68 HORAS, 42 MINUTOS
DRAKE OÍA perfectamente, aunque hubiera cierto eco. Pero oía muy bien, considerando que tenía la cabeza separada del cuerpo y dividida en dos mitades más o menos desparejadas.
Había oído lo que estaban planeando, y tenía miedo. Era un miedo raro, desconectado de su cuerpo: no se le revolvía el estómago, no le faltaba el aliento, no se le aceleraba el pulso.
Pero tenía miedo. Había pasado largas semanas enterrado bajo tierra, y eso le había afectado. Ya no era completamente humano, pero aún sentía miedo.
Y dolor. No como en los viejos tiempos, pero aun así… sentía que ya no tenía el cuerpo pegado a la cabeza.
Ansiaba su mano de látigo. Dios, cómo se lo haría pagar a esas brujas. Desde luego. Ya se lo estaba imaginando. Se lo había imaginado muchas veces, sobre todo con Astrid. ¿Cuánto hacía que la odiaba? Probablemente desde que se conocieron. Era esa clase de chica, de odio a primera vista.
Pero ahora…
Dekka, la bollera, estaba utilizando un destornillador Phillips para agujerear la nevera de plástico. No era fácil, le daba una y otra vez como una asesina loca. Pero ya le había hecho dos docenas de agujeros.
Astrid estaba ahí de pie, mirándola y volviendo la vista hacia Drake. Él sabía que quería decirle algo así como: «Ja, mira, ahora soy yo la que voy ganando. Ahora soy yo la que te mira desde arriba». No podía ocultar la mirada triunfal a Drake no.
—Listo —dijo Dekka.
Astrid se agachó, agarró un puñado de pelo de Drake, y de repente lo levantó y balanceó por los aires.
Drake vio la nevera con la tapa abierta. Quería gritar, pero no lograba hacer tanto ruido, y no quería darles esa satisfacción.
Astrid lo puso dentro de la nevera, sin dejarlo caer.
—Tengo la cadena de una bicicleta para enrollarla alrededor —propuso Dekka—. Luego le ataré una cuerda, por si tenemos que cargarlo otra vez.
—Drake —dijo Astrid—, es tu última oportunidad: dinos dónde podemos encontrar a Gaya y Diana.
Durante un instante terrible, Drake se lo pensó. Pero sabía que cualquier cosa que aquellas dos le hicieran no era nada comparado con el dolor que la gayáfaga podía infligirle.
Y maldijo débilmente.
Las dos chicas colocaron trozos pesados de hormigón roto junto a la cabeza. Astrid cerró la tapa y Drake se sumió en la oscuridad, excepto por los rayos de luz que penetraban a través de los agujeros.
La nevera se balanceó adelante y atrás, y cuando la rodearon con la cadena, y luego con la soga, hizo mucho ruido debido al roce.
—Aguantarán —señaló Dekka.
Drake sintió que levantaban la nevera, que se tambaleó precariamente cuando casi se les cae.
Entonces sintió una caída breve. Y una salpicadura.
El agua empezó a penetrar a través de los agujeros del destornillador, y comenzó a faltarle el aire. El agua venía de todas direcciones, como una especie de ducha horrible con múltiples cabezales. No tardó en llenar más de dos centímetros del fondo, y cuando Drake intentó maldecir tragó agua del lago por la garganta seccionada.
El descenso se le hacía eterno. Entonces, cuando la nevera aterrizó en el fondo, sintió un golpe.
La nevera tardó diez minutos en llenarse de agua y subirle por la cabeza, la nariz, los ojos, hasta que se le arremolinó en el pelo.
Pero no estaba muerto.
Unos pececitos diminutos, lebistes, se asomaron por los agujeros. Mordisqueaban a Drake, pero dejaban de hacerlo en cuanto lo probaban.
Aun así, se arremolinaban a su alrededor, brillando débilmente en el agua oscura, como luciérnagas pálidas.
Se le metieron por las orejas. Asomaron las cabezas curiosas por su nariz. Nadaron por su esófago y por ahí hasta la boca.
Seguían ahí cuando Drake empezó a gritar sin hacer ruido al convertirse en Brittney.
Enfrentarse a Taylor sin un cigarrillo en la boca preocupaba un poco a Lana. Ella se decía que no era adicta al tabaco. Solo una persona muy débil se volvería adicta, y ella no era débil.
El hecho de que temblara, y de que hubiera estado aún más irascible que de costumbre durante todo el día, no demostraba que fuera adicta. Ni tampoco que se hubiera pasado gran parte del día buscando pitillos o maldiciendo a Sanjit.
Y aun así, seguía pensando en los cigarrillos cuando giró la llave de la cerradura. El viejo sistema de llaves electrónicas no funcionaba, claro, pero no había querido dejar que Taylor se fuera libremente —como si pudiera hacerlo, en cualquier caso—, así que había pedido a Sanjit que atornillara una cerradura en la puerta. Era muy mañoso. Casi le daba lástima tener que dispararle.
Era extraño lo de encerrar a Taylor. Antes de su reciente… —bueno, no era exactamente una mutación, nadie sabía lo que era—, en cualquier caso, antes de todo eso, tenía el poder de teletransportarse. De «saltar», como lo llamaba ella, de un sitio a otro solo con pensarlo. Puede que aún pudiera, pero le costaría levantarse cuando llegara adonde fuera.
Lana descorrió el cerrojo.
—Taylor, soy yo.
Entonces abrió la puerta. Nunca habían cerrado las cortinas de aquella habitación, así que brillaba con los rayos inclinados del sol del atardecer. Había una luz distinta. Costaba decir a qué se debía: es que era así. El cielo y el sol de antes siempre eran iguales, sin estaciones. El sol de ahora —el sol auténtico— se ponía un poco más temprano, y un banco de nubes bajas más allá de la barrera provocaba que la luz reflejara tonos amarillentos y dorados. De un dorado distinto de la piel de Taylor, que era más metálica, casi como si estuviera hecha de oro de verdad.
Estaba sentada recostada en la cama del hotel, apoyada sobre su único muñón, con el otro brazo completo sobre el regazo. Habían colocado las piernas en la cama junto a ella, pero una se había caído y estaba en el suelo.
Taylor estaba completamente desnuda, pero no importaba. No había marcas sexuales. Era un muñeco dorado con un brazo y una lengua reptiliana larga y verde.
La mejor teoría que se les había ocurrido era que aquello había sido obra del pequeño Pete. No se pensaba que hubiera obrado con malicia, pues era incapaz, ni que pretendiera crear aquella criatura. Puede que fuera la persona más poderosa de la ERA, pero seguía siendo, a pesar de todo, un niño autista de cinco años. No se le podía culpar. Debía de estar jugando. Era un diosecito irresponsable e inconsciente.
«Un gran poder implica una gran responsabilidad», recordó Lana de la película de Spiderman. Pero el pequeño Pete tenía toda clase de poderes y no era nada responsable.
—Vamos a intentar lo de la mano otra vez, Taylor —indicó Lana—. ¿Dónde está?
Puede que Taylor entendiera lo que le decía, o puede que no. Sus orejas parecían normales, pero ¿cómo saber qué pasaba dentro de ellas? ¿Y quién sabía qué ocurría en su cerebro? ¿O si aún tenía?
Lana no encontraba la mano, lo cual era inquietante. No le constaba que Taylor pudiera mover la cama. Entonces la encontró al otro lado de la habitación, detrás del televisor permanentemente apagado. ¿Se estaban moviendo solas las extremidades? Brianna le había contado que Drake podía hacer eso: recomponerse. Como si las extremidades tuvieran vida propia. ¿Era Taylor la misma clase de cosa que Drake ahora o se le parecía al menos?
No. Drake seguía siendo Drake. Taylor… en fin… Pero puede que hubiera alguna similitud. Era un puzle. Un puzle muy muy chungo.
Lana devolvió la extremidad fría a Taylor, la apretó contra su muñón, y concentró sus energías en curarlo. Si Taylor hubiera sido un ser humano normal, puede que hubiera resultado. No sería el primer apéndice que Lana volvía a pegar. Pero, igual que las otras veces, no surtió efecto.
—¿Qué hago contigo? —preguntó Lana a Taylor—. ¿Qué eres? Desde luego no eres humana. Ni mamífera. Evidentemente. Ni…
Entonces se le ocurrió algo. ¿Estaba segura siquiera de que Taylor fuera un animal?
Una segunda idea perversa se le metió en la cabeza: ¿qué pasaría si arrastrara a Taylor al balcón para saludar a los mirones de fuera?
«¡Hola, turistas, mirad! ¡Para que sigáis teniendo pesadillas durante un tiempo!».
Lana se preguntaba si los poderes reinantes de la ERA —Sam, Caine, Edilio y Astrid— se habían planteado cómo veía el mundo exterior lo que estaba pasando. La realidad de la ERA era mucho más rara de lo que los mirones podían imaginarse. No se trataba solamente de un puñado de chavales atrapados en una burbuja, sino de un suceso sin precedentes en la historia del planeta. La barrera no era lo único que separaba el interior del exterior: las cosas que podían pasar dentro de ninguna manera podían pasar fuera.
Por ejemplo: una chica capaz de curar con el tacto.
—Ya, más vale que ni nos lo planteemos —se dijo Lana. Miró a Taylor, una chica guapa con ojos muertos, piel dorada y pelo negro estirado como una lámina de goma—. ¿Eres más bien como una planta?
No hubo respuesta.
—¿Eres de plastilina?
Alguien llamó suavemente a la puerta.
—¿Puedo entrar?
—¿Por qué no? —replicó Lana agriamente.
Sanjit entró.
—¿Algún cambio?
Lana negó con la cabeza.
—¿Y si no es un animal? Si fuera una planta, ¿qué haríamos si quisiéramos intentar reengancharla a un tallo roto o lo que fuera? Tráeme un cuchillo. El grande afilado.
—¿Una planta?
Sanjit fue a buscar el cuchillo.
—Ahora, aguanta el muñón —pidió Lana.
El chico se estremeció.
—Lana, ya sabes que me podría haber pasado la vida entera sin oír una frase como «Aguanta el muñón».
Sanjit había visto muchas cosas, y se había enfrentado a muchas rarezas, pero Taylor le ponía los pelos de punta. No obstante, dio la vuelta a la cama, evitando las piernas de Lana, y agarró el muñón.
Lana cogió el cuchillo y empezó a cortar una rebanadita del muñón. Taylor volvió la cabeza para mirar, pero no mostraba ni dolor ni preocupación. Sanjit, por su parte, se estaba poniendo verde.
Lana quitó una rebanadita ovalada y la cogió como si fuera mortadela. La miró a la luz, inspeccionándola críticamente. Luego la dejó a un lado y cortó una rebanadita similar de la mano. A continuación pegó los dos trocitos.
—Tráeme cinta adhesiva —ordenó.
—¿El qué?
—Un poco de cinta —respondió la chica, impaciente—. Cinta. Grapas. Lo que sea.
Sanjit tardó veinte minutos, y volvió con un rollo de Velcro blanco.
—¿Cómo voy a pegarlos con Velcro?
—Tiene una cara adhesiva, como la cinta. Cinta no he encontrado. He encontrado una grapadora, pero esto será mejor. Y menos inquietante.
—Rajado. Dame un cigarrillo.
El chico sacó medio cigarrillo del bolsillo, se lo metió en la boca a Lana —pues estaba ocupada aguantando la mano y el brazo pegados— y lo encendió.
Entonces desenrolló varios centímetros de Velcro, lo cortó y fue pegando las distintas partes del cuerpo con cuidado.
Una hora más tarde, despegaron la cinta.
—Ah, se adhiere —comentó Lana—. Un poco, en cualquier caso. Ah. Vaya. ¿Crees que podrías acercarte a la ciudad?
—¿Para qué? ¿Para buscar los pitillos mientras no estoy?
—Sí, eso también. Pero más bien pensaba en que podrías traerme a Sinder. La he visto en la ciudad, lejos del lago. O igual está en la barrera jugando a «saluda a tus viejos». En cualquier caso, tráemela: tiene mano para las plantas.
—No lo noto —dijo Sam.
Caine negó con la cabeza.
—Yo tampoco.
Estaban en la entrada del pozo de la mina. Ni siquiera habían discutido dónde pararían primero; ambos sabían dónde tenían que ir. Era en el pozo de la mina donde la gayáfaga llevaba años sepultada, creciendo y enconándose. Allí se había formado la red del mal, su hogar.
—¿Deberíamos entrar a mirar?
—No —respondió Caine—. Yo ya he estado. No fue agradable.
—Ya me lo imagino.
—No, no te lo imaginas —dijo Caine sin cambiar la voz.
Caine sentía que Sam lo observaba, impaciente, dispuesto a entrar. Pero Caine estaba hipnotizado por la abertura oscura y vacía. Antes estaba bien enmarcada por vigas de madera, pero ahora era más bien como un corte profundo en el suelo, una boca retorcida con dientes de piedra.
El recuerdo de aquella cosa… El terror había dejado una marca permanente en él. De dolor. De miedo.
De soledad.
—Lana sabe cómo es —acabó diciendo Caine—. Y supongo que ahora Diana también.
Se estremeció al percatarse de algo que hacía tiempo que tendría que haber reconocido.
Cuando Caine salió arrastrándose de aquel lugar horrible y encontró el camino de vuelta a casa, destrozado y enloquecido, Diana lo ayudó. ¿Quién había ayudado a Diana?
—En cuanto te alcanza la mente… —empezó a explicar Caine—. En cuanto consigue entrar en ti, no te suelta. No para. Es como… ya sabes… como una herida, como si te hubieras hecho una herida muy fea, y te hubieran cosido, pero no se curara.
—Lana se enfrentó a ella…
—¡Y yo también! —replicó Caine. Luego añadió, en voz más baja—: Yo también. Aún lo hago. Sigue en mi cabeza. Aún me alcanza a veces.
Caine asintió. Ahora casi parecía haberse olvidado de Sam.
«Hambrienta en la oscuridad».
Se había enfrentado a ella. Pero no lo había hecho solo.
¿Qué diablos? Se notaba lágrimas en los ojos. Trató de olvidarse de eso. Diana lo alimentó, lo protegió y lo limpió. ¿Y él que había hecho? Se había quedado sentado en Perdido Beach, lamentándose, mientras ella estaba ahí fuera. Con esa cosa.
—¿Eso es lo que vas a decir a la gente si salimos de esta? —preguntó Sam—. ¿Que la gayáfaga te obligó a hacerlo? Porque no me lo trago.
Si Sam esperaba una respuesta furiosa, Caine lo decepcionó. No iba a dejar que Sam lo acosara. En ese momento Sam no le importaba.
La luz menguante proyectaba sombras alargadas. Tendrían que buscar un lugar para pasar la noche.
—Da igual lo que diga —añadió Caine en voz baja—. No seré yo quien contará la historia. Será un centenar de chavales, si salimos de aquí. Todos esos chavales, la mayoría de los cuales se limitó a mantener la cabeza agachada todo el rato, serán los que cuenten la historia.
—¿Por qué dices eso?
Caine se rio.
—A veces eres tan ingenuo… ¿Crees que tú y yo y los otros peces gordos seremos los únicos que hablaremos con quien sea? ¿Con los polis? ¿Con el FBI? No seas idiota. ¿Crees que los adultos van a escucharnos? Nos tendrán miedo.
—¿Crees que aún tendremos nuestros poderes? Aunque los tengamos…
—No se trata de eso, Sammy. —Caine dio la espalda a la mina. Pareció costarle mucho, y cuando lo consiguió asintió varias veces, como indicando que sí podía—. No se trata de los poderes, tío, sino de que ya no somos niños. Mira lo que hemos pasado. Mira lo que hemos hecho. Mírate, surfero. Nosotros hemos hecho algo que ninguno de nuestros padres ha hecho, ni de lejos. No nos hicimos cargo del mundo aburrido, sino de un mundo mil veces más duro. Si salimos vivos de aquí, no tendremos que agachar la cabeza nunca más. Habrá tíos que estuvieron en guerras y se enterarán de lo que hicimos y pensarán: «Uala». Y tú y yo podremos decir: «¿Te ganaste unas medallas, soldado? Vale, pues yo sobreviví a la ERA».
—No he pensado mucho más allá de querer salir de aquí y comerme una pizza.
Sam intentaba aligerar los ánimos, probablemente porque lo que Caine estaba diciendo le ponía los pelos de punta.
Pero Caine no había terminado.
—Nos tendrán miedo, hermano, no porque podamos disparar luz con las manos o lanzar gente a través de la pared, sino porque somos la prueba viviente de que no son nada del otro mundo solo porque sean mayores. Nos temerán y nos odiarán. La mayoría, seguramente. E intentarán utilizarnos, ganar dinero con nosotros. —Caine suspiró—. No sabes mucho acerca de la naturaleza humana, ¿verdad?
Finalmente Caine sonrió y asintió, satisfecho de sí mismo y también por la expresión preocupada que mostraba el rostro de Sam.
—Ya… bueno… volviendo a la realidad —dijo el chico—, deberíamos asegurarnos de que la gayáfaga no vuelve a pasar por aquí. Vamos a cerrar este sitio de una vez por todas.
Caine giró sobre sus talones y volvió a mirar el pozo de la mina.
—Eso sí que es una sugerencia fantástica.
Alzó las manos con las palmas hacia fuera. Unas piedras sueltas que había alrededor de la entrada de la mina entraron a toda velocidad por el pozo. Otras más grandes se alzaron y giraron de repente, rápidas como aviones de combate, y se estamparon en el agujero. Piedrecitas y piedras grandes, arbustos, tierra y trozos de madera rota entraban volando en la mina.
El ruido era como de un huracán que gritara.
—¿Ves ese afloramiento de ahí arriba, esa roca grande? —Sam señaló una piedra blanqueada por el sol, tan grande como una casa—. Si consigo romperla, ¿puedes levantarla?
—Vamos a averiguarlo.
Sam apuntó con rayos de luz verde a la roca y los mantuvo sobre el blanco durante varios minutos. La piedra pasó de un naranja atardecer a un rojo intenso y brillante. Se oyó un estrépito al resquebrajarse, y la mitad se desprendió, convertida en una sola roca muy grande y caliente.
Caine se concentró y detuvo el deslizamiento de la roca por la colina. La inclinó hacia la izquierda y la dejó caer justo al lado de la entrada de la caverna.
—Rómpela un poco más —pidió entonces.
Sam concentró de nuevo la luz asesina y la mantuvo así hasta que la piedra empezó a fundirse. Se partió en trozos irregulares, que Caine arrastró sin esfuerzo hacia atrás para luego arrojarlos en la entrada del pozo de la mina, bloqueándola completamente.
Sam volvió a concentrar su energía y la mantuvo así durante mucho rato, iluminando la pared de la montaña con un brillo verde, hasta que la roca se ablandó formando un magma y se deshizo, húmeda, en la entrada.
Finalmente Sam se detuvo. La roca formaba un tapón uniforme que habría que volar con un montón de dinamita si alguien quisiera sacarlo.
Sin mirar a Caine, Sam comentó:
—Esto se nos da bien.
—Sip, esto se nos da bien. Pero escúchame, Sammy, tengo una regla para cuando nos lancemos sobre la gayáfaga: que a Diana no le pase nada.
El comentario pilló a Sam totalmente por sorpresa.
—Puede que no tengamos elección.
—No me estás escuchando. Voy contigo a matar a la que algunos llamarían mi hija, aunque no creo que sea la hija de nadie. Pero si sospecho que vas a hacer daño a Diana, nuestro tratado de paz se acabará. ¿Está claro?
Sam asintió.
—Está claro.
—En el fondo Diana es buena persona —comentó Caine, y suspiró—. En el fondo. Yo no. Pero ella sí.