38 HORAS, 58 MINUTOS
EL LAGO ardía.
Astrid nadó hasta la orilla, calada hasta los huesos por el agua helada, y en estado de shock.
Salió con esfuerzo del agua, arrastrándose sobre las piedrecitas mojadas hasta la arena. Diana estaba justo detrás de ella.
Otros supervivientes nadaban hasta la orilla o salían del agua. Nadie hablaba. Muchos lloraban.
El agua del lago se alzó de repente, como una tromba enorme que parecía transportar a Dekka y Orc. Astrid vio que Orc se movía. Estaba vivo.
Jack el del ordenador estaba arrodillado sollozando, tapándose la cara con las manos. Astrid no tenía tiempo para eso.
—Jack, coge un bote y vete a buscar supervivientes.
—Han muerto todos —gimió el chico.
—No, no es verdad. Si no quieres luchar, haz de ambulancia. ¡Vamos! Que tus fuerzas sirvan para algo.
Brianna se acercaba cojeando hacia ellos, maldiciendo en voz alta a cada paso. Se le había caído la mitad del pelo. Tenía un lado de la cara de color rojo cereza.
—¡Brianna! —exclamó Dekka.
Alcanzó la orilla, dejó caer a Orc bruscamente en tierra, y corrió hacia Brianna.
La chica tenía los brazos caídos, mostrando una debilidad que Astrid no había visto nunca antes en ella. Pero Brianna jamás había tenido que pelear con nadie como Gaya.
—¡Está herida, y mucho! —exclamó Dekka.
Otros chavales gravitaban hacia las tres chicas, ahora cuatro, que había en la playa. Orc se puso en pie despacio, y miró a su alrededor, confundido.
Astrid dio órdenes con una calma que no sentía.
—Ved qué coches o camionetas aún funcionan.
»Buscad supervivientes.
»Si alguien está demasiado herido para moverse, venid a decirme dónde está.
»Ved cuánta comida podéis reunir.
Brianna había perdido la oreja izquierda, y la piel de alrededor y la del cuello parecían cera fundida.
—Orc —dijo Astrid—, tengo algo terrible que pedirte, pero necesitamos a alguien en el perímetro… en el borde de allí… para ver si Gaya vuelve. O si está herida y…
De repente Astrid se sintió débil y la cabeza empezó a darle vueltas. El shock. Lo reconocía. Fue Diana quien la estabilizó.
Astrid se hundió en el barro, con la cabeza entre las manos, intentando pensar, e intentando no pensar.
«A ver, piensa en conjunto, Astrid: ¿qué hacemos?
»No voy a encontrarme con la madre de Sam —pensó—. El juego aún no ha terminado. Faltan un millón de años para lo que venga después.
»El juego consiste en seguir con vida. El juego es sobrevivir. Otro minuto, otra hora…».
Hechos. La furgoneta que a veces empleaban seguía intacta, y había un cuarto de gasolina en el depósito. La winnebago que a veces utilizaban de estación de carga contaba con una octava parte del depósito. Pero Astrid pensó que aún quedarían dos docenas de personas fuera. Así que la mayoría de la gente tendría que caminar, pero los que estuvieran muy heridos tendrían que montar en ella, siempre y cuando encontraran a alguien que pudiera conducir una autocaravana sin meterla en una zanja.
Astrid tendría que quedarse con los que fueran a pie.
Morirían.
El ruido aumentaba al disiparse el shock. Los chavales lloraban aún más, sollozaban, gritaban buscando a amigos o parientes perdidos. La gente temblaba de miedo. Nadie era tan estúpido como para creer que Gaya estaba acabada, o que estaban a salvo.
Jack remaba hacia el interior del lago, mientras alguien que lo acompañaba describía círculos con una linterna y gritaba:
—¿Hay alguien vivo?
Angustiada, Diana se quedó mirando a Orc mientras el chico se dirigía en la dirección por la que se había ido Gaya.
—Va a matarlos a todos. Nos va a matar a todos.
—Voy a meter a la Brisa en la furgoneta —indicó Dekka. Tenía a su amiga en brazos, y la sostenía como si fuera una niña pequeña—. A ella y a otro chaval que está muy mal.
Astrid asintió. Entendía que no podría evitar que Dekka fuera con Brianna. Miró los ojos empañados de Brianna e intentó no fijarse en su herida horrible.
—Has salvado muchas vidas, Brisa. Eres una heroína.
—Claro que lo es —dijo Dekka, con la voz embargada por la emoción.
—Lana la curará —afirmó Astrid—. Mete a todos los que puedas en la furgoneta. Si te encuentras con Sam…
Diez minutos más tarde, la furgoneta salía del lago.
Jack el del ordenador se trajo a tres supervivientes espantados, solo tres, hasta la orilla.
—Hay más chavales flotando —comentó.
—¡Pues tráelos! —gritó Astrid.
Jack negó con la cabeza.
—No hay prisa.
Y Astrid entendió lo que quería decir.
Le mandó que ayudara a subir a los heridos a la winnebago.
Orc volvió para informar de que un rastro de sangre se dirigía hacia el oeste, en la dirección general, si Gaya seguía la barrera, de los árboles altos de Stefano Rey.
Un humo aceitoso se alzaba procedente de algunos vehículos mientras el fuego quemaba lo que quedaba de la gasolina, los interiores acolchados y los salpicaderos de plástico, y descendía hacia los neumáticos. Todos los barcos del lago se habían hundido excepto algunos restos que flotaban. Todo olía a fuego y carne quemada.
—Vale, escuchadme todos, por favor —pidió Astrid, pero no hablaba lo bastante alto respecto al murmullo cada vez más elevado de gritos, quejas y dientes que castañeteaban.
Solo unos treinta chavales sanos. Otros veinte o así estaban en la furgoneta o en la winnebago, que ahora avanzaba pesadamente, traqueteando hacia la carretera, con Jack al volante.
Por lo menos setenta chavales habían muerto: una cuarta parte de la población de la ERA. Más adelante, Astrid sentiría rabia, pero ahora solo se sentía triste y derrotada. Esos chavales habían aguantado tanto… Y morir así, con el final quizás a la vista…
Astrid comprendía que se encontraban prácticamente indefensos. Tenían a Orc, unas cuantas pistolas, y unas cuantas armas blancas y bates. Dos docenas de chavales cuyo promedio de edad era de nueve años, contra un monstruo con todos los poderes de la ERA.
—¡Escuchad! —gritó Astrid a pleno pulmón—. ¡Escuchad!
La mayoría se calló. Volvieron los rostros aterrorizados hacia ella, iluminados por los incendios de sus hogares.
—Nos vamos a Perdido Beach.
—¡Está oscuro!
—¡Hay coyotes!
—¡Está demasiado lejos!
—¡Escuchad! —repitió la chica—. Esa cosa, la gayáfaga, Gaya, está herida pero no muerta, al menos yo creo que no. Tenemos que juntarnos con los demás en la ciudad. Tenemos que reunir a toda nuestra gente.
—¿Y Sam está allí?
—Eso espero —respondió Astrid con fervor—. Pero, en cualquier caso, Dekka y Brianna están allí, o lo estarán pronto, y Lana curará a Brianna.
Entonces Astrid se dio cuenta de que el día anterior había bromeado con Sam diciendo que Brianna era una niña difícil. Sin esa niña, ahora todos estarían muertos.
—Orc viene con nosotros para protegernos durante el camino. Si caminamos rápido, y nos ayudamos los unos a los otros, llegaremos allí por la mañana.
—Tenemos que enterrar a la gente que ha muerto… —dijo un niñito.
—Sí, tenemos que hacerlo —contestó Astrid dulcemente—. Pero esta noche no.
—Mi hermana está muerta —insistió el niño—. Se ha quemado.
—Vuestros hermanos, hermanas y amigos quieren que viváis —afirmó Astrid. Le temblaba la voz de la emoción—. Tenemos que vivir. Luego podremos enterrarlos, pero ahora mismo, esta noche, tenemos que vivir.
Al final tres chavales se quedaron en el lago. Astrid no tenía ni la energía ni la seguridad para obligarlos a marcharse. Y estaba bastante segura de que tanto ella como su grupito de trotamundos estarían muertos antes de llegar siquiera a Perdido Beach.
No se reuniría con Connie Temple. Al parecer Astrid se había equivocado: no había tiempo para planear lo que pasaría después. Aún había tiempo para correr, para encogerse de miedo, para suplicar por su vida.
Para luchar.
El palo de una tienda destacaba en su crudeza, pues se le había quemado todo el nailon de alrededor. Astrid buscaba algo, cualquier cosa, y no encontró nada. Así que mordió el dobladillo de su camiseta, tiró de ese trocito y con cierta dificultad arrancó un trozo de tela de quince centímetros de ancho.
También se arrancó varios mechones de pelo, los retorció formando un nudo con la tela, y lo ató todo al palo de la tienda como si fuera una bandera patética.
Eso bastaría.
Sam y Caine alcanzaron el lago. Sus pulmones ansiaban aire. Sus músculos vibraban de agotamiento. Ninguno de los dos estaba preparado para lo que se había convertido en una carrera de casi dos horas interrumpida por batacazos y rasguños.
Cuando bajaron a toda velocidad por la ladera vieron que era demasiado tarde. La devastación era total.
Sam cayó de rodillas.
—¡Astrid, Astrid!
No hubo respuesta.
—Danos un poco de luz, Sam —dijo Caine con un tono de voz siniestro.
—¡Astrid!
—Oye, contente, surfero, no le va a servir de nada que se te vaya la olla.
Sam volvió a ponerse en pie, pero era lo único que podía hacer. La casa flotante era un casco que, aunque resultara improbable, flotaba, pero estaba totalmente quemado. Estaba muerta.
Estaba muerta. El monstruo la había matado.
—¡Oye, que te he dicho que enciendas luz! —gritó Caine, y sacudió a Sam agarrándolo de los hombros—. ¡Luz!
Sam se obligó a volver a la realidad. El olor a grasa cocida y neumáticos humeantes impregnaba el aire. Los fuegos ardían bajos, consumiendo lo que quedaba de su espeluznante combustible. El lago entero estaba negro. Sam se concentró y dio forma a una bola de luz.
Movió la luz en el aire, tres metros, tres y medio, y la envió a la deriva por el lago como si fuera un faro débil. Coches quemados, tiendas quemadas. Cuerpos quemados.
Sam corrió hasta el cuerpo más próximo. No, demasiado bajo para ser Astrid.
—No hagas eso, tío, porque si es ella no creo que quieras verlo.
Caine casi se mostraba compasivo. En otro momento, Sam se lo habría agradecido. Pero ahora estaba mirando el cadáver de un chaval que parecía un soldadito de plástico tras meterlo en el microondas.
Caine le indicó que moviera la luz por encima del agua. Un velero —no, medio— se balanceaba como loco en el oleaje.
De repente percibieron un movimiento. Sam y Caine se giraron hacia el ruido. Era una persona, caminando.
—¿Quién es? —preguntó Caine.
No hubo respuesta.
—Contaré hasta tres y luego te mataré —amenazó Caine, sin más miramientos.
—¡No!
Había algo raro en aquella voz. Sonaba demasiado grave. Caine agarró la luz flotante de Sam y la acercó.
Los dos chicos se lo quedaron mirando.
—¡Eres un adulto! —exclamó Sam.
—¿Quién eres? —exigió saber Caine—. ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Ha bajado la barrera?
El hombre estaba hecho polvo, eso quedaba claro. Su brazo era un muñón con trocitos colgantes de carne medio curada. Ningún cirujano le había hecho eso.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Sam.
—Alex.
—¿De dónde vienes, Alex?
—Me he… caído dentro.
Los chicos lo observaban con detenimiento. Era raro. Los dos seguían sintiendo cierta deferencia automática hacia los adultos, pero al mismo tiempo estaba claro que ellos eran los que estaban al mando. Ese adulto en particular no estaba precisamente preparado para ponerse al mando.
—Oye, Alex, empieza a hablar ya —le instó Caine—. ¿Qué quieres decir con que te has caído dentro?
—La diosa… me ha hecho entrar por la barrera para que pudiera alimentarla —apretó el puño que le quedaba, pero la expresión de su rostro era casi reverente.
Sam y Caine intercambiaron una mirada. Habían visto a unos cuantos chavales en estado de shock, trastornados y traumatizados. Ese era su primer adulto. El primer adulto que veían en mucho tiempo, y estaba loco.
—¿Qué ha pasado aquí, lo has visto? —preguntó Sam.
El hombre señaló el risco que daba al extremo oriental del lago.
—Ha venido por allí, la diosa de la luz. Se ha abalanzado sobre ellos…
—¿Gaya? —preguntó Caine.
—¿La conoces? —preguntó Alex, ansioso—. ¿Tienes comida?
—¿Ha sobrevivido alguien? —preguntó Sam.
Se le hizo un nudo en la garganta, pues temía oír la respuesta.
—Sí, unos cuantos chavales. Se han ido… —Alex buscó con la mirada a su alrededor, hasta que asintió— por allí. He visto a algunos intentando sacar un cuerpo del lago. Igual se han ahogado. El Día del Juicio Final, ¿eh? Como el Día del Juicio Final.
—Se dirigen hacia Perdido Beach —dijo Sam, exhalando.
—Había una autocaravana grande. Puede que una furgo —explicó Alex—. No me acuerdo. Otros se han ido a pie. No creo que importe. Los va a matar a todos, ya sabéis. Les va a fundir el cerebro. ¡Ja! Es el Séptimo Sello, el comienzo del libro, el juicio, ya sabéis, como… como en…
—¿Y Gaya les ha dejado marchar? —preguntó Sam.
El hombre estaba loco, pero aún respondía.
De repente, Alex pareció sentirse muy incómodo.
—Estaba… Mientras estaba matando y quemando, ¿cómo lo llaman? ¿Cosechar? Mientras ella… ha venido un torbellino y la ha herido. Lo he visto. ¡Como un torbellino diabólico!
—¿Un torbellino? —preguntó Caine.
—Brianna —dijo Sam.
—Ha herido a la diosa. ¡Ah, tendrá hambre! —exclamó Alex. Su voz reflejaba una extraña mezcla de miedo y expectación—. Yo… Es una diosa, la gayáfaga. Se llama Gaya. Pero sshhh, no habléis de ella.
—No es una niña, es una cosa —replicó Sam—. Y no es ninguna diosa.
—Si está herida, lo que vimos hacia el sudoeste puede ser su rastro de sangre —sugirió Caine—. Con lo que tenemos que elegir. O vamos a Perdido Beach para ver si tu novia está viva, o vamos a cazar a esa lunática a la que llaman diosa.
Sam miró a Alex. Entonces se dio cuenta de lo que le había sucedido.
—Se te ha llevado el brazo, ¿verdad?
Alex cerró los ojos.
—Tenía mucha hambre. Tiene que crecer y… mucha hambre.
—¿Había alguien más contigo? ¿Una chica? ¿Un tipo con un brazo de serpiente, como un látigo?
—Una chica, sí. Era la madre de la diosa, o eso ha dicho.
—¿Diana?
Caine frunció el ceño y empezó a morderse el pulgar con furia.
—Nos ha traicionado y ha venido a advertir a la gente de aquí —sonrió el hombre—. ¡Pero era demasiado tarde! ¡Tendríais que haberlo visto! ¡Ja! ¡Un espectáculo de luz, tío, como un concierto de heavy metal!
Entonces Sam vio algo que estaba fuera de lugar. Concentró la mirada en la oscuridad, formó una bola de luz con la mano, y se acercó hasta el palo con la bandera patética.
Sacó los cabellos rubios, los miró y se los metió en el bolsillo trasero. Ese momento fue el peor. Sentir que había estado tan cerca… Que no había estado allí cuando lo necesitó. Se puso a llorar, y apagó la luz para que Caine no lo viera.
Pero estaba viva. Astrid estaba viva y debía de encontrarse camino de Perdido Beach con otros supervivientes.
Sam se aclaró la voz, y sin volverse dijo:
—Señor… ¿Alex? Siento todo lo que le ha pasado. Este sitio es… terrible, a veces. Pero no podemos ayudarle. Tendrá que arreglárselas solo.
—¿Así que vamos tras Gaya? —preguntó Caine.
—Vamos tras Gaya —afirmó Sam.