SEIS

73 HORAS, 3 MINUTOS

NO HABÍAN tardado en descubrir que Gaya necesitaba comer. Y Diana también, pero a Drake no le importaba Diana. Le daba igual si se moría de hambre. Si se moría lenta y dolorosamente, con un poco de suerte a manos del propio Drake.

Gaya era un asunto muy distinto. Gaya podía hacerle sentir un dolor terrible, en lo más hondo. El cuerpo de Drake, su cuerpo que no se podía matar y que compartía espacio con el de Brittney, no solía sentir gran cosa, excepto el dolor más intenso.

Lo que Gaya le hacía cuando estaba disgustada, eso sí penetraba en él.

En cualquier caso, no es que Drake pudiera desobedecer a Gaya. Puede que ahora pareciera una niña pequeña, pero Drake sabía quién y qué era en realidad. ¿A quién más iba a servir? Caine y él se habían separado. Caine se había debilitado. Drake no tenía nadie más con quien ir si no estaba con Caine. Y en la gayáfaga había encontrado a alguien más duro y exigente. Más poderoso. Alguien que nunca sería débil.

Sus ojos agudos detectaron movimiento en una roca. Un lagarto. Drake desenroscó su tentáculo rojizo que medía más de tres metros de largo de la cintura. Apuntó cuidadosamente, chasqueó el brazo de látigo y lanzó al lagarto por los aires.

Recogió al bicho muerto y lo metió en una bolsa de lona que le colgaba del cinturón. Hasta ahora había conseguido trincar como un cuarto de kilo de lagartos, que era lo único que se encontraba en el vacío desierto. ¿Debería llevárselos a Gaya? ¿Con eso bastaría? ¿O lo castigaría por llevarle muy poco?

Por una parte, incluso a más de un kilómetro de distancia Drake notaba su hambre, pues la compartían. Era la única hambre que Drake sentía desde que dejara de sentir la necesidad de comida, agua o aire.

Pero ¿y el dolor? Eso sí lo notaba, al menos el dolor que Gaya le producía. Si le llevaba muy poco, la gayáfaga le haría sentir esa agonía interna retorcida que era como una pequeña visita al infierno.

Justo entonces vio un correcaminos. El pájaro medía como medio metro de largo desde el pico afilado hasta el extremo de su larga cola. Claro que estaba hecho de plumas y huesos, pero puede que también tuviera unos cuantos gramos de carne, y si lo trincaba podría volver con Gaya, seguro de que lo recibiría contenta o por lo menos sin causarle dolor.

Pero era un pájaro muy rápido. No tan rápido como el de los dibujos animados, pero era rápido y huidizo.

El pájaro tenía la cabeza ladeada. Con un ojo miraba en dirección a Drake, que se quedó muy quieto. Tenía que reducir la distancia a la mitad antes de poder atacar.

El pájaro salió disparado quince centímetros y de repente había atrapado un lagarto con la boca. El lagarto aún estaba vivo, se agitaba en la boca del pájaro, y esa distracción hizo que Drake avanzara dando pasos lentos y silenciosos.

Y entonces tuvo la sensación inquietante que presagiaba el surgimiento de Brittney. Desde que los habían enterrado juntos y habían resucitado compartían… bueno, no el cuerpo exactamente. De hecho no compartían nada, salvo que parecían intercambiar la existencia. Estaba Drake allí y entonces surgía Brittney, y mientras ella estaba presente Drake desaparecía sin más.

—¡Ahora no! —bufó Drake, frustrado al pensar que iba a perder su presa.

Chasqueó su brazo de látigo, pero ya era treinta centímetros más corto. El correcaminos había desaparecido.

Brittney abrió los ojos y vio que estaba sola, en un sitio muy seco donde no había más que zarzas, arena y piedra. Se fijó en la bolsa que llevaba en el cinturón, y dentro de ella vio un puñado de lagartos, algunos a pedazos.

El hambre que motivaba a Drake también lo sentía Brittney, el hambre de su diosa. Sonreía al pensar en que Gaya comiera bien y se volviera más fuerte. ¡Había sido un milagro que su diosa adoptara forma humana, que se convirtiera en el bebé Gaya! No, ya no era un bebé, era una niña preciosa, que crecía a una velocidad increíble. Para cuando Brittney volviera a verla, podría ser una preadolescente.

¡Qué emocionante sería eso!

Comida. Eso era lo primero.

Brittney vio al correcaminos salir disparado hacia un espino. Ella no era lo bastante rápida como para atrapar al pájaro, pero se preguntaba…

Se dejó caer a gatas y se arrastró hasta el arbusto. Se agachó cuanto pudo y se protegió la vista del resplandor del sol auténtico que pegaba muy fuerte cerca del centro de la ERA.

Había más sombra bajo el arbusto, pero aún veía claramente, y ahí estaba su recompensa: un nido circular, y en el centro del nido tres huevos blancos, pequeños, que no medían más de cuatro centímetros de diámetro.

Brittney levantó con cuidado los huevos del nido, y se los metió en la bolsa. Cogió unas ramitas del nido y las utilizó para envolver cuidadosamente los huevos, de modo que no se rompieran.

¡Eso sí que sería un festín para Gaya!

Brittney salió lenta, cuidadosamente del espino, indiferente a la multitud de cortecitos que se hacía al salir.

Nada le advirtió del alambre que le rodeó la garganta. No le dio tiempo a reaccionar cuando el alambre le cortó el cuello, las arterias vacías, sin sangre, y no dejó de estrecharse hasta que le rodeó la parte superior de la columna.

—Ojalá fuera Drake y no tú, Britt —comentó Brianna.

Entonces Brianna puso un pie sobre la espalda de Brittney y tiró tan fuerte como pudo. El alambre le seccionó cartílago y tejido nervioso con un ruido como el de un cuchillo, y de repente la cabeza de Brittney rodó y aterrizó en la tierra con un golpe seco.

Brittney no podía mover la cabeza, pero había rodado hasta un punto donde veía a Brianna, que sudaba por el esfuerzo, y se secó la frente con la parte interior de la mano. El garrote, una cuerda de piano de más de medio metro tensada por dos empuñaduras de acero que antes formaban parte de un equipo de gimnasia doméstico, colgaba de su mano libre.

Brianna miró a Brittney bastante satisfecha, y anunció:

—Ahora te voy a cortar a trocitos y a repartirlos por todas partes. A ver si así Drake o tú os podéis recomponer.

Brittney no estaba muerta. Aparte de no seguir pegada a su cuerpo no notaba ninguna diferencia, solo un dolor sordo en el cuello. Cuando forzó la vista hacia arriba vio su cuerpo. El cuerpo intentaba incorporarse él solo.

Pero cuando Brittney trató de hablar, descubrió que solo podía suspirar, y el sonido de sus suspiros se veía parcialmente ahogado por los jadeos al intentar tragar aire por el esófago cortado.

—No puedes matarnos —susurró Brittney.

—Puede que no. Pero te aseguro que voy a intentarlo.

Brianna llevaba una escopeta recortada en su mochila especialmente adaptada para ello, y un machete, también colgado de la espalda.

Sacó el machete y lo balanceó tan rápido que Brittney no vio moverse la hoja. Lo único que vio fue que su cuerpo acababa de perder una pierna, por lo que se cayó.

¡Pam!

El zumbido del movimiento levantó polvo, y se oyó un ruido de cortar, un pum, pum, pum como de fuego graneado, y lo que era el cuerpo de Brittney quedó hecho pedazos: los brazos arrancados y luego partidos en dos; las piernas amputadas y luego cortadas en tres trozos; el torso cortado a tajos de tamaño desigual. No había sangre. Era como si Brianna estuviera seccionando un cuerpo embalsamado.

Brittney se quedó preocupada. ¿Cómo podía estar viva si no sangraba? ¿Qué era ella?

—¿Quieres mirar? —preguntó Brianna.

Agarró el pelo de Brittney, tiró de él y la colocó sobre una roca plana. Falló al primer intento, y la cabeza cayó rodando. Pero finalmente Brianna consiguió colocar la cabeza sobre la roca para que Brittney pudiera ver que su cuerpo yacía repartido en dos docenas de trozos sin sangre.

Los trozos ya se estaban acercando los unos a los otros, extendiendo tentáculos, intentando reunirse. Y las partes que eran femeninas se estaban volviendo masculinas cuando Drake surgió lentamente y descubrió que se encontraba en muy mal estado.

Mirándolo con asco, Brianna empezó a recoger los trozos y a arrojarlos lejos.

—No puedo dejar que te recompongas, Brittney… ¡Ah! Espera, ¿está volviendo Drake?

Feliz, Brianna dio unos pasos de baile y pisó —puede que por accidente— un trozo de carne que Drake echaría de menos.

—Perfecto. Mucho mejor así. Hola, Drake. Qué bien que hayas podido venir. Voy a empezar a separar tus trozos mucho más. Mucho más. Luego haré que Sam vaya por ahí friéndolos uno a uno. Y luego creo que ya estarás listo, Brittney barra Drake. Creo que ya habremos acabado con los dos. Y con tu latiguito, también.

Brianna dio unas palmadas en la cabeza de Drake y cogió un pie y una sección del hombro, uno con cada mano.

Y, tras guiñarle un ojo, desapareció dejando un rastro de polvo.

Quinn remaba de vuelta a la orilla. Le enorgullecía saber que siempre hacía su parte del trabajo duro, de hecho más de lo que le correspondía, porque si eras jefe tenías que dar ejemplo. Así que, aunque se le había enganchado un anzuelo en la parte interior del brazo y había tenido que arrancarlo, y por eso le sangraba el vendaje mojado sujeto con cinta adhesiva, seguía remando.

Ningún miembro de la tripulación afirmaba que Quinn se comportara como el amo y señor de todos, o que los cargara con demasiado trabajo. Bueno, a veces sí, pero eso formaba parte de los chistes que hacía mucho tiempo que se contaban.

—Estás virando hacia la izquierda, capitán —señaló Amber.

—Al menos remo —replicó Quinn, y los dos levantaron los remos, se inclinaron hacia delante, los sumergieron y remaron al unísono, fruto de una larga práctica.

—Ya sabes, si te notas débil podrías dejar que se encargara Cathy —comentó Amber, gruñendo debido al esfuerzo—. Con ese bulto que llevas y tal…

—Tendría que haber perdido un brazo para remar tan débil y torpe como Cathy —se burló Quinn.

Por su parte, Cathy, que iba sentada en la popa y llevaba el timón, comentó:

—Qué bien que no hemos pescado mucho, o no llegaríamos al puerto.

—Ya, qué bien —dijo Quinn, sin poder evitar que la preocupación se reflejara en su voz—. Casi no nos alcanza para nosotros, y no digamos para la ciudad entera.

El chico miró en dirección a un yate de motor que había afuera. Le costaba muchísimo acostumbrarse a ver el exterior. Era raro. Nada había cambiado en su vida cotidiana excepto que ahora veía el exterior de su prisión. Seguía siendo una prisión, pera era una prisión con vistas.

Había dos mujeres en bikini en la proa, y dos tipos mucho mayores en la popa del yate, con sus cañas de pescar en los soportes, relajándose bebiendo cerveza. El capitán parecía distinto, un treintañero con el pelo aterronado y blanqueado por el sol, la piel roja y gafas muy curvas. Observaba las barcas de Quinn con interés.

El yate arrojaba unas olas que Quinn admiraba y envidiaba. ¿Cómo debía de ser pescar desde una lancha motora?

—Dales una ola, Cath —pidió Quinn.

Así que Cathy lo hizo, y el capitán les saludó a su manera. Y entonces una de las mujeres de la proa se quitó la parte de arriba del bikini.

—Vaya, eso no me lo esperaba —reconoció Quinn.

—Borracha —comentó Amber.

Obviamente descontento, el capitán del yate dio la vuelta de golpe, con lo que hizo perder el equilibrio a las mujeres y las cañas se estropearían si no enrollaban el sedal rápidamente.

Quinn veía a los hombres gritar al capitán, quien los ignoró estoicamente mientras se marchaba a toda velocidad; lo último que vio el chico fue que el capitán meneaba la cabeza con un gesto que quería dar a entender: «No me puedo creer cómo es esta gente».

En el puerto, los pescadores descargaron la pesca, que no era precisamente impresionante, y recogieron el equipo para arreglarlo. El agua salada tenía un efecto terrible en las redes. Ahora Quinn ya se conocía prácticamente cada roca sumergida o restos antiguos que pudiera engancharse en la red, pero seguían teniendo que repasarlas y arreglarlas a diario.

Aceptaban que no se encargara de esa parte del trabajo diario porque él era quien tenía que ir a reunirse con Caine, una tarea que nadie más quería.

Quinn subió con esfuerzo la cuesta hacia la plaza de la ciudad, dividido entre añorar al práctico y eficiente Albert, y maldecirlo por ser una comadreja traicionera y cobarde. Tratar con Caine siempre resultaba difícil. Caine no era un hombre de negocios: tendía a creer que si amenazaba a Quinn conseguiría más peces. Y otras veces se mostraba autocompasivo, presuntuoso o incluso deprimido. Hasta hacía muy poco, Albert se encargaba de Caine, pero en el par de días transcurridos Quinn empezaba a temerse que encargarse y alimentar al «rey» temperamental hubiera recaído en él.

Por lo que sintió una alegría creciente, casi vertiginosa, cuando vio el rostro de Edilio sentado ante el escritorio de Caine al aire libre. Virtue estaba con él, y los chavales iban y venían, evidentemente recibiendo instrucciones de Edilio.

Tiempo atrás, hacía tanto tiempo que parecía haber ocurrido en otra vida, Quinn había ridiculizado a Edilio por ser un espalda mojada, un emigrante ilegal. Ahora lo habría besado.

—Dime que estás al mando —dijo Quinn tras subir los escalones.

—Estoy al mando —contestó Edilio con una sonrisa tímida.

—Si estuviera menos cansado, bailaría para celebrarlo —propuso Quinn—. Puede que aun así lo haga.

Edilio tendió la mano a Quinn, quien se la estrechó.

—Me han dicho que te está costando conseguir algo a cambio del pescado —comentó Edilio.

Quinn asintió.

—Más bien.

—¿Me das veinticuatro horas para arreglarlo?

—Hecho. Entonces ¿dónde está Su Alteza?

Sin reírse, Edilio contestó:

—Su Alteza se ha ido con Sam.

—¿Se van a matar el uno al otro?

—Que yo sepa no. Van a buscar a Gaya.

Ese comentario borró la sonrisa del rostro de Quinn.

—Oh.

—Ya. Y yo soy el que se lo he pedido, y no es que haya tenido que presionarlos mucho. Siéntate, si tienes tiempo.

Quinn se sentó. Virtue tenía una libreta. Estaba tomando notas, como un auxiliar administrativo registrando el acta de una reunión.

—La isla —dijo Edilio.

Quinn suspiró profundamente.

—Ay, tío, ¿qué?

—¿Has visto qué está pasando allí?

—¿Te refieres a Albert en el acantilado mirándonos por un telescopio?

—Sí, a eso. Y también a si ha intentado hablar contigo.

Quinn negó con la cabeza.

—No, eso no. Albert y yo no somos amigos, ya no. Y tiene los misiles allí arriba.

—¿Crees que los subió por el acantilado para usarlos?

—Sé que sí. Tengo un buen par de prismáticos. Lo he visto con sus chicas entrenándose. Quería que lo viera.

—¿Y te ha advertido? ¿Te ha amenazado?

—No tiene que hacerlo. No tengo motivos para acercarme hasta allí y buscarme problemas.

Edilio pensó en lo que acababa de decir, y asintió.

—Qué mierda. Antes trabajabais bien juntos. Albert ya debe de haberse dado cuenta de que cometió un error estúpido al dejarse llevar por el pánico.

—Edilio, pídeme lo que quieras, pero no me pidas que intente engatusar a Albert. Nos dio una puñalada trapera a todos.

—Caine ha hecho cosas mucho, mucho peores, y Sam está ahí fuera con él ahora.

—De todos modos, Albert no me escucharía, Edilio. Cree que está muy por encima de mí. Yo solo soy el currante que huele a pescado. Él es el cerebro. El gran organizador. Probablemente me dispararía.

Edilio suspiró y se inclinó hacia delante, con los codos apoyados sobre el escritorio.

—Quinn, escúchame, colega. Necesitamos que las cosas vuelvan a la normalidad. Necesitamos que el mercado abra y la gente trabaje, o nos meteremos en un gran lío. Los chavales se morirán de hambre mientras ven a su padre o a su madre comiendo pizza a menos de diez centímetros de distancia. Se comportan como si todo hubiera terminado; pero no ha terminado. Solo porque puedan ver lo de fuera no significa que vayan a salir. Los que tendrían que estar cosechando y plantando están sentados, pegados a la barrera, viendo series de la tele porque una cadena ha puesto un monitor grande con subtítulos. Los mirones de ahí fuera no saben el daño que están haciendo aquí dentro. Ya casi les podrían dar droga o algo parecido.

Quinn estaba de acuerdo. Así había perdido a dos de los suyos. Los demás se habían quedado por lealtad personal, porque no querían decepcionarlo.

Edilio no insistió más; lo dejó ahí. Lo cual irritó a Quinn, porque quería decir que Edilio confiaba en que haría lo que tenía que hacer. Ya estaba muy ocupado. Estaba cansado, y ni siquiera pensaba que Albert fuera a escucharlo. Además, es posible que Albert le disparara.

—No hay pescado, en cualquier caso —acabó murmurando. Y mirando a Edilio con tanto fastidio como pudo, preguntó—: ¿Cuándo?

Esperaba tener una excusa para visitar a Lana. Le dolía verla con Sanjit, pero menos que no verla. Y a fin cuentas tenía un bulto.

Entonces vio la expresión de «lo siento» en el rostro de Edilio.

—Genial —dijo Quinn.