61 HORAS, 36 MINUTOS
ESA NOCHE, Sam y Caine acamparon a un kilómetro y medio de Gaya y Diana.
Quinn durmió en una cama con sábanas de verdad mientras Albert se paseaba por los pasillos de la mansión de la isla de San Francisco de Sales y se preguntaba si había cometido un error accediendo a volver.
Astrid yacía en el camarote que normalmente compartía con Sam y trataba de pensar en la vida que les esperaba, en cómo podrían estar, en cómo… pero acababa pensando en Drake, que se encontraba más de seis metros por debajo de ella en una caja llena de agua. Entonces Astrid intentaba pensar en recuerdos de Sam, pero Drake volvía a entrometerse. Así que ya no se esforzó en dormir y se puso a leer un libro.
Diana se arrebujaba en el suelo cerca de una pila de piedras que Gaya había accedido a calentar y rezaba con no soñar pero soñaba, soñaba con una habitación de hospital demasiado iluminada, y con una incubadora, y con ella acercándose a esa incubadora, y encontrándose con una bestia sanguinolenta dentro que golpeaba violentamente las paredes de plexiglás. Las enfermeras la miraban.
Edilio se quedó dormido sobre un colchón raído en la esquina de lo que antes era la oficina del alcalde. Empezó a intentar organizar sus planes para el día siguiente, pero se quedó dormido de manera tan repentina y absoluta que cuando se despertó por la mañana se dio cuenta de que solo se había quitado un zapato.
Lana yacía con Sanjit y pensaba en muchas cosas. En Taylor, en lo que podía ser, y si Sinder —que había accedido a pasarse al día siguiente— sería capaz de hacer algo al respecto. Y pensó durante un rato en Quinn, y se preguntó si ella le importaría lo bastante como para intentar obligarla a dejar de fumar. Se sintió desleal al pensarlo, así que ocupó la mente en otras cosas y trató de imaginarse qué podría hacer, cómo podría llegar a sobrevivir fuera de allí.
Dekka soñaba con Brianna.
Brianna soñaba que corría, y sonreía.
El pequeño Pete no percibía el paso del tiempo de la manera habitual. Se dejaba llevar, y durante un rato casi pareció que dejaba de pensar, que dejaba de ser. Pero luego volvía, centrado, consciente, y seguía repitiéndose que no estaba bien pegar.
Por donde la barrera cortaba la carretera, ochenta y siete chavales hambrientos, traumatizados y fuertemente armados envueltos en sacos de dormir o mantas muy sucios yacían iluminados por la luz inquietante de ahí fuera, y veían que el precio de una hamburguesa Barbacoa Memphis del Carl’s Jr. era de solo 3,49 dólares.