17

Dejé la mansión de los Malek poco después de la una. Camino de casa, vi una cabina telefónica en una gasolinera que hacía esquina. Aparqué al lado. Fuera del área de servicio, un grupo de chicos del instituto alternativo local había montado un servicio de lavacoches. Según el cartel escrito a mano, el precio era de cinco dólares y los beneficios se emplearían para costear un viaje a San Francisco. No había ningún cliente a la vista. Había cubos de agua espumosa aguardando y los chicos se entretenían de una manera que dejaba presumir que estaban a punto de regarse unos a otros con las mangueras. Tendría suerte si no acababan mojándome a mí también.

Busqué a Paul Trasatti en la guía. Había dos teléfonos a su nombre: uno de una residencia de Hopper Road y el otro, sin dirección, decía simplemente Paul Trasatti, Libros raros y curiosos. Encontré monedas sueltas en el fondo del bolso y metí unas cuantas por la ranura. Primero marqué el número del establecimiento, pensando que sería más probable que se encontrara allí. Trasatti respondió antes de que terminara de sonar el primer timbrazo.

—Trasatti —dijo escuetamente. Aquel hombre hablaba como si hubiera estado esperando instrucciones para entregar el dinero del rescate.

—Señor Trasatti, soy Kinsey Millhone, investigadora privada, y trabajo para el abogado de Jack Malek. ¿Sabe que ha sido detenido?

—Me he enterado esta mañana. Llamé para hablar con Jack y su cuñada me dijo que se lo acababan de llevar. ¿Le dijo ella que llamara?

—Bueno, no. En realidad no. Yo…

—¿Cómo ha conseguido mi número?

—Lo busqué en la guía telefónica. Necesito información y pensé que quizás usted podría ayudarme.

—¿Qué clase de información?

—He estado hablando con Lonnie Kingman y quiere saber lo que hizo Jack aquella noche.

—¿Por qué no le pregunta a Jack?

—Estoy segura de que lo hará —repliqué—, pero necesitaremos a alguien que respalde su declaración. Christie dice que lo llevó usted en coche al club de campo el martes por la noche. ¿Es eso cierto?

Vaciló durante un segundo.

—Lo es. Me recogió después de cenar. La verdad es que nos cambiamos de sitio y fui yo quien condujo. Estaba demasiado achispado. Esto es estrictamente confidencial, ¿no?

—No soy periodista, pero claro que sí. Será confidencial, al menos de momento —dije—. ¿Achispado quiere decir borracho?

—Dejémoslo en que yo fui el conductor en este caso.

Cerré los ojos, atenta al subtítulo. En la calle que quedaba detrás de mí pasaban vehículos en ambas direcciones.

—¿Se sentaron a la misma mesa?

—Las mesas estaban reservadas. Teníamos asignado el asiento —dijo. Aquel hombre era tan cauto como un político. ¿Qué pasaba aquí?

—Eso no es lo que le he preguntado. ¿Puede usted confirmar su presencia en la fiesta de los golfistas?

Se produjo un breve y curioso silencio.

—¿Puedo hacerle una pregunta? —dijo.

—¿Cuál?

—Si está trabajando para ese abogado…, ¿qué nombre dijo?

—Lonnie Kingman.

—Eso, Kingman. Sé que él no puede repetir nada de lo que haya hablado con Jack, pero ¿y usted? ¿Se puede aplicar lo mismo a su caso?

—Nuestra conversación no tiene privilegios, si es eso lo que pregunta. Cualquier cosa que sea relevante para la defensa de Jack se la comunicaré a Lonnie. Es mi trabajo. Se me puede confiar información. De lo contrario, estaría en el paro —dije—. ¿Se sentó usted con Jack?

—Mire, eso mismo es lo que me ha estado preguntando la policía —respondió. Tuvo que habérsele secado la boca porque le oí lamerse los labios antes de hablar—. Jack es un buen amigo y no quiero causarle más problemas de los que tiene. He hecho todo lo que he podido, menos contar mentiras.

—Pero usted no quiere mentir a la policía —deduje. Puede que la línea estuviera pinchada y estuviesen tomando nota de mi actitud.

—Pues no, no podría. Y de eso se trata —dijo—. No lo expresé exactamente así, pero Jack estuvo un rato…, mmm…, cómo le diría, en otra parte. Lo que quiero decir es que no puedo asegurar que Jack estuviera en mi campo visual.

—Ajá. ¿Cuánto rato?

—Hora y media a lo sumo. En aquel momento no lo pensé, pero, claro, después, cuando se supo el otro asunto, me pregunté por aquel espacio de tiempo. No me gustaría que se reprodujeran mis palabras, que quede esto entre nosotros.

—¿Sabe dónde estuvo?

—Sé dónde dijo que estuvo. Fuera, paseando hasta el hoyo diez.

—¿En la oscuridad?

—No es tan extraño como parece. Yo también lo he hecho. Los fumadores salen a encender un cigarrillo de vez en cuando. Muchos miembros del club conocen el recorrido palmo a palmo, así que perderse o caerse en un foso resulta poco probable.

—Pero ¿por qué hizo eso en mitad de una fiesta de profesionales?

—Estaba alterado, muy alterado diría yo, cuando pasó a recogerme. Es otra de las razones por las que insistí en conducir. Jack tiende a ser descuidado en esas cosas.

—¿Le comentó cuál era el motivo de su alteración? —Esperé—. Sé guardar un secreto —dije.

—Dijo que Guy y él habían discutido.

—¿Sobre qué?

—Probablemente sobre el dinero. Yo diría que por el dinero.

—Se refiere usted al dinero que tenía que heredar Guy.

—Sí.

—Así que Jack estaba borracho y alterado cuando llegaron al club y después desapareció.

—Ajá.

—¿Lo creyó usted?

—¿Lo de dar un paseo? Más o menos. Quiero decir que, en fin, tiene lógica…, si estaba tratando de serenarse y despejarse.

—¿Y parecía más sereno cuando volvió?

Durante un momento creí que se había cortado la comunicación.

—¿Señor Trasatti?

—Estoy aquí. Mire, el caso es que, en realidad, no volvió a tiempo para llevarme a casa. Tuve que buscar a otra persona.

—¿Y eso se lo dijo a la policía?

—Bueno, tuve que hacerlo. Me sentí mal pero me insistieron mucho y, como ha dicho usted, no quería mentir.

—¿Estaba su coche todavía allí?

—Creo que sí. No podría jurarlo. Creo que lo vi en el aparcamiento cuando me iba, pero podría estar equivocado.

—¿Está seguro de que no había rastro de Jack?

—Eso es. Un amigo me dijo que lo había visto perderse por el fairway del primer hoyo. Luego, otro tipo me llevó a casa.

—¿Podría decirme el nombre de los dos? —Levanté un hombro para apoyar el teléfono y hurgué en el bolso en busca de un boli y un papel. Anoté los nombres, ninguno de los cuales me sonaba—. ¿Y cómo descubrió dónde había estado Jack?

—Llamó a primera hora de la mañana para disculparse y entonces me lo explicó.

—¿Llamó el miércoles por la mañana?

—Eso he dicho.

—Quiero estar segura de que lo entiendo correctamente. ¿Recuerda a qué hora llamó?

—Alrededor de las ocho, creo.

—Así que fue antes de que se supiera que Guy Malek estaba muerto.

—Debió de ser así. Sé que Jack no lo mencionó. Supongo que si lo sabía, lo habría dicho.

—¿Recuerda algo más de su conversación?

—No se me ocurre. Creo que ya le he causado suficientes problemas con lo que he dicho. Espero que no le cuente que le he hablado de todo esto.

—Dudo que tenga ocasión de entrevistarme con Jack —dije—. Le agradezco su ayuda. Lonnie Kingman o yo podríamos llamarlo otra vez por este asunto. —«Lo más seguro es que termines subiendo al estrado de los testigos», pensé.

—Supongo que es inevitable —dijo con hosquedad, como si me hubiera leído la mente. Colgó antes de que pudiera sonsacarle algo más.

Comprobé las monedas que quedaban en el estante que había junto al teléfono. Metí más monedas en la ranura y marqué el número privado de Lonnie. Descolgó sin identificarse.

—Soy Kinsey —dije—. ¿Cómo ha ido?

—No me digas nada cortante. Podría abrirme las venas.

—¿Has oído hablar de las zapatillas?

—Qué remedio —contestó—. El teniente Robb me contó la feliz noticia con el mayor entusiasmo.

—Deduzco que la suela coincide con la huella del escenario del crimen.

—Pues sí. Y para mejorar las cosas, dijo que el laboratorio había encontrado pegotes y fragmentos del cerebro de Guy Malek en el empeine. Quiero decir, joder, ¿cómo va a explicar Jack un pegote de materia gris metido en un agujero de los cordones? No es aquello de «bueno, chicos, Guy se cortó accidentalmente y parece que me manchó de sangre».

—¿Qué dijo Jack?

—No he tenido oportunidad de preguntarle. En cuanto le leyeron sus derechos, los polis se lo llevaron a la cárcel del condado. Iré más tarde y tendré una larga charla con él. Probablemente me dirá que le robaron las zapatillas. Y así estamos.

—¿Y el arma del crimen?

—Encontraron un bate de béisbol escondido entre un montón de objetos deportivos, en la casa de la piscina. Alguien hizo un torpe intento de limpiarlo, pero había huellas de sangre todavía en la parte del golpe. Al menos no había huellas dactilares, así que podemos dar gracias a Dios por los pequeños favores. ¿Y su coartada? Espero que me digas que hubo cien miembros del club que no le quitaron el ojo de encima durante toda la noche.

—No ha habido tanta suerte —dije. Le relaté los sucesos tal como me los había contado Paul Trasatti.

Le oí suspirar.

—¿Por qué no le daría por tirarse a la mujer de otro? Tienes una teoría, seguro.

—Podría haber salido del club a pie. Hay media docena de sitios por los que habría podido saltar la valla.

—¿Y qué? —cuestionó Lonnie—. El club de campo está a varios kilómetros de la finca de los Malek. ¿Cómo iba a ir desde allí a su casa sin que nadie lo viera?

—Lonnie, detesto decírtelo, pero tiene una Harley-Davidson. Pudo haber escondido la moto. La casa debe de estar a una hora andando, pero en coche está sólo a diez minutos.

—¿Y qué? ¿Dónde estuvo Bennet aquella noche? ¿Y Donovan? Estaba allí mismo, en la finca, cuando lo mataron.

—Puedo hablar con Bennet esta tarde.

—¿Vio alguien a Jack saltando la valla? Lo dudo. ¿Alguien vio la Harley durante el periodo de tiempo del que estamos hablando?

—Puedo averiguarlo —dije.

—Conozco la línea que está siguiendo la policía. Dicen que la habitación de Jack está al lado de la de Guy. Sólo tenía que deslizarse de un dormitorio a otro, machacarle los sesos y salir.

—No es tan sencillo —dije—. No olvides que tuvo que esconder las zapatillas en el fondo de la caja de embalar, limpiar la sangre del bate y volver a la casa de la piscina antes de regresar rápidamente al club de campo.

—Buen punto. ¿Hay alguna garita de vigilancia en el club? Puede que alguien viera a qué hora se fue.

—Me acercaré por allí y lo comprobaré. También puedo calcular el tiempo que se tarda en ir a la casa y volver.

—Deja eso de momento. Ya lo haremos en otra ocasión. Por ahora centrémonos en buscar otro culpable.

—No creo que sea difícil. Quiero decir que Jack no es el único que pudo entrar en el dormitorio de Guy. Cualquiera que viva en la casa pudo haber entrado de la misma forma. Los polis tienen el arma del crimen, pero, por lo que has dicho, no tienen las huellas de Jack.

—No, y tampoco las de nadie más.

—Entonces, ¿cómo van a probar que Jack empuñó el maldito chisme? A lo mejor le han tendido una trampa.

Lonnie me bufó en el oído.

—Tomaron unas pinzas, sacaron un puñadito de sesos, fueron de puntillas a la habitación de Jack, buscaron las zapatillas en el armario y rociaron el empeine con vísceras.

—Siempre es posible, ¿no?

—Es posible que Santa Claus bajara por la chimenea e hiciera la proeza él mismo. Apesta. Todo este asunto apesta.

—Me gusta lo de los testigos oculares. Hasta ahora parece que nadie lo vio en la escena del crimen.

—Hasta ahora, pero estoy seguro de que los polis están peinando todo el barrio.

—Bueno, pues vamos a peinarlo nosotros también.

—Qué optimista eres —dijo.

Me eché a reír.

—En realidad, no puedo creer que esté defendiendo a Jack. Ni siquiera me cae bien.

—No nos pagan para que nos caiga bien. Nos pagan para sacarlo de esto —dijo Lonnie.

—Haré lo que pueda.

—Lo sé.

Antes de abandonar la gasolinera, me detuve para llenar el depósito. El rocío matutino del capó del coche se había mezclado con el polvo de los vientos de Santa Ana del lunes. Mi primer VW era de un beige apagado y nunca estaba sucio. En mi actual y crujiente modelo de 1974, las huellas chorreantes resaltaban más y eran como riachuelos azul pálido recorriendo una película de hollín. También algún pájaro me había dejado sus opiniones encima del capó. Aboné la gasolina y encendí el motor, miré por encima del hombro y di marcha atrás para ir a la zona donde lavaban coches. Los chicos empezaron a silbar y a aplaudir y sin darme cuenta esbocé una sonrisa ante aquel entusiasmo.

Me quedé a un lado mientras uno se arrastraba por dentro con un frasco de limpiacristales. Otro puso en marcha el aspirador y comenzó a absorber la suciedad de las alfombrillas. Un equipo de tres enjabonó el exterior, los tres encima del coche. El chico de la aspiradora terminó de limpiar el interior y se me acercó con un sobre en la mano. Me lo tendió.

—¿Lo buscaba?

—¿De dónde ha salido?

—Lo he encontrado al lado del asiento del copiloto. Parece que se metió en el hueco.

—Gracias. —Cogí el sobre, medio esperando ver la ya conocida letra de la máquina de escribir. Por el contrario, vi mi nombre garabateado con pluma estilográfica. Esperé a que el chico se marchara, abrí el sobre y saqué una hoja de papel. El mensaje estaba escrito a mano con tinta negra; la caligrafía era muy clara, una mezcla muy personal de escritura corrida y letra de imprenta. Eché un vistazo a la firma. Guy Malek. Sentí que se me formaban cristales de hielo entre los omóplatos.

«Lunes por la noche. Esperando que aparezcas.

»Oye, K…

»Espero tener valor para darte esta nota. Supongo que lo habré hecho si la estás leyendo. No pido a una mujer que salga conmigo desde que tenía quince años y entonces ya me salía mal. Tenía un grano gordo en la barbilla y estuve toda la noche inventando excusas para tener la cara vuelta hacia el otro lado.

»De todas formas, allá va.

»Cuando esté solucionado todo este embrollo familiar, ¿te gustaría tomarte un día libre y venir a Disneylandia conmigo? Comeríamos helados de cucurucho y jugaríamos a los Piratas del Caribe, y luego pasearíamos en barca por Small World cantando esa canción que no podrás quitarte de la cabeza durante seis meses. Yo me pondría cursi y tú también.

»Piénsalo y dime lo que decidas para comprar reservas de Clearasil.

»Guy Malek.

»P. D.: A propósito, si algo me pasara, haz que mi parte de la herencia vaya a la Iglesia Evangélica del Jubileo. Amo de verdad a esas personas».

Cuando terminé de leerla, mis ojos estaban llenos de lágrimas. Era como un mensaje del muerto. Me quedé mirando al otro lado de la calle, parpadeando con rapidez. El pecho empezó a dolerme, el calor me perfiló los rasgos faciales y se me ensancharon los orificios de la nariz. Me pregunté si se podría morir asfixiado por el sufrimiento. Junto con el sufrimiento sentí un ramalazo de cólera pura. Y me puse a hablar con Guy a través del Éter. «Voy a descubrir quién te mató y voy a averiguar por qué. Juro que lo haré. Lo juro».

—¿Señorita? Su coche está listo.

Respiré hondo.

—Gracias. Ha quedado magnífico. —Le di diez dólares y me fui con la radio a todo volumen.

Cuando llegué a casa, vi aparcado el pequeño Porsche rojo de Robert Dietz. Dejé el maletín en el suelo y me quedé en la acera observándolo, temerosa de creérmelo. Me había dicho que volvería al cabo de dos semanas. Había pasado sólo una. Rodeé el coche y miré la matrícula, en la que ponía DIETZ. Recogí el maletín y crucé el portillo. Doblé la esquina y abrí la puerta. La maleta de Dietz estaba al lado del sofá. Su bolsa de ropa colgaba de lo alto de la puerta del baño.

—¿Dietz? —pregunté.

No obtuve respuesta.

Dejé el bolso y el maletín en el mostrador de la cocina y atravesé el patio hasta la casa de Henry; me asomé a la ventana de la cocina. Dietz estaba sentado en la mecedora de Henry, con la pernera arremangada, enseñando la rodilla herida. La hinchazón había disminuido notablemente y por lo vivido de sus gestos se habría dicho que le habían extraído el fluido. Cuando vi que hacía como que le clavaban una aguja hipodérmica, me empezaron a sudar las manos. Al principio no me vio. Era como ver una película muda, los dos hombres metidos a fondo en asuntos médicos. A Henry, con sus ochenta y cinco años, lo conocía como la palma de mi mano…, un hombre guapo, de buen corazón, delgado, inteligente. Dietz era de una pasta más dura…, sólido, inconmovible, obstinado, impulsivo, tan inteligente como Henry pero más popular que intelectual. Cuando me di cuenta, sonreía mientras los miraba. Donde Henry era apacible, Dietz era inquieto y rudo, sin artificios. Valoraba su sinceridad, desconfiaba de sus preocupaciones, me resentía de su necesidad de peregrinaje y suspiraba porque se definiera en nuestra relación. Con todo lo que oprimía, Dietz era un consuelo.

Levantó la vista y me vio. Me saludó alzando la mano, sin moverse de la silla.

Henry fue hasta la puerta y me dejó entrar. Dietz se bajó la pernera del pantalón mientras me hacía un breve aparte sobre una clínica de Santa Cruz. Henry ofreció café, pero Dietz declinó la invitación. Ni siquiera recuerdo ya de qué estuvimos hablando. Durante la tertulia, Dietz me puso la mano en el codo, produciéndome una oleada de calor. Con el rabillo del ojo capté su expresión inquisitiva. Sintiera yo lo que sintiese, creo que se lo transmití. Yo zumbaba ya como un cable de alta tensión porque incluso la capacidad conversadora de Henry comenzó a titubear y a desvanecerse. Dietz miró su reloj e hizo un ruido de sorpresa, como si fuera a llegar tarde a una cita. Nos excusamos precipitadamente, moviéndonos hacia la puerta trasera y fuimos a mi casa sin decir palabra.

Cerramos la puerta. La casa estaba fría. La pálida luz del sol se filtraba por las contraventanas formando láminas horizontales. El interior tenía el aspecto y el espíritu de un barco de vela: integral, sencillo, con sillas de lona azul oscura, paredes de teca y roble pulidos. Dietz abrió el sofá-cama en el mirador y se quitó los zapatos. Me quité la ropa, consciente del deseo chisporroteante que me invadía cada vez que me quitaba una prenda. Las ropas de Dietz se amontonaron en el suelo con las mías. Nos desplomamos juntos en un movimiento rodante. Las sábanas estaban frías al principio, tan azules como el mar, y se calentaron al tocar nuestros miembros desnudos. Su piel era luminosa, tan tersa como la concha de un abulón. El bailoteo de las sombras confería un elemento acuático al aire, bañándonos en su transparencia. Parecía como si estuviéramos nadando en los bajíos de la playa, tan tiernos y graciosos como dos nutrias de mar dando volteretas entre el oleaje. Hicimos el amor en silencio, interrumpido sólo por los gemidos que daba él de vez en cuando. No suelo pensar en el sexo como en un antídoto contra el dolor, pero eso es lo que fue y confieso de todo corazón…, que utilicé la intimidad con aquel hombre para compensar la pérdida del otro. Era el único medio que se me ocurría para consolarme. Pero incluso en aquellos momentos me pareció extraño no saber con certeza a qué hombre estaba traicionando.

Más tarde, pregunté a Dietz:

—¿Quieres comer? Me muero de hambre.

—Yo también —dijo. Como era un caballero, fue hasta el frigorífico y se puso a mirar el interior, bañado por un haz de luz, tan desnudo como vino al mundo.

—¿Cómo es que no hay comida? ¿No comes cuando no estoy yo?

—Hay comida —dije a la defensiva.

—Un frasco de variantes.

—Puedo preparar unos bocadillos. Hay pan en el congelador y medio frasco de mantequilla de cacahuete en el armario de arriba.

Me miró como si le hubiese sugerido que preparara un potaje de babosas. Cerró la puerta del frigorífico y abrió el congelador, hurgó entre unos paquetes de productos cárnicos envueltos en plástico y cubiertos de cristales de hielo. Cerró el congelador, volvió al sofá-cama y se metió bajo las sábanas.

—Me voy a gastar. Tenemos que comer —dijo.

—No puedo creer que hayas vuelto. Creía que ibas a llevar a los chicos de excursión.

—Resultó que ya habían planeado ir de acampada a Yosemite con unos amigos y no sabían cómo decírmelo. Cuando leí lo del asesinato en los periódicos de Santa Cruz, les dije que tenía que volver. Me sentí muy culpable, pero ellos saltaron de alegría. Me molestó un poco, por aquello de la perversidad de la naturaleza humana. Les faltó tiempo para meterme en el coche. Arranqué y miré por el espejo retrovisor. Ni siquiera se habían quedado para despedirme. Habían dado media vuelta y corrían ya en busca de los sacos de dormir.

—Pasasteis unos días juntos.

—Y estuvo bien. Los disfruté —dijo—. Ahora háblame de ti y cuéntame qué ha pasado por aquí.

Adiestrada ya por el resumen que le había hecho a Lonnie, le expliqué los sucesos con rapidez y sólo titubeé ligeramente al hablar de Guy. El sonido de su nombre bastaba para abrirme las compuertas del dolor.

—Necesitas un plan de acción —dijo animado.

Agité la mano, quizá-sí-quizá-no.

—Mañana seguramente llevarán a Jack ante el juez, si no lo han llevado hoy.

—¿No ha pedido Lonnie un aplazamiento?

—No lo sé. Creo que no.

—Lo que significa que exigirá una vista preliminar antes de diez días hábiles. No tenemos mucho tiempo. ¿Y ese asunto de Max Outhwaite? Podemos seguir esa pista.

Advertí el plural, pero me hice la tonta. ¿Me estaba ofreciendo su ayuda en serio?

—¿Qué hay que seguir? —pregunté—. Ya estuve en el registro civil y en la oficina del censo electoral. También miré en los directorios municipales. El nombre es tan falso como la dirección.

—¿Miraste el callejero?

—Sí.

—¿Guías telefónicas antiguas?

—Sí, también.

—¿Hasta qué año?

—Seis años.

—¿Por qué seis? ¿Por qué no miraste hasta el año en que desapareció Guy? O antes. Puede que Max Outhwaite sufriera alguna de sus fechorías durante sus años de delincuente juvenil.

—Si el nombre es falso, no lo encontraré, por mucho que retroceda.

—En otras palabras, te dio pereza —dijo suavemente.

—Exacto —dije sin ofenderme.

—¿Y qué me dices de las cartas?

—Una es un fax. La otra está mecanografiada en papel blanco normal, sin distintivos. Pude haber buscado huellas, pero no parecía tener mucho sentido. No tendríamos forma de identificarlas ni de compararlas con nada en el caso de que encontráramos alguna. Metí la carta en una bolsa de plástico, para protegerla. Hice copia de ambas. Dejé un juego en la oficina, cerrada bajo llave en mi mesa. Soy paranoica con estas cosas.

—¿Tienes el otro juego aquí?

—En el maletín.

—Vamos a echar un vistazo.

Aparté la sábana y me levanté. Fui por el maletín al mostrador de la cocina y rebusqué entre el contenido, volví al sofá con el paquete de fichas y las dos cartas. Me deslicé entre las sábanas y le di los papeles, y me puse de costado para verle trabajar. Se puso las gafas.

—Esto es muy romántico, ¿lo sabías, Dietz?

—No podemos estar follando todo el día. Soy un cincuentón. Soy viejo. Tengo que reservar fuerzas.

—Sí, claro.

Doblamos las almohadas y nos apoyamos en ellas codo con codo mientras Dietz leía las dos cartas y repasaba las fichas.

—¿Qué opinas? —pregunté.

—Creo que Outhwaite es una buena apuesta. Parece como si el objeto del ejercicio fuera encontrar otro candidato y desviar la atención de Jack, por lo menos.

—Lonnie dijo lo mismo. Las pruebas parecen críticas, pero son todas circunstanciales. Lonnie espera encontrar a otro a quien señalar con el dedo. Creo que sus predilectos son Donovan y Bennet.

—Cuantos más, mejor. Los polis creen que el motivo de Jack fue la herencia de Guy, así que el mismo caso se puede aplicar a los otros. Para cualquiera de los dos habría sido igual de fácil deslizarse hasta el dormitorio de Guy. —Estaba pasando las fichas con el pulgar. Sacó una del taco—. ¿Qué es esto? ¿A qué estafa te refieres?

Le quité la ficha y la observé. La nota decía: «Viuda estafada pierde sus ahorros».

—Bueno, no estoy segura. Escribí todo lo que recordaba de mi primera entrevista con Donovan. Me habló de los líos en que había estado metido Guy durante años. Algunos eran triviales: gamberradas, imprudencias automovilísticas y cosas así; pero también estuvo envuelto en una especie de estafa. En aquel momento no lo pregunté, porque acababa de empezar la búsqueda y quería encontrar su pista. No me preocupaba lo que hubiera hecho, salvo que tuviera que ver con su búsqueda.

—Quizá valga la pena investigar a fondo su pasado. La gente sabía que había vuelto. Puede que alguien quisiera ajustarle las cuentas.

—También yo lo pensé. Bueno, ¿por qué otro motivo habría informado Max Outhwaite a la prensa? —cuestioné—. También acaricié la idea de que el autor de las cartas pudiera ser uno de los hermanos de Guy.

—¿Por qué?

—Para que pareciera que tenía enemigos, que a alguien ajeno a la familia le habría gustado verlo muerto. Por cierto, Bader guardaba una carpeta con recortes de prensa sobre las escapadas de Guy.

Dietz se giró para mirarme.

—¿Algo interesante?

—Bueno, nada del otro jueves. La tengo en la oficina, si la quieres ver. Me la dejó Christie cuando estuve en la casa.

—Echémosle un vistazo. Suena prometedor. A lo mejor nos pone sobre otra pista. —Volvió a las cartas y las analizó a conciencia—. ¿Y la tercera? ¿Qué dice la carta que enviaron a Guy?

—No lo sé. La teniente Bower no quiso decírmelo y no pude sonsacarle mucho. Pero apostaría a que la escribió la misma persona.

—Seguro que los expertos de la policía ya están haciendo comparaciones.

—Quizás. A lo mejor no se preocupan de Max Outhwaite ahora que han detenido a Jack. Si están convencidos de que le pueden colgar el mochuelo, ¿por qué se van a preocupar por otro?

—¿Quieres que te ayude con el trabajo rutinario?

—Me encantaría.