44 HORAS
GAYA SE había quedado dormida, y pareció tanto envejecer como curarse mientras dormía. Se había ido a dormir todavía con el cuerpo quemado, y puede que entonces aún tuviera siete u ocho años. Cuando se despertó estaba curada y se aproximaba a los diez años.
Diana había intentado no despertarla.
«Bien dormidito está el monstruito».
Alex se había pasado la mayor parte de la larga noche delirando, y se había despertado varias veces después de que amaneciera, gritando de dolor. Luego se había quedado dormido, pero inquieto, agitado.
Diana había intentado no fijarse en el brazo cocido, que Gaya se había zampado casi del todo, pero aún estaba recostado a su lado mientras la niña roncaba bajito.
Finalmente, cuando el sol acabó de ascender, Gaya se despertó de golpe, se levantó sin más preámbulos y se puso a hacer sus necesidades detrás de un árbol. Luego se comió el resto del brazo hasta que solo quedaron los huesos mientras Alex la miraba con una mezcla inquietante de admiración, horror y odio.
«Se le está yendo», pensó Diana. Lo veía en su mirada. Habían ocurrido demasiadas cosas, demasiado rápido.
—Tengo hambre —dijo Gaya—. Hacer crecer este cuerpo a una velocidad acelerada exige mucha nutrición.
—Gaya, no —protestó Diana.
Alex ahogó un grito e intentó huir. Gaya alzó un dedo, y el hombre se encontró con que corría sin moverse. Sus pies se deslizaban sin poder evitarlo sobre la tierra pedregosa.
—Tengo una… ¡Espera, espera! ¡Tengo una barrita!
—¿Qué es una barrita? —preguntó Gaya.
—¡Es comida, es comida! —exclamó Alex, y se deslizó la mochila por el hombro intacto.
A Diana se le hacía la boca agua solo con oír mencionar la barrita. Sentía punzadas de hambre. Si Gaya se quedaba con el otro brazo de Alex, dejaría que Diana se comiera la barrita.
«Cárgatelo, mátalo, cómetelo; no me importa».
Diana levantó la mochila. Era más de corredor que para ir de acampada. Volcó el contenido de la mochila en el suelo. Un tubo pequeño de loción. Un cuchillo. Una botella de agua. Un iPhone con auriculares y una especie de cargador solar. La barrita de cereales. Un mapa.
Gaya se acercó.
—¿Cuál es la comida?
Diana miró la barrita. Un lujo inimaginable en la ERA. Avena, pasas y dátiles. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Lo único que tenía que hacer era decir «¡Cárgatelo!», y la barrita sería suya.
—¡Ahí está, cómetela! —gritó Alex.
Gaya se agachó, la cogió, frunció el ceño y por fin entendió que tenía que desenvolverla. Se la comió como el Monstruo de las Galletas se zamparía una galleta con pepitas de chocolate.
Diana soltó aire. La decisión ya estaba tomada.
—¿Qué es eso?
Gaya señaló el iPhone.
—Es su móvil —respondió Diana—. Aquí no funcionan.
—Tengo las canciones dentro —comentó Alex, ansioso—. ¿Quieres escucharlas, Gaya? ¿Quieres escuchar un poco de música?
—Música —dijo Gaya—. ¿Qué es?
—Mira, la escuchas. Te pones las cosas blancas en los…
Alex cogió los auriculares con la mano que le quedaba, y trató de ofrecérselos a Gaya.
Gaya los cogió.
—Gaya, desde aquí sé ir al lago —intervino Diana—. Allí puedo conseguir comida para ti.
«Y también para mí».
Gaya se rio mientras jugaba con los auriculares.
—En cuanto lleguemos al lago tendremos mucha comida.
—Vas a… Quiero decir, espera —dijo Diana, confundida—. ¿Vas a ir al lago? Quiero decir, ¿que vamos a propósito?
—Claro, estúpida Diana —replicó Gaya, y sus ojos azules brillaron de alegría—. En cuanto anochezca. ¿Si no cómo voy a matarlos a todos?
—¿Matarlos a todos? —repitió Diana sin comprender.
—A cualquier ser humano que el Enemigo pueda utilizar. Pensaba que era evidente, Diana. No puedo dejar que el Enemigo encuentre un huésped. ¿Sabes lo peligroso que sería? No, tiene que morir. Primero la gente del lago. Eso será fácil. Luego Perdido Beach. Hay muchos escondites en Perdido Beach. Lo sé. —La niña sonrió con petulancia—. ¿Cuántos seres humanos vivos hay en este pequeño universo tuyo?
—Gaya, no puedes…
Diana sintió que la empujaban contra el suelo, con tanta fuerza que se quedó sin aliento. Luego salió disparada por los aires, volando con los brazos haciendo aspas, y gritando de terror.
Empezó a caer. La caída en la piedra dura la mataría seguro.
«Por favor, déjame morir».
Pero Gaya detuvo la caída poco más de medio metro antes de que Diana impactara. El rostro infantil de Gaya estaba retorcido en una mueca desdeñosa.
—No me digas lo que puedo hacer, madre.
Y soltó a Diana para que acabara de caer.
—¡Ves, ella es la que te da problemas! —gritó Alex, señalando a Diana con una mano. Babeaba. Tenía mirada de loco—. ¡Cómetela, cómetela! ¡Ja, ja, ja! ¡Sí!
Diana ni siquiera se ofendió. El hombre pelirrojo estaba traumatizado, sumido en una pesadilla para la que no estaba preparado. Tenía los ojos enrojecidos. La locura se estaba apoderando de él.
«Espera a que tenga tanta hambre que el olor de su propia carne cocida le empiece a…».
Gaya se rio. Fue un ruido discordante, extraño y fuera de lugar.
—¿No quieres alimentar a tu diosa? —preguntó Gaya a Alex. Se acercó al hombre, y cuando retrocedió de miedo lo cogió de la oreja y lo atrajo hacia sí. Diana se dio cuenta de que era una acción sádica. No solo era implacable, sino que disfrutaba provocando miedo. Entonces la niña susurró a Alex—: Aún tienes esperanza. Crees que igual puedes escapar. Qué hombre tan estúpido… ¿Es que no lo entiendes? Solo vives para alimentarme. Ojalá puedas alimentarme. Suplícame… Porque si no puedes, morirás.
Alex temblaba tanto que cayó de rodillas. La orina le manchó los pantalones.
Gaya se rio, encantada.
—¿Lo ves? —Señaló a Diana—. Ahora me adora, y de rodillas.
—¿Te dedicas a matarlos o a humillarlos? —preguntó Diana con amargura.
—¿No puedo hacer las dos cosas?
—¿Por qué tienes que hacerlo, Gaya? ¿Qué… quiero decir… por qué? ¿Por qué?
De repente, Gaya adoptó un tono práctico.
—El Enemigo se buscará un cuerpo. ¿Y entonces dónde quedaré yo? Necesito que el Enemigo se muera, Diana. Cuando se muera, la barrera caerá. Cuando se muera, podré salir. Estoy lista. Veo este sitio y me doy cuenta de que es pequeño. Mira el mundo de ahí fuera. —Arrogante, Gaya agitó el brazo hacia la barrera transparente, hacia el desierto que quedaba más allá—. Sigue y sigue, ¿verdad? ¿Cuánto sigue, Diana?
—¿El qué? ¿El país entero? ¿La Tierra?
—Todo. ¿La Tierra es todo? Entonces la Tierra. ¿Cuánto sigue?
Diana se encogió de hombros.
—Pues no lo sé. No soy precisamente una empollona. Astrid lo sabría, hasta cuántos kilómetros tiene, de eso estoy segura.
Gaya se volvió hacia su madre con la mirada excitada.
—Pero es grande. ¿Cuántos seres humanos hay?
—Miles de millones.
Eso pareció retraer a Gaya, que abrió la boca de asombro.
—Ni tú puedes matarlos a todos —comentó Diana.
Disfrutaba de la mirada consternada de Gaya.
Pero Gaya ya había asimilado la información.
—No tendré que matar a miles de millones, Diana. Cuando el Enemigo haya desaparecido, no habrá ningún otro como yo. Solo estaré yo. Creceré y me extenderé, de un cuerpo a otro, y no tardará en haber tantos como yo que será imposible erradicarme. Al final todos serán yo, y yo seré todos.
—¿Y eso no resultará aburrido? —preguntó Diana—. Saldrías contigo misma. No tendrías a nadie con quien discutir planes malvados. No quedaría nadie a quien aterrorizar.
Gaya asintió, reflexiva.
—Sí, sí; lo que dices tiene sentido. Dejaré a unos cuantos libres para enseñarles lo que es el miedo y el dolor.
Diana miraba a Gaya, no a la niña que crecía rápido sino al monstruo que albergaba. Ahora lo entendía. ¿Cómo es que no se había dado cuenta antes? El sadismo. Los juegos. Los miedos irracionales y las fantasías alocadas en las que se veía como una diosa.
Diana había visto actitudes semejantes en la ERA. ¿Cómo es que no lo había detectado en aquella criatura? Locura. Demencia.
La gayáfaga estaba loca.
Gaya iba a matarlos a todos: ese era su plan. Matar a los buenos y a los malos, a todos. Diana lo entendía ahora. Eso era lo que se proponía. La gayáfaga no podía permitir que el pequeño Pete encontrara un cuerpo y sobreviviera, y eso implicaba matar a todas las personas que vivían en la ERA.
Y no se trataría solamente de sobrevivir, sino que, además, lo disfrutaría. Disfrutaría observando a la gente huir de ella. Disfrutaría cazándolos y matándolos. Gaya no era implacable e interesada como Caine; era malvada como Drake. Una psicópata. Una bestia alocada y terrible.
Por alguna razón, la mente de Diana divagó hasta acordarse de Orc, que no era un chaval precisamente normal. Había sido un matón, un borracho y un asesino. Y luego un penitente. Como Diana, había llegado a lamentar lo que había hecho. La irritaba con las lecturas de la Biblia y las preguntas incesantes, pero había hallado un modo de redimirse.
¿Podía la historia de Orc acabar en las llamas de Gaya solo para alimentar el ego psicótico de la niña?
O la de Sinder, que tan entregada estaba a su huerto…
O la de Dahra, que había trabajado hasta reventar cuidando de niños enfermos.
¿Y la de Jack el del ordenador? Se había mostrado confundido y sin rumbo, y durante una época Diana lo utilizó y manipuló. Pero ¿que llegara a morir, que lo matara aquella… abominación?
Y la de Astrid, esa bruja mojigata… Y la de Brianna, que a Diana había acabado gustándole. Y la de Dekka, a quien nunca le había gustado Diana pero que la había perdonado a su modo, sin dejar de gruñirle.
Y la de Lana.
Y la de Caine.
Sí, por encima de todo la de Caine.
¿Después de todas las batallas, suyas y de Caine, de todos los enfrentamientos? ¿Que todo acabara en muerte para que aquella criatura malvada pudiera salir a molestar al mundo exterior?
Diana recordó el tacto de Caine en su piel. ¿Quién iba a pensar que ese egocéntrico y obseso por el poder besara tan dulcemente?
Sí, y qué bien les había ido… Embarazada de una niña mutante a la que sacrificaron al nacer para satisfacer las necesidades de la gayáfaga.
Diana sabía que Caine no podría salir libre de la ERA. Era diez veces criminal, un sociópata podrido, encantador y despreciable, y lo encerrarían.
Y ella lo visitaría y se burlaría de él tras el cristal de seguridad de la cárcel. Y lo esperaría. Incluso años, si fuera necesario. Toda la vida, si fuera necesario.
«Eliges mal, Diana —se dijo—. Así que, si vuelves a hacerlo, nadie se sorprenderá».
En ese momento, Diana sintió un cambio en su interior. Un cambio que la sorprendió. Hasta cierto punto, como Alex, se había aferrado a la esperanza. Aún quería creer que, de alguna manera, aquella era su hija, que ella era su madre, que…
Pero no era su niñita. Era una bestia con una cara bonita y hermosos ojos azules.
Gaya había dejado caer los auriculares y el teléfono mientras Alex lloraba y gimoteaba y le imploraba. Diana los recogió del suelo.
—Música —dijo Diana con los dientes apretados.
—¿Música? —preguntó Gaya, confundida.
—No te gustaría, Gaya. Es solo para humanos.
Gaya sabía de muchas cosas, pero no de psicología infantil.
—¡Quiero escucharla!
Estaría anocheciendo cuando alcanzaran el lago. Diana no pensaba que tuviera muchas posibilidades de sobrevivir: lo que se estaba planteando hacer era desesperado, inútil y, desde luego, estúpido. Pero ¡qué diablos! ¿Acaso le quedaba algo que perder?
¿No había una canción antigua que decía algo así como «La libertad no es sino otra palabra para decir que no queda nada que perder»?
Gaya estaba manoseando los auriculares, frunciendo el ceño mientras imitaba lo que Diana le enseñaba.
Y, mientras, Diana pensaba en su fuero interno y oscuro cómo hacerse la heroína.
Habían transcurrido muchas horas, la noche empezaba a caer, y Dahra apenas había conseguido avanzar trescientos metros cojeando. Le dolía, tenía las manos ensangrentadas, y no dejaba de tropezar y aterrizar sobre ellas, dejando marcas rojas en la carretera a su paso.
Pensaba que quizá la barrera bajaría y de repente habría coches circulando por aquella carretera. Si así fuera, más valía que ocurriera enseguida. La noche era oscura e intensa en el bosque. Dahra apenas distinguía las copas de los árboles a cada lado de la carretera. Al levantar la vista, veía que el cielo era del azul más oscuro posible antes de ponerse negro. Mucho más arriba y lejos, en dirección este, veía las luces parpadeantes de un avión de pasajeros. Un avión lleno de gente, gente normal, no cautivos de la ERA, que iban tan campantes de San Francisco a Los Ángeles.
«Señoras y caballeros, si miran hacia la derecha del avión, verán la Anomalía de Perdido Beach».
Puede que si todo terminaba, hubiera circuitos por la antigua ERA.
«Y aquí es donde Dahra Baidoo se murió de hambre junto a la carretera».
Ese pensamiento hizo que se echara a llorar otra vez. Qué había hecho para merecer… ¡movimiento! Levantó la cabeza, y allí, a poco más de seis metros, había un coyote. Tenía la cabeza gacha, y los ojos le brillaban en la penumbra. Estaba desmarañado, muy sucio, y era un saco de piel y huesos. Dahra sabía que Brianna había aniquilado a la población de coyotes, que se había dedicado a perseguirlos hasta matarlos uno tras otro. Tras el ataque terrible de los coyotes a los chavales aterrorizados que había tenido lugar al sur del lago, Sam había encargado a Brianna que eliminara a los caninos mutantes de una vez por todas.
Pero ahí había uno que no estaba muerto.
El coyote olisqueó el aire, y movió las orejas a un lado y otro, alerta por si la Brisa decidía repentinamente acabar con él. Pero estaba más hambriento que nervioso.
—¡Vete! —gritó Dahra—. La Brisa va a venir a verme. ¡Estará aquí en un segundo!
El coyote no se lo tragó.
—Aquí no —dijo con su voz como estrangulada y glótica.
Todavía avanzaba con cautela. Le caía saliva del hocico.
Un terror espantoso se apoderó de Dahra. El coyote no se limitaría a matarla, sino que se la comería. Se la comería viva, y ella lo sentiría hasta caer inconsciente por la pérdida de sangre.
Lo sabía. Había oído las historias. Había visto que arrastraban a los supervivientes ensangrentados y destrozados al «hospital», esperando que Lana los salvara.
Empezó a rezar.
«Ay, Dios mío, sálvame. Ay, Dios mío, escúchame y sálvame».
Luego, en voz alta, añadió:
—Mátame primero. Mátame antes de… antes…
«Ay Dios mío, no le dejes…».
El coyote se acercó hasta quedar a poco más de medio metro de ella.
Se le estaban llenando las fosas nasales con el aroma de la chica, y sacaba espuma por la boca, expectante.
—No —susurró la chica—. No, Dios mío, no.
El coyote se quedó paralizado, y volvió las orejas hacia la derecha. Se agachó mucho, y Dahra también oyó como si alguien aplastara lentamente la maleza y las hojas caídas.
—¡Ayuda, ayuda! —gritó la chica, que no tenía ni idea de quién o qué podía estar en los bosques.
Solo sabía que, fuera lo que fuese, al coyote no le gustaba.
El coyote emitió un gruñido bajo.
El ruido se acercó, y el coyote se alejó trotando, gimiendo, frustrado y furioso.
—¡Ayúdame! —gritó Dahra.
Al principio no sabía lo que estaba viendo en las sombras. Parecía una persona, pero era demasiado alta, y no lograba distinguirlo claramente. Entonces lo reconoció, y estuvo a punto de desmayarse de alivio.
—¡Orc!
El chico subió fácilmente por la pendiente hasta la carretera, y a continuación se agachó junto a ella.
—¿Dahra? ¿Qué haces aquí?
—Rezando para que aparecieras —contestó la chica, sin aliento.
Orc no lograba sonreír mucho, solo lo conseguía con la parte humana de su boca.
—¿Estabas rezando a Dios, como en la Biblia?
Dahra iba a decir que no habría tenido ningún problema con rezar a cualquiera y a todos los dioses, y al diablo también, pero se contuvo y, en vez de eso, respondió:
—Sí, Orc. Como en la Biblia.
—Y me ha mandado a mí. —Lo cual pareció provocarle una gran satisfacción. Se le hinchó el pecho enorme—. ¡Me ha mandado a mí!
—He tenido un accidente con la bicicleta. Me he torcido el tobillo. ¿Puedes ayudarme a llegar al lago?
—¿No deberías ir a ver a Lana?
—Primero al lago, si no te importa. Tengo que entregar un mensaje importante. Tengo que hablar con Astrid.
Orc asintió.
—No te olvides de decirle que Dios te ha salvado. Que me ha traído hasta aquí, solo para salvarte. Puede que entonces Astrid… Da igual, puedo llevarte.
El chico la levantó como si fuera una muñeca. Orc siempre la había aterrorizado. Era tan extraño como si fuera de otro planeta.
Pero se sintió segura en sus brazos.
Orc se reía para sus adentros, loco de contento, mientras la llevaba.