76 HORAS, 52 MINUTOS
CERRARON LA puerta del camarote. No había suficiente espacio para quedarse en pie, así que se abrazaron en la litera.
Sam la besó e intentó no pensar que sería la última vez.
Era feliz. Qué fuerte. Por fin era feliz. Ahí mismo, en aquel mismo instante, en aquel lugar, con aquella chica entre sus brazos, era feliz. ¿Por eso sentía que el martillo iba a caerle encima? No, qué locura. Era feliz. La felicidad no implicaba que la tragedia estuviera a la vuelta de la esquina, ¿verdad?
—No debería habértelo pedido —se lamentó Astrid.
—Claro que sí. ¿Quién va a ir si no voy yo?
—Ya has hecho suficiente. Más que suficiente. Cien veces más que suficiente.
Los separaban muy pocos centímetros. Estaban tan cerca que Sam sentía el aliento de la chica cuando hablaba. Tan cerca que oía su corazón latiendo demasiado rápido.
—Es el final, Astrid —dijo Sam en voz baja.
—Pero se supone que has de sobrevivir al final… —suplicó Astrid.
—¿Y qué voy a hacer? ¿Esconderme aquí contigo y esperar a que pase todo?
—Quizá sí. Quizá no tengas que ir a buscar pelea esta vez. Quizá tengas que dejar que se encargue otro.
—Gaya ha huido con Drake y Diana, pero no creo que porque fuera débil. Si es así, estupendo, averiguémoslo y puede que todo esto acabe bien.
Tenía sentido lo que decía. Astrid no podría replicarle.
—¿Y si no lo es? ¿Y si es precisamente lo que pensamos que es, y tan peligrosa como nos tememos? ¿Entonces qué, Sam?
—Entonces más vale que la ataquemos antes de que esté lista. Más vale que no le dejemos elegir el momento y el lugar. —Sam inclinó la cabeza para apoyarla sobre la de la chica, y compartir la almohada—. Edilio tiene razón. Ya sabes que sí.
Sam estaba decepcionado porque Astrid no tenía una buena réplica. Parte de él esperaba estar equivocado. El silencio de la chica era su condena.
Otra pelea. Otra batalla. ¿A cuántas podía sobrevivir? Vivía de la suerte. ¿Se suponía que tenía que creerse que el mundo quería que fuera feliz con Astrid? Ese no parecía el mundo que Sam conocía.
—Te quiero —dijo entonces el chico.
—Yo también te quiero, aunque para lo que sirve… —El tono de voz de Astrid era amargo. Furioso. No con él, sino con el universo. Entonces, con un susurro intenso, añadió—: Primero, aíslala. Elimina a Drake. Y Sam, si hace falta, elimina a Diana.
El consejo a sangre fría lo dejó perplejo.
¿A Diana? ¿Desde cuándo utilizaba Astrid un eufemismo como «eliminar»? ¿Y desde cuándo le aconsejaba que fuera tan duro?
—Gaya parecía conectar con ella. Si resulta que Diana sigue viva, será porque Gaya la necesita o incluso porque le importa. Y eso es una vulnerabilidad. Explótala.
Sam intentó tomárselo a la ligera.
—Como que te estás cargando el buen rollo…
—Ya me encargaré de recuperarlo. Pero antes, prométemelo, Sam: haz lo que debas para ganar, lo que debas para sobrevivir…
—Astrid…
De repente, la chica le agarró la cara con una mano y apretó demasiado fuerte.
—Escúchame. No voy a perderte porque quieras jugar limpio. No vas a dejar que te maten. No vas a morir. Esta no es la última misión maldita. ¿Me entiendes? Esto no acabará conmigo llorando y echándote de menos cada día durante el resto de mis días. Saldremos de esta pesadilla juntos. Tú y yo, Sam.
Se hizo el silencio durante un instante muy largo. Sam no sabía qué decir.
Astrid encontró el dobladillo de su camiseta y se la sacó por la cabeza. Entonces le desabrochó el cinturón y arrojó los vaqueros del chico en la cubierta. Lo empujó, delicada pero insistentemente, sobre la cama. Entonces la chica se desvistió y se quedó de pie bajo la luz débil, mirándolo mientras él la miraba.
—Me estás dando un motivo para vivir —comentó él, medio bromeando.
—Solo intento recuperar el buen rollo —dijo ella, con un tono de voz que intentaba sonar desenfadado y sexy.
—Me recuperaste hace mucho tiempo…
Astrid se subió encima de él.
—Saldremos de esta juntos, Sam. Haremos lo que haga falta. Tú y yo.
—Tú y yo —dijo él.
Aún no lo dejaba poseerla.
—Lo que haga falta —insistió la chica—. Dilo.
—Tú y yo —acabó diciendo él—. Lo que haga falta.
—Júralo.
—Astrid…
—Júralo. Dilo. Di: «Te lo juro».
—Te lo juro —repitió el chico, con demasiada facilidad.
Lo dijo aunque no lo sentía. Lo dijo porque la deseaba y porque quería ser feliz en aquel lugar y en aquel instante.
Sam se puso un condón y la chica ahogó un grito cuando la penetró.
—Esta no es la última vez, Sam —dijo ella.
—Esta no es la última vez —repitió él, a sabiendas de que ninguno de los dos se lo creía.
Lana Arwen Lazar se despertó de repente y, como de costumbre cuando se sobresaltaba, agarró la pistola grande de debajo de la almohada. Se incorporó y apuntó con el revólver automático con un solo movimiento.
Sanjit Brattle-Chance se dejó caer boca abajo y, con un tono de voz sorprendentemente razonable considerando que tenía la cara pegada a la alfombra raída, comentó:
—Si me disparas, no podré decirte dónde te he escondido los cigarrillos.
—¿Que has hecho qué? —replicó Lana.
La habitación aún estaba bastante oscura. Clifftop Resort, que era donde vivía desde que llegó la ERA, tenía unas cortinas gruesas excelentes que tapaban el sol. La única luz que entraba procedía de un agujero quemado en las cortinas por uno de esos cigarrillos.
—Creo que necesitas reducir un poco —propuso Sanjit, poniéndose valientemente en pie pese a que Lana no había bajado el arma.
Patrick, el perro fiel de Lana, intuía cuándo una situación era peligrosa, y aprovechó la oportunidad para saltar del extremo de la cama y arrastrarse tras el sofá.
—¿Reducir?
—Bueno… dejarlo. Pero por ahora reducir.
—Dame los cigarrillos.
—No puedo.
—¿Ves esta arma?
—Me he fijado, sí.
—Dame los cigarrillos.
—No quiero que te salga un cáncer de pulmón. Se te da muy bien curar heridas, pero sabes tan bien como yo que no sirves de mucho contra las enfermedades.
Lana lo miró fijamente.
—¿Ves esta cama? ¿De verdad esperas volver a esta cama? ¿Conmigo?
Sanjit sonrió descontento. Era delgado, no muy alto, tenía la piel morena, el pelo oscuro y los ojos aún más oscuros, lo cual generalmente iluminaba una sonrisa despreocupada. Sin embargo, sabía que no le convenía sonreír en ese momento en particular.
—Ni siquiera voy a responder a eso, porque llegará el día en que te avergonzarás de ti misma por sugerir siquiera…
—Dame los cigarrillos.
Sanjit buscó en el bolsillo y entregó algo a Lana.
—¿Qué es esto?
—Es medio cigarrillo.
Sin bajar el arma, Lana buscó el mechero. Encendió el medio cigarrillo y se llenó los pulmones de humo.
—¿Dónde está el otro medio?
—Cambiando totalmente de tema —dijo entonces Sanjit—, está pasando algo inquietante.
—Esto es la ERA, siempre está pasando algo inquietante, y ahora mismo es que estoy calculando si puedo dispararte en el globo ocular.
Sanjit la ignoró y abrió las cortinas.
—Sí, la luz del día es inquietante —comentó Lana, parpadeando.
Se había fumado el medio cigarrillo hasta que solo quedaban cinco milímetros, y seguía decidida a darle otra calada, aunque se quemara los dedos.
Hasta que la curiosidad se apoderó de ella; se bajó de la cama gruñendo y se dirigió hasta la puerta de cristal deslizante. Sanjit la abrió y se quedó a un lado. Lana salió y se quedó paralizada.
El balcón proporcionaba una vista increíble del océano, pero desde que se había trasladado a Clifftop no se veía nada en el lado izquierdo salvo la pared gris perlado de la ERA. Dos días antes, la pared se había vuelto transparente, de modo que veía el resto del océano, y por supuesto el resto del hotel. Pero no se veía a nadie, y eso a Lana ya le parecía bien.
Ahora, sin embargo, había seis personas juntas en el balcón que quedaba a la izquierda del suyo. No estaban a más de dos metros.
Las cámaras, tanto de teléfonos móviles como cámaras Canon completas con lentes enormes, se alzaron al unísono apuntando hacia ella.
Lana tenía el pelo disparado en varias direcciones, llevaba una camiseta púrpura raída donde ponía FCHK8 y unos bóxers de chico, y chupaba una colilla de cigarrillo hasta las brasas.
Y luego estaba la pistola automática que llevaba en la mano derecha.
Lana volvió a entrar y dijo:
—Vale. Ahora dime: ¿dónde están los cigarrillos?
—Pero ¿qué ha pasado? —preguntó el pelirrojo.
Miró a su amigo, que seguía al otro lado. Trató de tocarlo, pero se golpeó con la barrera y sintió una descarga.
Su amigo ponía la misma cara: «pero ¿qué ha pasado?». Entonces sacó su teléfono y empezó a grabar en vídeo.
—Pero ¿qué ha pasado? —preguntó una Diana perpleja a Gaya.
Gaya no parecía sorprendida, sino preocupada.
—He pegado al Enemigo —respondió, como si fuera evidente—. Pero la verdad es que no ha estado bien —y de repente se mordió la cutícula del pulgar, un gesto nervioso que Diana reconocía de Caine—. Era más fuerte de lo que me esperaba. Creo que acabo de hacer que se diera cuenta de… Da igual. Puede que tenga que moverme más rápido de lo que pensaba. —Gaya suspiró, y pareció sorprenderse de emitir ese sonido. Entonces añadió—: Pero al menos tengo comida para alimentar este cuerpo que me hiciste, Diana.
—No me creo lo que acaba de pasar —intervino el pelirrojo, que se levantó y extendió el brazo hacia Diana—. Es increíble, ¿verdad? ¿Soy el primer tipo que entra?
Gaya dio un paso hacia el hombre y le agarró la mano, luego la muñeca, puso otra mano sobre su bíceps y, con un movimiento rápido y repentino, le arrancó el brazo desde el hombro, como si arrancara el muslo de un pavo demasiado hecho.
—¡Gaya! —gritó Diana.
El hombre emitió un grito sobrecogedor, terrible.
—¡Aaaah, aaaah, aaaah!
Salió sangre disparada del brazo y el hombro. El hombre cayó de espaldas, gritando, gritando sin parar, mientras la sangre salpicaba como si fuera una manguera de jardín cortada.
Diana se dejó caer junto a él, gritando:
—¡Ay Dios mío, ay Dios mío!
Indiferente, Gaya dejó caer el brazo sobre una roca plana. Levantó la mano y recorrió el brazo arriba y abajo con una luz abrasadora, terrible, como la de Sam.
Pero no estaba destruyendo el brazo: lo estaba cocinando.
—¡No, no, no! —gritaba el hombre—. ¡Aaaah, aaaah!
—¡Se va a morir, Gaya!
—Seguramente —concedió Gaya, examinando el brazo cocido—. Hay mucha sangre…
—¡Gaya!
Fuera de la cúpula, el otro hombre gritaba sin que lo oyeran, con los ojos muy abiertos y la boca horrorizada en forma de O. El teléfono que llevaba en la mano se inclinaba como loco.
Diana abrió bruscamente la mochila pequeña del hombre, encontró una camiseta e intentó meterla en la herida horripilante. El hombre puso los ojos en blanco y se desmayó mientras la sangre seguía saliendo a borbotones y hacía que la tierra se volviera barro.
—¡Gaya, sálvalo! —suplicó Diana, y al levantar la vista vio que Gaya desgarraba con los dientes de niña el bíceps carbonizado y humeante.
—Sí, debería salvarlo —reconoció Gaya mientras masticaba—. Sería más fácil moverlo si estuviera vivo.
Desgarró otro trozo, un pedazo de músculo largo y fibroso, y mientras masticaba y se lo metía en la boca, se arrodilló junto al hombre inconsciente y puso la mano sobre la masa sanguinolenta del hombro.
Diana se levantó y retrocedió violentamente.
Gaya sostuvo el brazo cocido despreocupadamente hacia Diana mientras se concentraba en la herida.
—Tú también deberías comer. Ahora hay suficiente para las dos.
Diana cayó de rodillas y le entraron arcadas. No tenía nada en el estómago, pero sí ganas de vomitar, y las lágrimas le inundaban los ojos.
El hombre abrió los ojos de golpe. Miró a Gaya y volvió a gritar, pero más débilmente. El de fuera golpeaba la cúpula con un trozo de escalera, gritando y amenazando sin que se oyera nada.
Diana empezó a gatear hacia atrás. La mente le daba vueltas como loca: imágenes, recuerdos. Del hambre y el olor de la carne de Panda. Recordó a qué sabía, el modo enfermizo en que la alivió profundamente y le llenó el estómago.
—¡No, no, no, no, no! —gritaba una y otra vez, y se rasguñaba las rodillas rozadas sobre la piedra puntiaguda.
Entonces se puso en pie, estaba tan débil que apenas se mantenía erguida, e intentó huir, pero bastó que Gaya girara el dedo para tirar de ella y hacerla aterrizar otra vez junto al hombre malherido.
El hombre gritaba muy débilmente.
Tenía los ojos fijos en los de Diana, estaba confuso, temeroso. Y se sentía traicionado.
Diana sentía como si se hundiera en un largo túnel, deseaba tocar fondo, deseaba morir. Y, gracias a Dios, perdió el conocimiento.