TRECE

40 HORAS, 3 MINUTOS

PARA ASTRID, era otra noche que pasaba separada de Sam. Qué rápido se había vuelto necesaria su presencia. Sam en su cama era una adicción que se había apoderado de ella rápidamente. Quince años durmiendo sola, y ahora parecía como si los hubiera pasado otra persona completamente distinta. ¿Acaso no lo había tenido siempre a su lado? ¿No la había despertado siempre al tocarla?

Astrid intentaba pensar, y no en Sam. Pero estaba en el camarote que compartía con él, y todo lo que había en aquel lugar se lo recordaba.

También trataba de olvidar que la cabeza de Drake estaba en una neverita seis metros por debajo de ella, en el fondo del lago.

Oyó pasos pesados en el muelle, seguidos por el ruido de alguien grande y muy pesado saliendo de una barca. Astrid agarró la escopeta y salió. Uno de los guardias de Edilio tendría que haber abordado al intruso. Astrid oyó el ruido de alguien que meaba; ese debía de ser el guardia.

Empuñando la escopeta, Astrid recorrió el pasillo entero y subió cuidadosamente los escalones hasta la cubierta. Se dio cuenta de que estaba apuntando a Dahra Baidoo, quien por extraño que parezca estaba en brazos de Orc.

—No dispares —pidió Dahra con los dientes apretados.

—¡Dios me ha mandado que la salvara! —le soltó Orc.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Astrid, dejando el arma a un lado y ayudando a Orc a colocar a Dahra sobre el banco acolchado.

—Venía a verte, subida a mi bici —explicó Dahra—. Y me he torcido el tobillo.

—Tu tobillo es tres veces mayor de lo normal —observó Astrid.

—Sí, Astrid, ya me he dado cuenta —dijo Dahra.

El sarcasmo no era habitual en su repertorio, pero Astrid no podía culparla.

—¿Qué puedo hacer para ayudarte?

—Llévame con Lana en cuanto te cuente lo que he venido a contarte —dijo Dahra.

—Igual puedo llevarte en coche —sugirió Astrid.

Se preguntaba si estaría justificado utilizar parte del suministro menguante de gasolina. Solo si el viaje resultaba útil en otro sentido. Quizá podría ir a Perdido Beach… a ver si estaba Sam.

—¿Qué es lo que tienes que contarme?

—Comida —pidió Dahra—. Primero necesito comer algo.

—Bueno, como estás herida, puedo darte fideos instantáneos. A los dos, creo.

Tardó un poco en calentar el agua para los fideos con un hornillo japonés y unas pocas ramitas secas, y mientras el agua se calentaba Dahra accedió a contarle lo ocurrido.

—Es la madre de Sam, Connie Temple. Me he encontrado con ella en la barrera. Quiere hablar contigo.

—¿Conmigo? Astrid frunció el ceño. ¿Por su relación con Sam?

—Dice que ahí fuera las cosas están fatal. En el mundo de ahí fuera. Y tiene razón, por cierto. He visto un cartel que decía: MATADLOS A TODOS. QUE DIOS SE ENCARGUE DE ELLOS.

—Eso no es cristiano —gruñó Orc.

—No, no lo es —asintió Astrid con brusquedad.

—Supongo que la enfermera Temple quería comentarlo con alguien. Sam no está, Edilio está ocupado, así que solo quedabas tú, Astrid.

—¿La tercera opción?

Dahra se encogió de hombros, pero el movimiento la hizo estremecer.

—Se encontrará contigo en la barrera. Probablemente pensó que sería más temprano, lo siento, me he retrasado un poco. —Dahra intentaba hablar sin echarse a gritar de dolor—. ¿Mañana, quizá? Necesitarás papel o algo. Ya sabes, para comunicarte.

Astrid pensó un poco.

—Gracias, Dahra. Y gracias, Charles.

—No he sido yo —dicho el chico, solemne, y señaló con un dedo hacia arriba—. Puede que yo le sirva para algo, ¿sabes? Para un plan.

Astrid le sonrió.

—Te has convertido en un buen chico, Charles. Desde luego eres un ejemplo de redención.

La chica dudó un instante por miedo a tocarlo, pero entonces lo abrazó. Qué raro le resultaba. Qué ajeno.

Orc parecía demasiado abrumado para contestar. Lo cual, pensó Astrid al retirarse, resultaba agradable, pero sus pensamientos pasaron rápidamente a lo que Sam y ella llamaban «el final». No bastaba con sobrevivir a una guerra: tenías que planear lo que vendría después.

Astrid se alegraba de que Connie Temple quisiera ponerse en contacto con ella. Prepararse para lo de después era posiblemente lo más importante que quedaba por hacer. Astrid pensaba que podría manejarlo muy bien.

Gaya cantaba. No lo hacía muy bien, pues su voz era débil y aflautada y no tenía experiencia musical, pero cantaba con los auriculares puestos.

Estaba cantando «Mainlining murder» de Lars Frederiksen and the Bastards.

—Qué lista más genial tienes —señaló Diana.

Acababan de pasar una colina baja, muy cerca del lago. Tenían un fuego pequeño de ramitas que Gaya había encendido fácilmente. Había sido idea de Diana, con la esperanza de que la luz se viera desde el lago. Aún esperaba que Sam estuviera planeando un ataque sorpresa para acabar con la niña.

Gaya miraba el fuego y cantaba «Mainlining murder», seguida de manera incongruente por «Girls just want to have fun». Si estaba preocupada por la proximidad a la población del lago, no lo mostraba.

—¿Es la versión de Miley Cyrus o la original de Cyndi Lauper? —preguntó Diana a Alex.

Él no parecía saberlo. No estaba muy hablador, o al menos no hablaba con ella. A veces decía cosas ininteligibles, y farfullaba: «Fundido, tío. Fundido». Ni idea de lo que significaba aquello en la ciudad de los locos, donde al parecer ahora se alojaba Alex.

Diana esperaba que se desmayara o se durmiera. No confiaba en él: era muy capaz de traicionarla para ganarse el favor de Gaya.

Diana había visto quebrarse a otras personas antes, derrumbarse, que se les fuera la olla. Pero nunca tan rápido. ¿El tío ya estaba mal antes de aventurarse en aquel infierno particular? ¿Ya era frágil? ¿O le pasaba porque era un adulto?

Diana reflexionó durante un instante. La gente siempre decía que los niños eran resistentes, por lo que evidentemente los adultos lo eran menos. Se preguntaba cuán distintas habrían sido las cosas en la ERA si hubieran quedado atrapados más de trescientos adultos con la gayáfaga y los mutantes peligrosos, tanto humanos como no humanos.

Pero se estaba distrayendo. Tenía que actuar antes de que lo hiciera Gaya. Diana estaba convencida de que esperaba a que el cielo estuviera totalmente oscuro para atacar, y ya lo estaba.

Basta. Había llegado la hora.

La hora de morir, seguramente.

Ah, bueno. Otra mala decisión. «Ese es mi poder secreto: el de tomar malas decisiones».

—Tengo que ir a mear —dijo Diana con la mandíbula tensa y apretada.

Se levantó, le crujieron las rodillas, le dolieron los músculos y las costras se le estiraron del esfuerzo.

Gaya ni siquiera alzó la vista, y Diana se dio cuenta de que tenía los ojos cerrados. De algún modo, con los ojos cerrados parecía menos… en fin, menos malvada. Podría estar dormida, si no fuera porque otra vez canturreaba sobre asesinatos. O rapeaba, quizá.

Diana se apartó tan despreocupadamente como pudo. Tenía las piernas rígidas, pero ahora siempre se sentía así. No era una novedad.

Gaya no pareció ni darse cuenta, y lo que más temía Diana era que Alex se lo tomara como una señal de que él también podía marcharse. Eso lo estropearía todo. Pero el tipo estaba ocupado fingiendo que disfrutaba de lo que Gaya cantaba, obviamente porque, por ridículo que parezca, pensaba que así gustaría a la niña. Y farfullaba: «Fundiéndose, fundiéndose».

«Pobre idiota manco —pensó Diana—. Reza porque a Gaya no vuelva a entrarle hambre. O se aburra. O quiera verte gritar».

Se encontraban en una zona de colinas bajas y ondulantes. Unas rocas grandes sobresalían de la tierra dura. La hierba seca bordeaba los grupitos de árboles raquíticos, casi muertos. Diana conocía la zona: el huerto de Sinder quedaba al otro lado de la colina. El lago no estaba ni a medio kilómetro de distancia.

En cuanto dejaron de verla, Diana echó a correr. La luna —la luna de verdad, no la simulación que veían en los viejos tiempos— acababa de alzarse, y proyectaba una luz débil. La chica tropezó, pero siguió corriendo. Le dolía cada vez que se caía, pero Diana había aguantado cosas mucho mucho peores. Y ahora corría esperando, creyendo, que Sam, Dekka y Brianna, y con un poco de suerte fuerzas suficientes para combatir a Gaya, se encontraban al otro lado de la colina.

A Sam le gustaba Diana, había sido amable con ella, podría salvarla. Tenía que creer que sí. A falta de Caine para hacer de caballero de brillante armadura, Sam podría salvarla.

Diana oía sus pisadas en la arena. Oía su respiración entrecortada. Notaba el corazón latiéndole con fuerza en el pecho. Al correr sentía esperanza, y la esperanza era una trampa cruel, pero corría igualmente.

Entonces vio una silueta humana y corrió hacia ella.

—Eh, ¿quién está ahí? —preguntó una voz joven.

—Soy Diana —dijo la chica, sin gritar pero apremiante—. ¡Baja la voz!

—¡Muéstrame quién eres!

Diana se obligó a aminorar el ritmo, pues no tenía sentido que le dispararan sus rescatadores, y esperó hasta que el chico la reconoció. Ella no lo reconocía, pero no había hecho muchos amigos en el lago.

—Escúchame, chaval, ¿tienes manera de dar la alarma?

—¿Qué?

—¡No me digas «qué»! —replicó ella—. ¿Tienes manera de dar la alarma?

—Se supone que tengo que disparar al aire.

—No, ella lo oirá. Vamos, corramos. ¡Corramos!

El miedo de Diana era contagioso, y el chico sin nombre salió disparado tras ella, con el rifle automático golpeándole en la espalda. Por delante se veían las luces del lago: solo unas pocas velas lastimosas, las ventanas de tráileres débilmente iluminadas y los ojos de buey de los barcos.

—¿Qué está pasando? —preguntó el chico, sin aliento.

—El diablo se acerca —respondió Diana.

Miró hacia atrás: seguía sin perseguirla. Claro que cuando Gaya llegara sería un torbellino a la velocidad de Brianna. No avisaría.

La chica entró como un bólido en la población, formada por una docena de tráileres y autocaravanas, unas cuantas tiendas destartaladas, unos cuantos barcos en el muelle y otros tantos más anclados en el agua.

Diana había vivido allí durante un tiempo; sabía moverse por el lago. Corrió hasta la casa flotante y gritó:

—¡Sam, Sam!

Silencio.

—Sam se ha ido —dijo el guardia, sin aliento.

—¿Qué?

—Se ha ido a Perdido Beach.

Diana sintió como si la hubieran pateado en el estómago. Sin Sam, no había ninguna posibilidad de derrotar a Gaya.

«Ah, esperanza, me has vuelto a engañar».

Dekka llegó corriendo por el muelle.

—¿Qué es lo que pasa?

—¡Dekka! Gracias a Dios. Gaya está al otro lado de la colina. Escúchame: va a matar a todo el mundo.

Dekka se la quedó mirando fijamente. Diana pensó que nunca la había visto así, casi asustada. Entonces Dekka ordenó al guardia:

—Trae a Jack. ¡Ahora!

—¿Quién más hay aquí? —preguntó Diana.

—¿Que puedan participar en una pelea? Jack y yo. Puede que la Brisa haya vuelto. ¡Brisa, Brisa! ¡Si estás ahí abajo, despierta! —No se oyó nada—. Puede que se haya dormido ahí abajo, pero hace poco estaba patrullando, creo. ¡Brisa!

Alguien muy grande estaba subiendo, y Diana sintió un gran alivio al ver el alud de barro que formaba la cabeza de Orc.

—¡Orc! —exclamó Dekka—. ¡Gracias a Dios que estás aquí! ¿Está ahí abajo la Brisa?

Orc negó con la cabeza.

—Pero yo sí, porque el Señor me ha mandado.

—Me alegro de tenerte aquí, sea quien sea quien te haya mandado. —Dekka agarró a Diana de un brazo—. ¿Qué poderes tiene? ¿Qué puede hacer Gaya?

—Dice que tiene los poderes de todos. Pero si te mueres, pierde ese poder. Por eso no se enfrentó a Sam y Caine. Lo último que hará será matar a los mutis.

—¿Y por qué… a todos? Da igual. ¿Dónde está Astrid?

—Estaba en el váter. Ahora viene —indicó Orc.

Astrid y Jack corrían hacia el barco con el guardia delante.

—Gaya puede llegar en cualquier momento —explicó Dekka rápidamente, y repitió lo que Diana le había contado.

—Tenemos que salir en los barcos —indicó Astrid.

—¡Podemos luchar! —exclamó Dekka—. ¡Jack, Orc, yo, podemos enfrentarnos a ella!

—Vale, pero los demás tendrán que irse al agua. Ese es el plan —dijo Astrid sin perder la calma.

Dekka asintió, y ordenó al guardia que corriera a hacer sonar la campana de alarma.

—¡No! —gritó Diana—. ¡Sin hacer ruido! Si oye algo…

—Tienes razón…

Subirse a los barcos y salir al agua. Una vez derrotaron el ataque decidido de Drake con esa táctica simple. El agua era su defensa.

—Dahra está en el piso de abajo, herida —comentó Astrid—. No puede correr. ¿Dekka?

—Los tres, Jack, Orc y yo, tenemos que interponernos entre Gaya y el lago. Si nos dirigimos al risco, allá arriba donde…

—De acuerdo —la cortó Astrid.

—Ojalá Sam estuviera aquí… —murmuró Diana.

—Eso querríamos todos —replicó Astrid—, pero tenemos a Dekka, Jack, Orc. Algo es algo.

—No —dijo Jack.

—¿No qué? —preguntó Dekka, confundida.

—Que no voy a luchar. ¿No te acuerdas de lo que me pasó la última vez? ¡Casi me muero!

—Pues te acabarás muriendo si no luchas —intervino Diana—. Escúchame: hablamos de la gayáfaga. Matará a cualquiera con cuerpo humano que pueda hacer de huésped del pequeño Pete.

Astrid alzó una ceja.

—Qué interesante.

—¿Sí, señora Spock? ¿No es «fascinante»? —Diana emitió un ruido ahogado, indicando frustración—. ¿Alguien tiene algo de comer? Si me voy a morir, antes me gustaría comer.

—No voy a luchar —repitió Jack, tozudo—. Que sea fuerte no significa que sea un luchador.

—O luchas o te mueres, aunque seguramente pasarán las dos cosas —insistió Diana—. ¿Es que no has entendido a lo que nos estamos enfrentando?

Pero Jack negó con la cabeza.

«Vaya con la resistencia de los jóvenes —pensó Diana—. Está tan deshecho como Alex».

—Vamos a poner en marcha la casa flotante y a soltar amarras —propuso Astrid—. ¿Dekka, Orc? Buena suerte. Jack, por lo menos ayuda a la gente a subirse a las barcas.

Diana sintió los dedos de Astrid rodeándole el bíceps y se dio cuenta de que tiraba de ella. Todo el mundo corría a encargarse de las tareas que les habían asignado, pero Astrid condujo a Diana hasta la barandilla y la miró con dureza a los ojos.

—Mantén la boca cerrada respecto a lo de los poderes. Y a lo de Petey.

—¿Por qué me agarras? ¡Suéltame!

Astrid la soltó, pero se le acercó aún más.

—Esa información va a hacer que maten a Sam, y también a Caine. ¿Me entiendes?

Los chavales salían en tropel de sus autocaravanas y tiendas, y corrían a apiñarse en los barcos. Los que estaban atracados más lejos comprendían que había empezado la evacuación, y ponían en marcha los motores o sumergían los remos para acercarse a recoger a sus amigos.

Gracias a la insistencia de Edilio, habían hecho muchas veces el simulacro de evacuación. Estaba saliendo bien.

Y entonces, en un estallido de luz tan veloz que prácticamente sobrevoló las colinas, apareció Gaya.