ONCE

52 HORAS, 10 MINUTOS

A MEDIA mañana, Orc ya estaba en movimiento. Había decidido, de manera definitiva, que se escondería. Había un bosque al oeste, en alguna parte, con árboles oscuros y buenos escondrijos. Astrid le había hablado de cuando estuvo allí, de que había bayas silvestres pero tenían espinas, y, ay, sí que tenía hambre Orc. Y de que había puesto trampas para ardillas y otras cosas. Pero sobre todo de las bayas. A Orc no le importaban las espinas.

Ahí era donde Astrid había perdido a Dios, en el bosque donde había pasado cuatro meses sola. Eso decía, en cualquier caso, así que Orc estaba un poco preocupado. Desde que había encontrado a Dios, Orc se había vuelto mejor persona. Ya no bebía. Ya no hacía daño a nadie. Y ya no estaba enfadado como lo había estado toda la vida.

Bueno, aún seguía un poco enfadado, sí. Echaba de menos a Howard. Ahora se daba cuenta de que Howard lo había utilizado. Y Howard también era un pecador, eso seguro. Pero aun así, Howard era su amigo. No un buen amigo, pero sí íntimo.

Drake había matado a Howard, y los coyotes se lo habían comido.

Orc había leído en la Biblia la historia de una mujer a la que se la habían comido unos perros salvajes. Había cosas chungas en ese libro.

Pero Orc no tenía miedo de los coyotes.

Plantaba sus pies enormes, desnudos, de piedra, sobre roca, tierra y arbustos espinosos, y nada le molestaba. Solo quería encontrar un lugar, igual que Astrid, donde estar solo. En la naturaleza.

Una vez Jesús también se adentró en ella. Habló con el diablo, y fue más listo que el diablo porque hizo que se pusiera detrás de él.

—Es una metáfora, idiota —le había dicho Howard cuando Orc se lo explicó—. O como se llame. Un símil. Algo así, se me ha olvidado. Lo que quiere decir es que si alguien intenta que hagas algo malo le dices: «Vete. Quédate detrás de mí, tío».

Orc había sonreído. Bueno, lo había intentado, lo cual normalmente asustaba a la gente, y le había dicho:

—Supongo que más vale que te diga que te quedes detrás, ¿eh, Howard?

A veces Howard hacía un gesto agradable, cuando inclinaba la cabeza y miraba a Orc y sonreía solo con media boca.

—Siempre estoy detrás de ti, chico grande —le había dicho.

Orc casi se echa a llorar al recordarlo.

En cualquier caso, su propio Satán, que también era su único amigo, había desaparecido, y ahora Orc estaba solo.

Levantó la vista y pensó en el día que le esperaba, y en que no tenía miedo. Las cosas chungas que le podían pasar a Charles Merriman ya le habían pasado. Seguramente. Y, en cualquier caso, había manos aun más grandes que sus propias manos de grava, y eran las que sostenían su destino.

—Bayas y espinas —se dijo Orc, tratando de imaginarse lo que Astrid le había explicado.

Quinn había pasado la noche en la isla. Había comido queso, queso de verdad que Albert había encontrado tras un registro minucioso de la casa, en una habitación especial para queso curado. Al parecer a Caine y Diana, o a Sanjit antes de ellos, nunca se les había ocurrido buscar bodegas y cámaras subterráneas, pero Albert, al ser Albert, había localizado y catalogado todo lo que pudiera resultar útil en la mansión, y todo lo había hecho en los escasos días que llevaba allí.

Quinn tenía que reconocerlo: a él tampoco se le habría ocurrido. El concepto de una habitación especial para el queso no formaba parte de su experiencia.

Alguien se había dedicado a cultivar maría en un invernadero subterráneo pequeño, pero todo se había marchitado cuando se redujo la corriente eléctrica.

Por la mañana, Albert había ayudado a Leslie-Ann y Pug a bajar una rueda gigantesca de parmesano en una red hasta la barca de Quinn. Alicia iba a volver a la ciudad con Albert, pero Leslie-Ann y Pug se iban a quedar en la isla. Habían enseñado a Pug a disparar los misiles y usar un arma, y tenía instrucciones estrictas de disparar a cualquiera que no fuera Albert.

A cualquiera.

Albert tardó un rato en prepararse. Era la hora del almuerzo cuando finalmente se pusieron en marcha, tras comer galletas saladas y deliciosa, riquísima mantequilla de cacahuete. Quinn se esforzaba por no lamentar que iba a volver al trabajo pesado habitual. Tenía que remar mucho y con gran esfuerzo hasta la ciudad, más aún dado que Albert y su queso gigante eran pesos muertos, y que desde luego Albert no iba a hacer su turno con los remos. Ni tampoco el queso.

Alicia remó durante un rato, pero daba más problemas que otra cosa. Acabó colocando los pies sobre el queso y sumándose al peso muerto.

—El caso es que —estaba diciendo Albert— hice lo más lógico con mi negocio, ¿verdad?

Estaba en un plan hablador poco habitual en él, lo cual molestaba a Quinn. Generalmente, cuando remaba, Quinn se sumía en un estado contemplativo. A menudo se dedicaba a reflexionar sobre el sentido de la vida, pero también se hacía preguntas menos abrumadoras, como si Star Trek era mejor que La guerra de las galaxias, y por qué la gente se gastaba una fortuna en un coche lujoso cuando cualquier coche te llevaría a donde fueras.

—Estoy acostumbrado a que me critiquen, a que a todos les moleste que tenga éxito —comentó Albert—. Probablemente es inevitable.

Y a veces, sin querer, Quinn pensaba en Lana.

Esos pensamientos nunca terminaban bien. Lo cierto es que a Quinn le gustaba Sanjit. Y se alegraba de que Lana estuviera contenta, o al menos tanto como podía estarlo.

—En realidad no tienen derecho a odiarme, ¿sabes? No es que les deba nada. De hecho, me deben a mí. Sin mí, ahora ya se habrían muerto todos de hambre.

Hubo una época en la que Quinn pensó que Lana y él acabarían… ¿qué, saliendo juntos? Ja. Esa clase de ideas eran raras en la ERA. «Salir juntos». Quinn sonrió al pensarlo. Si salían de allí, tendría que adaptarse a un mundo donde la gente salía con la gente. Un mundo donde no existía un trabajo de jornada completa para un chaval de catorce años.

—Si todos hubieran sido razonables en vez de entrarles el pánico y ponerse emotivos, no habría tenido que deslocalizar.

Esa palabra sí que penetró en los ensueños de Quinn.

—¿Eso es lo que vas a decir, «deslocalizar»? Pues buena suerte. Algunos lo llamarían traición, o cobardía, o abandonar el barco como una rata, pero prueba con lo de «deslocalizar».

Albert esperó hasta que Quinn terminó, y entonces añadió:

—Está claro que no fue culpa mía, considerando que me comporté como más me convenía.

—Capullo.

—¿Qué?

—Es que he visto unas flores… —murmuró Quinn.

Levantó la vista evitando la mirada suspicaz de Albert, y vio el mismo yate a motor que había visto el día anterior. El capitán no miró en dirección a ellos.

Dejaron atrás a los compañeros pescadores de Quinn, que salían al mar y soltaron silbidos simpáticos al verlo, sobre todo porque se estaba escaqueando del trabajo, e hicieron comentarios bastante menos simpáticos al ver a Albert.

Edilio debía de haberlos visto llegar, porque estaba esperando en el muelle para recibir a Albert como si recibiera a un famoso de visita.

Edilio se inclinó para darle la mano y ayudarle a subir al muelle.

—Me alegro de que hayas podido venir, Albert —dijo Edilio, diplomático—. Necesitamos tu ayuda.

—No me sorprende —replicó Albert—. Quieres que la gente vuelva a trabajar y ya te has dado cuenta de que suplicar y razonar con ellos no sirve de nada.

—Ni amenazar —añadió Edilio.

—Es que has recurrido a la amenaza equivocada —dijo Albert—. He traído papel y un rotulador. Necesito un palo. No, que sean varios.

Media hora después, Albert se acercó a la barrera con Edilio a la zaga. La barrera se había convertido en una zona de acampada terrible. Había por lo menos un centenar de chavales, sucios y desaliñados, sentados mirando: a los padres, a los hermanos, al Carl’s Jr. que estaba solo a una manzana de distancia, a los monitores de televisión, a los reporteros de noticias que intentaban entrevistarlos. Era una especie de campamento de refugiados penoso, excepto que lo único que parecía separar a la gente bien alimentada —incluso demasiado— de la que pasaba hambre era básicamente una lámina de vidrio.

Nadie se había molestado siquiera en cavar una trinchera, así que el lugar apestaba a orina y excrementos humanos.

Albert se concentró en el conjunto más grande de cámaras. Edilio llevaba una docena de carteles grapados a palos de madera. Albert se dirigió decidido hasta una colina baja, y echó sin miramientos a los chavales que estaban ahí sentados. Se descolgó la mochila de los hombros y la abrió.

—¡Atención, atención todo el mundo! ¡Tengo queso!

Entonces empezó a arrojar trozos de queso parmesano a la multitud.

El resultado fue un caos inmediato. Los chavales hambrientos y desesperados corrieron a por el queso, empujando, empujándose, gritando, amenazando, blandiendo armas, golpeando, pateando, arañando, llorando y volviendo a llorar. En cuanto alguno cogía un bocado, se lo metía en la boca como una hiena corriendo a comerse un ñu antes de que volviera el león.

—Voy a… —empezó a decir Edilio.

Albert lo interrumpió.

—¡No, no hagas nada!

Y entonces, cuando se acabó el queso y el tumulto se calmó, y a los chavales solo les quedaba contener el flujo de narices sangrantes, Albert empezó a mostrar los carteles, uno a uno.

El primero decía:

ESTOS CHAVALES VAN A MORIR DE HAMBRE SI SE QUEDAN MIRÁNDOOS.

El segundo decía:

TIENEN QUE VOLVER A TRABAJAR. SI LOS RETENÉIS AQUÍ, SE MORIRÁN.

El tercero:

PUEDO ALIMENTARLOS SI TRABAJAN. IDOS O QUEDAOS A VER CÓMO SE MUEREN.

El cuarto:

LOS PODÉIS VISITAR CADA DÍA DE CINCO A OCHO DE LA TARDE. AHORA MARCHAOS.

Y el último cartel:

ALBERCO ALIMENTA A TUS HIJOS. ALBERT HILLSBOROUGH, JEFE.

Entonces dijo a la multitud perpleja, herida y ensangrentada:

—No voy a complicarme la existencia. Voy a impedir a Quinn que pesque, ya no habrá más pescado. Esto es lo último que vais a comer hasta que volváis a trabajar. Todo el mundo tendrá su trabajo de antes. Si habéis venido del lago, volved al lago o buscadme para que os asigne un trabajo.

Albert pensó que o funcionaba ahora, o no funcionaría nunca.

Una sola voz murmuró que Albert era un mandón con todos. Albert lo ignoró.

—Ahora, despedíos de vuestras familias o de quien sea, y volvamos al trabajo.

Los chavales empezaron a moverse. Al principio unos pocos, luego más. Algunos de los de fuera, unos cuantos padres y hermanos, empezaron a retirarse con lágrimas en los ojos.

Las cámaras de televisión no se retiraron, sino que se volvieron hacia Albert. Tenía un aspecto impresionante. No era muy corpulento, más bien seguía siendo un renacuajo, pero llevaba pantalones caqui limpios y planchados y un polo de Ralph Lauren un poco grande, pero de un rosa inmaculado.

Albert se sacó un tubo de quince centímetros del bolsillo, lo abrió por un extremo y extrajo un puro grueso. Entre las cosas que había descubierto en la isla dio con un humidificador. Utilizó una cuchilla pequeña cromada para partir la punta del puro, se lo metió en la boca, lo encendió con un soplete pequeño, y expulsó una nube de humo.

Albert sabía dos cosas en ese momento. Una era que las señales que enviaba y la imagen que mostraba, poniéndose tan erguido como podía y comportándose como un hombre de negocios arrogante, aparecerían en todos los noticiarios del mundo.

Y dos, que a partir de entonces su último error quedaría olvidado, y que si lograba salir vivo de la ERA se haría millonario antes incluso de ir a la universidad.

—Has hecho lo que debías al mandar a buscarme —comentó a Edilio.

Edilio suspiró.

Junto con otras tantas cosas de los viejos tiempos, las bicicletas se habían convertido en un lujo en la ERA. Muchas habían sido destruidas por vandalismo o estupidez, al intentar la clase de acrobacias que costaba hacer ante la presencia de adultos, como bajar por los escalones del ayuntamiento o instalar una rampa para saltar por encima de un coche.

Dahra había ayudado a unos chavales que intentaron eso último. Y por lo menos a un chaval que había intentado montar en bicicleta a través de una ventana. Y otro que pensó que podría saltar desde el tejado. Al principio Lana se había negado a curarlos, porque los consideraba unos idiotas.

Y luego se habían pinchado las ruedas, roto las cadenas, todos esos percances, además de que habían robado piezas y empezado a utilizar las bicicletas para hacer carretillas. Así que la bicicleta de Dahra, una reliquia de tiempos mejores que había mantenido oculta bajo una lona en el garaje, era una rareza. La había conservado de una pieza. Pero las ruedas se habían desinflado y Dahra había perdido gran parte del día buscando una bomba, hasta que la encontró en el garaje de un vecino. Le preocupaba que se le hubiera hecho demasiado tarde, y que Astrid no lograra encontrarse con Connie Temple. Pero estaban en la ERA, no en el mundo en el que lo único que tenías que hacer para ir a un sitio era dar la lata a tus padres para que te llevaran. Haría cuanto pudiera. Más no podía hacer.

Otras veces en la historia de ERA se habría esperado que la atacaran pandilleros o coyotes al salir de la ciudad, pero en aquel momento gran parte de la población estaba pegada a la barrera y no prestaba mucha atención. Y, en cualquier caso, la mayoría de la gente pensaba que Brianna había acabado con los coyotes.

La carretera se convirtió en un cementerio inquietante de coches estrellados cuando llegó la ERA, y desde entonces habían destrozado o quemado otros tantos. Los chavales habían arrasado todos los vehículos en busca de comida, drogas o alcohol. Hacía tiempo que se les había acabado la batería, y los depósitos se habían evaporado o escurrido.

Dahra iba zigzagueando a través de los restos, rodeando escombros y basura. Desde Perdido Beach al lago debía de haber la distancia máxima que se podía recorrer en la ERA. Un día entero caminando, desde luego, pero no se tardaba tanto en bicicleta, aunque al seguir las carreteras el trayecto era menos directo.

Dahra pasó junto a la salida a la central nuclear, el punto central de la ERA que señalaba que se encontraba más o menos a mitad de camino. Las colinas de Santa Katrina se erguían a la derecha, sombreadas por el sol que se alzaba, y ahora tenía que escoger qué carretera tomar. La más cercana era de grava y tierra, por lo que le costaría avanzar con la bicicleta. Si se metía en el Parque Nacional Stefano Rey encontraría una carretera asfaltada, pero más empinada; o eso era, al menos, lo que decían los chavales: Dahra nunca había estado allí. La parte boscosa también sería más oscura, y eso también le parecía bien. Hacía calor, y Dahra no estaba en buena forma. Se había pasado la mayor parte del año anterior en el «hospital» del sótano del ayuntamiento, leyendo libros de medicina y repartiendo el suministro menguante de medicamentos.

Ella sola había aprendido a poner vendajes, a entablillar, a suturar heridas; Lana no siempre estaba disponible. Y, con muchas dudas, se había metido un poco en el campo de la odontología. Al menos tanta odontología como podía con un par de alicates puntiagudos y unas pinzas de presión pequeñas.

Bueno, igual si algún día salían podría plantearse estudiar medicina. Claro que primero tendría que volver a ser una chica. Tres años más de secundaria, luego la universidad, luego medicina, quizá.

Había «hablado» con su madre en la barrera. Le había preguntado si seguía con las asignaturas de la escuela. ¿Qué se suponía que debía responder a una pregunta así? No había dormido una noche entera desde… no sabía cuándo. Se había despertado casi cada noche del último año para aplicar compresas frías y bajar fiebres, para sujetar cubos donde vomitaban, para limpiar diarreas… hasta que llegaron las grandes plagas, la tos asesina y la infestación letal de insectos.

Eso la había dejado destrozada. Durante un tiempo. Pero se había recuperado.

Sí, lo había hecho.

Dahra descansó, bebió un poco de agua, deseó comer algo, se dijo que ya le darían de comer en el lago, y siguió avanzando.

El letrero de Stefano Rey seguía en su sitio. No había subido suficiente gente hasta allí para destrozarlo del todo, como sí había ocurrido con los demás letreros. Incluso había una señal de Stop intacta, una rareza en la ERA, donde unos chavales aburridos habían pintado con aerosol sugerencias respecto a lo que deberías dejar de hacer: respirar, mearte encima, y cosas un poco más crudas.

Dahra se preguntaba por qué estaba haciendo lo que hacía, por qué se arriesgaba. ¿Porque no lo había hecho antes? ¿Porque no había participado en las batallas, en las guerras, excepto para curar a los heridos?

¿Porque, por una vez, quería ser ella la heroína y no la persona que vendaba al héroe?

Qué tontería.

Se estaba fresco bajo los árboles, pero lo empinado del camino la hizo sudar otra vez. Se…

Dahra se golpeó con la rama antes de verla. Se soltó de la bicicleta, y la chica salió disparada. Cayó bruscamente, boca abajo. Las manos apenas amortiguaron el impacto.

Dahra se quedó ahí, aturdida, jadeando en el asfalto. Sintió sangre en la boca. Se tocó las extremidades con cautela: podía mover las piernas y los brazos. Tenía las palmas y las rodillas ensangrentadas, pero no rotas: qué alivio. Se notaba la mandíbula rara, como si estuviera desencajada, pero podía moverla. Se levantó despacio, y fue entonces cuando notó la punzada de dolor en el tobillo. Se lo tocó, y sí, desde luego, le dolía.

La rueda delantera de la bicicleta ya no era redonda. No le iba a servir de nada, y tampoco podía montar con un esguince de tobillo.

Reprimió la sensación de pánico. Aún le quedaban más de seis kilómetros en línea recta, puede que incluso ocho, hasta el lago. Era un camino muy largo para hacerlo a la pata coja.

Miró a su alrededor en busca de un palo para usar de muleta.

—Tendría que haber más palos en el bosque —dijo en voz alta, deseando que el sonido de su voz la hiciera sentir más valiente en vez de recalcar lo sola que estaba. Los rasguños le picaban, y le habría gustado al menos lavarse las heridas, aunque dudaba que vivieran muchas bacterias terribles en la superficie de la carretera—. Te pondrás bien.

Los árboles oscuros y su voz interior decían otra cosa.

Lo había sentido cuando le entró el pánico, cuando se quebró una vez cesaron las plagas. Cuando las plagas no la mataron, sintió que había gastado toda su suerte. Había vuelto a tentar al destino, y ahora que parecía que se vislumbraba el final de la ERA, ahí estaba.

¿Por qué?

—¿Solo para entregar un mensaje? —se preguntó la chica, desconcertada.

Se sentó junto a la carretera y se echó a llorar.