Inspeccioné rápidamente la habitación, anotando mentalmente todo lo que podía. Habían dejado dos lámparas de mesa encendidas. Aquello tenía que ser el dormitorio de Bennet. Todavía conservaba la quincalla de sus aficiones juveniles. Aviones y coches en miniatura, estantes con tebeos del año de la pera, los primeros números de la revista MAD y trofeos de la Liga Infantil de Béisbol. Había enmarcado un retrato de Jimmy Durante, uno de esos dibujos que se hacen siguiendo la línea de puntos numerados, y una fotografía propia en color en la que aparecía a la edad de trece años, con unos pantalones negros muy guapos, una camisa rosa y un corbatín negro. El tablón de anuncios todavía colgaba detrás de la puerta del armario. Clavados en el corcho había varios recortes sobre los atentados contra Martin Luther King y Robert Kennedy. Había fotos del Apolo 8 despegando de Cabo Kennedy. Un cartel enmarcado de la película La extraña pareja colgaba sobre la deshecha cama. Costaba poco adivinar el año más importante de su vida. No había recuerdos posteriores a 1968.
Encendí la luz del techo y crucé la habitación, dejando el bolso en el suelo, a mis pies. La mesa era de las empotradas y ocupaba la pared delantera de un extremo a otro, con dos ventanas en medio. Había estanterías en el sector de pared que quedaba encima de la mesa. Casi todos los libros parecían antiguos y los títulos sugerían que se trataba de libros de texto acumulados a lo largo de los años. Paseé la mirada por los lomos. El anillo de agua resplandeciente, Maxwell; No hay sitio en el arca, Moorehead; Al acecho de la vida comestible, Gibbons; El mar que nos rodea, Carson. Poco o nada de ficción. No me extrañaba tampoco. Bennet no me había parecido ni preocupado por las ideas ni imaginativo. En el centro de la mesa había un ordenador personal y una impresora de gran tamaño. La máquina estaba apagada y la pantalla grisácea del monitor reflejaba en franjas distorsionadas la luz que llegaba del pasillo. Estaba todo revuelto: recibos, papeles sueltos, facturas y montones de cartas sin abrir por todas partes. Vi la máquina de escribir a la izquierda, cubierta por una funda de plástico negro con polvo y todo. Encima había un montón de libros.
Retrocedí y me asomé al pasillo. Eché un rápido vistazo, no vi a nadie y cerré la puerta de la habitación. Si me pillaban, no habría manera de explicar mi presencia. Volví a la mesa, quité el montón de libros de encima de la máquina y retiré la funda. Era una vieja Remington negra, de carro grande y retorno manual. Bader tenía que haber estado atado al maldito trasto durante cuarenta años. Rebusqué en el bolso y saqué de la carpeta un papel en blanco. Lo metí en el carro y tecleé las frases y expresiones que había escrito antes. «Donde menos se espera, salta la liebre». La máquina traqueteó ruidosamente, pero no podía evitarse. Con la puerta del pasillo cerrada, imaginaba que estaría a salvo. «Estimada señorita Milhone». «Max Outhwaite». Incluso un vistazo superficial me convenció de que había dado en el blanco. La «a» y la «i» estaban torcidas. Era la máquina que estaba buscando. Saqué el papel, lo doblé y me lo guardé en el bolsillo. Con el rabillo del ojo vi de repente el apellido Outhwaite. ¿Veía visiones? Me fijé otra vez en la fila de libros de texto y fruncí el entrecejo al coger los dos libros que habían llamado mi atención. El primero de aquel estante era El anillo de agua resplandeciente, de Gavin Maxwell. En el centro, a seis libros de distancia, estaba El Atlántico: Historia de un océano. El autor era Leonard Outhwaite. Los miré fijamente, sintiéndome como si hubiera echado raíces en el suelo. Gavin Maxwell y Leonard Outhwaite. Maxwell Outhwaite.
Puse la funda a la máquina y el montón de libros en su sitio. Oí un rumor apagado, como un trueno. Me detuve. Unas perchas vacías se pusieron a tintinear en el armario como carillones movidos por el viento. Todas las junturas de la casa comenzaron a crujir y el cristal de la ventana vibró con sequedad en los puntos en que se había desprendido la masilla. Los clavos y tornillos de madera crujieron. Me apoyé en la estantería para no perder el equilibrio. La casa entera osciló adelante y atrás, unos dos centímetros a lo sumo, pero fue como recibir de repente una fuerte ráfaga de viento o como estar en un tren que corría bamboleándose. No sentí miedo, pero me puse alerta, preguntándome si tendría tiempo de abandonar la casa. Una mansión vieja como aquella debía de haber sobrevivido a muchos temblores de tierra, pero nunca se sabe qué otras cosas vienen con ellos. Por el momento daba a aquel entre un tres y un cuatro en la escala. Si no continuaba, no causaría muchos daños. Las luces parpadearon débilmente, como si los cables estuvieran sueltos y se tocaran. La intermitencia creó una serie de imágenes saltarinas de color azul claro, en medio de las cuales se coló una sombra oscura. Miré parpadeando, tratando de ver con claridad, mientras la sombra se movía hacia un rincón y se fundía con la pared.
Hice un ruido con la garganta, incapaz de moverme. El temblor cesó poco a poco y las luces se estabilizaron. Me incliné y apoyé la cabeza en el brazo, tratando de reprimir el escalofrío que me bajaba por la columna vertebral. En cualquier momento oiría a Enid llamándome desde la escalera de la cocina. Imaginé a Myrna levantada, las tres comentando el terremoto. No quería que ninguna de las dos subiera a buscarme. Recogí el bolso y crucé la habitación. Salí al pasillo, mirando rápidamente en ambas direcciones. Cerré la puerta tras de mí, girando la llave con tanta fuerza que casi la doblé.
Corrí por el pasillo de puntillas, haciendo un rápido desvío hacia la habitación de Bader. Dejé la llave donde la había encontrado y fui a paso ligero hasta el despacho. Abrí un archivador y metí la carpeta entre otras dos, donde pudiera encontrarla más tarde. Volví a atravesar la habitación y salí al pasillo. Me dirigí rápidamente hacia las pesadas cortinas del fondo, crucé la bóveda y corrí por el pasillo trasero. Bajé trotando por la escalera y entré en la cocina. No había rastro de Myrna. Enid estaba derramando tranquilamente una espesa pasta amarilla en la bandeja.
Me puse la mano en el pecho para recuperar el aliento.
—Mi madre. Ha sido tremendo. Durante un minuto he pensado que nos quedábamos en el sitio.
Me miró sin expresión. Habría jurado que no tenía ni la más remota idea de lo que le decía. Me quedé en punto muerto.
—El temblor de tierra —dije.
—No he notado ningún temblor. ¿Cuándo ha sido?
—No se burle, Enid. No me haga esto. Ha tenido que ser por lo menos de magnitud cuatro en la escala de Richter. ¿No han parpadeado las luces aquí abajo?
—Yo no me he dado cuenta. —La vi coger una espátula de caucho para echar en la bandeja la pasta que quedaba en el cuenco.
—Se ha movido toda la casa. ¿No ha notado nada?
Se quedó un momento en silencio con la mirada puesta en el cuenco.
—Se aferra usted a las personas, ¿verdad?
—¿Qué?
—Le cuesta soltarse.
—No. No es cierto. La gente me dice que soy demasiado independiente tal como soy.
Empezó a sacudir la cabeza antes de terminar lo que le decía.
—La independencia no tiene nada que ver con aferrarse —dijo.
—¿De qué está usted hablando?
—Los fantasmas no se nos aparecen. No es así como son las cosas. Están presentes entre nosotros porque no dejamos que se vayan.
—No creo en los fantasmas —dije con un hilo de voz.
—Hay personas que no pueden distinguir el color rojo. Eso no quiere decir que no exista —replicó.
Cuando llegué al despacho, Dietz estaba sentado en mi silla giratoria con los pies encima de la mesa. Una de las bolsas de bocadillos estaba abierta y daba bocados a la hamburguesa con queso. Como no había comido aún, alcancé el otro bocadillo. Saqué un refresco de la nevera y me senté delante de Dietz.
—¿Qué tal te ha ido por el Dispatch?
Dejó en la mesa las cuatro necrológicas de los Maddison para que las viese.
—Puse a Jeff Katzenbach a escarbar en los archivos. El apellido de soltera de la madre era Bangham, así que fui a la biblioteca y busqué en el directorio municipal si había otros Bangham en la zona. Ninguno. He comprobado tres de las cuatro defunciones en el obituario del registro civil. Claire todavía está entre signos de interrogación.
—¿Cómo es eso? —Destapé la lata de refresco y me puse a pellizcar el celofán y el plástico que envolvían el bocadillo.
—En ningún sitio se indica cómo murió —dijo Dietz—. Quería ver si podíamos confirmar el suicidio, para olvidarnos de ese cabo. Localicé el nombre de una investigadora privada de Bridgeport, Connecticut, y le dejé un largo mensaje en el contestador. Espero que me llame alguien.
—¿Y qué más da cómo muriera? —Probé a romper el celofán con los dientes. ¿Sería a prueba de niños, como el veneno? Dietz alargó la mano y le pasé el bocadillo envuelto por encima de la mesa.
—¿Y si la mataron? ¿Y si murió atropellada por un conductor que se dio a la fuga? —Deslió el bocadillo y me lo devolvió.
—Bien pensado —dije. Hice una pausa para comer mientras repasaba la información. Las necrológicas estaban ordenadas por fechas y la primera era del fallecimiento del padre, acaecido a finales de noviembre de 1967. Dietz había copiado las cuatro en un papel.
«MADDISON, Francis M., fallecido
»a los 53 años de edad, de manera repentina, el martes 21 de noviembre. Amante y amado esposo de Caroline B. Maddison durante 25 años; querido padre de sus hijas Claire y Patricia. Era director de servicios del Centro Automovilístico de Colgate y miembro de la Iglesia Cristiana de la comunidad. Sus familiares y amigos no lo olvidan. Entierro el miércoles a las 11.30 de la mañana. En lugar de flores, se agradecería que se enviaran donativos a la Asociación Cardíaca Americana».
Miré a Dietz y le dije:
—Cincuenta y tres años. Era joven.
—Todos eran jóvenes —comentó Dietz.
«MADDISON, Patricia Anne, fallecida
»a los 17 años de edad el jueves 9 de mayo en el hospital de Santa Teresa. Rezan por su alma su amante madre, Caroline B. Maddison, y su abnegada hermana, Claire Maddison. A petición de la familia, el servicio será privado».
«MADDISON, Caroline B., fallecida
»a los 58 años de edad el martes 29 de agosto, en su casa, después de una larga enfermedad. Nació un 22 de enero, de Helen y John Bangham, en Indianápolis, Indiana, y estudió economía doméstica en la Universidad de Indiana. Caroline fue esposa, madre, ama de casa y cristiana con la misma abnegación. La precedieron en la muerte, su marido, Francis M. Maddison, y su hija Patricia Anne Maddison. Ruega por su alma su amante hija Claire Maddison, que vive en Bridgeport, Connecticut. No habrá servicio religioso. Pueden enviarse donativos al Hospicio de Santa Teresa».
«MADDISON, Claire,
»antigua habitante de Santa Teresa, fallecida a los 39 años de edad el sábado 2 de marzo, en Bridgeport, Connecticut. Hija de los finados Francis M. y Caroline B. Maddison, la precedió en la muerte su única hermana, Patricia. Claire estudió en el Instituto de Santa Teresa hasta 1963 y en la Universidad de Connecticut hasta 1967. Completó el curso de Aptitud Pedagógica y se licenció en románicas en la Universidad de Boston. Enseñó francés e italiano en una escuela femenina privada de Bridgeport, Connecticut. Entierro el martes en la capilla del Parque de los Caídos».
Leí dos veces la necrológica de Claire.
—Esto fue el año pasado.
—Suerte que había vuelto a utilizar el apellido de soltera —dijo Dietz—. No sé cómo la habríamos localizado si hubiera seguido utilizando el del exmarido.
—Fuera quien fuese —dije—. Seguramente llevaban siglos divorciados. No se menciona a ningún familiar. Los nombres de los supervivientes disminuyen hasta que no queda ninguno. Qué deprimente, ¿no?
—Pensé que la madre podría tener familiares vivos en Indiana, pero no pude encontrar ninguna pista —dijo Dietz—. Probé en información telefónica de Indianápolis. No había ningún Bangham en el listado, así que, al menos en apariencia, no se trataba de ningún clan numeroso con fuertes lazos familiares. Para terminar de asegurarme, llamé a un investigador privado de Indianápolis y le dije que comprobara la partida de nacimiento de Caroline Bangham, por si nos llevaba a alguna parte. Quizá no cosechemos mucho, pero dijo que ya nos llamaría.
Hice una mueca.
—¿Sabes qué? Creo que estamos dando un patinazo. No me entra en la cabeza que un familiar perturbado pueda querer vengarse dieciocho años después.
—Quizá no —dijo—. Si no hubiera sido por la muerte de Bader, no habría habido ninguna razón para buscar a Guy. Habría seguido viviendo en Marcella durante el resto de sus días.
—No fue exactamente la muerte de Bader. Fue el testamento —comenté.
—Lo que nos lleva de nuevo a los cinco millones.
—Creo que sí —dije—. ¿Sabes lo que me duele? Que me siento como si hubiera tenido parte en lo que le pasó a Guy.
—Porque lo encontraste.
—Exacto. Yo no causé su muerte en el sentido estricto de la palabra, pero si no hubiera sido por mí, ahora estaría sano y salvo.
—Eh, vamos. Eso no es verdad. Tasha habría contratado a cualquier otro investigador. Quizá no tan bueno como tú…
—No me des coba.
—Escucha, alguien tenía que encontrarlo. Y dio la casualidad de que fuiste tú.
—Supongo que sí —dije—. Pero sigue siendo doloroso.
—Sin duda.
Sonó el teléfono, contestó Dietz y me pasó el auricular, diciendo «Enid» sólo con los labios.
Asentí y me puse al aparato.
—Hola, Enid. Soy Kinsey. ¿Cómo está usted?
—No muy bien —dijo de mal humor—. ¿La ha llamado Myrna?
—No, que yo sepa. Voy a mirar en el contestador. —Cubrí el micrófono con la mano—. ¿Ha llamado el ama de llaves de los Malek o ha dejado algún recado para mí?
Dietz negó con la cabeza y me puse otra vez al habla.
—No, aquí no hay nada.
—Vaya, qué extraño. Me juró que iba a llamarla. Se lo hice prometer. Fui al supermercado y estuve fuera sólo quince o veinte minutos. Dijo que estaría aquí cuando volviera, pero se ha ido y no hay el menor rastro de ella. Y pensé que tal vez le había dicho usted que fuera a su casa.
—Lo siento. No sé nada de ella. ¿De qué quería hablarme?
—No estoy segura. Sé que algo la preocupaba, pero no quiso revelarlo. Su coche todavía está detrás. Eso es lo más raro —dijo.
—¿No habrá ido al médico? Si no se encontraba bien, quizá pidiera un taxi.
—Es posible, pero más lógico habría sido esperar a que yo volviera para llevarla. Esto es muy raro en ella. Me dijo que me ayudaría a hacer la cena. Tengo una reunión a las siete y he de salir de aquí enseguida. Quedó muy claro cuando lo hablamos.
—Quizás esté dando un paseo por la finca.
—Ya lo he pensado —dijo—. Salí y la llamé, pero ha desaparecido.
—Enid, seamos realistas. No creo que estar ausente menos de una hora sea una desaparición.
—Me preocupa que haya podido pasar algo.
—¿Por ejemplo?
—No lo sé. Por eso la he llamado. Porque estoy asustada.
—¿Qué más?
—Eso es todo.
—No, no lo es. Se está dejando algo fuera. Quiero decir que nada de lo que me ha contado tiene sentido hasta ahora. ¿Cree que la han secuestrado los extraterrestres o algo así?
Noté su vacilación.
—Tengo la impresión de que Myrna sabe algo del crimen.
—Ah, ¿sí? ¿Se lo dijo ella?
—Me lo insinuó. Estaba demasiado nerviosa para decir nada más. Creo que aquella noche vio algo que no tenía que haber visto.
—A mí me dijo que estaba durmiendo.
—Y es verdad. Se tomó un calmante y un somnífero y se quedó dormida como un tronco, pero más tarde recordó que se había despertado y visto a alguien a los pies de su cama.
—Espere un poco, Enid. No estará usted hablando de fantasmas…
—De ningún modo. Se lo juro. Es lo que ella dijo. Dijo que al principio había creído que era un sueño, pero cuanto más lo pensaba, más convencida estaba que había sido real.
—¿Qué?
—La persona que vio.
—Ya me he dado cuenta, Enid. ¿Quién?
—No quiso decírmelo. Se sentía culpable por no haber dicho nada hasta ahora.
—Myrna se siente culpable por todo —dije.
—Lo sé —admitió Enid—. Pero creo que también estaba preocupada por las consecuencias. Pensaba que estaría en peligro si abría la boca. Le dije que, en ese caso, se lo contara a la policía, pero le daba miedo. Dijo que prefería hablar antes contigo y luego hablaría con ellos. No es propio de ella marcharse sin decir palabra.
—¿Ha mirado en su habitación?
—Fue lo primero que hice. Y es otra de las cosas que me preocupan. Hay algo que no me cuadra. Myrna es muy maniática. Todo tiene que estar donde ella lo pone. No quiero criticarla, pero es la verdad.
—¿Está revuelta su habitación?
—No exactamente revuelta, pero hay algo que no me cuadra.
—¿Quién más está en la casa, aparte de usted?
—Bennet estuvo por aquí, pero creo que se ha ido. Vino a comer. Le preparé un bocadillo y se lo llevó a su habitación. Ha debido de irse mientras yo estaba en el supermercado. Christie y Donovan volverán en cualquier momento. No quiero ser pesada, pero en esto hay algo que no me gusta.
Dietz me miraba inquisitivamente. Como oía sólo mi parte de la conversación, estaba desconcertado.
—Un momento —cubrí el teléfono con la mano—. ¿Cuánto tiempo vas a estar aquí?
—Al menos una hora —dijo—. Si te acuerdas de colgar, es posible que reciba la llamada de la Costa Este que estoy esperando. ¿Cuál es el problema?
—Es Myrna. Te lo cuento enseguida. —Volví a ponerme al habla con Enid—. ¿Quiere que vaya a la casa? —pregunté—. A lo mejor le dijo algo a Christie antes de salir para el tanatorio. ¿Está segura de que no ha dejado por ejemplo una nota?
—Completamente segura.
—Estaré ahí en quince minutos.
—No quiero causarle molestias.
—No se preocupe.
Me llevé el bocadillo y conduje con una mano mientras terminaba de comer. Entre los muslos llevaba la fría lata de refresco. Cambiar de velocidad es peor que una lavativa cuando estás intentando comer con estilo. Al menos conocía la carretera. La habría recorrido con los ojos cerrados.
Enid me había dejado la verja abierta. Llegué al patio y dejé el coche en un lugar que empezaba a pensar que estaba reservado para mí. La furgoneta descubierta de Donovan estaba aparcada a un lado del garaje. Al principio pensé que había vuelto, pero luego recordé que se había ido con el BMW. Los dos garajes abiertos todavía estaban vacíos. El sendero doblaba hacia la casa por la izquierda. Entonces vi lo que no había advertido hasta entonces, un espacio para aparcar con tres plazas. Vi también un VW descapotable de color amarillo chillón y lo que parecía un Toyota, de un pálido azul metálico y con tres o cuatro años.
Enid había abierto la puerta trasera y estaba en el umbral. Se había quitado el delantal para ir al supermercado y llevaba un chaquetón, como si el duelo le diera frío.
Entré en el cuarto de la lavadora.
—¿Todavía no ha aparecido? —pregunté, siguiendo a Enid por una puerta que daba a un pasillo trasero.
—Ni rastro —dijo—. Siento ser tan pesada. Me estoy portando como una tonta.
—No se preocupe. Ha habido un asesinato en la casa. Todos están con los nervios a flor de piel. ¿Su coche es uno de esos de ahí fuera?
—El Toyota —respondió. Se detuvo al final del pasillo, delante de una puerta—. Este es su cuarto.
—¿Se le ha ocurrido llamar a la puerta desde que hablamos?
Negó con la cabeza.
—Me dio miedo. No quería hacer nada hasta que llegara usted.
—Porras, me está usted asustando, Enid —dije. Llamé a la puerta con la cabeza pegada a la madera, por si escuchaba algún ruido que indicara que Myrna había vuelto. Me resistía a entrar descaradamente. Podía estar durmiendo o desnuda, recién salida de la ducha. No quería pillarla sin la dentadura postiza o con la pierna de madera sin enroscar. Volví a llamar con un nudillo—. ¿Myrna?
Silencio absoluto.
Así el pomo, que giró con facilidad. Entreabrí la puerta y miré por el resquicio. La salita estaba vacía. La puerta del dormitorio, en la pared de enfrente, estaba abierta y la habitación parecía vacía.
—Myrna, ¿está usted ahí? Soy Kinsey Millhone —dije. Esperé un momento y atravesé la habitación. Al pasar puse la mano sobre el televisor, pero estaba frío.
—Ya le dije que aquí no estaba —dijo Enid.
Miré en el dormitorio. Comprendí por qué Enid había pensado que algo no le cuadraba. En apariencia, ambas habitaciones estaban ordenadas e intactas, pero había algo que no estaba como debía. Eran los detalles secundarios, las minucias. La cama estaba hecha, pero la colcha tenía arrugas. Un cuadro de la pared estaba algo torcido.
—¿Cuándo la vio personalmente por última vez? —Me arrodillé para mirar debajo de la cama, sintiéndome idiota. No había más que unas zapatillas viejas.
—Hacia mediodía.
—¿Estaba Bennet aquí entonces?
—No me acuerdo. Cuando regresé del supermercado, ya no estaba. Es lo único que sé.
La lámpara de pie de la salita tenía la pantalla ladeada y se notaba que la habían movido por la huella dejada en la moqueta. ¿Habría habido algún forcejeo? Miré en el ropero. Enid me siguió como una niña, tres pasos atrás, sintiéndose probablemente tan intrusa como me sentía yo.
—¿Sabe si están aquí todas sus ropas? ¿Echa a faltar algo? ¿Zapatos? ¿Abrigo?
Enid observó las perchas.
—Creo que está todo aquí —dijo, señalando a continuación con el dedo—. Ahí están su maleta y su bolsa de ropa.
—¿Y su bolso de mano?
—Está en la cocina. Sabía que me lo preguntaría y lo abrí. La cartera está dentro, y su permiso de conducir, dinero y todo lo demás.
Entré en el cuarto de baño. Oí un leve taponazo bajo mis suelas y a continuación el chirrido que hace pensar en vidrios rotos en un suelo de baldosas. Miré hacia abajo y vi un pegote de tierra seca, como el que desprendería la suela de un zapato, y dos pequeños guijarros.
—Tenga cuidado. No quiero que se toque esto —dije a Enid, que entraba en el cuarto de baño pegada a mis talones.
—¿Ha estado alguien aquí?
—Todavía no lo sé. Puede que sí.
—Parece como si hubieran querido poner las cosas en orden y no lo hubieran conseguido —dijo Enid—. Myrna siempre deja notas cuando va a alguna parte. No sale así, por las buenas.
—Deje ya de decir disparates. Quiero concentrarme.
Miré en el botiquín. Todo estaba en su sitio: la pasta de dientes, el cepillo, el desodorante, los cosméticos, los frascos de medicinas. La cortina de la ducha estaba completamente seca, pero había un trapo azul oscuro tendido en el borde de la media bañera que se había usado recientemente. Miré desde más cerca la media bañera. Había un poco de agua alrededor del aro metálico del desagüe. A menos que me engañaran los ojos, el agua tenía un ligero matiz rosa. Cogí el trapo y lo escurrí un poco. Un chorrito rojo brillante cayó en el blanco de la media bañera.
—Será mejor que llame al 911. Esto es sangre —dije.
Cuando Enid salió para llamar a la policía, cerré la puerta de las dependencias de Myrna y volví sobre mis pasos por el cuarto de la lavadora, hasta la puerta de atrás. Oí a Enid en el teléfono de la cocina, hablando con un tono agitado y un poco estridente. Por lo visto, habían estado esperando para pillar a Myrna a solas. Una vez fuera, crucé el pequeño patio trasero y giré a la derecha, por el camino del garaje. El coche de Myrna estaba cerrado con llave; no obstante, lo rodeé, observando los asientos traseros y los delanteros. Ambos estaban vacíos. No había nada en el salpicadero. Sentía curiosidad por saber si la furgoneta estaba cerrada, pero no quise tocarla. Que lo hiciera la policía. El camino del garaje formaba a mi derecha un callejón sin salida con espacio para tres coches más. Más allá había una grisácea pared estucada y un montón de troncos. ¿Y si la habían matado con prisas? ¿Qué habría hecho yo con el cadáver?
Di la vuelta y me dirigí a los garajes. La furgoneta de Donovan estaba aparcada mucho más cerca de la parte delantera de la casa que de la trasera. Había algo en los guijarros y en la tierra seca que me picaba por dentro. Alargué la mano. El motor de la furgoneta estaba caliente. Rodeé el vehículo con las manos en la espalda, inspeccionando el exterior. La lona que protegía la base de la caja estaba alfombrada de grava y hojas secas. Miré por encima de la puerta abatible de atrás, fijándome en la lona. En un borde vi algo que parecía una mancha oscura. No quise tocar nada. Hubiera ocurrido lo que hubiese ocurrido, esta vez no podrían culpar a Jack.
Oí el rugido de una moto a lo lejos y momentos después aparecía Bennet por el camino del garaje con la Harley-Davidson de Jack. Me aparté de la furgoneta y vi cómo ejecutaba la ceremonia del aparcamiento. Sus guantes negros de cuero parecían tan toscos como manoplas de cocina. Se los quitó, los dejó en el asiento y puso el casco encima. No pareció muy emocionado al verme.
—¿Qué hace usted aquí?
—Enid me llamó para preguntarme por Myrna. ¿Cuándo la vio por última vez?
—Durante el desayuno. No la he visto a la hora de la comida. Enid me dijo que no se encontraba bien. ¿Qué ocurre?
—No lo sé. Parece que ha desaparecido. Enid ha llamado a la policía. Imagino que no tardará mucho en llegar.
—¿La policía? ¿Para qué?
—Guárdese las pamplinas para la poli —dije.
—Un momento. ¿Pamplinas? ¿Qué le pasa a usted? Estoy harto de que me traten como a un bicho raro —se sulfuró.
Me puse en movimiento.
—¿Adónde va?
—¿A usted qué le importa? Si me quedo aquí un minuto más, empezaré a ofenderle.
Bennet anduvo a mi lado.
—No sería la primera vez. Me he enterado de su encuentro con Paul. Estaba cabreado como una mona.
—¿Y qué? —dije.
—Sé que piensa que hicimos algo reprobable.
—¡Desde luego!
Me tocó el brazo.
—Escuche. Espere un momento y hablemos de eso.
—Adelante, Bennet. Hable. Me gustaría escuchar lo que tiene que decir.
—De acuerdo. Vale. De todas formas se lo habría contado, porque la verdad no es tan mala como piensa.
—¿Cómo sabe lo que pienso? Pienso que ustedes estafaron a las Maddison cincuenta mil dólares en documentos raros.
—Espere un poco. Espere. No queríamos hacer ningún daño. Era una gamberrada. Queríamos ir a Las Vegas, pero estábamos en la ruina. No teníamos ni veinticinco centavos entre todos. Sólo queríamos unos cuantos dólares. Éramos unos críos —dijo.
—¿Críos? No eran críos. Tenían veintitrés años. Cometieron un delito. ¿Esa es su excusa? ¿Llamarlo gamberrada? Habría ido a la cárcel.
—Lo sé. Lo siento. Se nos fue de las manos. No pensábamos llevarlo a término y, cuando nos dimos cuenta de lo serio que era, no tuvimos valor para admitir que lo habíamos hecho.
—Al parecer, no les importó echarle la culpa a Guy —repliqué.
—Escuche, Guy se había ido. Y había cometido un montón de fechorías. Había traído de cabeza a la familia y papá lo dio por hecho. Fuimos unos cabrones, lo sé. Cometimos un error. Me remuerde la conciencia desde entonces.
—Bueno, eso lo absuelve —dije—. ¿Qué pasó con las cartas? ¿Dónde están?
—Las tiene Paul en su casa. Le dije que las destruyera, pero no se atrevió. Siempre ha tenido miedo de ponerlas en circulación.
La boca se me torció de asco.
—Así que ni siquiera consiguieron el dinero, ¿eh? Bicho raro —dije—. Hablemos de Patty.
—El niño no era mío. Lo juro. Nunca me acosté con ella.
—Paul sí, ¿verdad? Y Jack también.
—Se la tiraron muchísimos tíos. A ella no le importaba.
—Guy no. Nunca le puso las manos encima —dije.
—Guy no —repitió—. Creo que eso es verdad.
—Entonces, ¿de quién era el niño?
—Seguramente de Jack —dijo Bennet—. Pero eso no significa que matara a Guy. Yo tampoco lo hice. Yo no haría una cosa así.
—Oh, vamos. Crezca de una vez. Nunca han admitido ninguna responsabilidad por lo que pasó, ninguno de ustedes. Dejaron que Guy cargara con las culpas de todo lo que habían hecho otros. No le quitaron el dogal del cuello ni siquiera después de volver.
—¿Qué podía decir yo? Era demasiado tarde.
—No para él, Bennet. Guy todavía estaba vivo en aquel momento. Ahora sí es demasiado tarde.
Alcé los ojos y vi a Enid al lado del seto. No sabía cuánto tiempo llevaba escuchando.
—Su socio está al teléfono —dijo—. La policía está en camino.
Pasé junto a Enid, bajé el pequeño tramo de escaleras y crucé el patio hacia la puerta de la cocina. Vi el auricular en el mármol y lo cogí.
—Soy yo. ¿Qué pasa?
—¿Te encuentras bien? Tienes la voz rara.
—No tengo tiempo de contártelo. Tardaría un mes. Tendría que haberme arrojado sobre Bennet y haberlo matado a golpes.
—Presta atención. Acabo de hablar con la investigadora privada de Bridgeport, Connecticut. Estaba casualmente en los juzgados y llamó a su despacho para oír los mensajes del contestador. Sin perder un instante, fue al negociado correspondiente y solicitó un extracto de la partida de defunción de Claire Maddison.
—¿Cuál fue la causa de la muerte?
—No la hubo —contestó—. Ya que estaba en ello, hizo un par de llamadas telefónicas y consiguió su última dirección. Según las compañías de servicios, Claire estuvo viviendo en Bridgeport hasta marzo del año pasado.
—¿Cómo es que el Dispatch publicó su necrológica?
—Porque la envió ella. Nadie pidió pruebas. He llamado al Dispatch y he comprobado todo el procedimiento. Recibieron la información y la publicaron tal como estaba.
—Así que ella lo hizo todo.
—Estoy seguro —dijo.
—¿Y adónde ha ido?
—A eso voy. La investigadora de Bridgeport se ha enterado de otra cosa. Claire nunca fue profesora. Era enfermera particular.
—Mierda.
—Es lo que dije yo. Voy para allá. No hagas nada hasta que yo llegue.
—¿Qué quieres que haga? No puedo irme.
¿Cuánto tiempo estuve en la cocina con el auricular en la mano? De pronto encajaron todas las piezas. Faltaban algunas respuestas, pero todo lo demás estaba en su sitio. Claire Maddison se había enterado, por el medio que fuese, de la enfermedad terminal de Bader. Envió una necrológica al Dispatch con el único objetivo de cerrar aquella puerta. Se convirtió en Myrna Sweetzer, empaquetó sus pertenencias y volvió a Santa Teresa. Bader era un regañón. Como paciente era sin duda insoportable. Tenía que haber pasado por muchas enfermeras particulares, de modo que Myrna sólo tenía que esperar el momento propicio. Una vez en la casa, la familia fue suya. Había esperado mucho tiempo, pero la oportunidad de acarrearles la ruina debía de haberla saboreado.
Traté de ponerme en su lugar. ¿Dónde estaría en aquellos momentos? Había cumplido buena parte de su misión y era hora de desaparecer. Había dejado el coche, el bolso y la ropa. ¿Qué haría yo si fuera Claire Maddison? Todo el psicodrama de la desaparición de Myrna era una tapadera para escapar. Debió de imaginarse a los polis cavando en la propiedad, buscando un cadáver que nunca estuvo allí. Para que la desaparición surtiera efecto, había tenido que salir sin ser vista, lo que descartaba los taxis. Puede que hubiese robado un coche, pero era demasiado arriesgado. ¿Y cómo abandonaría la ciudad? ¿Haciendo autoestop? Un conductor de paso no sabría nunca que se buscaba a una persona o se la consideraba muerta. ¿Avión, tren, autobús?
Quizá tuviera un compinche, aunque todo lo que había hecho hasta ahora requería un ingenio solitario. Hacía más de una hora que se había ido, tiempo de sobra para atravesar la parte trasera de la finca y llegar a la carretera. Levanté la cabeza. Oía voces en el vestíbulo. Debía de haber llegado la policía. No tenía ganas de formalidades y protocolos. Enid estaba diciendo:
—Me pareció tan raro que llamé a…
Me escurrí por la puerta trasera y troté por el patio y el camino del garaje. Subí al coche y giré la llave de contacto. Mi cerebro seguía girando ruedecillas, tratando de encontrarle sentido a las circunstancias. Claire Maddison estaba viva y residía en Santa Teresa desde la primavera del año anterior. No sabía cómo había conseguido instalarse, pero estaba casi segura de que era culpable de la muerte de Guy. Además, se había tomado algunas molestias para implicar a los otros, para que Jack pareciera culpable, dejando a Bennet en segundo término por si las pruebas contra Jack no convencían a la policía.
La verja se abrió delante de mí. Salí a la avenida y giré a la izquierda, tratando de imaginar el trazado de la finca en relación con el terreno que la rodeaba. No me parecía que se adentrara en el Bosque Nacional de Los Padres. La montaña era demasiado agreste e inhóspita. Claro que siempre cabía la posibilidad de que, en los últimos dieciocho años, Claire Maddison se hubiera convertido en una experta de la vida salvaje. A lo mejor había planeado irse a vivir a los robledales, para darse la gran vida atiborrándose de moras silvestres y agua de cacto. Más probable era que se hubiese limitado a cruzar las hectáreas sin cultivar que había entre la finca de los Malek y la carretera. Bader había comprado todo lo que había al alcance de la vista, así que no habría sido extraño que estuviera aún caminando por las tierras de la familia.
Traté de pensar en lo que haría en cuanto llegara a la carretera. Podía elegir izquierda o derecha y seguir a pie en cualquiera de las dos direcciones. Podía haber escondido una bicicleta entre los arbustos. Quizá confiara en su habilidad para hacer autoestop. A lo mejor había llamado a un taxi y lo tenía esperando al salir a la carretera. Volví a desechar esta idea porque no creía que se atreviera a correr aquel riesgo. No querría que nadie pudiera identificarla o describirla más tarde. Puede que hubiera adquirido otro vehículo y lo tuviera aparcado en una travesía, con el depósito lleno y preparado para salir corriendo. Traté de recordar lo que sabía de ella y me di cuenta de que era muy poco. Rondaba los cuarenta años. Estaba gorda. No hacía nada por dar lustre a su aspecto. De acuerdo con las modas culturales, se había hecho invisible. Vivimos en una sociedad en que la delgadez y la belleza tienen prestigio social, en que la juventud y el encanto se recompensan y recuerdan con admiración. Si una mujer es desaliñada o está un poco gorda, el ojo colectivo pasa por encima de ella y la olvida. Claire Maddison había conseguido el disfraz definitivo, ya que, aparte del físico, había adoptado la personalidad de la clase doméstica. A saber qué conversaciones secretas habría oído colocando almohadas y cambiando sábanas. Dirigía la casa, servía canapés y enfriaba las bebidas mientras las señoras y los caballeros de la casa hablaban sin parar, ajenos a su presencia porque no era de los suyos. Para Claire había sido perfecto. Que la desestimaran había tenido que alimentar su resentimiento y que fortalecer su determinación de vengarse. ¿Por qué aquella familia, compuesta mayoritariamente por farsantes, disfrutaba de los privilegios del dinero mientras ella no tenía nada? Por su culpa se había quedado sin familia y sin la carrera de medicina. La habían robado, agredido y maltratado y ella había echado la culpa de todo a Guy.
Me encontraba ya en la carretera de dos carriles que al parecer limitaba la finca de los Malek por la parte sur. Saqué de la guantera un plano de la ciudad y lo abrí sacudiéndolo, sin dejar de conducir. Lo doblé como pude y lo puse sobre el volante, buscando rutas posibles mientras procuraba no chocar con los postes de teléfonos. Comencé por la más evidente, girando por la primera calle y peinando las siguientes. Habría tenido que esperar a Dietz. Uno se habría fijado en los peatones mientras el otro conducía. ¿Hasta dónde podía llegar Myrna?
Volví a la carretera principal y recorrí aproximadamente un kilómetro. La vi andando a paso vivo a unos cien metros por delante de mí. Llevaba tejanos, zapatillas de deporte y una mochila, la cabeza descubierta. Bajé la ventanilla del copiloto. En cuanto oyó el traqueteo del VW, echó un vistazo en mi dirección y se quedó mirando el asfalto.
—Myrna, quiero hablar con usted.
—Pues yo no quiero hablar con usted.
Avancé a su paso mientras los coches que venían detrás tocaban el claxon con impaciencia. Les indiqué por señas que me adelantaran, sin apartar un ojo de Myrna, que seguía andando y tenía las mejillas arrasadas de lágrimas. Aceleré y me detuve en el arcén, delante de ella. Apagué el motor y bajé, adelantándome para salir a su encuentro.
—Vamos, Myrna. Deténgase. Todo ha terminado —dije.
—No, no ha terminado. No terminará hasta que lo hayan pagado.
—Sí, pero ¿cuánto han de pagar? Escuche. Entiendo cómo se siente. Ellos se llevaron todo lo que tenía.
—Los hijos de puta —dijo.
—Myrna…
—Me llamo Claire.
—Está bien, Claire entonces. Le diré la verdad. Mató usted al hombre que no debía. Guy no le hizo nunca nada ni a usted ni a su familia. Fue el único que trató bien a Patty.
—Embustera. Está mintiendo. Se lo ha inventado.
Negué con la cabeza.
—Patty se acostaba con todos. Sabe que tenía problemas. Eran tiempos salvajes. Drogas y amor libre. A todos nos embriagaba la idea de la fraternidad y la paz mundial. ¿Lo recuerda? Patty era una hippy, una inocente…
—Era una esquizofrénica —saltó Claire.
—Vale. Usted lo dice y yo me lo creo. Probablemente tomaba LSD. Comía hongos alucinógenos. Se aturdía con cosas. Y todos los chicos se aprovecharon de ella, todos menos Guy. Se lo juro. De verdad que se preocupó por ella. Me habló de ella con nostalgia y cariño. Trató de ponerse en contacto con Patty. Le escribió una vez, pero por entonces ya había muerto. Guy no lo sabía. Lo único que sabía es que no había vuelto a tener noticias de ella y se sentía mal por eso.
—Era un mierda.
—Muy bien. Era un mierda. Hizo un montón de estupideces por aquel entonces, pero en el fondo era un buen hombre. Mejor que sus hermanos. Ellos se aprovecharon de él. Patty seguramente deseaba que el niño hubiera sido suyo, pero no lo era.
—¿De quién era entonces?
—De Jack. De Paul Trasatti. No sé con cuántos se acostó. Y Guy tampoco falsificó las cartas. Fueron Bennet y Paul, una comedia que se les ocurrió para ganar unos dólares aquella primavera.
—Me lo quitaron todo. Todo.
—Lo sé. Y ahora usted les ha quitado algo a ellos.
—¿Qué? —dijo con los ojos llameando de desdén.
—Les ha arrebatado al único hombre decente que ha llevado el apellido Malek.
—Bader era decente.
—Pero no generoso. Su madre de usted le pidió el dinero y se negó a dárselo.
—No lo culpo por eso.
—Muy mal hecho. En su lugar, culpó a Guy, que era inocente.
—Vete a la mierda —atajó.
—¿Qué más? ¿Cuál es el resto? Sé que hay más —dije—. Usted escribió el anónimo que recibió Guy, el que tiene la policía, ¿verdad?
—Por supuesto. No seas idiota. Escribí todas las cartas con la máquina de Bennet. Para la de Guy recurrí a la Biblia. Pensé que le gustaría…, un pasaje del Deuteronomio… «Y tu vida correrá envuelta en dudas ante ti, y temerás día y noche, y tu vida no tendrá seguridad». ¿Te gusta?
—Muy oportuno. Una buena elección —dije.
—Eso no es todo, muñeca. Te has perdido la mejor parte…, lo más evidente…, tú y esa albacea de bragas de fantasía. Encontré los dos testamentos hace meses, cuando empecé a trabajar aquí. Rebuscaba entre los papeles de Bader siempre que podía. Rompí el segundo testamento para que tuvieran que buscar a Guy. Hiciste todo el trabajo por mí. Te lo agradezco.
—¿Y la sangre de su habitación? ¿De dónde ha salido?
Levantó el dedo pulgar.
—Utilicé un bisturí. Dejé caer un par de gotas en el patio y otra en la furgoneta. Hay una pala detrás del cobertizo de las herramientas. También tiene sangre.
—¿Y la tierra y los guijarros que hay en el suelo del cuarto de baño?
—Pensé que Donovan merecía un poco de atención. ¿No pensaste en él cuando lo viste?
—Es verdad, me pasó por la cabeza. Habría ido tras él si no hubiera adivinado lo que estaba pasando. Y ahora ¿qué? Nada de esto va a salir ya. El plan se ha ido a pique. Hacer autoestop ha sido una estupidez. No me ha costado localizarla.
—¿Y qué? Me voy de aquí. Estoy cansada. Aléjate de mí —dijo.
—Myrna…, —dije con paciencia.
—Claire —replicó—. ¿Qué quieres?
—Quiero que paren los asesinatos. Quiero que cesen las muertes. Quiero que Guy Malek descanse en paz dondequiera que esté.
—No me preocupa Guy —admitió. Su voz temblaba de emoción y su cara parecía cansada y tensa.
—¿Y Patty? ¿No cree que se habría preocupado?
—No lo sé. Ya he perdido la pista. Pensaba que me sentiría mejor, pero no es así. —Siguió avanzando por la carretera mientras yo trotaba tras ella—. No existen los finales felices. Tienes que conformarte con lo que tienes.
—Quizá no existan los finales felices, pero los hay que satisfacen.
—Dime uno.
—Vuelva. Responsabilícese de lo que ha hecho. Vuelva y enfréntese a sus demonios antes de que la devoren viva.
Lloraba ya a moco tendido y, curiosamente, me pareció muy bella, como tocada por la gracia. Se dio la vuelta y empezó a caminar de espaldas, con el brazo estirado y la mano vuelta, como quien hace autoestop. Yo avanzaba al mismo paso, de cara a ella. Vio mi mirada y sonrió, echó un vistazo por encima del hombro, para ver el tráfico que venía por el otro lado.
Habíamos llegado a un cruce. La carretera trazaba una amplia curva más adelante. La luz del semáforo había cambiado y los coches arrancaron aumentando la velocidad. Ni siquiera ahora estoy segura de lo que quería hacer. Me miró fijamente durante unos instantes y dio un salto, arrojándose bajo las ruedas de los coches como un submarinista que salta desde cubierta. Pensé que tal vez se librara de lo peor, porque el primer vehículo la evitó y el siguiente pareció golpearla sin producirle lesiones ni hacerle daño. Los conductores de los dos carriles pisaban los frenos, derrapando para esquivarla. Echó a correr y tropezó al pisar el carril del otro lado. Un coche que se acercaba la atropelló y la levantó por el aire, flácida como una muñeca de trapo, alegre como una alondra.