UNO

88 HORAS, 39 MINUTOS

EL PELO de la niñita se incendió. Llameó magníficamente, pues tenía el pelo oscuro y frondoso de su madre.

Sam volvió a disparar y la carne de la niña pequeña acabó ardiendo.

Pero mientras tanto la niña, la gayáfaga, miraba a Sam con el rostro apartado de los espectadores y una furia incesante. Los ojos azules no dejaban de mirarlo. Su boca angelical formaba una sonrisa astuta incluso mientras ardía.

Gaya había hecho un fuego con unas ramitas que había recogido Diana. No es que fuera un gran fuego. No tardaría en apagarse, y Diana volvería a dormir en el suelo frío.

Hubo un momento, dos días antes, en el que Diana podría haber huido con Caine, que estaba con Sam, en que podría haberse separado de Gaya y escapar con él.

Puede que Drake, Mano de Látigo, la hubiese detenido si hubiera intentado huir, y puede que Gaya también. Pero, por algún motivo, Gaya había evitado que Drake matara a Caine, y entonces, segundos más tarde, Sam había quemado a Gaya con su luz mortal y… justo entonces, Diana podría haber huido con Caine. Quería hacerlo.

¿Se había quedado con Gaya movida por un nuevo instinto maternal? La niña gritaba de genuina y aterradora agonía debido a las quemaduras. Podía estar herida. Había resultado herida.

Demasiado desesperada, hambrienta y helada, Diane pensaba ahora que sí, que en parte se había quedado por eso. Gaya era su hija. ¡Le parecía imposible! Gaya se había creado en el interior de su cuerpo, a partir de un óvulo y esperma, de Diana y Caine, de la historia más antigua del mundo. Y cuando nació con dolor y sangre, Diana sintió una conexión. Y esa conexión había resultado agradable. Y tranquilizadora, porque Diana no estaba segura de que fuera a sentirla. No estaba segura de que pudiera sentirla. Esa conexión implicaba que Diana era humana, que era mujer, que podía sentir algo por el bebé al que había dado a luz.

Que, a pesar de todo, había alguna esperanza para ella.

Pero también había sentido miedo. Gaya fue un bebé precioso al nacer. Y volvería a serlo, sin duda, cuando acabara de curarse de las quemaduras profundas y terribles que hacían que su piel se pareciera a la capa superior de una lasaña demasiado cocida, lo que a Gaya no parecía preocuparle. Pero nunca sería solamente una chica, la hija de Caine y Diana. Porque había una tercera fuerza, mayor que el óvulo, el esperma y el útero. Mayor que el amor de una madre.

Gaya era la criatura de la gayáfaga. La gayáfaga se había apoderado de ella. Había eliminado brutalmente cualquier rastro de personalidad que pudiera tener el bebé, y se había impuesto. Diana lo había visto y le había suplicado que parara, pero a la gayáfaga no le importaba. No le importó cuando era una masa verde bullente que se filtraba por el fondo de una cueva profunda y no le importaba ahora que era una niña con la carne a medio sanar y un pelo que apenas le había empezado a crecer otra vez, mirando fijamente el fuego.

—Enemigo… —susurró Gaya, no por primera vez. Como si susurrara a un amigo.

La hija de Diana nunca la amaría. Había sido una idiota por planteárselo siquiera, por soñarlo siquiera.

Pero quizá…

«¿Quizá qué, quizá qué? —se burlaba Diana, tan despiadada consigo misma como con los demás—. ¿A qué esperanza ridícula te estás aferrando, Diana? Ya sabes lo que es. Sabes que no es tuya, que en realidad no es tuya. Ya sabes que no es una niña, sino una cosa».

Pero era tan bonita a la luz del fuego…

«Imagínate —se torturaba Diana—, imagínate que no fuera más que una niña, que fuera tu hija… Imagínate el milagro que verías en ella. Imagínate cómo te sentirías, Diana, si esta niñita preciosa fuera realmente tuya… tuya y de él».

Una niñita preciosa y perfecta…

Una criatura oscura y terrible.

—No te hará daño, mi pequeño Enemigo —decía Gaya.

¿Volvería Diana a dejarse arrastrar por una persona malvada, primero por Caine y ahora por Gaya? ¿El sarcasmo impotente era lo único que tenía para oponerse a ellos?

Durante su embarazo abreviado se había permitido fantasear con ser madre, una madre mejor que la suya. Se había imaginado convertida en una buena persona. Se había dicho a sí misma que podía llegar a serlo. No tenía que seguir siendo como siempre había sido y como aquello en lo que se había convertido.

Podría haberse salvado.

—El final es la mejor parte de cualquier historia —susurraba Gaya, que no hablaba con nadie a quien Diana pudiera ver—. El final.

Diana se había imaginado la redención, el perdón, un nuevo comienzo como joven madre.

Pero era la madre de un monstruo a quien no le importaba.

—No elijo bien —susurró Diana tumbada en la tierra, abrazándose a sí misma para entrar en calor.

—¿Qué? —replicó Gaya, levantando la vista para mirarla.

—Eh… —empezó a decir Diana, suspirando—. Nada.

El pequeño Pete se estaba volviendo más ligero. Al menos así era como se sentía. Notaba como si encogiera, y no le parecía que fuera malo. Puede que incluso fuera un alivio.

La vida siempre había sido extraña e inquietante para Peter Ellison. Desde que nació, el mundo lo había atacado con ruidos, luz y roces intensos. Las sensaciones que a los demás no les costaba entender resultaban tremendamente aterradoras y abrumadoras para él. Otras personas podían filtrar las cosas. Otras personas podían bajar el volumen, pero Pete no. No mientras estuviera dentro de su cuerpo.

Su cuerpo siempre había sido un problema. El autismo severo que tanto le afectaba estaba en su cuerpo, en su cerebro.

Había sido un alivio salir de ese cuerpo y ese cerebro. Cuando Astrid, su hermana de ojos de un azul penetrante y pelo amarillo serpiente, lo arrojó a la muerte física, se sintió… aliviado.

Pete había logrado construirse algo nuevo, un nuevo lugar que no era su cuerpo. Se había llevado su poder, pero con ese poder había cometido errores terribles. Ahora se daba cuenta. Entendía lo que le había hecho a Taylor. Ya no podía seguir haciendo cosas así: no podía seguir jugando con patrones abstractos que en realidad eran seres humanos.

Ahora se estaba desvaneciendo, como la luz de uno de esos interruptores especiales. Había una en su casa, en el comedor de la casa donde se crio, la que se quemó. Un interruptor con regulador.

—Baja el regulador, que la cena parezca romántica.

Poco a poco, la luz que era Pete se iba apagando. Era romántico.

Antes, el niño era como una goma elástica estirada. Como si un extremo estuviera enganchado a su cuerpo y el otro estuviera… en fin, donde fuera que estuviera ahora. Pero al desaparecer su cuerpo, la goma elástica empezaba a contraerse.

Y no era tan malo…

Pete veía la Oscuridad. Y la Oscuridad también podía entrar en el espacio de Pete. También se había ido atenuando la criatura que se hacía llamar la gayáfaga, pero ahora era más fuerte, porque tenía un cuerpo para sujetarla.

A veces Pete oía la mente de la gayáfaga. El niño sabía que la Oscuridad lo observaba. Que se reía de él al verlo debilitarse, pero que también estaba nerviosa.

Lo había intentado alcanzar muchas veces con sus zarcillos, acercándosele por detrás, intentando encontrarlo, intentando hacerle creer cosas, hacer cosas.

La Oscuridad quería que Pete se atenuara. Cuando Pete hubiera desaparecido del todo, su poder también habría desaparecido.

La Oscuridad le susurraba:

—No te hará daño, mi pequeño Enemigo. No será más que el final, como el final de las historias que tu hermana te leía. ¿Recuerdas que siempre querías que terminaran porque su voz y sus ojos y su pelo amarillo te hacían daño?

»No te resistas, Enemigo.

»El final es la mejor parte de cualquier historia. El final.

—Síi, atravieso el valle tenebroso, pero no temo al mal, pues conmigo te hallas.

Orc había memorizado el verso. Mentalmente decía «síí» en vez de «sí», pero eso no cambiaba el sentido. Lo que quería decir era que si tienes miedo, no lo tengas, porque Dios está ahí. Eso estaba claro. Pero el siguiente trozo sobre el «callado» del pastor… Orc sabía lo que era un pastor, pero aún no había caído en lo que era un «cayado»… ¿uno que no habla?

«El callado te confortará». Que ya podía ser, porque con tanta gente que había en el mundo, todos hablando a la vez, seguro que a Dios eso lo agobiaba, y prefería a un «cayado» para consolar a los que pudieran necesitarlo.

Se había acercado hasta la cadena Trotter’s al ponerse el sol, que quedaba justo por encima de Perdido Beach. Pero al alcanzar la cima de la colina donde la barrera la partía en dos, se había agachado cada vez más, pues temía quedar recortado contra las estrellas. Había recorrido los últimos metros arrastrándose boca abajo.

Aún no podías tocar la barrera, eso seguía igual: te daba calambre cada vez que lo intentabas. Pero ahora se veía el otro lado. Como si fuera un cristal normal y corriente. Lo que significaba que la gente de fuera podía ver lo que había dentro.

Y eso lo ponía enfermo.

Orc miró a través de una hierba amarilla marchita, y ahí estaba. El otro lado. El exterior.

No había nadie más en la colina al otro lado. Todos se encontraban en la carretera y alrededor de ella. Estaba tan iluminado… La hamburguesería estaba iluminada como si la luz fuera gratis. Los moteles tenían tantas luces… Como si fuera Navidad o algo parecido. Orc veía las luces de los coches y furgonetas y autocaravanas extendiéndose en el mayor atasco de tráfico del mundo. No veía dónde terminaba. Había luces de policía haciendo señales por todas partes, cerca y lejos, de la patrulla de carretera que intentaba organizarlo todo. El problema era que la carretera topaba con la barrera, y ahí terminaba. Alguien había hecho una rotonda, pero como los vehículos estaban alineados a ambos lados de la carretera y la colapsaban, la rotonda no servía de nada. Las luces rojas traseras se iluminaban todo el rato.

Pegadas a la barrera, ahí fuera, había unas cuantas camionetas grandes de las noticias cubiertas de antenas parabólicas y luces brillantes que parecía cosa de locos. Un poco más adelante parecía haber una base militar, porque antes Orc había visto uniformes verdes y humvees.

Por encima de todo se veía el neón rojo, dorado y verde de un Carl’s Jr. A Orc se le hacía la boca agua. Patatas fritas. Haría casi cualquier cosa por unas patatas fritas y un batido de chocolate.

Desde donde se encontraba no veía a los chicos pegados a la barrera, pero sabía que estaban allí, porque a diferencia de lo de fuera sí que oía todo lo de dentro. Oía voces y gritos, como si no se creyeran que no podían oírlos a través de la barrera.

Una niña con la voz muy aguda gritaba:

—¡Mamá, mamá!

Todos parecían pensar que todo iba a terminar. Todos pensaban que la barrera tenía que bajar en cualquier momento. Caine, que se hacía llamar rey Caine, había pedido a Orc que le ayudara a apartar a la gente de la barrera para que volvieran al trabajo, porque en la ERA lo normal era pasar hambre a diario, y si no lo hacían se morirían en cuestión de un par de días.

Pero por supuesto Orc le había dicho que no. Ni de coña. Si bajaba, todas las cámaras apuntarían hacia él. La gente gritaría: no podría oírlos, pero los vería, vería sus bocas dibujando grandes «oes» y vería que lo señalaban.

Orc siempre había sido un chico grande, pero ahora era más que grande. Debía de medir más de dos metros y era casi igual de ancho incluso con los brazos pegados a los lados. Y estaba hecho de algo muy parecido a la grava húmeda, o puede que al cemento mojado.

Era un monstruo.

Tenía tantas ganas de echar un trago… Si se emborrachaba a lo bestia, igual entonces podría bajar al valle tenebroso. Pero sobrio no, no podía.

Su madre podría estar allí, si es que su padre no se la había cargado ya.

Trató de imaginársela y lo consiguió. Entonces Orc intentó imaginarse a su madre sin un morado en un lado de la cabeza o una escayola en la muñeca y no pudo.

Y su padre… no quería imaginarse a su padre, pero no pudo evitarlo, le vinieron las imágenes: imágenes de su padre, frío, malvado y borracho, examinando a su hijo, asegurándose de que Charles Merriman, al que hacía tiempo que conocían como Orc, bajaba la cabeza y apartaba la vista. Asegurándose de que su hijo tuviera miedo.

A su padre le gustaba esa parte, la parte en que Orc se esforzaba desesperadamente por mantenerse apartado de su camino, pero estaba obligado a sentarse y hacer los deberes mientras su padre se bebía una cerveza tras otra y dejaba caer las latas junto a la silla, esperando hasta tener una excusa; casi cualquier cosa valía.

Su padre sobrio era distante e indiferente. Su padre borracho era un monstruo.

Como Orc, pero no tan feo.

Se preguntaba si su padre sabía que podía acercarse y volver a fulminar a su hijo con la mirada a través de la cúpula. ¿Y qué diría si viera a Orc ahora? Volvería a resoplar como solía, como queriendo decir: «No vales nada».

Si eso pasara…

Su padre era un hombre grande. Pero Orc era más grande e igual de fuerte. Podía quebrarlo como un palito seco.

Con un dedo grueso de piedra, Orc se tocó delicadamente el trocito de piel humana junto a la boca. Le hacía cosquillas.

Si la barrera bajaba, todo el mundo lo vería iluminado por las luces de la televisión. Y su padre tampoco tardaría en verlo. Orc estaba seguro de que si volvía a ver su padre lo mataría.

Eso era lo que le esperaba en el valle tenebroso, ese era el mal. Y el «callado» de Dios tendría que actuar con rapidez para evitarlo.

—No dejes que baje, Dios —rezó Orc—. Sé que los chavales quieren ver a sus madres y todo eso. Pero por favor, Dios, no dejes que la barrera baje.

Por fin Sam se había dormido, boca abajo, al descubierto, desnudo y ligeramente apartado de Astrid.

Había una luz. Sam Temple, el héroe de la mayoría de los chavales de la ERA, siempre había tenido miedo a la oscuridad. Así que había creado una luz nocturna para el espacio oscuro.

No era una luz normal, sino una bolita, no más grande que una canica. Se cernía en una esquina por encima de la litera. Astrid le había pegado una hoja de papel rojo por delante para suavizar su brillo verde artificial. La cinta se había soltado y la pantalla imperfecta bloqueaba la luz intermitentemente, pues el papel giraba a la menor brisa y se balanceaba con el barco.

Cuando la luz aumentaba se veían pedacitos de Sam: la espalda ancha, el trasero redondo y pálido por momentos, un tramo del muslo musculoso bajo la sombra marcada. Cuando la luz disminuía, Sam casi resultaba invisible. No se notaban más que respiraciones, olor y calidez.

Debía taparlo. Claro que sí. Al cabo de un rato le cogería frío y se despertaría y se daría cuenta de que Astrid no dormía y eso le preocuparía.

Pero Astrid pensó que todavía no.

La chica estaba intentando leer bajo la luz inestable. Era un libro de derecho y, al leerlo, Astrid se había convencido de que nunca sería abogada, de que ni lo intentaría. Leía prácticamente cualquier cosa, pero ese libro era muy aburrido, y no le servía para distraerla de lo que veía.

Dios mío: estaba contenta.

La simple idea de estar contenta le resultaba absurda. Casi un pecado. La situación era desesperada, pero hacía mucho tiempo que era así. Hacía tiempo que la desesperación era normal.

Si la barrera llegaba a bajar… si así era como terminaban las cosas… Tenían quince años. Ahí fuera, en el mundo, no tenían derecho a estar juntos.

Habían vivido un infierno. Habían vivido varios infiernos, y seguían juntos. Pero eso no significaría nada a ojos de la ley. Sus padres, o la madre de él, podrían chasquear los dedos y romper lo que Sam y Astrid habían construido.

No era la primera vez que Astrid pensaba que salir de la ERA no sería precisamente una liberación.