18

Dejé a Dietz en la biblioteca pública y me dirigí a Construcciones Malek por la autopista. No esperaba que me fuese a llevar mucho tiempo, pero cuando giré para entrar en el aparcamiento vi a Donovan subiendo a una de las furgonetas descubiertas de la compañía. Lo llamé, saludé con la mano y metí el coche en una plaza para visitantes, dos más allá de la suya. Esperó a que me aproximara y bajó la ventanilla.

La cara de Donovan se arrugó al sonreír; sus ojos oscuros eran prácticamente invisibles tras las gafas de sol.

—¿Cómo está usted? —preguntó. Se subió las gafas a la frente.

—Bien, gracias. Veo que está a punto de irse. ¿Estará fuera mucho tiempo? Me gustaría hacerle unas preguntas.

—Tengo unos asuntos en la cantera. Sólo estaré fuera una hora, lo digo por si quiere venir conmigo.

Medité unos segundos.

—Está bien —accedí.

Quitó el sombrero del asiento del copiloto, lo dejó en el suelo y me abrió la puerta de la furgoneta. Subí de un salto. Donovan llevaba tejanos y chaleco vaquero, y una camisa azul a cuadros con las mangas subidas. Calzaba unas botas de montaña con las suelas tan acanaladas como un neumático.

—¿Dónde está la cantera?

—En el puerto de montaña. —Puso en marcha la furgoneta y salimos del aparcamiento—. ¿Hay alguna novedad sobre Jack?

—No he hablado con él, pero Lonnie Kingman tenía que verlo antes de que lo devolvieran a la cárcel. ¿Ha hablado usted con Christie?

—He comido muy tarde —dijo—. Llegué a casa unos diez minutos después de irse usted. No tenía ni idea de lo que había pasado. ¿Cómo están las cosas en este momento?

—Es difícil de decir. Lonnie está preparando la estrategia. Seguramente iré más tarde al club de campo para localizar a gente que estuviera el martes. Nos gustaría encontrar a alguien que pudiera confirmar que Jack permaneció en el club entre las nueve y media y las once y media.

—No será muy difícil.

—Se sorprendería usted —dije.

Cuando me subo en una furgoneta me pongo más alegre que unas castañuelas. Antes de que llegáramos a la estrecha carretera que subía el puerto serpeando, la tensión me había desaparecido casi por completo. Hay algo tranquilizador en ser un simple pasajero de un vehículo en movimiento. Y entre el ronroneo del motor y el zarandeo de la cabina, casi me quedé dormida. Estaba cansada de pensar en el asesinato, aunque tarde o temprano tendría que sacar el tema a colación. Mientras tanto, le pregunté por la faena y encontré un placer absurdo en su prolongada respuesta. Donovan llevaba el volante con una mano y a causa del ruido tuvo que hablar levantando la voz.

—Nos ponemos a reciclar donde están el hormigón y el asfalto desechados. Tenemos un almacén en Colgate donde lo recogemos, y una planta móvil, bueno, ahora tenemos dos plantas móviles, una en Monterrey y otra en Stockton. Creo que fuimos de los primeros en esta zona. Transformamos los materiales en el lecho de hormigón que se nos pide. Sale más caro transportar los materiales hasta aquí que el material en sí, por eso hay que ahorrar en el transporte.

Siguió en la misma vena mientras me preguntaba, por hacer algo, si valdría la pena comprobar sus afirmaciones sobre la solvencia de la compañía. Cuando volví a sintonizar con su voz, estaba diciendo:

—En estos momentos, producimos casi la misma cantidad en la cantera que en el yacimiento de arena y grava. La mayor parte de la arena y la grava va a la producción de hormigón de asfaltado. No hay ninguna fábrica de hormigón de asfaltado que esté más cerca de Santa Teresa que la nuestra. Antes teníamos una en Santa Teresa y llevábamos la arena, la grava y el asfalto líquido y lo hacíamos allí, pero era más barato fabricar el producto aquí y transportarlo a Santa Teresa. Seguramente soy el único ser vivo que se extasía con el hormigón para el asfalto y el cemento de Portland. Usted quiere hablar de Jack.

—Preferiría hablar de Guy.

—Bueno, lo que yo digo es que Jack no lo mató, porque no tiene sentido. Lo primero que hará la policía es fijarse en nosotros tres. Me sorprende que a Bennet y a mí no nos investiguen.

—Seguramente lo están haciendo, aunque por el momento todas las pruebas parecen apuntar a Jack. —Le hablé de las zapatillas de correr y del bate de béisbol—. ¿Sabe dónde estaba la Harley-Davidson aquella noche?

—En el garaje de casa, supongo. La Harley es de Jack, no mía. En realidad, aquella noche no tuve ocasión de verla. Estaba en el piso de arriba viendo la tele.

Llegamos al puerto por una carretera serpeante y flanqueada por robles. El aire estaba inmóvil, encerrado entre las montañas bajo el sol ardiente. Los arbustos estaban tan secos como la yesca. En lo alto de las laderas, el guardalobo, el tomillo y la artemisa se habían extendido por el paisaje como una colcha dorada que suavizaba las aristas rocosas. Apenas había brisa, pero según avanzara el día, de las montañas empezaría a soplar aire cálido. Caería algo de humedad. El viento, comprimido entre los cañones, empezaría a tomar velocidad. Cualquier pequeña fogata, cualquier cigarrillo encendido, incluso la más inocente chispa de una motosierra podría propagarse entonces en cuestión de minutos y convertirse en un incendio. Los grandes incendios solían declararse en agosto y septiembre, después de varios meses de anticiclón. Sin embargo, el clima se había vuelto impredecible últimamente y no había manera de pronosticar lo que haría. Debajo de nosotros, a lo lejos, el Pacífico se extendía hasta el horizonte como una niebla azul. Podía ver el relieve de la costa, que se curvaba hacia el norte.

—No volví a ver a Jack aquella noche después de que se fuera al club —dijo Donovan—, así que no puedo serle de utilidad en ese punto. Aparte de su paradero, no acabo de comprender lo que está usted buscando.

—Podemos hacer dos cosas, o demostrar que Jack no lo hizo o sugerir que lo hizo otro. ¿Dónde estuvo Bennet aquella noche? ¿Puede dar cuenta de sus movimientos?

—Tendrá que preguntarle a él. No estaba en casa, es todo lo que sé. Llegó tarde.

—La primera vez que nos vimos me habló usted de los tropiezos de Guy con la ley. ¿No podría haber una persona resentida en alguna parte?

—¿Quiere retroceder usted hasta su época de delincuente juvenil?

—Quizás. Y también hasta la época posterior. Usted mencionó a una viuda a la que dejó sin dinero.

Donovan negó con la cabeza.

—Olvídelo. Es un callejón sin salida.

—¿Por qué?

—Porque esa familia desapareció.

—¿Se fue a otra ciudad?

—Están todos muertos.

—Cuéntemelo de todos modos.

—La viuda era una tal señora Maddison. Guy ya se había ido y, cuando el viejo se enteró de lo que Guy había hecho, se negó a compensarla. Fue una de las pocas veces que se puso duro. Supongo que ya estaba harto de limpiarle las migajas que iba dejando. Le dijo a la mujer que presentara una denuncia, pero estoy seguro de que no lo hizo. Hay personas así. No se mueven ni siquiera cuando deberían hacerlo.

—¿Y de qué se trataba?

Llegamos a la cima y ante nosotros apareció una vista que me encanta, un valle de color caramelo y salpicado de montículos verde oscuro, alfombrados de robles virginianos. El paisaje abundaba en ranchos y terrenos de camping, pero la mayoría no se veía desde allí. La carretera de dos carriles se ensanchó hasta tener cuatro y aceleramos al cruzar Cold Spring Bridge.

—Guy estuvo liado con una chica que se llamaba Patty Maddison. Maddison con «d» doble. La chica tenía una hermana mayor que se llamaba Claire.

Una campanita sonó en mi cerebro, pero no pude situar el nombre. Seguramente se me escapó algún ruido porque Donovan se dio la vuelta para echarme un rápido vistazo.

—¿La conoce? —preguntó.

—Me suena el nombre. Continúe con la historia. Ya me acordaré.

—Su padre nunca había tenido un centavo, pero no sé cómo había adquirido unos documentos raros, unas cartas que valían un buen pellizco. El viejo estaba enfermo y había dispuesto que, al morir, la madre vendiera las cartas para costear los estudios de las hijas. La hija mayor había terminado el primer ciclo de estudios superiores y estaba esperando el momento de matricularse en la Facultad de Medicina. Una parte del dinero tenía que ser para ella y otra para pagar la universidad de Patty.

»En la Navidad anterior a su partida, Guy visita a esta mujer. Dice que es amigo de Patty y se presenta como tasador de documentos raros. Le dice que tiene que hacerle unas preguntas sobre la autenticidad de las cartas. Se rumorea, le dice, que son falsas, y él había sido contratado por el padre para analizarlas.

—¿Todavía estaba vivo el padre?

Negó con la cabeza.

—Hacía un mes que había muerto. Murió alrededor del día de Acción de Gracias. La madre se pone muy nerviosa, porque las cartas son lo único que tiene. No sabe absolutamente nada de que se hubiera contratado a un tasador, pero todo parece legal, y tiene lógica que su marido lo haya hecho al ver que se acercaba el fin de sus días…, así que le da las cartas a Guy y este se las lleva.

—¿Sin más ni más? —pregunté—. ¿Sin decirle siquiera que le enseñara algún documento identificador ni credenciales?

—Parece que no. Guy tenía preparadas unas tarjetas de visita y le dio una, y la señora creyó lo que ponía en ella. Tiene que entender que todo esto se recompuso meses más tarde. ¿Qué sabía ella? De todas formas, necesitaba un tasador para venderlas.

—No puedo creer que la gente sea tan confiada.

—Por eso sigue habiendo estafadores —dijo.

—Siga.

—Bien, Guy guarda las cartas durante dos semanas. Dice que las está sometiendo a una serie de pruebas científicas, pero lo que realmente hace es copiarlas, falsificarlas con pericia. Bueno, no con tanta pericia, como se comprobó después. En cualquier caso, consigue un resultado lo bastante bueno para pasar una inspección superficial. A las dos semanas, vuelve con las copias y le da la mala noticia. «Que Dios nos ampare, señora Maddison, son falsas», le dice, «y no valen un centavo». Le sugiere que consulte con cualquier experto, aunque todos le dirán lo mismo. La mujer casi se muere del disgusto. Las lleva rápidamente a otro experto y le confirma lo que le ha dicho Guy. Las cartas no valen nada, claro. Así que nos encontramos con esta señora que acaba de enviudar y que, de repente, no tiene nada. Antes de que nos diéramos cuenta ya estaba en casa pidiendo una indemnización a papá.

—¿Cómo descubrió que había sido Guy?

—Guy había salido con Patty Maddison…

—Aaaah, Patty —dije—. Ya caigo. Guy me habló de ella el día que estuvimos paseando por la finca. Dijo que había roto con ella. Perdone que lo haya interrumpido, pero acabo de recordar dónde había oído el nombre. ¿Y cómo supieron que había sido él? ¿Lo acusó Patty?

Donovan negó con la cabeza.

—Nada de eso. Patty trató de protegerlo, pero Guy había puesto pies en polvorosa y la señora Maddison sumó dos y dos.

—¿No lo conocía ya la señora Maddison?

—Lo conoció personalmente cuando se presentó para tasar las cartas. Como es natural, no usó su verdadero nombre.

Donovan redujo la velocidad y giró para salir de la carretera principal. Seguimos por una carretera asfaltada de dos carriles durante un par de kilómetros hasta que el asfalto se convirtió en grava. Las piedrecillas saltaban mientras la furgoneta avanzaba dando tumbos. Un polvillo blanco se elevaba caracoleando del camino, el cual se curvaba a la izquierda ensanchándose y poniendo a la vista la cantera. De la ladera montañosa se habían cortado bloques macizos de piedra y suelo compacto. No había árboles ni otra vegetación en la zona. El estrépito de la maquinaria pesada taladraba el pacífico aire de la montaña. Gran parte de la zona era de un gris yeso que contrastaba violentamente con las colinas verdigrises que la rodeaban y con el pálido azul del cielo. Las montañas del otro lado estaban alfombradas de vegetación de una tonalidad verde oscura, jaspeada por el dorado de las pequeñas áreas de hierba seca. Habían ido cortando la falda montañosa en gradas. Por todas partes había empinados montones de grava, tierra seca, bloques de piedra caliza y arenisca, y granito. Las cintas transportadoras subían el material hasta las trituradoras, cuyas vibrantes fauces reducían a escombros pedruscos tan grandes como mi cabeza. Cribas y cedazos puestos horizontalmente y en diagonal clasificaban la piedra triturada por tamaños.

Donovan se detuvo al lado de un remolque, apagó el motor y puso el freno de mano.

—Voy a hacer unas diligencias y cuando vuelva terminaré de contarle la historia. Si quiere dar un paseo, hay un casco en la parte trasera.

—Vaya usted. No se preocupe.

Donovan me dejó en la furgoneta mientras conferenciaba con un hombre que llevaba mono y casco. Ambos desaparecieron en el remolque mientras esperaba. Vista de lejos, la maquinaria parecía de juguete. Me quedé mirando una cinta transportadora que arrastraba piedra suelta en un reguero continuo que caía al final como una catarata. Alcé la barbilla y contemplé el paisaje campestre que se extendía más allá como un lienzo primitivo de brumosas montañas y matorrales verde oscuro. Dejé vagar los ojos por el lugar, buscando alguna lógica a lo que me había contado Donovan. Por lo que recordaba de las alusiones de Guy, este consideraba el haberse sincerado con Patty su único acto decente. La había descrito como inestable, emocionalmente frágil, algo así. Costaba creer que hubiera querido convencerme de su honradez cuando había llegado al extremo de desplumar a la madre de la muchacha. La verdad es que también había desplumado a Patty, ya que el dinero de las cartas iba a ser para ella.

El sol daba de lleno en la cabina de la furgoneta descubierta. Donovan había dejado las ventanillas bajadas para que no me cociera. El polvo blanco nublaba el aire y los gruñidos del pesado equipo destripaban el silencio. Oía el estampido hueco del metal, el agudo gemido del motor de una excavadora que maniobraba en un terreno tan yermo como un paisaje lunar. Me desabroché el cinturón de seguridad y me recosté en el asiento con las rodillas apoyadas en el salpicadero. No quería que Guy fuera culpable de un delito de aquella magnitud. Lo hecho, hecho estaba, pero aquello era muy feo, feísimo. Estaba preparada y predispuesta a aceptar gamberradas y faltas menores, pero un robo con alevosía y dolo era difícil de pasar por alto, incluso después del tiempo transcurrido.

No me di cuenta de que me había adormecido hasta que oí un crujir de botas y Donovan abrió la portezuela del conductor. Me desperté sobresaltada. Golpeó el estribo con las botas de lado para que se desprendiera la gravilla antes de deslizarse ante el volante. Me erguí y volví a ponerme el cinturón de seguridad.

—Siento haber tardado tanto —se disculpó.

—No se preocupe. Sólo estaba descansando los ojos —dije rápidamente.

Cerró la puerta, se abrochó el cinturón de seguridad y puso en marcha el motor. Al poco rato, botábamos por la carretera rumbo a la autopista.

—¿Por dónde iba? —preguntó.

—Guy cambió unas cartas auténticas por otras falsas y desapareció. Decía que su padre se negó a reparar la fechoría.

—Y que lo diga. Las cartas estaban valoradas en unos cincuenta mil dólares. Por entonces papá no tenía ese dinero y, de todas formas, no quería pagar.

—¿Qué fue de las cartas? ¿Las vendió Guy?

—Debió de hacerlo, porque, por lo que sé, nunca volvieron a verse. Paul Trasatti podría darle más detalles. Su padre fue el tasador al que acudieron después del cambiazo.

—¿Fue este hombre quien confirmó la mala noticia a la señora Maddison?

—Sí.

—¿Qué fue de la señora?

—Para empezar, era una borracha y llevaba varios años tomando pastillas. No duró mucho. Entre el alcohol y el tabaco, a los cinco años ya había muerto.

—¿Y Patty?

—Eso sí que fue mala suerte. En mayo de aquel año, dos meses después de la partida de Guy, se supo que Patty estaba embarazada. Tenía diecisiete años y no quería que nadie se enterase. Padecía muchos problemas mentales y creo que no le daba miedo que la rechazaran, lo que probablemente habrían hecho. En cualquier caso, abortó y murió de septicemia.

—¿Qué?

—Eso he dicho. Se sometió a un aborto «de tapadillo», como solía decirse, y que era más frecuente de lo que se cree. Se hizo sin medidas higiénicas…, fue un médico sin escrúpulos de San Diego. La chica cogió una infección en la sangre y murió.

—¿Bromea?

—Es la verdad —dijo—. Por algo detestábamos a Guy. Ya sé que piensa que somos una pandilla de gilipollas hostiles, pero hemos tenido que vivir con esto y no ha sido fácil.

—¿Por qué no se ha dicho nada hasta ahora?

—¿En qué contexto? El tema nunca salió a la luz. Todos sabíamos lo que había pasado. Lo comentamos entre nosotros, pero no lo aireamos delante de otras personas. ¿Cree que nos gusta sentirnos responsables?

Medité aquello mientras miraba la carretera.

—La verdad es que me cuesta creerlo.

—No me extraña. No quiere creer que Guy fuera capaz de una cosa así.

—No, no quiero —dije—. Guy me contó que Patty estaba loca por él. Pensaba que no haberla seducido cuando tuvo ocasión fue el único gesto honrado de su vida. ¿Por qué diría eso?

—Esperaba impresionarla. Es lógico —replicó.

—Pero cuando me lo dijo tampoco venía a cuento. Estábamos hablando de naderías y me lo contó. No entró en detalles. ¿Por qué me iba a impresionar?

—Guy era un embustero. No podía evitarlo.

—Puede que fuera embustero entonces, pero ¿por qué iba a mentir sobre la chica al cabo de tantos años? Yo no la conocía. No estaba presionándole para que me contara nada. ¿Por qué iba a molestarse en mentir cuando no tenía nada que ganar?

—Mire, ya sé que simpatizaba usted con él. A muchas mujeres les gustaba. Usted está apenada por él. Se siente protectora. No quiere aceptar que era un mal bicho cuando le daba. Todo lo que hacía era por el estilo.

—No es eso —dije, sintiéndome ofendida—. Había estado buscándose durante mucho tiempo. Había dedicado su vida a Dios. No tiene lógica que se inventara un cuento sobre Patty Maddison.

—Estaría revisando y corrigiendo su propia historia. Es algo que todos hacemos. Te arrepientes de tus pecados y, en la memoria, comienzas a limpiar lo que no te gusta. No tardas en convencerte de que no eras, ni de lejos, tan malo como decía la gente. El otro era un cretino, pero tú tenías buenas razones para hacer lo que hiciste. Todo es una patraña, por supuesto, pero ¿quién tiene agallas para echarse un vistazo a sí mismo? Nos lavamos las manos. Está en la naturaleza humana.

—Está usted hablando del Guy Malek de los viejos tiempos. No del que yo conocí. Lo único que sé es que me cuesta mucho imaginarme a Guy haciendo eso.

—Lo conocía usted desde hacía menos de una semana y creía todo lo que le contaba. Era un mal bicho.

—Pero, hombre, fíjese en la naturaleza de sus fechorías. Ninguna se parece a esta —dije—. De pequeño era un gamberro. Más tarde, robaba coches y equipos estéreo para comprarse drogas. La falsificación supone un plan demasiado complicado para una persona que se pasa el día tomando drogas. Créame. Yo me he drogado. Te crees grande, pero en realidad te limitas a funcionar.

—Guy era inteligente. Aprendía rápido.

—Hablaré con Paul —repliqué, reacia a ceder.

—Le dirá lo mismo. Seguramente fue eso lo que inspiró a Guy. Tienes un buen amigo cuyo padre trabaja con documentos raros. No se necesita mucho cerebro para saber que se ha dado con algo valioso.

—Entiendo lo que dice, pero no encaja.

—¿Sabe usted algo de embusteros? —preguntó.

—Desde luego, creo que sí. ¿Qué pasa con ellos?

—Un embustero, un mentiroso consumado, miente porque puede, porque sabe hacerlo. Miente por puro placer, porque le gusta engañar y salirse con la suya. Así era Guy. Si podía contar una mentira, aunque no tuviera ninguna finalidad, aunque no ganara nada con ella, no se podía resistir.

—Me está diciendo que era un embustero patológico —le atajé, repitiendo su afirmación con un tono de incredulidad.

—Estoy diciendo que le gustaba mentir. No podía evitarlo.

—No me lo creo —dije—. Estoy convencida de que sé identificar a un embustero.

—Sabrá usted cuándo mienten algunas personas, pero no todas.

—¿Y usted es un experto? —interrogué, empezando a sentirme ofendida. Donovan también estaba molesto conmigo.

Desestimó la pregunta agitando la mano. Sospechaba que no estaba acostumbrado a que las mujeres discutieran con él.

—Olvídelo. Piense usted lo que quiera —dijo—. Ya me doy cuenta de que no voy a convencerla de nada.

—Ni yo a usted —dije con acritud—. ¿Qué fue de la hermana mayor?

Donovan hizo una mueca de fastidio.

—¿Me creerá o es una excusa para otra discusión?

—Hemos discutido por Guy, no por los Maddison, ¿está claro?

—Desde luego. Claire, la mayor, renunció a la idea de estudiar medicina. No tenía dinero y su madre se estaba hundiendo como una piedra. Durante un tiempo estuvo cuidando de ella, durante seis meses más o menos. Cuando murió la madre, volvió a la Costa Este, a Rhode Island u otro lugar de por allí. Puede que se fuera a Connecticut. Se casó con no sé quién, pero no funcionó. Luego, hace aproximadamente un año, se quitó de en medio. Eso dijeron al menos.

—¿Se suicidó?

—¿Por qué no? Toda su familia había fallecido. No tenía a nadie. La familia ya estaba un poco tocada, todos eran unos maniacos depresivos. Supongo que, finalmente, algo la empujó y cayó al vacío.

—¿Qué hizo? ¿Se tiró por la ventana?

—No sé cómo lo hizo. No lo decía en sentido literal. El periódico local publicó la noticia. Sucedió en alguna parte del este.

Volví a guardar silencio.

—Entonces cabe la posibilidad de que a Guy lo matara uno de los Maddison. ¿Verdad que tendría sentido?

—Está dando palos de ciego. Ya le he dicho que han muerto todos.

—¿Y cómo sabe que no queda nadie? Primos, por ejemplo, o tíos, o la mejor amiga de Patty.

—Vamos. ¿Mataría usted a alguien porque perjudicó a un pariente suyo? Si se tratara de un hermano, quizá. Pero ¿un primo o una sobrina?

—Bueno, no. Pero no tengo mucha relación con mis parientes. Imagine que pasara algo así en su familia.

—Ha pasado algo así en mi familia. Han matado a Guy —dijo.

—¿No quiere vengarlo?

—¿Matando a alguien? Rotundamente no. Además, si me afectase tanto como para matar, no esperaría mucho. Estamos hablando de algo ocurrido hace dieciocho años.

—Pero Guy estuvo todo ese tiempo en paradero desconocido. Habrá advertido que murió a los pocos días de reaparecer.

—Eso es verdad —dijo.

—¿Podría tener alguna relación con esto el nombre de Max o Maximilian Outhwaite? También podría ser Maxine. No puedo asegurar el género.

Donovan se volvió y me miró con cara de sorpresa.

—¿Por qué lo pregunta?

—¿Conoce el nombre?

—Claro que sí. Maxwell Outhwaite es el nombre que puso Guy en las tarjetas de visita que preparó para engañar a la señora Maddison.

Lo miré frunciendo el entrecejo.

—¿Está seguro?

—No se olvidan esas cosas —dijo—. ¿Cómo se ha enterado?

—«Max Outhwaite» fue quien envió las cartas al Dispatch y a Los Angeles Times. Así fue como se enteró la prensa de que Guy había vuelto.