71 HORAS, 12 MINUTOS
ERA UN trabajo agotador para Brianna. Se llevaba dos o tres trozos de la cosa llamada Drake/Brittney a rincones lejanos de la ERA, y para cuando volvía a buscar más se encontraba con que parte del cuerpo se había recompuesto, por lo que tenía que volver a cortarlo.
De todos modos, la pila total se hacía más pequeña. Ahora algunos de los trozos estaban separados más de quince kilómetros. Era una distancia muy larga para que un trozo de muslo fuera deslizándose y retorciéndose. Otros trozos tendrían que nadar. Si pudieran.
Había llegado un punto en todo ese ir y venir en que la cabeza, todavía apoyada sobre la roca, había vuelto a ser Brittney pero enseguida había vuelto a ser Drake, como si Brittney se estuviera debilitando y ya no pudiera manifestarse más que unos pocos minutos.
Lo cual alegró mucho a Brianna. Brittney nunca había sido malvada: una loca, quizás, un poco rara, pero ¿quién no se volvería loco, en su situación inusual? A fin de cuentas la habían enterrado viva, y había salido de la tierra inextricablemente unida a Drake por una especie de inmortalidad rara.
Si eso no te volvía majara, nada podría hacerlo.
En cualquier caso, ahora era la cabeza de Drake la que la maldecía entre suspiros ahogados.
—No estoy segura de qué hacer contigo, Drake —comentó Brianna, agachándose para mirarlo a los ojos.
—La gayáfaga te matará —dijo Drake con suspiros roncos.
Entonces escupió un trocito que debía de haber aspirado de la tierra a través de la tráquea seccionada.
—Más vale que te lleve con Sam para que te fría —propuso la chica—. Por cierto, ¿por qué llevas un saco de lagartijas muertas y unos huevos?
Drake se limitó a silbar. Entonces la llamó tortillera e hizo unas sugerencias muy ordinarias. Extremadamente ordinarias. Lo bastante como para enfurecer a Brianna. Levantó el machete y lo dejó caer con todas sus fuerzas y velocidad, que eran considerables. El machete soltó chispas en la roca tras atravesar el cráneo, el rostro y el cuello de Drake.
La cabeza se partió de arriba abajo. El lado izquierdo —donde estaba la mayor parte de su nariz, pero solo una cuarta parte de su boca— cayó al suelo. La otra mitad —muy poca nariz y gran parte de la boca— siguió en su sitio.
Brianna tenía estómago, pero lo de ver el interior de la cabeza de Drake casi era demasiado para ella. Conservaba las mismas estructuras que tenía cuando Drake era humano, pero no sangraba. Estaba viva, pero de un modo muy distinto a la mayoría de la gente.
El cerebro era gris. A veces se suponía que los cerebros eran de color gris, pero en realidad eran rosáceos; Brianna había visto un cerebro desparramado, por lo que lo sabía. El de Drake era realmente gris con un toque verdoso. Parecía una coliflor en mal estado, abierta por la mitad.
Brianna también veía lo que parecían ser los senos, los espacios abiertos por encima y por detrás de la nariz.
Y veía los dientes.
El cerebro no cayó, sino que se hundió un poco y parecía a punto de caerse si Brianna meneaba un poco la cabeza de lado a lado.
Y olía raro. Como la sección de carne de un supermercado. Un olor que recordaba a los mataderos.
—Respecto a tus pequeñas fantasías, Drake, tus partes, están en la guantera de una furgoneta vieja destrozada que parece que se ha despeñado por un barranco. Puede que incluso sea la furgoneta del abuelo de Lana: se lo tendría que preguntar. Y también están flotando en las olas. Te lo digo por si las estás buscando.
Lo que quedaba de la boca de Drake intentó hablar, pero ya no tenía el esófago intacto. La lengua expuesta colgaba de lado, tratando de succionar aire.
Brianna abrió la bolsa que contenía lagartos muertos y huevecitos.
Entonces levantó el lado derecho de la cabeza de Drake y la guardó dentro. Luego agarró el lado izquierdo y también lo guardó.
Sorprendentemente la bolsa pesaba mucho, y el peso resultaba incómodo, por lo que Brianna no podía correr a toda velocidad. Salió a menos de cincuenta kilómetros por hora, silbando alegremente pero sin hacer ruido, porque incluso a esa velocidad el viento ahogaba la melodía.
Tardó solo diez minutos —paró una sola vez para mear y beber agua— en alcanzar el lago. Bajó pavoneándose por el muelle hacia la casa flotante, balanceando la bolsa con despreocupación afectada. Se sentía un poco como una de esas chicas a las que les gusta ir de compras y no ven el momento de enseñar lo que han comprado a sus amigas.
Astrid y Dekka estaban en el barco, al parecer discutiendo algo importante. Astrid parecía impaciente y como si se contuviera para no decir una insolencia. Dekka parecía un nubarrón que fuera a soltar rayos en cualquier momento. Así que, básicamente, las dos chicas tenían su aspecto habitual.
Astrid fue la primera en fijarse en Brianna.
—¿No tendrías que estar patrullando?
—¿Dónde está Sam? —preguntó Brianna.
—Ha salido. Y Edilio también —respondió Dekka—. ¿Nos vas a decir lo que llevas en la bolsa o tenemos que adivinarlo?
Brianna se detuvo. Estaba decepcionada. Se había imaginado revelando su triunfo a un Sam Temple admirado. Era a él a quien quería impresionar. Y si Sam no estaba, entonces quería enseñárselo a Edilio, que solía ser cariñoso y dulce con ella.
Pero estaba cansada y quería dejar la bolsa en el suelo. Además, ya no podía seguir guardando el secreto.
Brianna se subió con agilidad a la cubierta superior del barco, sonrió y preguntó:
—¿Es el cumpleaños de alguien? Porque tengo un regalo.
—Brisa… —le advirtió Dekka.
Así que Brianna abrió la bolsa, y Dekka miró dentro.
—¿Qué es?
Brianna volcó lo que había en la bolsa. Lagartos muertos, huevos rotos y la cabeza de Drake aterrizaron sobre el revestimiento antideslizante.
—¡Aaah! —gritó Astrid.
—¡Por el amor de Dios! —gritó Dekka.
—Ya lo sé —dijo Brianna, orgullosa.
—Ay, Dios mío.
—Ay, eso es…
Lo que yacía en el suelo sería la envidia del experto en efectos especiales de una película de terror. Las dos mitades de la cabeza de Drake habían empezado a unirse. Pero como las habían arrojado dentro de la misma bolsa desordenadamente, el proceso estaba incompleto. Bastante.
De hecho, en ese momento las dos mitades estaban del revés, de modo que la izquierda miraba hacia un lado y la derecha hacia el otro. Sobresalían secciones del cuello y la columna por arriba y por abajo. Donde se encontraba la mayor parte de la boca de Drake había pelo de la nuca.
Y también, de alguna manera, se habían pegado trozos de lagarto muerto en medio, que habían revivido en forma de cola. Y había clara de huevo emborronando un ojo.
La boca intentaba hablar sin conseguirlo.
Un rabo de lagarto azotó un ojo —costaba saber si era el izquierdo o el derecho— como parodiando el brazo de látigo de Drake.
Las tres lo miraban fijamente: Astrid, con los ojos azules muy abiertos y tapándose la boca con la mano; Dekka con la boca abierta y la frente fruncida, y Brianna como una alumna orgullosa enseñando su proyecto para la clase de arte.
—¡Tachán! —exclamó Brianna.
Connie Temple había hecho tres entrevistas sentada en una silla junto a la caravana donde vivía, en los acantilados al sur de la barrera. Habían instalado un monitor para que pudiera ver a los que la entrevistaban: la MSNBC, la BBC y Nightline.
Connie había percibido el cambio repentino de… temperatura. Incluso una semana antes, la entrevista con los medios habría sido cordial. La habrían considerado uno de los valientes miembros del grupo de madres afligidas.
Pero ahora era la madre no de uno, sino de dos asesinos.
El país entero había cambiado de opinión. Antes estaban preocupados pero aburridos, ya que la cosa estaba durando demasiado. La gente ya «pasaba» de todo lo de la Anomalía de Perdido Beach. Pfff.
Pero ahora los chavales de dentro eran una amenaza. Eran peligrosos. Eran monstruos.
Había imágenes por todas partes. De chavales vestidos como en una película de Mad Max con cuchillos y bates de béisbol con pinchos. De una chica huraña y desaliñada con un cigarrillo y una pistola. De niños pequeños que corrían por ahí sucios y desnudos. De chavales con los ojos y las mejillas hundidas, víctimas del hambre. De un chaval de doce años, que antes era monaguillo, y que ahora era más que evidente que estaba borracho.
Y estaba el vídeo de Sam usando una luz sobrenatural para quemar el cuerpo aplastado de una chica. Y lo repetían una y otra vez.
Los chavales contaban historias escribiéndolas en trozos de papel que luego levantaban para que los leyeran. Lo cual había dado lugar a imágenes y vídeos de niños que contaban relatos aterradores de hambre, asesinatos, gusanos carnívoros, coyotes parlantes, de un parásito que se comía a los chavales desde dentro.
Y a insinuaciones oscuras respecto a alguien llamado Drake y a una criatura llamada gayáfaga.
El gráfico que utilizaba Fox News era «Pequeños Monstruos», con una imagen de Sam.
La gente los comparaba con criminales de guerra. Con los campos asesinos de Camboya. Con los nazis.
La indignación porque habían intentado abrir la cúpula con un arma nuclear se había extinguido rápidamente. Ahora sugerían entre dientes que igual la próxima vez la bomba debería ser mayor.
La gente estaba exigiendo que enviaran al ejército para rodear la Anomalía, por si la «contención» fallaba. La contención. Como si fueran animales salvajes peligrosos en un zoo.
Otros insistían en que los chavales de la ERA —la palabra de los carteles escritos a mano, «ERA», cada vez tenía más adeptos— eran víctimas, supervivientes desesperados a los que no se podía culpar por hacer lo que debían para seguir con vida. Pero había menos personas que pensaran así, y no eran igual de escandalosas.
El presidente evitaba la prensa. Muchos otros políticos no, y aprovechaban cada oportunidad con la que contaban para decir que había que ponerse duros, ponerse firmes, mandar a la Guardia Nacional y las tropas del ejército. Un congresista de Carolina del Sur había afirmado categóricamente que la Abominación de Perdido Beach, que era como la llamaba, debería destruirse.
«La muerte rápida y fácil es el único camino a seguir —había dicho—. Que Dios se encargue de ellos».
Debido a comentarios así, por fin algunos intentaban calmar la histeria creciente.
El Papa había hecho una declaración en la que pedía compasión. Las estrellas de cine Jennifer Brattle y Todd Chance, que eran los padres de los niños de la isla, habían denunciado furiosos a los medios, recordando a todos que eran niños, que no eran más que niños.
La Unión Estadounidense por las Libertades Civiles había emitido un comunicado de prensa con un mensaje parecido: eran niños, no eran más que niños intentando sobrevivir.
En un sondeo del Wall Street Journal, el veintiocho por ciento de los encuestados decía que la ERA y todo lo que había en ella debería destruirse.
Pero eso era lo que pensaban antes del vídeo que había colapsado YouTube: el de una niña pequeña que arrancaba el brazo al primer adulto que de algún modo había entrado en la ERA, y luego se lo comía.
Había tenido un efecto electrizante. De repente estaba claro: no se trataba de un juego de niños. El poder que había ahí dentro también podía matar a los adultos. A Connie no le cabía duda de que en el siguiente sondeo saldría mucha más gente a favor de eliminar la ERA y punto.
Connie cogió un cuaderno grueso y dos rotuladores y se dirigió hacia la barrera. No resultaba fácil abrirse paso entre la multitud que había crecido pese al control de la patrulla de carretera, pese a todos los esfuerzos por que la gente se echara atrás.
Ahora no solo había padres, sino también cualquier loco que pudiera agitar un cartel. Había gente con sus hijos haciendo picnic como si estuvieran en una feria ganadera. Había vendedores que ofrecían imanes luminosos donde decía: «¡ERA!», y camisetas con el lema: «¡No les dejéis salir!».
La multitud se había extendido al norte de la carretera y al sur, a través de los terrenos de la mitad abandonada y truncada de Clifftop. Los surferos montaban las olas junto a la barrera, y en aguas más profundas los barcos se acercaban a la cúpula.
Se había establecido una zona de exclusión aérea, pero la prohibición no se aplicaba a los helicópteros de noticias, ni a los drones prestados por el ejército. Google había reubicado unos de sus satélites para observar. El espacio exterior se estaba llenando, pues las potencias extranjeras también querían ver si todo aquello no era una conspiración estadounidense.
Connie se dirigió hacia el norte por el extremo de la multitud, buscando por donde meterse. Por encima de las cabezas de los mirones vio a los chavales, puede que un centenar, mirando hacia fuera como peces que se ahogaran en una pecera mal cuidada.
La mujer tuvo que subir la mitad de una colina polvorienta hasta conseguir un poquito de intimidad. Allí no había chavales, pero pensó que, si esperaba, alguno vendría. Y escribió un letrero.
«Soy la madre de Sam Temple y Caine Soren».
Y esperó. Pasaron lo que le parecieron siglos hasta que una chica de unos catorce años se fijó en ella y subió la colina. No llevaba papel ni lápiz, pero tenía un palito, y a esa altura el suelo solo era de tierra.
La chica utilizó el palito para escribir:
«Apoyo a Sam».
Connie escribió:
«¿Cómo te llamas?».
«Dahra».
«¿Dahra Baidoo? ¡Soy amiga de tu madre!».
«Me lo dijo».
Cada vez que Dahra escribía tenía que borrar primero la tierra con la mano.
«Tengo que hablar con Sam», escribió Connie.
«Sam y Caine buscan a Gaya».
Connie asintió. Así que sus chicos estaban colaborando. Lo que desde luego no se parecía a las historias de rivalidad mortal entre ellos que había oído contar. Entonces miró fijamente a Dahra.
«¿Puedo confiar en ti?».
Dahra sonrió irónicamente.
«La gente confía».
A Connie no le pareció que alardeara. Dahra, como todos los chavales que había visto, estaba ojerosa y agotada, con unos ojos que parecían demasiado adultos comparados con el resto de su persona.
Así que esa era la chica que había pasado a ser la enfermera, que despachaba los medicamentos que le quedaban, que cuidaba de los enfermos. A la enfermera Connie Temple le agradó de inmediato. Dios mío, ¿cómo debía de haber sido su vida? ¿A qué presiones horribles debía de haberse visto sometida?
«Las cosas se están poniendo chungas aquí fuera».
«Ya». Dahra inclinó la cabeza hacia la profusión de letreros que había colina abajo.
«Tenéis que hacer planes. ¿Con quién puedo hablar de eso?».
Dahra se lo pensó.
«Con Edilio o Astrid».
«¿Cómo puedo contactar con ellos?».
«Edilio muy ocupado». Entonces, cuando vio que Connie lo había leído, añadió: «Astrid. La llaman Astrid la genio».
Connie asintió. Reconocía ese nombre. Se sabía los nombres de la mayoría de los chavales de la ERA. Debía de ser Astrid Ellison. Sus padres eran insoportables: la madre estaba medio histérica, el padre era el típico ingeniero tenso y reprimido, y no habían aportado prácticamente nada al grupo de las «familias».
Y a juzgar por las primeras impresiones cuando la barrera se volvió transparente, Astrid era la novia de Sam.
«Tengo que hablar con Astrid. Es URGENTE. ¿Cómo?».
Dahra se lo pensó un momento, suspiró sin hacer ruido y dibujó un círculo. En la parte superior del círculo dibujó lo que Connie sabía que era el lago. Entonces clavó un palito en él. A continuación dibujó una línea ondulada desde donde estaban ahora hasta el lago, y señaló a Connie. Y una segunda línea dentro del círculo y señaló hacia sí misma.
Dahra le estaba diciendo que fuera al lago, donde se encontraría con ella y le presentaría a Astrid.
Connie asintió.
Dahra se llevó la mano a la tubería de plomo de más de medio metro que le colgaba de una tira de cuero y miró preocupada. Asustada.
Connie dudó. ¿Iba a poner en peligro a aquella chica? ¿Se estaba metiendo donde no debía? Se disponía a decirle a Dahra que lo dejara correr, pero Dahra ya se había marchado.
—¿Y todo esto para qué, Sammy? ¿Para qué?
Sam no se molestaba en responder. Caine solo estaba aburrido y quería provocarle.
Cada uno cargaba con dos botellas de agua y un poco de pescado seco en la mochila. Ambos llevaban cuchillo, un cuchillo de caza con funda para Caine y una navaja suiza grande para Sam. Y ambos se habían puesto una gorra de béisbol. Del hombro de Caine colgaba una escopeta del calibre doce con la boca hacia arriba. Sam llevaba uno de los rifles automáticos de Edilio también en bandolera, con la boca hacia abajo.
La verdad es que ambos tenían armas más potentes en las manos vacías. Y las armas necesitaban munición, y tanto la munición como las armas pesaban. Habían recorrido poco más de tres kilómetros y Sam ya lamentaba el peso.
—¿Has meditado sobre lo que va a pensar la gente de ahí fuera de este maldito lío? —preguntó Caine.
Sam apenas había pensado en nada más. Pero aún no había llegado el día de abrir su corazón a Caine.
—Tenemos problemas mayores entre manos.
Caine se rio, sin creérselo.
—Noo, un hijo tan diligente como tú, ¿surfero? Seguro que lo has pensado.
Caine caminaba un poco adelantado respecto a Sam. ¿Eso era porque se fiaba más de tener a Sam a sus espaldas que a la inversa? Puede. O puede que porque tuviera las piernas más largas. Debía de ser una de las dos cosas.
—No, seguro que lo has pensado —continuó Caine. No parecía desanimarle que Sam se negara a participar—. Asaste a Penny delante de tu madre.
A Sam le pareció una provocación.
—¿Te refieres a nuestra madre?
Caine negó con la cabeza.
—Pues no. Puede que ella aportara el óvulo y el vientre, pero no ha sido mi madre. Es la tuya. No la mía.
Sam se estremeció.
—No te has perdido tanto.
—La enfermera Connie Temple —dijo Caine—. Sabía que me espiaba cuando estábamos en Coates, ya sabes. Nunca supe por qué hasta que, bueno, lo supe.
—¿Te pensabas que le interesabas solo por ser un matón y un manipulador?
—Más bien.
Caine se negaba a que le provocaran, mientras que Sam estaba claramente incómodo. Aquella misión podía durar días. No podía dejar que Caine se metiera con él. Tenía que aceptar que estaba colaborando con Caine. Y eso implicaba no rememorar las imágenes de cuando «metió cemento» a chavales que ahora eran amigos de Sam. Y que hubiera quemado media ciudad en un complot alocado con Zil y su brigada de fanáticos. Y otro millar de delitos graves.
«Delitos graves». Una expresión legal. Había un motivo por el que esa expresión seguía viniéndole a la mente.
Caine no era el único asesino de la ERA. Claro que Sam solo había hecho lo necesario para salvar vidas y derrotar a Caine y Drake. Pero ¿lo entenderían así los tribunales?
Para torturarse, Sam repasaba la larga lista de cosas que había hecho y que podían considerarse delitos. Allanamiento. Destrucción de la propiedad. Agresión con lesiones. Embriaguez pública. Conducir sin carnet. Perforar un agujero en una central nuclear. Robo.
Caine lo miraba desde lo alto de una cuesta.
—Tienes una cara de póquer terrible, Sammy. Lo que piensas se refleja en tu cara. Estás pensando en ello, y no por primera vez.
—Aún soy menor —afirmó Sam débilmente.
Caine soltó una risa incrédula.
—Sí, con eso ya te salvarás. ¡No soy más que un chaval, señoría! Tendrán que encontrar unos cuantos cabezas de turco, ¿y adivinas quiénes serán? Tú y yo, surfero. Tú y yo.
—Lo dices como si fuéramos a salir de aquí.
—¿Eso hago? Qué gracia, porque creo que moriremos todos. Porque te diré una cosa: esa niña, Gaya, ambos sabemos quién es en realidad. No creo que nuestra querida chunga verde decidiera ocupar un cuerpo para divertirse. Creo que espera salir viva de aquí.
Su razonamiento se parecía demasiado al de Sam.
—El final… —murmuró Sam, sin esperar que Caine lo oyera.
—Sip —dijo Caine—. Eso es. El final. La barrera de la ERA va a bajar, o al menos eso es lo que apuesto. Pero hay un noventa por ciento de probabilidades de que tú y yo acabemos muertos. Un diez por ciento de que salgamos vivos de aquí. En cuyo caso acabaremos compartiendo celda en alguna parte —se rio—. Pues qué injusto, la verdad, con lo malvado que soy y todo eso, y tú que eres tan tremendamente virtuoso y heroico…
—Entonces ¿por qué lo hacemos? —preguntó Sam—. ¿Por qué estamos en esta misión?
Caine se detuvo, se volvió y caminó otra vez hacia Sam, quien se sorprendió ante el hecho innegable de que, incluso entonces, tras haber sido derrotado y humillado por Penny, su hermano era capaz de proyectar esa cosa tan difícil de definir denominada carisma. Era malvado, sí, pero era un malvado alto, guapo y encantador.
—¿Que por qué hacemos todo esto? —le preguntó Caine—. Ya sabes de sobra por qué lo hacemos. Porque es una pelea. Puede que sea «la» pelea. La pelea final. ¿Y qué más se nos da bien a ti y a mí? ¿Qué vamos a hacer si algún día salimos de aquí, en cualquier caso? ¿Te vas a apuntar a unas clases para preparar la Selectividad? ¿Te pondrás con el ensayo para entrar en la universidad? ¿Te sacarás el carnet de conducir? —Caine se reía, de sí mismo, al parecer—. Sí, seguro que me querrán en Harvard. Quiero decir, ¿cuántos antiguos reyes se les presentan?
Sam trató de contenerse, pero al final acabó soltando:
—¿Y Diana?
—Un cuerpo genial —respondió Caine alegremente—. Y una mente muy abierta.
Pero Sam no se lo creía.
—Hay algo más entre vosotros dos.
Caine no respondió, y eso bastó a Sam como respuesta.
—Menos hablar y más caminar —lo instó Sam.
—¿Tachán? —repitió Dekka mirando a Brianna, porque era mucho mejor que mirar su trofeo—. ¿Tachán?
Astrid se arrodilló para mirar el objeto monstruoso. La tentación de provocar a Drake era fuerte, pues había sido como el hombre del saco en su vida. Le había dejado claro que pretendía matarla lentamente, y con todas las humillaciones que a su mente enferma se le ocurrieran. Astrid se había pasado casi cuatro meses en el bosque, y el miedo a Drake no había cesado. Se había pasado horas practicando para descolgarse el arma y apuntar con soltura, de tal manera que cuando llegara la hora al menos podría dispararle una vez, aunque no sirviera de nada.
Pero ver a Drake indefenso le producía otro efecto: Sam tenía un enemigo menos al que enfrentarse. Sus posibilidades de sobrevivir habían aumentado.
Era evidente que Dekka pensaba lo mismo.
—Uno menos —dijo.
Mientras lo observaba, el objeto se movía, se deslizaba para recomponerse lentamente. Seguía teniendo la cola de lagarto.
—¿Qué se supone que vamos a hacer con él? —preguntó Dekka.
Justo entonces, Roger, conocido como Roger el artero por lo bien que se le daba dibujar, subió a la cubierta.
—¿Está Edilio por aquí? Porque… ¡Aaaaah! ¡Ay, no, no, no!
—Hola, Roger —dijo Brianna—. ¿Conoces a Drake?
—Ay, Dios, no… Aaay… ay…
—¡Ya lo sé! —exclamó Brianna, orgullosa—. Solo estamos intentando decidir qué… oye, ¿sabes qué? Deberías dibujarlo para recordar siempre la pinta que tenía.
Dekka preguntó, con un tono de voz tan seco y despreocupado como pudo:
—Roger, ¿podemos ayudarte en algo?
—¿Podéis…?
Desde luego se le había olvidado por qué estaba allí.
—Buscas a Edilio, ¿verdad? Ha bajado a PB.
La cabeza de Drake casi había vuelto a ser Drake con el añadido de la cola de lagarto y la laringe casi recuperada, de manera que resollaba mientras movía frenéticamente la lengua y la boca.
—He pensado que Sam podría freírlo —propuso Brianna.
—Sam no va a volver enseguida —le informó Astrid.
Intentaba adoptar un tono liviano, pero no lo conseguía. Estaba preocupada por Sam. Y le asqueaban un poco las emociones que le venían a ráfagas: amargura, rabia, sensación de triunfo. ¿Qué porcentaje de su vida había dedicado a temer a ese psicópata? Y ahora estaba a su alcance. Ya no tenía su famosa mano de látigo. Estaba indefenso.
Casi no podía resistir el impulso de patearlo.
—Adelante —indicó Dekka, como si le hubiera leído la mente.
Astrid tardó un rato en reaccionar y negar despacio con la cabeza. Odiaba a Drake, eso no lo podía negar. Pero no podía ceder a ese impulso. Tenía que aprovechar lo que le habían dado.
—Háblanos de Gaya, Drake —dijo.
La respuesta de Drake fue sorda, pero no costó descifrarla.
—Ya, no parece que tengas las extremidades para hacer eso —comentó Dekka.
—¡Ja! Yo le he dicho lo mismo —dijo Brianna, sonriendo feliz.
—Voy a… me voy —dijo Roger, y se batió en retirada.
—Tenías una bolsa de lagartos y un par de huevos. ¿Por qué? —preguntó Astrid.
Drake maldijo terriblemente. Pero en voz muy baja.
—¿Dónde están Diana y Gaya? —le preguntó Astrid.
—Mejor hacerlo pedacitos —intervino Brianna—. Puedo repartir los trozos de su cabeza por ahí como he hecho con lo demás. Solo lo he traído para enseñárselo a Sam.
Astrid y Dekka intercambiaron una mirada. Estaban a cargo del lago, les tocaba decidir a ellas. Pero ninguna de las dos quería hacerlo sin Edilio. No se trataba precisamente de una de las contingencias que habían discutido con anterioridad.
Entonces a Astrid se le ocurrió una idea.
—Pasó de Brittney a Drake, por lo que tarde o temprano volverá a lo primero. Puede ser más fácil hablar con Brittney.
Dekka asintió.
—Ya, es verdad. Puede que nos sirva de algo si conseguimos que hable.
—Pero debemos tener cuidado —insistió Astrid—. No sabemos lo que puede hacer. Igual puede regenerarse a partir de la cabeza. No sabemos si las partes separadas pueden regenerarse. —Miró intranquila a Brianna—. ¿Sabes dónde has puesto todas las partes?
—Sí —respondió Brianna, pero su tono de voz claramente reflejaba incertidumbre, acentuada por el modo en que miraba hacia arriba y hacia una esquina, como intentando acordarse.
—Si puede regenerarse… —empezó a decir Dekka.
—Entonces tendríamos un montón de Drakes, uno de cada parte cortada.
—¿Vais a convertir mi hazaña en algo malo, chicas? —preguntó Brianna con voz estridente—. ¡Lo he pillado! ¡Lo he pillado y lo he rajado! Y os he traído la cabeza.
—Lo has hecho muy bien, Brisa —la tranquilizó Dekka—. Pero haznos el favor de ir a ver qué hacen las otras partes. Asegúrate de que están donde las dejaste, ¿eh?
—Vale, antes tengo que comer algo. Debo de haber corrido más de ciento cincuenta kilómetros —dijo, y salió disparada, dejando a Astrid, Dekka y la cabeza, que seguía vocalizando cosas desagradables.
—Tengo una idea —dijo Dekka—. Hay una nevera en mi caravana. La traigo, le hago unos agujeros, pongo la cabeza dentro, le pongo piedras en el fondo y la hundimos con una carga pesada. Igual eso lo mata.
Astrid suspiró.
—Esto no será para contarlo en el Today Show. Voy a empezar a traer piedras.