64 HORAS, 25 MINUTOS
EN CUANTO se encendieron las luces, por así decirlo, Albert supo que había cometido un error. Había imaginado muerte y nada más que muerte cuando la cúpula se oscureció. Pero entonces, como si fuera algo salido del libro del Génesis, fue: «Que se haga la luz».
Y se hizo la luz.
Recordaba amargamente su error mientras miraba el sol, el sol de verdad que se ponía en el océano. Perdido Beach estaba teñida de dorado.
Visto ahora, Albert tenía pinta de estar aterrorizado. Visto ahora no parecía un hombre de negocios clarividente de mirada fría, sino un cobarde.
Desde la punta más meridional de San Francisco de Sales, había pasado los tres últimos días terribles mirando a las multitudes enloquecidas y aterrorizadas de chavales que, a diferencia de lo que se esperaba, no habían quemado Perdido Beach hasta los cimientos. De hecho, ahora miraba a través de un telescopio muy bueno que había encontrado en el hogar de los Brattle-Chance y, aunque no les veía la cara, sí veía gente en la ciudad. Y también veía más allá de la ciudad los moteles que habían construido, y el restaurante de comida rápida, y las furgonetas de los noticiarios. Ahí fuera.
Y ahora todo se estaba revelando al mundo más amplio de ahí fuera.
Si hubiera ocurrido una semana antes, él, Albert Hillsborough, habría sido uno de los grandes héroes de la ERA. ¿Quién había mantenido el McDonald’s abierto cuando aún había electricidad? Albert Hillsborough. ¿Quién había establecido el mercado en la escuela? Albert Hillsborough. ¿Quién había creado moneda estable —el berto— utilizando oro y piezas de un juego de McDonald’s? Albert Hillsborough.
Había hecho que la gente se pusiera a trabajar.
Los había salvado de morir de hambre. Todos lo sabían.
Dios, si la ERA hubiera terminado entonces, podría haber hecho las cosas a su manera. Acababa de empezar el bachillerato, y las escuelas de negocios universitarias se lo rifarían para darle una beca completa.
«Albert Hillsborough, máster en negocios por Harvard».
«Ofrecen al recién graduado Albert Hillsborough la vicepresidencia de General Electric».
«Albert Hillsborough, nombrado el presidente más joven en la historia de Sony».
Pero lo había perdido todo en un instante de pánico. Puede que ahí fuera ya se hubieran enterado. Puede que medio país ya lo despreciara.
«Albert Hillsborough compra un chalet junto al mar en el sur de Francia. Dice: “Necesito un sitio para atracar mi yate”».
«Albert Hillsborough organiza una fiesta en su yate. Asisten George Clooney, Denzel Washington, Olivia Wilde y Sasha Obama».
Pero la verdad es que había hecho muchas cosas buenas, y las había hecho sin levantar siquiera la mano a nadie, y sin ninguno de los llamados «poderes» los había salvado a todos.
Solo por ser listo. No un genio como Astrid, sino listo. Por trabajar duro. Por no rendirse.
«Albert Hillsborough sale con una supermodelo. “No entra en mis planes casarme”, dice Hillsborough».
«Pese a su popularidad aplastante en las encuestas, Albert Hillsborough se niega a presentarse a la presidencia. “No pagan lo suficiente por ese trabajo”».
Una barca.
Ahí estaba, negra sobre un mar amarillo ondeante: una barca.
Uno de los misiles se encontraba cubierto por una lona sujeta con piedras, sobre lo que antes era un césped verde exuberante y ahora estaba demasiado crecido y seco. Albert se había leído las instrucciones con atención. No costaba disparar los misiles, pero ¿por qué iba a ser así? Los utilizaban los soldados en el fragor de la batalla, tenían que ser fáciles de usar.
Era un bote de remos. Uno de los de Quinn.
Albert giró el telescopio hacia el bote, y tras equivocarse varias veces acabó centrando el bote en el círculo y vio la espalda ancha empujando los remos. Aún tardaría una hora más en llegar a la isla.
Nunca antes en la vida Albert había sentido vergüenza, era una emoción ajena a él. Pero de todas las personas a las que ver, tenía que venir precisamente Quinn…
Al principio, Quinn era el mejor amigo de Sam. Pero se mostró débil mientras Sam aún estaba indeciso, y se creyó a Caine. Como Caine se volvió demasiado violento, demasiado abiertamente malvado para que Quinn lo aguantara, el chico no estaba ni aquí ni allí: ni Sam confiaba en él, ni servía para nada a Caine.
Pero con el paso del tiempo, Quinn había encontrado su sitio. Y luego había ido pasando lenta, imperceptiblemente, de ser un chaval insensato y poco fiable a convertirse en, bueno, en el «pescador». La gente lo llamaba así, igual que llamaban a Lana la «curandera».
Sus compañeros pescadores eran absolutamente fieles a él. Quinn trabajaba más que nadie en la ERA. Más que ninguna otra persona, a excepción de Albert, alimentaba a Perdido Beach. Había plantado cara a Penny y Caine, aunque no era el típico héroe.
Y, al final, había sido Quinn quien se había quedado a ayudar cuando Albert huyó.
No, Albert no quería hablar con Quinn.
Albert echó una ojeada al misil. No resultaría difícil. Pero más allá del misil, en el mar, en el mar abierto más allá de la barrera de la ERA, había un transatlántico refulgente de color blanco deslizándose despacio. Debía de estar ¿a qué?, ¿a seis kilómetros? ¿Siete? Pero no tan lejos como para que los prismáticos y telescopios orientados hacia él no vieran las llamas y la explosión.
—Y, además, es que yo no mato gente —reconoció Albert, casi con tristeza—. Soy un hombre de negocios.
El chico retrocedió hasta la mansión para avisar a Alicia, Pug y Leslie-Ann de que iban a recibir a un invitado.
—¡Ay, Dios mío, me duele, me duele!
Se tambaleaba y chillaba, se paraba a mirar horrorizado el muñón de su brazo, lloraba y babeaba. Tenía la camisa empapada de sangre, ahora en su mayoría seca.
Diana pensó que el hombre pelirrojo no estaba acostumbrado a sufrir.
«Pues bueno, bienvenido a la ERA, señor. Este sitio es duro».
Gaya iba caminando a buen ritmo, aún seguía la barrera mientras el sol caía en el mar lejano y las sombras se intensificaban. Se encontraban muy cerca de la punta septentrional, donde había un tren estrellado: una docena de vagones estaban desperdigados por el paisaje, unos hundidos en la arena, otros apilados unos encima de otros.
Proyectaban sombras alargadas. La noche se acercaba rápidamente. Resultaba fácil imaginarse duendes traviesos y espectros en los restos de aquel tren en el desierto.
—El tren de la Nutella —dijo Diana.
Claro que sabía lo del tren partido en dos que habían encontrado Sam, Dekka y Jack. La mayor parte de la carga les había resultado inútil, había desde inodoros a muebles de mimbre. Pero también habían encontrado gran cantidad de Nutella, fideos instantáneos y Pepsi. El día de aquel descubrimiento seguía considerándose uno de los mejores de la historia de la ERA.
Diana habría dado cualquier cosa por un cuenco de fideos.
Habían cogido todo lo comestible, lo habían llevado hasta el lago y se lo habían comido, bebido o trocado con Perdido Beach. El bebé Gaya se había alimentado de un montón de Nutella en el vientre de Diana. Sam y Edilio habían sido generosos con ella por el bebé. Por algo que podría acabar destruyéndolos.
—¿Esto cómo se llama? —preguntó Gaya.
Diana volvió a darse cuenta de que había lagunas en los conocimientos de Gaya. Sabía muchas cosas, pero no lo sabía todo.
Debilidad.
Vulnerabilidad.
—Se llama tren.
¿Cuándo había empezado a pensar Diana en esos términos de debilidad y vulnerabilidad? ¿Cuándo había dejado de sentir que debía hacer algo por Gaya, y empezado a pensar en formas de detenerla?
Gaya llevaba el brazo cocido colgando del hombro. El bíceps estaba prácticamente consumido, al igual que la carne tierna de casi todos los dedos. El pulgar seguía intacto.
Diana conocía el sabor de la carne humana. Ese era el crimen terrible por el que la había castigado un dios que incluso veía dentro de la ERA. Gaya era ese castigo, el castigo que ahora se burlaba de lo mucho que horrorizaba el canibalismo a su madre mostrándose desenvuelta y despreocupadamente amoral.
—¿Por qué no me dejáis que vea un médico? —gimió el hombre pelirrojo.
—No hay ningún médico —replicó Diana—. ¿Dónde te crees que estás?
—Ella está… ¡ay Dios mío! —exclamó el hombre.
—Estarás mucho mejor si no piensas mucho en ello —le aconsejó Diana—. La herida ya no san…
—¡Se me está comiendo el brazo!
Diana detectó el palo largo de una sombrilla, y le pareció que quizá formaba parte del caos de muebles de mimbre que había en el tren. La levantó para ver cómo era. Medía como dos metros y no pesaba mucho. Estaba rota y afilada por un extremo, y rematada en latón por el otro. Parecía un bastón muy bueno.
—¡Clávaselo! —la instó el hombre, entre dientes.
Diana estuvo a punto de echarse a reír.
—No querrás atacarla.
—¡Es un monstruo!
—Sí. Aquí tenemos monstruos. Ella es un monstruo. La peor de todos. Pero no la matarás con un palo.
El hombre tenía la cara gris, una cara de dolor e impacto terribles. La cara de un hombre que había perdido mucha sangre. Pero la herida había quedado cauterizada, eso si no se había curado. A Gaya no le importaba mucho el tema cosmético; ni siquiera se había curado del todo la cara. El hombre viviría lo bastante como para volver a alimentarla. Eso era lo único que le importaba.
—Tengo un cuchillo en la mochila.
Esa vez, Diana se rio.
—Adelante: inténtalo.
La risa cínica y dura de la chica lo dejó helado.
—Eres… ¿como ella?
—Soy su madre —respondió Diana.
—Por Dios.
—Ya, pues no lo hemos visto mucho por aquí.
A Diana le gustaba el palo. La ayudaba a avanzar por la arena, siguiendo los pasos de Gaya.
—Pero ¿quiénes sois? —parecía que, hasta el momento, el hombre estaba demasiado impresionado para hacer las preguntas básicas.
—Me llamo Diana. Ella es Gaya. Es… ¿Cómo explicarlo? Bueno, no es precisamente lo que parece. Es menos femenina. Más… satánica. ¿Cómo te llamas?
—Alex. Alex Mayle. Me parece que me voy a volver loco. No sé qué…
—¿Qué estabas haciendo ahí fuera?
—Intentaba grabar vídeos chulos. Ya sabes. YouTubes.
—¿Aún tienes la cámara?
—¡Mi teléfono! Tengo mi teléfono.
Con la mano que le quedaba, Alex consiguió sacarse el iPhone del bolsillo, y marcó un número.
—¿Estás llamando a la policía, de verdad? —se rio Diana.
—No hay señal.
—Vaya, qué sorpresa. Porque ninguno de nosotros nos habíamos planteado nunca llamar a la policía y decir: «Sacadnos de aquí». Deberíamos haberlo pensado.
No es que Diana estuviera disfrutando de aquella conversación. Pero le recordaba cuánto había soportado, a cuántas cosas había sobrevivido.
«Aquí sigo —pensó—. Sigo viva. Sigo cuerda… básicamente».
El hombre abrió la aplicación de la cámara y apuntó a la espalda de Gaya. Luego volvió a guardar el teléfono en el bolsillo. Tuvo que utilizar las rodillas para sujetar la mochila.
—Me voy a morir —gimió Alex.
—Aún no —dijo Diana con un tono de voz un tanto misterioso—. No hasta que encuentre otra fuente de alimento.
El hombre frenó en seco al oír eso. Se quedó atrás, y entonces Diana oyó el ruido de sus pasos escabulléndose.
Sin mirar siquiera, Gaya se limitó a levantar la mano, y Alex salió disparado por los aires hasta aterrizar a sus pies.
—¡Déjame en paz! —exclamó el hombre.
—Podría matarte y llevarme las partes nutritivas —explicó Gaya—. Pero me costaría demasiado cargar con toda esa carne. Así que te llevarás tú mismo hasta que encuentre comida mejor. Si intentas huir, te haré algo muy doloroso. No te mataré, pero desearás estar muerto.
—¿Pero qué eres? —suplicó el hombre, levantándose hasta ponerse de rodillas—. ¿Qué eres?
—Soy la gayáfaga —respondió Gaya, orgullosa—. Soy tu dueña. Obedéceme.
Era evidente que le resultaba divertido, ya que su rostro joven esbozó una sonrisa que compartía con Diana, como si conspiraran para desmembrar a Alex. Como si a Diana también le resultara divertida aquella situación.
Gaya siguió avanzando, y Diana ayudó a Alex a ponerse en pie.
Era raro. Era el primer adulto con el que hablaba desde hacía casi un año. A veces se había imaginado ese momento. Pero en su fantasía solían aparecer bomberos y policías entrando a toda velocidad, ofreciendo ayuda, comida y consuelo. Seguridad.
Pero ese adulto no había venido a rescatarla. No era más que otro estúpido, perdido y desesperado, que estaba más asustado que ella.
—Solo quiero irme a casa —gimió Alex, y se echó a llorar.
Diana sintió el estómago agarrotado debido al hambre. Un dolor conocido que penetraba en su memoria y extraía imágenes que no se atrevía a mirar. Era una sensación terrible. Y también que mirara el brazo cocido y salivara.
«No —se dijo a sí misma—. Otra vez no. Antes prefiero morir». Pensó en el cuchillo de Alex, que supuestamente estaba en su mochila. No en la muñeca, pues eso Gaya podría arreglarlo fácilmente, si quería.
Tendría que clavárselo en una arteria de la garganta. Una puñalada profunda, rápida, decidida. Y la muerte ante la criatura malvada, ante su hija, podría detenerla.
Pero entonces la esperanza, esa cosa cruel, volvió a tentarla.
Caine vendría a por ella, ¿verdad? Sabría que necesitaba que la rescataran. Porque en el fondo Diana le importaba, ¿verdad?
Pero cuando viniera, si es que lo hacía, Gaya lo mataría, ¿verdad?
«Y entonces lo haré», se dijo Diana. Entonces se asestaría una puñalada rápida, profunda, decidida. No antes.
Albert se había llevado a tres personas a la isla con él. Leslie-Ann era su criada, y era muy poquita cosa. En general resultaba inútil, pero una vez le salvó la vida.
Pug —su nombre verdadero era otro, pero Albert no lo recordaba— era una chica grande, fuerte, no muy brillante, y fiel a Albert, aunque él no sabía muy bien por qué. No era lo bastante lista como para causar problemas.
Y luego estaba Alicia, a quien Edilio había entrenado para manejar un arma. Formaba parte de sus fuerzas de seguridad hasta que Edilio la pilló aceptando sobornos. Entonces Albert la contrató, informalmente, como espía. Era lista, buena observadora, y había hecho un buen trabajo manteniéndolo al tanto de todo.
También era alta, más de diez centímetros más alta que Albert, cosa que le gustaba, y tenía el pecho grande, cosa que también le gustaba. Pero no era fiel como Leslie-Ann o Pug: era demasiado inestable para eso. Había sido una de las primeras chicas de Coates en abandonar a Caine y ponerse de parte de Perdido Beach. Luego había vuelto con Caine durante un tiempo, y más adelante merodeaba cerca de la Pandilla Humana de Zil.
Alicia estaba en la isla porque a Albert habían empezado a gustarle las chicas. Cuando parecía que la ERA iba a sumirse en una oscuridad permanente, Albert pensó que dadas las circunstancias… en fin… Pero, no. No había ocurrido nada de eso.
Y ahora estaba atrapado con ella.
En ese momento Alicia iluminaba con una linterna hacia abajo. Miraba a Quinn subir por la soga, trepando por el acantilado con la agilidad y facilidad de un mono.
—Es fuerte —comentó Alicia.
—Rema todo el día.
—Ajá. —Se hizo una pausa—. ¿Sabes? Deberías hacer ejercicio, Albert. Tenemos gimnasio. Tienes los brazos de palo.
Albert estaba buscando una réplica cortante adecuada cuando Quinn acabó de subir, se incorporó, se sacudió el polvo y dijo:
—Albert.
—¿Quién te ha mandado? ¿Quinn?
A Albert no le interesaba hablar de trivialidades. Alicia tenía un arma, y Pug también, y estaba a tres metros y medio de distancia, atenta, preparada.
—Ya, yo también me alegro de verte, Albert —respondió Quinn.
Albert dudó, asintió y dijo:
—Supongo que será mejor que entres y hablemos.
Se volvió sobre sus talones y se dirigió hacia la casa, sin esperar a Quinn. Alicia se quedó rezagada para ir justo detrás de Quinn.
Había luz eléctrica en el interior, algo que hacía meses que nadie veía en Perdido Beach. Pero solo estaba encendida una bombilla: el combustible escaseaba, y la prioridad de Albert era que la bomba de agua siguiera funcionando, y disponer de energía suficiente para que al menos parte de las duchas no estuvieran frías.
Entraron hasta el comedor con grandes ventanas arqueadas que ofrecían una vista de horizonte a horizonte. Perdido Beach formaba una silueta ahora, un espacio oscuro en contraste con las luces brillantes de fuera.
Leslie-Ann trajo una jarra con té helado y vasos. Vasos con hielo de verdad. Quinn se quedó mirando el hielo como si viera las puertas del cielo.
—¿Así… qué? —insistió Albert mientras Quinn se servía un poco de té, añadía azúcar (un segundo lujo imposible) y tomaba un sorbo.
—Así que… Albert, he visto que no me has disparado un misil.
—No.
—Lo que significa que sabes lo que está pasando. Así que igual puedes dejar de hacerte el importante. Ya no trabajo para ti, Albert. Solo he venido porque Edilio me ha pedido que viniera.
—¿Edilio? —Albert frunció el ceño—. ¿Caine no?
—Bueno, ¿cómo podrías saberlo? Si huiste cuando las cosas pintaban mal, pero con la barrera transparente las cosas han cambiado.
—Sí. Hay más luz de día —dijo Albert con brusquedad.
—Los mirones, la gente, los adultos, la gente de ahí fuera, quiero decir, están pegados a la barrera por donde pasa la carretera. Hay cámaras de la tele, padres, locos. Es un lío porque…
—Los veo desde aquí —interrumpió Albert—. A ver si lo adivino: nadie trabaja, todos se dedican a saludar a sus familiares, y pronto tendrán mucha hambre.
Quinn no se molestó en confirmarlo.
—¿Y Caine? —preguntó Albert.
—Caine ha salido con Sam a buscar a Gaya. Ahora Edilio es quien está al mando, afortunadamente.
Albert bebió un poco de té y reflexionó. Podía trabajar con Edilio. Edilio era mucho más sensato que Caine. Para empezar no iría por ahí proclamándose rey y dejando que sus aliados psicópatas aterrorizaran a todo el mundo.
—Edilio quiere que vuelva y haga que la gente se ponga a trabajar —adivinó Albert.
—Sip.
—¿Y tú qué opinas, Quinn?
—¿Yo? —Quinn lo miró directamente a los ojos—. Creo que eres un cobarde egoísta.
El insulto no molestó particularmente a Albert. El egoísmo era una virtud, y si la autoconservación era una cobardía, pues muy bien.
—Aquí tengo todo lo que quiero —afirmó Albert, levantando el vaso de hielo como primera prueba, asintiendo en dirección a Alicia como prueba número dos, y extendiendo la mano alrededor de la habitación elegante, apenas visible bajo quince vatios exiguos de luz.
Quinn dejó el vaso sobre la mesa y se mesó el pelo, un gesto que le hacía flexionar un bíceps considerable y un tríceps bien definido, lo cual provocó que Alicia se inclinara hacia delante en su asiento, molestando a Albert.
—Te digo algo, tío —intervino Quinn—. Tal y como están las cosas ahora, pasarás a la historia como un chungo y un falso que huyó y dejó que todos se murieran de hambre.
—¿A la historia? —se burló Albert.
Quinn se encogió de hombros.
—Todos parecen pensar que la barrera va a bajar. Justo antes de irme, hemos visto en la tele de fuera a un tipo, a un adulto, que caía. Dentro de la ERA. Sí, dentro. En cualquier caso, está claro que la gayáfaga piensa que vamos a salir; si no, ¿por qué trasladarse a un cuerpo, verdad?
Albert no podía discutírselo.
—Así que, sí: a la historia —repitió Quinn—. Ahora todos nos observan. Y nos juzgan. Hasta hace pocos días eras un gran héroe. Y ahora eres un mierda. La única manera de arreglarlo es que vuelvas y hagas lo que sabes hacer.