Me detuve en una cabina y llamé a Lonnie, que tuvo la gentileza de echarse a reír cuando le conté la conversación que había sostenido con Paul Trasatti.
—Olvídalo. Ese tipo es un capullo. Acaba de llamarme lloriqueando y quejándose de hostigamiento. Menudo soplapollas.
—¿Por qué está tan preocupado por Jack?
—Olvida a Jack por el momento. Yo me ocuparé de él. Es mejor que vayas a encontrarte con Bennet; yo no he podido. Según los rumores, está hablando con un abogado por si el ceñudo ojo de la ley se fija en él. Por lo que he oído, todavía no tiene coartada.
—Vaya, eso es interesante.
—Sí, la gente se está empezando a poner nerviosa. Es una buena señal —dijo. Me dio la dirección del restaurante de Bennet; estaba en el centro, en una travesía de State Street. En el barrio había un almacén de neumáticos, un autoservicio, un videoclub y unos billares donde las peleas estallaban sin necesidad de más provocación que el exceso de cerveza. No había ningún aparcamiento cerca y era difícil imaginar de qué viviría el restaurante.
Por lo visto, el lugar había sido antaño un comercio que formaba parte de una cadena que se había declarado en bancarrota. Aún se veía en la fachada el viejo rótulo, pero el interior se había transformado. El espacio era cavernoso y sombrío, el suelo de hormigón desnudo y los techos altos. Los tubos de la calefacción y las vigas de acero estaban a la vista, al igual que el tendido eléctrico. Al fondo se había habilitado un despacho: una mesa, archivadores y equipo de oficina en un cubículo de paredes desnudas. La pared trasera era maciza y a través de una estrecha puerta vi una taza de retrete, una pila pequeña y un botiquín encima. Iba a costar mucho dinero completar la obra y poner el negocio en marcha. No era de extrañar que Bennet estuviera tan deseoso de poner las manos en el segundo testamento. Si la parte de Guy se dividía entre sus hermanos, cada uno conseguiría más de un millón, cantidad a la que daría un uso inmediato.
A la derecha había una puerta grande de persiana metálica por la que se veía un solar lleno de hierbajos. El sol pegaba allí con fuerza, reflejándose en las botellas rotas y recalentando una variada exposición de cacas de perro. No se veía un alma, pero el edificio estaba abierto por los cuatro costados y estaba convencida de que Bennet o algún obrero asomarían la cabeza en cualquier momento. Mientras esperaba, me dirigí al despacho y me senté ante la mesa de Bennet. La silla estaba desvencijada y supuse que hablaría por teléfono de pie, con la cadera apoyada en la mesa, que parecía más firme. Todos los objetos del despacho tenían aspecto de haber sido prestados o comprados en tiendas de segunda mano. En la cinta de papel de la calculadora había una larga serie de números sin suma final. Habría podido registrar los cajones, pero la buena educación me lo impedía. Además, había salido un poco escarmentada del reciente encontronazo con Paul Trasatti. No quería que Lonnie recibiera dos quejas el mismo día.
Había una máquina de escribir en una mesilla con ruedas. La miré por encima y a continuación me fijé en los detalles. Era una vieja Underwood negra, con redondas teclas amarillentas que seguramente había que pulsar con fuerza. La cinta estaba tan gastada que por el centro parecía papel de fumar. Eché un vistazo a la puerta de persiana metálica y al vacío espacio del restaurante. Seguía sin haber moros en la costa. Mi ángel malo revoloteaba a mi izquierda. Fue él quien me señaló el paquete abierto de folios que había allí mismo, a plena vista.
Cogí uno, lo puse en la máquina y me senté en la bamboleante silla. Escribí mi nombre. Luego aquel viejo refrán: «Donde menos se espera salta la liebre». Escribí el nombre «Max Outhwaite». Escribí «Estimada señorita Milhone». Miré de cerca. Las vocales no parecían manchadas, lo cual, como había señalado Dietz, no quería decir mucho. Aún podía ser la máquina utilizada para las notas. Puede que Bennet hubiera limpiado los tipos. Saqué el papel y lo doblé, me puse en pie y me lo guardé en el bolsillo de los vaqueros. Cuando estuviera en mi despacho, miraría con lupa si la «a» y la «i» tenían defectos. Todavía no había visto el anónimo que Guy había recibido la víspera de su muerte, aunque cabía la posibilidad de que Betsy Bower se ablandara y me pasara una copia clandestinamente.
Sonó el teléfono.
Lo miré por un breve instante y erguí la cabeza por si oía pasos que se acercaran. Nada. El teléfono volvió a sonar. Sentí la tentación de contestar, pero no hizo falta, ya que se puso en marcha el contestador automático. El saludo de Bennet era breve y expeditivo. El mensaje que dejaron también lo fue.
—Bennet. Soy Paul. Llámame en cuanto puedas.
El aparato se detuvo. La luz del mensaje se quedó parpadeando. Mi ángel malo me dio un golpe en el hombro y apuntó con el dedo. Estiré la mano y pulsé la tecla de borrar. Una incorpórea voz masculina me dijo que el mensaje había sido borrado. Me dirigí a la puerta principal y eché a correr al llegar a la calle. Trasatti estaba muy ocupado llamando a todo el mundo.
Una Harley-Davidson entró rugiendo en mi campo visual. Mierda. Bennet volvía precisamente cuando ya creía haberme escapado. Reduje la velocidad como si dispusiera de todo el tiempo del mundo. Bennet acercó la moto de Jack a la acera, a menos de tres metros de distancia. Apagó el motor y desplegó el caballete de apoyo. Se quitó el casco y se lo puso bajo el brazo. Vi que tenía los rizos aplastados por el sudor. A pesar del calor, llevaba una cazadora de cuero negro, sin duda para protegerse si caía de la moto y resbalaba en el suelo.
—¿Otra vez trabajando?
—Siempre estoy trabajando —dije.
—¿Quiere hablar conmigo? —La cazadora le crujía al andar. Entró en el restaurante.
Fui tras él.
—¿Qué tal va la obra? Tiene buen aspecto —dije. Parecía el cráter que deja una bomba, pero le estaba haciendo la pelota. Nuestros pasos resonaron al recorrer el suelo de hormigón.
—La construcción es lenta.
—Ya —dije—. ¿Cuándo ha pensado inaugurarlo?
—En abril, si tenemos suerte. Hay mucho trabajo que hacer.
—¿Qué clase de restaurante será?
—Caribeño y acadia. También tendremos ensaladas y hamburguesas a un precio más que razonable. Quizá jazz dos noches por semana. Lo que nos interesa es el mercado de los solteros.
—¿Como un bar de ligue?
—Con clase —dijo—. Esta ciudad no tiene ningún lugar que funcione por la noche. Pondremos música de baile los fines de semana y creo que llenaremos un hueco en el sector. Un jefe de cocina de Nueva Orleáns y todos los grupos locales de moda. Atraeremos a las multitudes incluso de San Luis Obispo.
—Muy alborotado, ¿no? —dije. Llegamos al despacho y le vi echar un vistazo al contestador automático. Yo sólo escuchaba a medias, preocupada por mantener la conversación a flote—. ¿Hay problemas con el aparcamiento?
—En absoluto —dijo—. Vamos a pavimentar el solar de al lado. En estos momentos lo estamos negociando. Hay sitio para treinta coches ahí y para otros diez en la calle.
—Estupendo —dije. El hombre tenía respuesta para todo. Don Listo, pensé.
—Ya le daré invitaciones para la gran inauguración. ¿Le gusta bailar?
—No, la verdad es que no.
—No se preocupe. Nosotros la ponemos en onda y usted se libera. Olvidar las inhibiciones, sentir experiencias —dijo. Chascó los dedos y dobló las rodillas de un modo que quería ser, «ay, superguay».
Lo que menos deseo en esta vida es un tipo animándome a «liberarme» y a «sentir experiencias». La sonrisa que le dediqué fue de lo más desangelado.
—Espero que el asunto de Jack se haya resuelto ya por entonces.
—Por supuesto —dijo suavemente, adoptando la seriedad que convenía al caso—. ¿Cómo va hasta ahora?
—No puede aclarar cómo empleó el tiempo, cosa que no le beneficia —contesté—. La policía dice que se ha encontrado una huella ensangrentada de su zapatilla en la habitación de Guy. No quiero aburrirle con los detalles. Lonnie quiere que le pregunte dónde estaba usted.
—¿La noche del asesinato? Estuve recorriendo los clubes de Los Angeles.
—¿Fue en coche a Los Angeles y volvió?
—Lo hago a menudo. Es un paseo. Noventa minutos ir y noventa volver —dijo—. Parte de aquella noche la pasé viajando.
—¿Tenía algún compromiso?
—Exclusivamente de negocios. Quiero saber lo que funciona y lo que no funciona, hacer un muestreo entre la oferta. Ya sabe, escuchar a algunos grupos de Los Angeles.
—Supongo que lo podrá usted confirmar con los resguardos de la tarjeta de crédito.
Un ligero cambio en su expresión me sugirió que lo había pillado.
—Alguno tendré por ahí. Buscaré a ver qué encuentro. Los pagos los hice mayoritariamente en efectivo. Es más fácil así.
—¿A qué hora volvió usted?
—Alrededor de las tres —dijo—. ¿Quiere venir a la parte de atrás? Tengo unas cervezas en una nevera portátil. ¿Le apetece?
—Gracias. Es un poco temprano.
—¿Adónde va ahora?
—A la oficina. Tengo una reunión —dije.
Por el camino me detuve en un autoservicio de comestibles y compré refrescos y bocadillos. Dietz había dicho que se reuniría conmigo en cuanto acabara la búsqueda. Guardé los refrescos en el pequeño frigorífico que tengo en el despacho y tiré el bolso al suelo, al lado de la silla. Dejé la bolsa de los bocadillos encima del archivador, alcancé la carpeta de los recortes y la puse en la mesa. Me senté en la silla giratoria y reuní las fichas, las cartas mecanografiadas y el papel en que había escrito con la máquina de Bennet, alineándolo todo con cierto orden. En ausencia de respuestas concretas, siempre ayuda parecer organizada.
Encendí la lámpara de mesa y saqué la lupa. Los caracteres eran diferentes. Me sentí decepcionada, pero no sorprendida. Saqué del bolso la carta de Guy y volví a leerla. Aparte de su invitación a Disneylandia, que habría aceptado sin vacilar, me di cuenta de que estaba mirando lo que, en esencia, era un testamento de su puño y letra. La carta estaba totalmente escrita a mano y, en la posdata, especificaba lo que quería que se hiciera con su parte de la herencia paterna. No conozco los requisitos técnicos que validan un testamento autógrafo, pero, para mí, aquel los reunía todos. La caligrafía tendría que darse por buena, pero ya lo haría Peter Antle cuando lo viese. Yo sabía que Guy había recibido una carta desagradable el lunes por la tarde y, fuera cual fuese su contenido, debía de haberle alarmado lo suficiente para que quisiera concretar sus deseos. Me levanté y salí del despacho, llevándome la carta al cuarto de la fotocopiadora. Hice una copia y guardé el original bajo llave, junto con los otros, en el cajón inferior del escritorio. Metí la copia en el bolsillo exterior del bolso.
Quise recordar a Guy, pero sus rasgos ya se habían borrado de mi memoria. Quedaban su dulzura, el sonido de su «Oye», el roce de sus patillas cuando me rozó la cara con los labios. Si hubiera vivido, no sé si habríamos tenido una relación intensa. El combinado Kinsey Millhone y un renacido no eran de los que llegan a ninguna parte. Pero habríamos podido ser amigos. Y una vez al año habríamos ido a Disneylandia a ponernos cursis.
Volví a las fichas y empecé a tomar notas. Todas las investigaciones tienen su propio carácter, pero comparten algunos rasgos, por ejemplo la concienzuda acumulación de información y la paciencia que se requiere. He aquí lo que nos gustaría: un comentario casual sobre una persona desaparecida en boca del primer vecino al que preguntamos, una nota garabateada en la esquina de un documento, un excónyuge resentido, el número de una cuenta corriente, un objeto pasado por alto en el escenario de un crimen. He aquí lo que esperamos: pistas falsas, cabezonería administrativa, callejones sin salida, rastros que no conducen a ninguna parte o que se desvanecen en el aire, contradicciones, mentiras, miradas inexpresivas de los testigos hostiles. He aquí lo que sabemos: que lo hemos hecho antes y tenemos la constancia y la determinación de repetir. He aquí lo que queremos: justicia. He aquí lo que aceptamos: algo equivalente, un sucedáneo.
Posé los ojos en el escritorio y vi la etiqueta de la carpeta de recortes. Estaba pulcramente mecanografiada: «Guy Malek, Noticias del Dispatch». Las dos cartas de Outhwaite estaban a la altura de la etiqueta, motivo por el que advertí que la «a» y la «i» minúsculas eran defectuosas en los tres casos. ¿Sería cierto aquello? Miré de cerca con la lupa y observé las letras. Se habría necesitado un experto para demostrarlo, pero yo habría dicho que aquellas letras se habían escrito con la misma máquina.
Me acerqué el teléfono y llamé a los Malek. En el brevísimo intervalo que se produjo entre marcar el número y esperar el primer timbrazo me devané los sesos buscando una razón para la llamada que estaba haciendo. Mierda, mierda, mierda. Respondió Christie, que me saludó con frialdad cuando me identifiqué. Supuse que había hablado con Paul Trasatti, pero no me atreví a preguntárselo.
—Buscaba a Bennet —dije—. ¿Está en casa por casualidad? Pasé por el restaurante, pero estaría en otra parte.
—Llegará enseguida. Creo que dijo que comería en casa. ¿Quieres que te llame?
—No estoy segura de que pueda localizarme. Estoy en la oficina, pero tengo que hacer unos encargos. Lo llamaré más tarde.
—Le daré tu recado. —Lo dijo con la voz que ponía para despedirse.
Tenía que idear algo para continuar con la conversación.
—He hablado con Paul esta mañana. Qué tipo más raro. ¿Todavía se medica?
Casi oí el avivamiento de su atención.
—¿Paul medicándose? ¿Quién te ha dicho eso? Nunca había oído cosa igual —dijo.
Dejé pasar un ángel.
—Eeeeh, disculpa. No quería traicionar una confidencia. Olvida lo que he dicho. Pensaba que lo sabías.
—Pero ¿por qué lo dices? ¿Hay algún problema?
—Bueno, no es nada grave. Es que está muy paranoico por lo de Jack. Incluso se puso a acusarme de socavar la credibilidad de Jack y nada podría estar más lejos de la verdad. Lonnie y yo nos estamos rompiendo el culo por él.
—Claro, claro.
—Luego fue y llamó a Lonnie. Y pienso que a lo mejor le da otro ataque telefónico y se pone a marear a todos sus conocidos con sus extravagancias. En fin. No importa. Estoy segura de que lo hace con la mejor intención, pero así no favorece a nadie.
—¿Es de eso de lo que querías hablar con Bennet?
—No, es otra cosa. Lonnie quiere que averigüe dónde estuvo el martes por la noche.
—Estoy segura de hablará contigo con mucho gusto. Ya habló con la policía y todos estuvieron conformes. ¿Quieres que le deje una nota?
—Perfecto. Te lo agradecería. ¿Puedo hacerte una pregunta? ¿Recuerdas la carpeta que me prestaste?
—¿La de los recortes?
—Exacto. Me intriga la etiqueta. ¿La mecanografiaste tú?
—No. No sé escribir a máquina. Mi madre me previno en contra. Seguramente la escribió Bader, o su secretaria. Bader pensaba que escribir a máquina era relajante. Demuestra lo mucho que sabía.
—Tuvo que ser hace tiempo. No recuerdo haber visto ninguna máquina de escribir en su despacho cuando estuve allí.
—Se compró un ordenador personal hace un par de años.
—¿Qué fue de la máquina de escribir?
—Creo que se la dio a Bennet.
Cerré los ojos y contuve la respiración. La actitud de Christie había cambiado y volvía a ser cordial. No quería alertarla de la importancia de aquella información.
—¿Qué hizo Bennet con ella? No es la que tiene en el restaurante, ¿verdad?
—Nooo. Lo dudo. Seguramente estará en su habitación. ¿Por qué lo preguntas?
—Por nada. Es una tontería. Una pequeña teoría que tengo, pero me gustaría verla en alguna ocasión. ¿Te importaría si pasara a echarle un vistazo?
—Bueno, a mí no me importa, pero quizá Bennet ponga pegas, a menos que esté él presente, claro. Su habitación es como el tabernáculo del templo. Nadie entra en ella salvo él. Estamos a punto de salir. Tenemos un compromiso a las once. ¿Por qué no se lo dices a Bennet cuando lo veas?
—Naturalmente. No hay problema. Es una buena idea —dije—. Sólo otra pregunta. ¿Viste realmente a Donovan la noche del asesinato? ¿O supusiste que estaba viendo la televisión porque el aparato estaba encendido en el cuarto adjunto?
Christie colgó sin decir palabra.
Nada más dejar el auricular, escribí una precipitada nota para Dietz, puse un par de papeles en blanco en la carpeta y metí esta en el bolso. Salí por la puerta lateral y bajé a la calle, saltando los peldaños de dos en dos. No sabía a qué «nos» se había referido Christie al hablar del compromiso de las once, pero lo lógico es que fuesen Donovan y ella. Si conseguía llegar a la finca de los Malek antes que Bennet, podría colarme en el piso de arriba y echar un vistazo a la máquina de escribir. Ya se me había ocurrido más de una vez que Jack o Bennet podían estar detrás de las cartas y de la filtración a la prensa. No podía precisar el motivo, pero localizar la máquina de escribir representaría un gran progresó en el establecimiento de la conexión. Y encima me reiría de ti, Dietz, porque le había dicho que quien había escrito las cartas no se había deshecho de la máquina. Con las pistolas ocurre lo mismo. Una persona utiliza un revólver para cometer un crimen y, en lugar de tirar el arma, la guarda en el armario o la esconde debajo de la cama. Es mejor tirarla al mar.
Llegué a la finca en un tiempo récord, devorando el trayecto que había recorrido ya un millón de veces. Al acercarme a la finca, vi abrirse la verja y aparecer el morro de un coche por la curva del camino del garaje. Pisé el freno y giré para meterme en la propiedad más cercana, derrapando ligeramente, con los ojos fijos en el espejo retrovisor, hasta que el BMW pasó a toda velocidad. Conducía Donovan, con la mirada fija en el asfalto. Me pareció ver también a Christie, aunque no estuve segura. Oí un claxon y miré por el parabrisas. El vecino de los Malek, al volante de un cinco-puertas azul oscuro, esperaba pacientemente a que me apartara del camino del garaje. Hice muchos gestos de sumisión mientras daba la vuelta al coche. Salí del camino retrocediendo y me detuve al otro lado para dejarlo pasar. Vocalicé la palabra «disculpe» en silencio cuando se volvió para mirarme. Sonrió, me saludó y le devolví el saludo. Cuando lo perdí de vista, me puse en marcha y crucé la calzada en dirección a la verja de los Malek.
El guardia de seguridad no estaba. Me asomé para llegar al interfono y marqué el código que Tasha me había dado. Oí un pitido prometedor. Las puertas de la verja se agitaron un poco y se abrieron para dejarme entrar. Conduje por el camino del garaje y doblé la curva. Por el confuso fondo de la cabeza me pasó la idea de que Christie podía haberse quedado en casa. Tenía que urdir una buena mentira para explicar mi aparición. En fin. A menudo, las mejores mentiras son las que se nos ocurren en el momento.
No había coches en el patio; buena señal, pensé. Dos de los tres garajes estaban abiertos y ambos vacíos. Tendría que dejar el coche delante de la casa, ya que no parecía haber ningún camino que la rodeara. Si mis intenciones eran legales, ¿por qué tenía que molestarme en esconder el coche? Si los Malek volvían, ya encontraría la forma de salir del paso. Dejé atrás la puerta principal, doblé la esquina y me dirigí hacia la cocina, sacando la carpeta del bolso. Vi a Enid por el mirador, delante del fregadero. Me vio y me saludó, dirigiéndose a la puerta trasera para abrirme. Aún estaba secándose las manos con un trapo cuando dio un paso atrás para dejarme entrar.
—Hola, Enid —saludé—. ¿Cómo está usted?
—Bien —dijo—. ¿Cómo es que viene por la puerta trasera? Christie y Donovan acaban de salir por la principal. —Llevaba un delantal grande y blanco encima de unos tejanos y una camiseta, y se había remetido el pelo en un gorro de punto.
—¿De verdad? No los he visto. Llamé dos veces al timbre. Supuse que no me oía y decidí dar la vuelta. No puedo creer que se hayan ido precisamente ahora. Voy con el tiempo justo —dije.
Encima de la mesa vi los ingredientes de un proyecto de repostería: dos pastillas de mantequilla sin la envoltura, una medida de quinientos gramos llena de azúcar blanco, una lata de sucedáneo de levadura y una jarra de leche entera. El horno estaba encendido y ya había puesto mantequilla y harina en una bandeja. Volvió al mármol, tomó el cedazo y se puso a colar harina hasta formar una montaña cónica. Mientras la observaba, utilizó un cucharón para echar más harina. Raramente cocino y, cuando lo hago, tiendo a mezclar los ingredientes a mi aire y no me doy cuenta de que he olvidado un ingrediente importante hasta que llego al momento crítico de la receta. «Añadir inmediatamente clara de huevo batida y jengibre fresco muy picado…» Enid era metódica y fregaba los cacharros mientras los utilizaba. Sabía que no cocinaría nada ya preparado y que sus pasteles siempre saldrían perfectos.
—¿Adónde ha ido todo el mundo? No he visto ningún coche en el garaje —dije.
—Myrna se ha echado un rato. Supongo que no tardará en levantarse.
—¿Qué le pasa? ¿Se encuentra mal?
—No lo sé. Parece preocupada y creo que no duerme muy bien.
—Quizá debería hablar con ella. ¿Dónde están los demás?
—Christie dijo que Bennet vendría a comer. Donovan y ella han ido al tanatorio. Llamaron del juzgado. Les devolvieron el cuerpo esta mañana y han ido a elegir el ataúd.
—¿Cuándo es el entierro? ¿Lo ha dicho alguien?
—Hablaron del lunes, sólo para familiares y amigos íntimos. Será privado.
—Yo no estaría tan segura. Sin duda habrá periodistas de todos los medios.
—¿Deseaba algo?
—La verdad es que no. He hablado con Christie hace un rato y le dije que vendría a devolverle esta carpeta. Dijo que la dejara en el despacho de Bader. Saldré después por la puerta principal.
—Como guste —dijo—. Suba por la escalera de servicio si quiere. ¿Sabe dónde está el despacho?
—Claro. He estado allí antes. ¿Qué está preparando?
—Pastel de limón.
—Tiene buen aspecto —dije.
Subí al trote por la escalera de servicio, con la carpeta en la mano, y reduje la velocidad cuando llegué al descansillo del final. El pasillo trasero era práctico, suelos sin enmoquetar, ventanas desnudas. Aquella casa se había construido en una época en que los ricos tenían a los criados viviendo bajo el mismo techo, en agujeros y rincones de alguna ala de la parte trasera o encajonados en un desván dividido en habitaciones minúsculas. Abrí con cuidado una puerta que había a la izquierda. Una estrecha escalera ascendente se perdía entre las sombras de arriba. Cerré la puerta y miré a continuación en un cuarto ropero lleno de sábanas y en una pequeña habitación con una cómoda antigua. El corredor giró noventa grados a la derecha, comunicándose con el pasillo principal por una bóveda oculta por pesadas cortinas de damasco que colgaban de una barra de hierro labrado.
Vi la pulida barandilla de la escalera principal en la parte central del pasillo. Al otro lado del descansillo se extendía la otra ala de la casa, que era igual que la que estaba recorriendo. Una ancha alfombra oriental cubría la longitud del oscuro pasillo. Las cortinas de damasco del fondo sugerían la presencia de otra bóveda y más escaleras. El papel de las paredes tenía un dibujo floral que se repetía interminablemente. Las lámparas de pared, separadas por distancias regulares, eran de las que tienen forma de tulipán. Sin duda estaban allí desde que se había construido la casa y en algún momento se habían pasado del gas a la electricidad.
Había tres puertas a mi izquierda, todas precintadas por la gran equis que dibujaba la cinta de la policía. Supuse que una de las puertas sería la habitación de Guy, otra la de Jack y otra la del cuarto de baño que comunicaba las dos. A la derecha había dos puertas más. Sabía que la segunda daba a las habitaciones de Bader: dormitorio, baño y despacho. La puerta más cercana estaba cerrada. Miré hacia atrás para asegurarme de que Enid no me había seguido. La casa estaba en silencio. Puse la mano en el pomo y lo giré con cuidado. Cerrado.
Bueno, ¿y ahora qué? La cerradura era de las sencillas y anticuadas y se abría con una llave maestra que seguramente servía para las puertas restantes. Escruté el pasillo en ambas direcciones. No había tiempo que perder. Las habitaciones de Bader eran las más cercanas. Fui corriendo hasta su dormitorio y así el pomo. Abierto. Observé la puerta. Había una llave sobresaliendo limpiamente del agujero por la parte de dentro. La saqué y volví a toda prisa a la habitación de Bennet. Inserté la llave en el ojo de la cerradura y probé a girarla. Noté que la llave encajaba, aunque encontraba cierta resistencia. La giré con más fuerza mientras movía la puerta con cuidado. Tardé unos treinta segundos, pero la llave giró de súbito y entré.