Qué ha pasado, Brisa? —preguntó Lana mientras se estiraba para tocar al mismo tiempo a un chaval de cuatro años a quien habían quemado una pierna hasta el hueso.

—Gaya —respondió la chica—. La gayáfaga. Ha intentado matarnos a todos. Yo…

Eso fue lo único que dijo Brianna durante un rato, pues puso los ojos en blanco y volvió a sumergirse en el alivio de la inconsciencia.

Sanjit se puso detrás de Lana, le metió un cigarrillo en la boca y se lo encendió.

—¿Cuántos muertos? —preguntó Lana.

Sinder respondió:

—Uno de los chavales ha dicho… ha dicho que se ha quemado todo. Todos los barcos, todas las furgonetas… —Sinder se secó las lágrimas de los ojos—. Como más de la mitad de los chavales de allí arriba.

—¿Y Sam?

—No estaba allí.

—Entonces aún no nos han vencido —comentó Lana.

Gaya se había ido arrastrando junto con sus extremidades hasta un grupo de árboles. Era un shock terrible. Había sentido dolor, un dolor atroz cuando Sam la quemó en la batalla de Perdido Beach, pero nunca había sentido un miedo semejante. Nunca se le había ocurrido que tuviera nada que temer de nadie aparte del pequeño Pete.

Los seres humanos débiles, aunque fueran mutantes, no deberían ser una amenaza para ella. Que una chica —¡una chica!— hubiera estado a punto de destruirla resultaba sumamente inquietante. Era evidente que había calculado mal. Peor aún: ¿qué significaba en relación con el mundo exterior?

¿Podían derrotarla? ¿Meras criaturas humanas?

Se le tensaba la garganta debido al miedo, una consecuencia extraña de tener cuerpo. Lo cierto es que su cuerpo reaccionaba de maneras distintas a las que dictaba su mente. Una debilidad, eso era. Le martilleaba el corazón, se le desorientaban los sentidos, se le tensaban los músculos. Al parecer el cuerpo escapaba a su control.

El dolor le retorcía la conciencia, la obligaba a prestar atención al dolor, y solo al dolor. La debilidad: esa era la desventaja de tener cuerpo.

«¿Ves, Enemigo? ¿Esto es lo que quieres para ti? ¿Lo ves?».

Ahora a Gaya le salía agua de los ojos. ¿Y dónde estaba la estúpida de Diana? Debería de estar aquí. Y ya no digamos la comida. Había matado a docenas, pero seguía teniendo hambre, la habían ahuyentado antes de que pudiera renovar sus energías. Era una injusticia. ¡Era injusto!

En cuanto se curara, iría tras ellos otra vez y los remataría. Tenía que hacerlo, sobre todo ahora, sobre todo si realmente cabía la posibilidad de que la derrotaran.

Pero se le presentaba un problema complicado. No podía matar a los mutantes, pero tenía que hacerlo. Si no los mataba, podrían matarla. Y si los mataba, podría perder el poder necesario para derrotar a los que quedaran.

Tuvo que pasarse horas concentrada para conseguir que le volviera a crecer la pierna. Acabó poniéndose en pie, pero aún temblaba demasiado para moverse a supervelocidad. Si es que aún tenía esa velocidad. ¿Había muerto la chica que se hacía llamar Brisa? Gaya esperaba que sí, y también temía que así fuera.

El sol se estaba alzando, el sol de fuera brillaba por encima de ella y mostraba los bosques a su alrededor, árboles altos y pinaza, raíces descubiertas y árboles jóvenes y frágiles.

Y entonces los vio. Como veía borroso de lejos no conseguía distinguir las caras, pero a uno lo reconoció de inmediato. Reconocía a Caine, sí. Lo reconocía sin ver sus rasgos. Había pasado un tiempo desde que había penetrado en su mente, pero aún podía alcanzarlo.

«¿Puedes detenerme, Enemigo? ¿Lo harás?».

El otro debía de ser Sam, el que había orientado su luz asesina hacia Gaya y la había quemado, causándole mucho dolor. A Sam no lo había alcanzado, en realidad no, aunque le había rozado en más de una ocasión.

Así que los hermanos volvían a estar unidos contra ella. Pues qué bien, viejos lazos familiares.

Daba igual; nada de eso importaba. Lo que importaba era que uno de ellos tenía el poder telequinésico y el otro el poder de hacer luz. No podía matar a ninguno de los dos sin privarse de sus armas más potentes. Pero podía inutilizarlos, aterrorizarlos.

Quebrarlos.

Gaya no sabía si la habían visto. ¿Estaban mirando directamente hacia ella? Parecían apartarse, ir en direcciones distintas. Entrecerró los ojos para mirar el bosque y flexionó el dedo dispuesta a…

Solo el movimiento rápido de la sombra la alertó. Saltó a un lado, se arrojó al suelo, y rodó cuando la sección enorme de una secuoya cayó del cielo y se estampó donde ella estaba antes.

¡Caine!

Gaya trató de alcanzarlo clavándose en él y, mucho más cerca de lo que se esperaba, oyó un grito de dolor.

—¡Caine! —gritó Gaya—. ¡Sí, aún puedo hacerte daño!

—¡Aaaaaah!

—¡Grita por mí, padre!

Gaya oyó unos pies que corrían, alguien atravesando arbustos y zarzas. ¡Ahí estaba! Corría directamente hacia ella. Gaya alzó la mano para disparar la luz asesina, apuntando hacia las piernas, pero él atacó primero. Un rayo de luz verde pasó disparado junto a ella, alcanzando un árbol caído e incendiando una rama podrida.

Gaya devolvió el disparo, pero Sam ya se había tirado al suelo.

La niña avanzó cojeando hacia él, acortando la distancia para ver con más claridad. Sintió el dolor punzante de la pierna que aún no estaba lista, tropezó y sintió que la mente de Caine empujaba para expulsar a la suya con una fuerza sorprendente.

—¡Aaaargh! —gritó la niña con furia.

Un rayo de luz lanzado a ciegas estuvo a punto de partirla por la mitad. Gaya saltó a un lado y se le quemó el dobladillo de la pernera.

El rayo había alcanzado casi de pleno a una secuoya de más de treinta metros, que ahora se balanceaba demasiado lejos para recuperarla. Poco después de un crujido intenso se oyó el ruido acelerado de las ramas partidas y el dosel roto de un árbol al estamparse en el bosque, que bloquearon la salida de Gaya.

La niña reprimió un instante de pánico. No, seguía siendo más fuerte. Era la gayáfaga.

Caine era el punto débil. Gaya se tiró al suelo intentando meterse bajo tierra, hacerse invisible, mientras concentraba su malevolencia en Caine.

—¡Grita! —le ordenó—. ¡Grita!

Y él gritó. Ah, sí que gritó.

Gritaba como si lo estuvieran destrozando. Como si se estuviera muriendo.

Como sabía que no podía derrotar a Gaya solo, Sam se dirigiría hacia él. Mientras Sam intentaba rescatar a Caine, Gaya se escabulliría por la tierra, arrastrándose con el vientre como una serpiente, abriéndose paso entre las ramas del árbol caído con el pelo enmarañado y medio arrancado, movida por un odio que solo podía proceder de la humillación.

Había pasado muy mala noche, y la mañana estaba yendo igual de mal.

No podía ganar la batalla si tenía que andarse con miramientos. Lo cual quería decir que sabía cómo proceder: tenía que atacar Perdido Beach y matar de una vez a la mayoría. Luego ya se tomaría su tiempo para torturar a Caine y quitarle la rebeldía, para finalmente enfrentarse con el siempre conflictivo Sam Temple.

Mientras tanto, necesitaba cambiar de estrategia.

Vio que una fina espiral de humo se alzaba procedente del árbol muerto que la luz de Sam había alcanzado.

¿Y por qué no? Un incendio. Sí, perfecto. El fuego los llevaría a todos a Perdido Beach. Y así podría cubrir la retaguardia, por si la atacaban por sorpresa.

Gaya alzó las manos por encima de la cobertura que le proporcionaba el árbol caído y empezó a disparar en todas direcciones de manera larga y prolongada, alcanzando un bosque que no había visto la lluvia desde la llegada de la ERA.

Entonces Gaya huyó, perseguida por el humo mientras el fuego se apoderaba del Parque Nacional Stefano Rey.