19

Al volver a Construcciones Malek dejé a Donovan en el aparcamiento y recogí mi coche. Me sentía nerviosa y confusa. Lo de Max Outhwaite no tenía ningún sentido. Puede que Dietz hubiera encontrado algo sobre él. Si metía a los Maddison en la batidora, ¿qué saldría de aquí? Miré el reloj, parpadeando al ver lo tarde que era. Subir y bajar del puerto de montaña nos había llevado más de hora y media.

Dietz estaba esperando delante de la biblioteca pública. Me acerqué a la acera y se deslizó en el asiento contiguo.

—Siento llegar tarde —dije.

—No te preocupes. Tengo noticias para ti. Outhwaite es un mito. He comprobado los directorios municipales de los últimos veinticinco años y luego crucé la calle y miré en el registro civil. Nadie con ese nombre ha figurado en la guía telefónica ni en ninguna otra parte. No se ha casado, no se ha muerto, no ha tenido propiedades inmuebles ni licencias para construir, ni juicios ni nada de nada. Todos los seres vivos dejan algún rastro. O se nos escapa algo o ese nombre es ficticio.

—Hay una conexión, pero no es lo que esperabas —dije. Le puse al corriente de mi conversación con Donovan mientras nos dirigíamos a casa. Había olvidado lo agradable que era tener a alguien con quien consultar. Le hablé de los Maddison y de la presunta responsabilidad de Guy en el hundimiento de la familia.

—Maxwell Outhwaite fue el nombre utilizado por el falso tasador que robó unos documentos por valor de cincuenta mil dólares. No estoy convencida de que fuera Guy, pero Donovan lo da por supuesto. Ahora respóndeme con sinceridad —dije—. Si tú hubieras sabido lo de los Maddison, ¿se lo habrías contado a alguien?

—¿Por ejemplo a ti?

—Bueno, sí, a mí —respondí—. Donovan habría podido mencionarlo. Igual que a Max Outhwaite. El nombre vuelve de pronto a la superficie al cabo de los años… ¿por qué no se lo contó a nadie?

—Puede que Katzenbach no le revelase la existencia de la carta, ni que el remitente fuera Outhwaite.

—Entiendo lo que dices. Es posible —dije—. Aun así, el detalle me crispa. Ojalá encontráramos la máquina. Sería un buen tanto.

—Olvídalo. No es posible.

—¿Por qué lo dices? Tiene que estar en alguna parte. Alguien escribió las dos cartas con la misma máquina.

—¿Y qué? Si yo quisiera escribir anónimos, no se me ocurriría hacerlo con mi IBM. Soy demasiado paranoico para eso. Utilizaría una de las máquinas de alquiler de la biblioteca pública. O buscaría un lugar donde las vendiesen y utilizaría cualquiera que hubiera allí.

—Esta máquina no es nueva. Los caracteres tienen un aspecto anticuado y muchas letras están sucias. Seguramente la cinta es de tela y no de carbón.

—Bueno, las de la biblioteca no son precisamente recién salidas de fábrica.

—Consigue unas cuantas muestras y las compararemos. Hay un par de defectos que podrían ayudarnos a identificarla. Estoy segura de que un experto en documentos encontraría otros. Yo sólo vi lo que me llamó la atención.

—Las letras sucias no sirven de mucho. Les das con un líquido limpiador y, zas, desaparecen.

—Seguro, pero ¿no crees que casi todas las personas que escriben anónimos están convencidas de que no van a descubrirlas?

—Que estén convencidas no quiere decir que no se las descubra —dijo Dietz—. El FBI tiene un amplio archivo de anónimos. Además, tiene muestras de la escritura de casi todas las máquinas conocidas. La dirección general de Correos también las tiene, y el Ministerio de Hacienda. Pueden identificar la marca y el modelo de casi cualquier máquina. Así es como identifican a estos chiflados, sobre todo a los que envían cartas amenazadoras a los funcionarios públicos. La única forma de jugar seguro es desmantelar la máquina.

—Sí, pero ¿quién tira una máquina de escribir? Si te creías tan seguro como para utilizar tu propia máquina, no la tirarías a la basura después. Y en el presente caso no había necesidad de tomarse tantas molestias. Las cartas tocaban las narices, pero no eran denunciables.

Dietz sonrió.

—¿Ya te la imaginas en la mesa de alguien?

—Quizás. Es posible.

—Pues ten los ojos bien abiertos.

—Ya sé que lo dices para animarme —dije.

—¿Qué más te contó Donovan sobre los Maddison?

—No mucho. Asegura que están todos muertos, pero creo que no deberíamos darlo por hecho.

—Vale la pena averiguarlo —dijo Dietz—. Tal como va la cosa, no está mal.

—¿Qué quieres decir con que «no está mal»? Yo creo que es fabuloso. Quiero decir que estamos hablando de un motivo para matar. Es la mejor pista que tenemos…

—La única pista —señaló.

Era evidente y no le hice caso.

—Y por si fuera poco, tenemos a Outhwaite, que nos remite directamente a los Maddison.

—No será muy difícil seguir la pista del apellido Maddison, con «d» doble. Si no eran de aquí, tuvieron que venir de alguna parte.

—Donovan dijo que el padre murió alrededor del día de Acción de Gracias de 1967. Le siguió Patty, probablemente en mayo o junio de 1968. La madre murió cinco años después, pero eso es todo lo que sé. A Claire es posible que no la encuentres en ningún sitio. Donovan dijo que se fue a vivir a la Costa Este y se casó. Recuerda haber leído la noticia de su muerte en el periódico local, así que debe de haber alguna gacetilla en el Dispatch. Es posible que conservara su nombre de soltera.

—Será de lo primero que me ocupe.

—¿Lo harás? No puedo creer que te ofrezcas voluntario. Pensaba que detestabas hacer estas cosas.

—Es bueno practicar. Y echarte una mano me resulta útil. Así sé que no he perdido facultades —comentó—. Podemos mirar en los archivos del Dispatch, si conseguimos la cooperación de Katzenbach. Puede que guarden viejos recortes de los Maddison junto con sus notas necrológicas.

—Es una sugerencia muy sexy.

—Soy un tipo sexy —dijo.

Cuando llegamos a casa, me puse la sudadera para hacer la carrera de costumbre. Me había saltado la sesión de las seis de la mañana y notaba ya los efectos. Dejé a Dietz en la sala de estar con la pierna levantada y hielo en la rodilla, pasando de un canal a otro, viendo alternativamente la CNN, programas de entrevistas y oscuros acontecimientos deportivos. Me dirigí a la puerta de la calle, dando gracias por la oportunidad de estar un rato a solas.

Del océano soplaba apenas una suave brisa. Los últimos rayos del sol vespertino habían empezado a desaparecer, pero la playa, caldeada durante todo el día, todavía exhalaba un calor que olía fuertemente a algas y a sal marina. Las hojas de las palmeras parecían de recortes de papel, formas oscuras y sólidas contra el cielo azul sólido. Alargué las zancadas, alcanzando un ritmo que me sentaba divinamente. La rigidez y la fatiga dieron paso a la comodidad. Los músculos se me licuaron y el sudor me corrió por la cara. Incluso el ardor del pecho me sentaba divinamente, mientras el oxígeno me inundaba por dentro. Al final de la carrera, me tiré en la hierba y me quedé allí jadeando. Tenía la mente en blanco y sentía los huesos como lavados con lejía. Por fin recuperé el aliento y el calor generado por la carrera se escabulló. Hice algunos estiramientos y me levanté. Mientras me dirigía a casa, noté que los vientos de Santa Ana regresaban bajando por la ladera de los montes. Me duché y me cambié de ropa, poniéndome unos vaqueros y una camiseta.

Dietz y yo fuimos a cenar al local de Rosie. William estaba otra vez trabajando detrás de la barra. A sus ochenta y siete años era para él como una nueva profesión. Desde la boda, la pareja había adquirido una cómoda rutina. Rosie parecía cederle poco a poco la dirección del establecimiento. Ella seguía manteniendo un férreo control de las operaciones diarias, pero William la había convencido de que pagara sueldos decentes y, en consecuencia, tenía ahora mejores empleados. Y había empezado a delegar responsabilidades, lo que le permitía estar con él más tiempo. William se había olvidado de algunas de sus dolencias imaginarias y ella había reducido su autoritarismo. El cariño que se profesaban era evidente y sus ocasionales enfados no parecían tener consecuencias. Dietz estuvo hablando de Alemania con William, pero sólo presté atención a medias; me preguntaba si nosotros dos llegaríamos alguna vez a un acuerdo. Me imaginé a Dietz a los ochenta y siete años, conmigo, que en comparación sería una criatura de setenta y dos; alejados de las tensiones del trabajo detectivesco, afectados por la artritis y sin dientes. ¿Qué haríamos? ¿Abrir una academia de investigadores privados?

—¿En qué piensas? Tienes una expresión muy rara —preguntó.

—En nada. En la jubilación.

—Preferiría comerme la pistola.

A la hora de acostarnos, Dietz se ofreció a subir a la pata coja por la escalera de caracol.

—La rodilla me está matando otra vez, así que lo único bueno que puedo ofrecerte es compañía —dijo.

—Estarás mejor abajo. Mi cama no es muy grande, sobre todo con esa rodilla tuya. Me pasaría toda la noche preocupada por la posibilidad de hacerte daño.

Lo dejé abajo abriendo el sofá-cama y subí las escaleras, hablando con él por encima de la barandilla.

—Ultima oportunidad —dijo sonriéndome.

—No estoy segura de que sea inteligente acostumbrarme a ti.

—Deberías aprovecharte mientras puedes.

Me detuve para mirarlo.

—Esa es la diferencia básica entre nosotros, Dietz.

—¿Que yo vivo el momento?

—Que para ti es suficiente.

A primera hora del jueves, Dietz se montó en su coche y se dirigió a la redacción del Santa Teresa Dispatch mientras yo iba a casa de Paul Trasatti. Hopper Road se encontraba a mitad de trayecto entre la finca de los Malek y el club de campo. El barrio era pequeño y la calle estaba flanqueada por olmos y manchada de sombras. La casa era de una planta, de estilo rural inglés, de las que vemos dibujadas en el dorso de las barajas; piedra gris con un tejado cubierto de paja que se curvaba como las olas del mar donde se alzaban las buhardillas. Las ventanas eran de pequeños cristales emplomados, con la ebanistería cuidada y los postigos pintados de blanco. Dos estrechas chimeneas de piedra encorsetaban la casa como un par de sujetalibros. El jardín estaba rodeado por una valla de estacas blancas, y había flores rosas y rojas plantadas a lo largo de la parte delantera. El pequeño jardín estaba inmaculado, la densa hierba bordeada de hiedra oscura, con pequeños macizos de flores a lo largo del camino de ladrillo que conducía a la puerta. Los pájaros piaban en el joven roble que crecía en un rincón de la propiedad.

Como es lógico, había llamado la noche anterior, para asegurarme de que Trasatti estuviera en casa. Al llegar al porche, olí a huevos con beicon y a jarabe de arce. Creo que mis gemidos quedaron ahogados por los rugidos que producía el cortacésped de un vecino. En respuesta al timbrazo, Trasatti apareció en la puerta con la servilleta en la mano. Era alto y delgado, calvo como una bombilla. Tenía la nariz larga, gafas de culo de vaso y barbilla pronunciada. Tenía el pecho estrecho, ligeramente hundido, y se ensanchaba al llegar a la cintura. Llevaba camisa blanca de vestir y pantalones de tubo. Frunció el entrecejo al verme y miró su reloj sorprendido.

—Dijo a las nueve.

—Son las nueve.

—Según mi reloj, son las ocho. —Se lo acercó al oído—. Mierda. Pase. Me ha cogido desayunando. Tome asiento. Volveré en un segundo. ¿Le apetece un café?

—No, gracias. Tómese su tiempo —dije.

La sala de estar era pequeña y estaba muy bien amueblada; parecía más el despacho de un médico que un lugar para tirarse con los pies en alto. Los muebles tenían un ligero aire Victoriano, aunque para mi ojo inexperto no parecían auténticos. Las sillas eran pequeñas y recargadas, con perfiles frutales tallados en los bordes. Había tres mesas de madera oscura con la superficie de un mármol veteado de rosa, y una colección de catálogos de Sotheby’s limpiamente amontonados en una de ellas. La moqueta era un lecho de lana azul claro con un friso de dragones chinos y crisantemos. Dos jarrones de esmalte cloisonné estaban llenos de flores artificiales rosas y azules de no sé qué género. En la repisa de la chimenea había un reloj con un segundero que giraba con latidos audibles. Hojeé uno de los catálogos de Sotheby’s, pero no vi nada interesante, excepto una carta del Marqués de Sade por la que se pedían dos mil dólares. El pasaje que se reproducía estaba en francés y parecía muy impertinente. También había una pequeña postal de Erik Satie a la señora de Ravel, con «los bordes decorados y un bajorrelieve en la cabecera con dos manos enlazadas delante de una rosa, todo en color…». Y venga hablar de jolies fleurs y de respecteusements. Es mi idea de las cosas. Yo me expreso así con alguna frecuencia.

Recorrí el perímetro de la estancia y vi multitud de cartas y autógrafos enmarcados. Laurence Sterne, Franz Liszt, William Henry Harrison, Jacob Broom (quienquiera que fuese), Juan José Flores (ídem de ídem). Había una larga e incomprensible carta con la firma de S. T. Coleridge, y una especie de recibo o pagaré en blanco firmado por George Washington. Había otra carta escrita con letra irregular, fechada en agosto de 1710, salpicada de tinta marrón y tachaduras, y con un aire sucio y arrugado. ¿Quién habría tenido estómago para salvar todos aquellos desperdicios? ¿Es que ya por entonces había gente que adivinaba el futuro y se ponía a rebuscar en los cubos de la basura?

Al otro lado del pasillo vi lo que seguramente había sido un comedor transformado luego en oficina. Había estanterías en todas las paredes, algunas delante de las ventanas, lo que reducía mucho la luz que entraba del exterior. Todas las superficies, comprendidos los suelos, las mesas y las sillas, estaban abarrotadas. No había ninguna máquina de escribir. No tenía razones para pensar que Trasatti estuviera complicado en la historia, pero me habría gustado poner en su sitio una pieza del rompecabezas. El aire olía a rancio y al moho de los libros, a cola, a papeles viejos y a bichos del polvo. Un gatazo de color pardo se paseaba elegantemente por una mesa llena de libros. La criatura tenía un muñón en lugar de rabo y parecía buscar un sitio para mear.

—¿Haciéndose a la casa? —dijo una voz detrás de mí.

Me sobresalté y casi di un respingo.

—Estaba admirando el gato —dije con indiferencia.

—Disculpe si la he asustado. Es Lady Chatterley.

—¿Qué le ha pasado a la cola?

—Es un gato de la isla de Man.

—Parece todo un carácter —dije. A la gente con animales le gusta oír cosas así. Trasatti no pareció apreciar el cumplido. Me indicó por señas que entrara en el despacho y se sentó ante la mesa, apartando un montón de libros encuadernados.

—¿No tiene secretaria? —pregunté.

—El negocio no es tan grande para necesitar ayudantes. Cuando tengo que hacer algo, utilizo el Mac que tengo arriba. Adelante, póngase cómoda —dijo, señalando la única silla de la habitación.

—Gracias. —Puse en el suelo los libros, el maletín y el montón de periódicos y me senté.

—Dígame ahora qué puedo hacer por usted. En realidad, no puedo añadir nada a lo que ya le conté sobre Jack.

—Se trata de otra cosa —dije mientras el gato de siete kilos saltaba sobre mi regazo y se apoltronaba entre mis rodillas. De cerca, Lady Chatterley olía igual que unos calcetines usados durante dos semanas. Rasqué la pequeña mancha que tenía al comienzo de la cola y la gata irguió las posaderas hasta ponerme el pimpollo delante de la cara. Le bajé el lomo con la mano. Espolvoreé el prólogo con un surtido de expresiones tranquilizadoras («estrictamente confidencial», «sólo entre nosotros», y otras oportunas garantías de confianza) antes de ir al grano—. Me preguntaba qué podría contarme usted sobre los Maddison…, Patty y su hermana Claire.

Pareció recibir la pregunta sin dificultad.

—¿Qué quiere saber?

—Lo que quiera contarme —respondí.

Colocó recta la torre de libros que tenía delante, de modo que todos los bordes estuvieran alineados y que los lomos coincidieran.

—No conocí a la hermana. Era mayor que nosotros. Estaba fuera, en la universidad, cuando la familia se mudó a Santa Teresa y Patty empezó a salir con Guy.

—¿Eran nuevos en la ciudad?

—Bueno, en realidad no. Habían estado viviendo en Colgate y compraron una casa más cerca. Nunca tuvieron tanto dinero como nosotros…, y no es que fuéramos ricos —añadió—. A Bader Malek le iba bien en aquella época, pero no era lo que se dice un hombre rico.

—Hábleme de Patty.

—Era muy guapa. Morena. —Se puso la mano a la altura de los ojos para dibujar un flequillo—. Con el pelo por aquí —dijo—. Tenía que mirar así, entre el pelo. Era extraña, tenía muchas fobias y amaneramientos nerviosos. Desgarbada, con las tetas grandes. Se mordía las uñas sin cesar y le gustaba pincharse con cosas. —Trasatti se puso las manos en las rodillas para no tocar los objetos del escritorio.

—¿Pincharse? ¿Con qué?

—Agujas, lápices, imperdibles. La vi quemarse una vez. Se puso un cigarrillo encendido en la mano…, con indiferencia, como si le estuviera pasando a otra persona. Ni siquiera parpadeó, pero yo olí a carne chamuscada.

—¿Iba Guy en serio con ella? —Volví a bajar el lomo de la gata y empezó a clavarme las garras en los tejanos a la altura de las rodillas.

—Ella iba en serio con él. No tengo ni idea de lo que Guy pensaba de ella.

—¿Y los otros? Donovan y Bennet.

—¿Qué pasa con ellos?

—Me preguntaba por dónde andaban entonces.

—Donovan estaba trabajando con su padre, por lo que recuerdo. Siempre estaba trabajando con su padre, así que seguro que no me equivoco. Jack por entonces estudiaba fuera y sólo volvía a casa para las fiestas. Por Navidad y Semana Santa.

—Y para asistir al entierro de su madre —dije. Saqué las uñas de la gata de mi rodilla y le inmovilicé la garra derecha con la mano. Noté que sacaba las uñas y las retraía, pero la gata parecía contenta y seguramente pensaba en los ratones—. ¿Y Bennet? ¿Dónde estaba?

—Aquí, en la ciudad. Él y yo estábamos terminando la carrera en la universidad de aquí.

—¿Qué carrera?

—Yo, historia del arte. Él, económicas o empresariales, tal vez hacienda pública. Pasó de una especialidad a otra. Lo he olvidado.

—¿Se sorprendió usted al saber que Patty estaba embarazada?

Trasatti lanzó un bufido, sacudiendo la cabeza.

—Patty se acostaba con todos. Estaba desesperada por conseguir atención y la complacíamos con mucho gusto.

—Vaya —murmuré—. Donovan no me dijo que fuera una chica promiscua.

—No era la única. En aquella época se jodía mucho. Lo llamábamos amor libre. Todos fumábamos droga. Éramos hippies de provincias o al menos lo intentábamos. Siempre estábamos salidos y hambrientos. La mitad de las chicas con las que salíamos estaban hechas unas guarras. Salvo Patty, claro, que era preciosa, aunque estaba mal de la azotea.

—Muy simpático, aprovecharse de una menor —dije—. Dada su licenciosa conducta, ¿cómo se supo que el niño era de Guy?

—Porque ella dijo que lo era.

—Pudo haber mentido. Si estaba loca y drogada, pudo habérselo inventado. ¿Cómo sabe que el niño no era de usted?

Trasatti se removió con incomodidad.

—Yo no tenía dinero. ¿Qué sacaba la chica diciendo que era mío? Los Malek tenían clase. Ella podía estar loca, pero no era idiota. Es como el viejo chiste…

—Conozco el viejo chiste —repliqué—. ¿Hubo alguna prueba? ¿Se hizo alguna prueba sanguínea para determinar la paternidad?

—Lo dudo. Estoy seguro de que no. Estamos hablando de 1968.

—¿Cómo sabe que no se acusó a Guy por conveniencia? Por entonces ya se había ido. ¿Qué mejor culpable que un tarambana crónico como él?

Trasatti cogió un lápiz y lo volvió a dejar. Su cara se había vuelto inexpresiva.

—¿Qué tiene esto que ver con Jack? Creía que trabajaba usted para ponerlo en libertad.

—Es lo que estoy haciendo.

—A mí no me lo parece.

—Donovan me habló ayer de Patty. Creo que la historia puede estar relacionada con los hechos actuales y la estoy investigando. ¿Vio usted las cartas que Guy supuestamente falsificó?

—¿Por qué lo dice de ese modo? Es lo que hizo.

—¿Le vio usted hacerlo?

—No, claro que no.

—Entonces es una suposición. ¿Vio alguna vez las cartas?

—¿Por qué iba a hacerlo?

—Su padre las tasó cuando se descubrieron las falsificaciones. Pensé que a lo mejor le había enseñado las copias, si lo estaba educando para seguir sus pasos…

—¿Quién le ha dicho eso?

—Le cedió a usted la dirección del negocio, ¿no?

Trasatti me sonrió parpadeando.

—No entiendo adónde quiere ir a parar con todo esto. ¿Me está acusando de algo?

—En absoluto —dije.

—Porque si lo está haciendo, se ha salido usted de madre.

—No ha sido una acusación. En ningún momento he dicho que hiciera usted nada. Lo que digo es que Guy Malek no fue. Que lo hizo otra persona y echó la culpa a Guy. ¿Y «Max Outhwaite»? ¿Cómo encaja en esto?

—¿Outhwaite?

—Vamos, Trasatti. Es el nombre que al parecer puso Guy en sus tarjetas de visita falsas.

—Sí, sí, sí. Ahora lo recuerdo. Seguro. Sabía que me sonaba. ¿Cuál es la relación?

—No lo sé. Por eso se lo pregunto —dije—. Creo que la historia de Patty Maddison está vinculada con esto. Su muerte, las cartas falsificadas. Me limito a echar sondas.

—Le recomiendo que pruebe en otro sitio. La familia está muerta.

—¿Por qué está tan seguro?

Paul Trasatti guardó silencio. Se puso a ordenar una hilera de sujetapapeles en el lateral de una cajita imantada que había en la mesa. Todos tenían que estar a la misma distancia de los demás por arriba y por abajo.

—Vamos. Quedará entre nosotros —dije.

—Traté de buscarlas una vez.

—¿Cuándo?

—Hace unos diez años.

—¿En serio? —dije tratando de no parecer interesada—. ¿Por qué?

—Sentí curiosidad. Pensé que podía haber más documentos raros. Ya sabe, legados a otros miembros de la familia.

—¿Cómo lo hizo?

—Contraté a una genealogista. Le dije que buscaba a unos parientes con los que se había perdido el contacto hacía mucho tiempo. La buena señora investigó el asunto. Tardó meses. Rastreó la pista del apellido hasta Inglaterra, pero en el extremo que nos interesaba, la rama de California, no había herederos masculinos y la línea se acababa.

—¿Y los tíos, los primos…?

—Ambos progenitores eran hijos únicos de hijos únicos. No quedaba nadie.

—¿Qué pasó con las copias de las cartas?

—Las falsificaciones fueron destruidas.

—¿Y los originales?

—Nadie volvió a verlos. Bueno, al menos yo no los vi. No se han puesto a la venta en todos los años que llevo en el negocio.

—¿Sabe lo que eran?

—Tengo el inventario. Mi padre era muy minucioso con sus archivos. ¿Quiere verlo?

—Me gustaría.

Trasatti se levantó y se dirigió a un cuarto ropero. Entreví una caja fuerte empotrada y cuatro archivadores grises de metal. Encima de ellos, en estanterías, había una serie de ficheros antiguos de tarjetas.

—Un día de estos lo meteré todo en el ordenador.

Parecía saber exactamente dónde tenía que buscar y me pregunté si lo habría buscado recientemente. Sacó una ficha, le echó un vistazo y volvió a cerrar el cajón. Dejó la puerta del armario entornada y volvió a su sitio, dándome la ficha al pasar junto a mi silla. La gata se me había dormido encima y era como un saco de siete kilos de arena caliente.

El inventario detallaba seis documentos: una enmarcada Cédula de Miembro de la Sociedad de Boston y una carta personal, ambas firmadas por George Washington y valoradas en once mil quinientos y nueve mil quinientos dólares respectivamente; un escrito judicial firmado por Abraham Lincoln, fechado en diciembre de 1847 y valorado en seis mil quinientos dólares; un documento de la guerra firmado por John Hancock y valorado en cinco mil quinientos dólares; diez páginas de un manuscrito original de Arthur Conan Doyle, valoradas en siete mil quinientos dólares; y una carta firmada por John Adams, valorada en nueve mil.

—Es impresionante —dije—. No entiendo un rábano de documentos raros, pero estos parecen fabulosos.

—Lo son. Y los precios que está viendo son de hace veinte años. Ahora valdrían más.

—¿Cómo se las arregló el padre de Patty Maddison para poner las manos sobre semejantes documentos?

—Nadie tiene ni idea. Era un coleccionista aficionado. Algunos los consiguió en una subasta y el resto ¿quién sabe? Por lo que sé, pudo haberlos robado. Mi padre había oído hablar de ellos, pero Francis, el señor Maddison, no le dejó examinarlos.

—Su viuda debía de ser idiota para entregarlos de la manera que lo hizo.

Trasatti no hizo ningún comentario.

—¿Cómo se enteró Guy de la existencia de las cartas?

—Probablemente se lo diría Patty.

—¿Por qué iba a hacerlo?

—¿Cómo voy a saberlo? Para presumir. Estaba loca. Hacía muchas cosas raras.

Vi que miraba su reloj.

—¿Tiene algún compromiso? —pregunté.

—La verdad es que me gustaría dejar esto zanjado de una vez. Tengo trabajo.

—Cinco minutos y me iré.

Trasatti se removió con inquietud, pero me indicó que continuara.

—Permítame exponerle una pequeña teoría. Nada de todo esto salió a la luz hasta que Guy se marchó, ¿verdad?

Trasatti me miró fijamente, sin darme ninguna clase de ánimos.

No tuve más remedio que continuar, sintiéndome como Perry Masón en un enfrentamiento tribunalicio, con la diferencia que a mí no me salía tan bien como a él.

—Supongamos que fue Jack el que dejó embarazada a Patty. He oído decir que Jack era el más calentón. Según Guy, jodía con todo lo que tenía piernas.

—Ya le he dicho que estaba en la universidad. Ni siquiera estaba aquí —dijo Trasatti.

—Vino al entierro de su madre y durante las vacaciones de primavera. Sería en marzo, ¿no?

—La verdad es que no lo recuerdo.

—Por lo que sé, Guy ya se había ido por entonces. Jack se sintió traicionado. Estaba destrozado porque Guy se había ido sin él, así que quizá recurriera a Patty para consolarse. En aquel momento, ella debía de necesitar tanto consuelo como él.

Trasatti mantenía el semblante inexpresivo, con los dedos entrelazados sobre la mesa.

—No me obligará usted a que hable de lo que no sé.

—Jack pudo haber falsificado las cartas. Ustedes dos eran amigos. Su padre era tasador. Pudo haberlo ideado todo usted y enseñar a Jack cómo se hacía.

—Lo que dice me parece ofensivo. Es pura especulación. No va a ninguna parte.

Pasé por alto su comentario, aunque lo que decía era cierto.

—Todo se había enfriado. Hasta que Guy volvió a casa.

—¿Qué importancia podía tener ya su regreso?

—En los viejos tiempos, Guy cargaba con las culpas de los pecados de todos, así que tiene lógica que todo el mundo se sintiera a salvo hasta que reapareció.

—No la sigo.

—Puede que el motivo de la muerte de Guy no fuera el dinero —dije—. Puede que Jack estuviera tratando de protegerse.

—¿De qué? No lo entiendo. No había nada en juego. El robo se produjo hace dieciocho años. Las responsabilidades penales han prescrito ya. Según la ley, ya no hay delito. Aunque su suposición fuera acertada, Jack sería el único que terminaría con la soga al cuello. Dijo que había venido para ayudarle, pero usted no hace más que echarle fango encima.

—¿Sabe una cosa? Le diré la verdad. Me importa una mierda el fango que le caiga encima. Si es culpable, allá él. No es asunto mío.

—Vaya, muy bonito. ¿Quiere que descuelgue el teléfono y llame a Lonnie Kingman? Le encantará saber su actitud, y a Jack también. Que yo sepa, es quien paga sus honorarios.

—Adelante. Lonnie puede despedirme si no le gusta lo que estoy haciendo.