16

Pillé a la secretaria de Lonnie, Ida Ruth, cuando volvía de la cocina con una cafetera llena en la mano. Señalé la puerta de Lonnie con el pulgar.

—¿Está?

—Desayunando. Tú misma.

Llamé a la puerta, la abrí y asomé la cabeza. Lonnie estaba sentado a su mesa ante un gigantesco recipiente de una bebida proteínica blanca como la cal. Había grumos de polvo seco flotando en la superficie y un ligero bigote lechoso en el labio superior de Lonnie. Había sacado un surtido de vitaminas y suplementos nutritivos de varios frascos y engullía píldoras y grageas mientras daba sorbos a un batido tan espeso que habría podido ser helado derretido. Una de las cápsulas gelatinosas tenía el tamaño y el color de un topacio de sortija. Se la tragó como si estuviera haciendo un truco de magia.

Lonnie parece más un gorila de discoteca que un abogado. Es bajo y fornido (metro sesenta de estatura, cien kilos de peso), y repleto de músculos gracias a los veinte años que había pasado levantando pesas. Por su turbometabolismo quema calorías como loco e irradia alta energía además de calor corporal. Su lenguaje es sincopado y normalmente se estimula con café, nerviosismo o insomnio. He oído decir que empina el codo, que se chuta esteroides anabólicos para compensar todo el hierro que le corre por las venas. Personalmente, lo dudo. Es un manojo de nervios desde los nueve años que lo conozco y nunca le he visto manifestar la ira o la agresividad que según dicen produce el consumo crónico de esteroides. Está casado con una cinturón negro de kárate y su mujer nunca se ha quejado de que los testículos del cónyuge se hubieran reducido al tamaño de una pasa, otro desgraciado efecto del abuso de esteroides.

Se había cortado y arreglado el pelo, habitualmente sucio y largo. La camisa se le tensaba en los hombros y los bíceps. No sé su talla, pero afirma que ponerse una corbata le recuerda la muerte en la horca. Se había aflojado la que llevaba y desabrochado el último botón de la camisa, y la chaqueta colgaba limpiamente de una percha enganchada a la manija de un cajón del archivador. La camisa, blanca como la nieve, estaba muy arrugada y se había subido las mangas. A veces se ponía un chaleco para disimular las arrugas, pero aquel día no. Se tragó un puñado entero de pastillas, levantando la mano para indicar que se había dado cuenta de mi presencia. Apuró lo que quedaba del brebaje proteínico y sacudió la cabeza con satisfacción.

—Guau. Qué bueno.

—¿Estás ocupado en este momento?

—En absoluto. Pasa.

Entré en el despacho y cerré la puerta al pasar.

—Acaba de llamarme Christie Malek. ¿Has seguido la historia?

—¿El asesinato? ¿Y quién no? Siéntate, siéntate. No tengo que ir al juzgado hasta las dos. ¿Qué ocurre?

—Han detenido a Jack Malek y necesita un abogado. Le dije a Christie que te preguntaría si estabas interesado. —Me senté en uno de los sillones de cuero de los clientes.

—¿Cuándo lo han detenido?

—Hace quince o veinte minutos, creo.

Lonnie se puso a enroscar los tapones de la colección de frascos que tenía encima de la mesa.

—¿De qué se trata? Ponme al corriente.

Le expliqué el caso tan sucintamente como pude. Era nuestra primera conversación sobre el crimen y quería que conociera el máximo de detalles. Mientras hablaba, vi cómo pisaba el embrague y las ruedas empezaban a girar.

—Lo último que he sabido, por el ama de llaves, es que Jack y Guy estuvieron discutiendo después de haber bebido en abundancia; luego Jack se fue a una fiesta de jugadores de golf que daban en el club de campo.

—¿Y cómo piensan empapelarlo? Lo lógico es que lo vieran allí al menos media docena de personas. —Lonnie echó un vistazo al reloj y empezó a bajarse las mangas—. Me acercaré a Jefatura y veré lo que está pasando. Espero que Jack tenga sentido común suficiente para mantener la boca cerrada hasta que llegue.

Se levantó y descolgó la chaqueta de la percha. Se la puso encogiéndose, se abrochó el botón de la camisa y se ajustó la corbata. Así tenía más pinta de abogado, aunque de abogado bajito y gordo.

—Por cierto, ¿dónde hay que ubicar a Jack? ¿Es el hermano mayor o el más joven?

—El más joven. Donovan es el mayor. Dirige la compañía. Bennet está en medio. Yo no lo descartaría, si quieres desviar las sospechas. Era el que más se oponía a que Guy tuviera parte en la herencia. ¿Quieres que haga algo antes de que vuelvas?

—Dile a Christie que la llamaré en cuanto haya hablado con Jack. Mientras tanto, ve a la casa. Haremos una lista de testigos que puedan confirmar la coartada del martes por la noche. ¿Ha encontrado la policía el arma del crimen?

—Es probable. Sé que registraron la finca palmo a palmo porque los vi en plena faena. Y Christie dice que se llevaron de todo.

—Cuando haya terminado con Jack, tendré una charla con la policía y averiguaré por qué piensan que es culpable. Sería interesante saber a qué nos enfrentamos.

—¿Estoy oficialmente contratada?

Miró su reloj.

—Adelante.

—¿Precios de costumbre?

—Por supuesto. A menos que quieras trabajar gratis. Siempre cabe la posibilidad de que Jack no quiera contratarme a mí.

—No seas tonto. Ese hombre está desesperado —dije. Advertí su mirada y entonces rectifiqué—. Bueno, ya sabes lo que quiero decir. No va a contratarte porque esté desesperado…

—Largo de aquí. —Me echó sonriendo.

Con el maletín en la mano, me encaminé hasta el aparcamiento público y recogí el coche. Mi opinión sobre Jack Malek se había modificado ya. Tanto si era inocente como si no, Lonnie desenterraría hasta la última prueba exculpatoria que hubiese y conspiraría, planearía, maniobraría y haría movimientos estratégicos para defenderlo. Yo no era precisamente una entusiasta de Jack, pero trabajando para Lonnie Kingman estaba en el ajo.

Al llegar a la finca de los Malek suspiré de alivio al ver que la avenida estaba prácticamente desierta a ambos lados. El arcén estaba cubierto de huellas de neumáticos, la tierra alfombrada de colillas, vasos de plástico, servilletas de papel arrugadas y envases de comida rápida. La zona de la verja tenía aire de abandono, como si un circo ambulante hubiera embalado los trebejos y se hubiera ido al clarear el día. La prensa había desaparecido casi por completo, en pos del coche patrulla que había conducido a Jack a la cárcel del condado. Para Jack era el comienzo de un proceso en el que sería fotografiado, cacheado, fichado y puesto entre rejas. Yo misma había vivido aquel proceso hacía un año y aún tenía en la piel la sensación de estar contaminada. Las instalaciones son limpias y están recién pintadas, pero sigue siendo un edificio de la administración pública; pintura plástica a palo seco y muebles de inspiración ministerial para soportar toda clase de usos. En el breve contacto que había tenido con ellos, los funcionarios de prisiones se habían comportado con educación, amabilidad y profesionalidad, pero me había sentido humillada por todos los aspectos del proceso, desde la entrega de los objetos personales hasta el confinamiento en la celda de las borrachas. Todavía recordaba el olor rancio del aire, que aglutinaba el tufo a colchonetas podridas, sobacos sucios y aliento alcohólico. Por lo que sabía, Jack no había sido detenido en toda su vida y sospechaba que estaría tan desmoralizado como lo había estado yo.

Cuando llegué a la verja, un guardia de seguridad se me acercó y me impidió el paso hasta que me identifiqué. Me indicó por señas que continuara y conduje por el camino del garaje hasta el patio de los adoquines. La casa estaba bañada por la luz del sol y la tierra tiznada de sombras. Los viejos robles de ancha copa se extendían por todas partes, creando un paisaje brumoso, como pintado a la acuarela. Los tonos verdes y grises parecían sucederse en abanico y alternar con espacios vacíos que producían un vivido contraste. Vi dos jardineros trabajando; uno con una aspiradora y otro con un rastrillo. Un rumor de maquinaria me indicó que se estaban podando ramas en un punto que no podía ver. El aire olía a humus y a eucalipto. No había rastros del equipo de búsqueda ni ningún agente uniformado de guardia en la puerta. En apariencia por lo menos, la vida había vuelto a la normalidad.

Christie debía de haber estado al acecho, quizás esperando a Donovan. Antes de bajar yo del vehículo, había salido al porche, bajado las escaleras y echado a andar hacia mí. Llevaba una camiseta blanca y una falda de varias vueltas, de color azul oscuro. Cruzaba los brazos como si así estuviera más cómoda. El brillo de su pelo moreno se había apagado hasta convertirse en una película mortecina, como de cera barata en un suelo de nogal. Su cara revelaba muy poco de sus emociones, exceptuando el delgado pliegue, semejante a una grieta, que se le había formado entre los ojos.

—Oí el coche y pensé que serían Donovan o Bennet. Señor, me alegro de verte. Me estoy volviendo loca aquí sola.

—¿Todavía no has hablado con Donovan?

—Le dejé un recado en la oficina, diciendo que era urgente. No quería contarle nuestros asuntos a la secretaria. He estado esperando junto al teléfono, pero hasta ahora no ha dado señales de vida. Y a saber dónde estará Bennet. ¿Y Lonnie Kingman? ¿Has hablado con él?

Le conté las intenciones de Lonnie.

—¿Ha quitado la policía el precinto del dormitorio?

—Todavía no. Pensaba preguntarlo cuando llegaran esta mañana. Suponía que tenían que venir a hacer algo. Sacar fotos, tomar medidas o mover muebles. Nunca imaginé que vinieran a detener a nadie. Tenías que haber visto a Jack. Estaba asustadísimo.

—No me extraña. ¿Y tú? ¿Cómo te encuentras?

—Muerta de nervios. Tócame los dedos. Están fríos como el hielo. Sin darme cuenta me pongo a pasear, murmurando la mitad del tiempo. Todo es tan irreal… Tendremos problemas, pero no nos matamos entre nosotros. Es ridículo. No entiendo lo que pasa. Todo iba bien y ahora esto. —Sufrió un escalofrío, no de frío sino de tensión y ansiedad. Con la detención de Jack se había olvidado de todas sus quejas.

La seguí hasta el interior de la casa. El vestíbulo estaba frío y de nuevo me sorprendió el aire destartalado de todo. Un aplique de pared colgaba de un modo raro. A la lámpara del techo le faltaban varias bombillas de rosca pequeña y otras estaban inclinadas como dientes torcidos. La tapicería de la pared era auténtica, estaba gastada y descolorida y describía actos de incontinencia y crueldad con hilos de colores. Sin poder evitarlo, levantaba la vista hacia el piso superior, pero la parte de arriba estaba vacía y no se oía ningún ruido extraño que me diese dentera. La casa estaba curiosamente en silencio, dados los sucesos de los últimos días. Aquella gente no parecía tener muchos amigos de los que corrían a ofrecer ayuda. No vi que nadie apareciese con comida o llamara para preguntar si necesitaban algo. Quizá fueran los Malek de esas personas que no invitaban a tales familiaridades. Fuera cual fuese la razón, parecía que estaban afrontando los hechos sin el consuelo de los amigos.

Christie seguía hablando de la detención de Jack. Me he dado cuenta de que la gente tiende a hablar por los codos cuando está nerviosa.

—Cuando vi al inspector Robb en la puerta, sinceramente pensé que venían a buscar más información, entonces preguntaron si estaba Jack y yo seguí sin darme cuenta de nada. Es que no podía ni imaginar lo que iba a ocurrir después.

Entramos en la biblioteca y me hundí en un mullido sillón de orejas mientras Christie se paseaba.

—Supongo que depende de lo que le acusen y de si se fija una fianza —dije—. Una vez que lo encierran, la fiscalía del distrito dispone de veinticuatro horas para presentar el caso. Jack tiene que comparecer ante el juez antes de que transcurran cuarenta y ocho horas hábiles, sin contar domingos y festivos, claro. ¿Qué día es hoy? ¿Jueves? La acusación será seguramente hoy o mañana.

—¿Qué quiere decir eso? No entiendo nada. Nunca he conocido a nadie que haya sido detenido y mucho menos acusado de asesinato.

—Es el procedimiento por el que lo acusarán formalmente. Lo llevarán al juzgado y lo identificarán como a la persona cuyo nombre figura en la orden de detención. Le informarán de la naturaleza de lo que se le imputa y le pedirán que se declare culpable o inocente, o que guarde silencio.

—¿Y después qué?

—Ahí es donde interviene Lonnie. Si piensa que las pruebas son poco consistentes, pedirá una vista preliminar sin perder un minuto. Eso quiere decir que, en el plazo de diez días de sesiones, es decir, dos semanas, Jack tendrá que comparecer a la vista preliminar. Para eso estarán presentes el fiscal, el acusado y sus abogados, el secretario, el inspector a cargo de la investigación, etcétera, etcétera. Los testigos prestarán juramento y declararán. Al final, si resulta que no se ha infringido ninguna ley o que no hay suficientes pruebas de la culpabilidad del acusado, el caso se sobresee. Por el contrario, si hay pruebas suficientes que demuestren que se ha infringido la ley y suficientes causas para creer en la culpabilidad del acusado, este tendrá que responder de las acusaciones. Se instruye por escrito una acusación formal que se eleva al Tribunal Superior, se presenta una alegación de descargo y el asunto queda listo para juicio. Suele haber muchas minucias, pero esto es esencialmente lo que pasa.

Dejó de pasearse y dio media vuelta para mirarme con expresión horrorizada.

—¿Y Jack estará en la cárcel durante todo ese tiempo?

—No hay fianza en un caso de homicidio.

—¡Oh, Dios mío!

—Christie, yo también he estado en la cárcel. No es el fin del mundo. La compañía no es muy agradable y la comida está exenta de calificación por lo que se refiere a su contenido en lípidos…, seguramente por eso me gustó —añadí en un aparte.

—No me hace gracia.

—No quiero ser graciosa. Es la verdad —dije—. Hay cosas peores en la vida. Quizás a Jack no le guste, pero sobrevivirá.

Estiró la mano y se apoyó en la repisa de la chimenea para no perder el equilibrio.

—Disculpa. Lo siento mucho. No quería hostigarte.

—Será mejor que te sientes.

Hizo lo que le indiqué y se sentó en el sillón que había a mi lado.

—Has venido por alguna razón. Aún no te he preguntado cuál es.

—Lonnie esperaba que supieras quién había en el club aquella noche. Necesitamos a alguien que pueda confirmar la presencia de Jack en la fiesta de los golfistas.

—No será difícil. Supongo que la policía habrá hablado ya con gente del club. No sé para qué exactamente. He recibido dos llamadas esta mañana, una de Paul Trasatti, para decir que necesitaba hablar con Jack enseguida.

—¿Estuvieron juntos el martes por la noche?

—Sí. Jack lo recogió y lo llevó al club. Estoy segura de que se sentaron a la misma mesa. Paul podría darte los nombres de los otros ocho que se sentaron con ellos. Todo esto es una locura. ¿Cómo pueden creer que Jack sea culpable de nada? Debía de haber cientos de personas en el club aquella noche.

—¿Cuál es el teléfono de Paul?

—No lo sé. Tiene que venir en la guía. Voy a mirarlo.

—No te preocupes. Puedo averiguarlo en un momento. En cuanto confirme la coartada de Jack, se habrá recorrido un largo trecho.

Christie hizo una mueca.

—«Coartada». Mierda, no soporto esa palabra. Coartada supone que eres culpable y has preparado un cuento para no quedarte con el culo al aire.

—¿Puedo utilizar el teléfono?

—Prefiero que esperes a que llamen Donovan o Bennet. Quiero tener la línea libre hasta hablar con ellos. Espero que no te importe.

—En absoluto —respondí—. Dijiste que la policía se había llevado algunos objetos. ¿Sabes cuáles?

Apoyó los codos en las rodillas y se tapó los ojos con las manos.

—Dejaron una copia de la orden de registro y una lista de lo que se habían llevado. Sé que está por alguna parte, pero no la he visto aún. Donovan fue a la casa de la piscina en cuanto se fueron. Dice que se llevaron mucho material deportivo…, palos de golf y bates de béisbol.

Hice una mueca al pensar en el impacto de semejantes objetos en un cráneo humano. Cambiando de conversación, pregunté:

—¿Y Bennet? ¿Dónde estuvo aquella noche?

—Fue al restaurante que está remodelando para ver qué habían hecho los trabajadores aquel día. Las obras son una pesadilla y pasa mucho tiempo allí.

—¿Lo vio alguien?

—Tendrás que preguntárselo a él —dijo—. Donovan y yo nos quedamos aquí. Habíamos bebido mucho durante la cena y yo me fui derecha a la cama.

Christie se pasó por el pelo una mano visiblemente trémula.

—¿Has comido?

—No he podido probar bocado. Estoy demasiado nerviosa.

—Bueno, tienes que comer algo. ¿Está Enid en la casa todavía?

—Creo que sí.

—Miraré en la cocina y le diré que te prepare un té. Deberías comer unas galletas o fruta. Tienes un aspecto espantoso.

—Me siento espantosamente —dijo.

La dejé en la biblioteca y me dirigí al pasillo. No podía creer que estuviera repitiendo lo de la operación del té, pero el solo hecho de encontrarme en aquella casa me ponía en tensión. Cualquier actividad me servía. Además, no quería dejar pasar la oportunidad de hablar con Enid si aún seguía en la mansión.

—Soy yo otra vez —dije al entrar en la cocina.

Enid estaba ante el mostrador central con un tajo de madera ante sí, picando ajos con la hoja de un cuchillo chino. Llevaba un delantal blanco y un pañuelo de algodón blanco en la cabeza, tan redonda y estrujable como un rollo de papel higiénico. Mientras la miraba, colocó ante sí una fila de dientes de ajo sin pelar, les puso encima la hoja del cuchillo y le dio un golpe despiadado con el puño. Sentí cómo me encogía. Como desviara la posición de la hoja terminaría golpeando el filo y cortándose hasta el hueso. Me había quedado inmóvil. Con los ojos clavados en mí como manda la buena educación, repitió el proceso y volvió a descargar el puño. Levantó la hoja del cuchillo. Los ajos estaban aplastados como cucarachas albinas y la piel tan suelta que podía quitarse de un manotazo.

—Voy a prepararle una taza de té a Christie —comenté—. Necesita comer algo… ¿hay fruta?

Enid señaló el frigorífico.

—Hay uva. Las bolsas de té están en el armario. Lo haría yo, pero estoy preparando una salsa. Si lo pone en una bandeja, se lo llevaré.

—No se preocupe. Siga con lo que está haciendo.

Se dobló hacia la izquierda, abrió el compartimento de las bandejas y sacó una de madera de teca con reborde. La colocó en el mármol al lado de seis grandes latas de tomate triturado, dos de tomate concentrado, una cesta de cebollas y una lata de aceite de oliva. En el fogón vi una olla de acero inoxidable.

Me dirigí al armario y saqué una taza; llené la tetera eléctrica como había visto hacer a Myrna. Miré a Enid.

—¿Hay servilletas de papel?

—El tercer cajón de la derecha.

Encontré las servilletas y puse una en la bandeja, junto con una cucharilla.

—Supongo que se habrá enterado de la detención de Jack.

Asintió.

—Se lo llevaban cuando llegué a la verja. Habría tenido que verle usted la cara.

Sacudí la cabeza con pesar, como si me importara.

—Pobre —suspiré—. Esto es una injusticia. —Esperaba que no se me notase la exageración, aunque no me hacía falta preocuparme.

—La policía se interesó por sus zapatillas de correr —dijo—. Por el dibujo de las suelas…, seguramente había huellas de sangre en el dormitorio de Guy.

—¿En serio? —repliqué, tratando de disimular mi sobresalto. Al parecer, no le importaba hablar de los asuntos de la familia. Había pensado recurrir a mi astucia, pero Enid no parecía compartir la reserva de Myrna a la hora de chismorrear—. ¿Se llevaron las zapatillas ayer?

—No. Me llamaron esta mañana a casa. Antes de que viniera a trabajar.

—¿El teniente Robb?

—No, la mujer. Es más fría que las piedras. Espero que no sea amiga suya.

—La he conocido esta mañana, cuando me han interrogado.

Me echó un vistazo, como si estuviera tomándome la medida.

—Myrna me dijo que era usted investigadora privada. Las había visto a ustedes en la tele, pero hasta ahora no había conocido a una de verdad.

—Pues ya la ha conocido —dije—. La verdad es que trabajo en el mismo bufete que el abogado de Jack, Lonnie Kingman. Ha ido a Jefatura para hablar con Jack.

Estaba impaciente por sacarle más información sobre las zapatillas, pero me preocupaba que diese marcha atrás si se me notaba el interés.

Bajó los ojos a lo que estaba haciendo, dar golpecitos rápidos con la hoja del cuchillo para picar los ajos y reducirlos al tamaño del arroz.

—Estuvieron buscando las zapatillas ayer, durante todo el día. En mi vida había visto cosa igual. Registraron todos los armarios y cubos de basura. También cavaron en los bancos de flores.

Hice un ruido de preocupación con la boca. Enid se había fijado en todos los pormenores de la investigación.

—Me dijeron que era yo quien en realidad les había puesto sobre la pista —confesó—. Desde luego, no sabía que las zapatillas fueran de Jack. Me remuerde la conciencia al recordarlo. Myrna está fuera de sí. Se siente culpable por haberles hablado de la disputa.

—Lo de las zapatillas tuvo que producir una gran sorpresa —pinché.

—Jack es mi preferido. Trabajo aquí desde hace veinticinco años. Era mi primer empleo y no esperaba quedarme mucho tiempo.

—¿La contrataron de niñera?

—Los chicos ya eran mayores para eso. Yo era más bien una compañía para la señora Malek —explicó—. No me había preparado para ser cocinera. Fui aprendiendo con el tiempo. Rona, la señora Malek, estaba ya achacosa y en aquella época no hacía más que ir y venir del hospital. El señor Malek necesitaba alguien que dirigiera la casa en su ausencia. Jack estudiaba entonces en el instituto y se le notaba muy alterado. Solía sentarse en la cocina conmigo sin decir una palabra. Yo hacía galletas y se comía una bandeja entera lo más aprisa que podía. Era como un niño pequeño. Sabía que de lo que tenía hambre en realidad era de los estímulos y la atención de su madre, pero estaba muy enferma. Yo hacía lo que podía, pero se me rompía el corazón.

—¿Cuántos años tenía Guy?

Se encogió de hombros.

—Dieciocho, diecinueve. Por entonces ya hacía años que venía dándoles disgustos. Nunca había visto a nadie tan revoltoso. Se metía en un lío tras otro.

—¿Cómo se llevaba con Jack?

—Creo que Jack lo admiraba y tenía una idea romántica de él. No salían juntos, pero siempre había en el aire una especie de culto al héroe. Jack pensaba que Guy era como James Dean, rebelde y trágico, ya sabe, incomprendido. Nunca tuvieron mucho que ver el uno con el otro, pero recuerdo cómo le miraba Jack. Bennet y Jack, sin embargo, se llevaban bien. Los dos menores tendían a orbitar alrededor de ellos mismos. Nunca he tratado mucho a Bennet. Hay algo escurridizo en él.

—¿Y Donovan?

—Era el más inteligente de los cuatro. Incluso entonces ya tenía buena cabeza para los negocios; siempre calculaba las probabilidades. Cuando empecé a trabajar en la casa, estaba ya en la universidad y planeaba volver para trabajar con su padre a jornada completa. Donovan quiere a la compañía más que a ningún ser vivo. En cuanto a Guy, era el conflictivo. Ese parecía ser su papel.

—¿De verdad cree usted que Jack ha tenido algo que ver con la muerte de Guy?

—Detesto pensarlo, pero sé que pensaba que Guy le había traicionado. Jack es un fanático de la lealtad. Siempre lo ha sido.

—Eso es interesante —dije—. Porque la primera vez que estuve aquí me dijo más o menos lo mismo. Estaba lejos, en la universidad, cuando Guy se marchó, ¿verdad?

Enid movió negativamente la cabeza.

—Eso no habría sido un obstáculo. Para él no. Lo que pensaba Jack era que Guy, al marcharse para correr la gran aventura, debería habérselo llevado con él.

—Así que vio la partida de Guy como una traición.

—Pues sí. Jack depende totalmente de los demás. Nunca ha tenido empleo. Ni siquiera ha tenido novia. Carece de autoestima y de eso le echo la culpa a su padre. Bader nunca encontró tiempo para enseñarles que valían algo. No hay más que ver la realidad. Ninguno ha abandonado la casa.

—Eso no es sano.

—Es una desgracia. ¿Hombres adultos? —Abrió la lata de aceite de oliva y vertió un chorro en la olla mientras encendía el fuego. Levantó el tajo de madera del mármol y apoyó el borde en el recipiente para que el ajo resbalase por la superficie. Se oyó un silbido y a continuación brotó una nube que olía a ajo.

—¿Y las zapatillas? ¿Dónde las encontraron?

Ajustó el fuego, volvió a dejar el tajo en el mármol y cogió una cebolla. La piel era tan frágil como el papel y crujió ligeramente mientras la pelaba.

—En una caja. ¿Recuerda las cajas con la ropa de Bader que Christie había empaquetado? Estaban en el porche delantero. El camión de la compañía de almacenamiento vino a recogerlas ayer a primera hora de la mañana.

—¿Antes de que se descubriera el cadáver?

—Antes de que nadie se levantara. No sé cómo lo relacioné. Vi el recibo en el mármol de la cocina y apenas le eché un vistazo. Más tarde se me ocurrió…, que si las zapatillas no estaban en la casa, tenían que estar en otra parte.

—¿Cómo adivinó dónde estaban?

—Pues así como se lo cuento. Estaba cargando el lavavajillas, tarareando una canción y, ¡zas!, de repente lo supe.

—A mí me ha pasado lo mismo. Es como si la mente diera un salto por su cuenta.

Enid me dirigió una mirada.

—Exacto. Debió de darse cuenta de que había dejado una huella en la alfombra del piso de arriba.

—¿La vio usted?

—No, pero Myrna dice que la vio cuando entró en el dormitorio de Guy. —Se detuvo y sacudió la cabeza—. No quiero pensar que fue él.

—Cuesta creerlo —dije—. Quiero decir que, básicamente, tuvo que matar a Guy, ver la huella, quitarse las zapatillas y meterlas en la caja al salir de casa. Tuvo suerte; o pensó que la tenía.

—No parece convencida.

—Es que la idea no me casa. Jack no me pareció un hombre tan resuelto ni tan rápido. ¿A usted no le choca?

Lo pensó unos momentos y se encogió de hombros, como desechando la idea.

—Supongo que un asesino ha de depender de la suerte. No puede planearlo todo. Tiene que improvisar.

—Bueno, en este caso le salió el tiro por la culata.

—Si es que lo hizo él —replicó. Tomó una lata y la puso debajo del abrelatas eléctrico. Apretó una palanca y se quedó contemplando la rotación del envase mientras las cuchillas giratorias separaban la tapa con limpieza. Las cocinas son peligrosas, pensé tontamente mientras miraba yo también. Menudo arsenal había allí: cuchillos, fuego, tijeras, brochetas, hachas y rodillos. Las mujeres normales pasan sin duda buena parte de su tiempo contemplando felizmente las herramientas de su oficio: objetos que aplastan, pulverizan, muelen y hacen puré; utensilios que punzan, cortan, trinchan y deshuesan; por no hablar de los productos caseros que, una vez ingeridos, son capaces de erradicar la vida humana junto con los gérmenes.

Sus ojos se posaron en los míos.

—¿Cree usted en los fantasmas?

—No, claro que no. ¿Por qué lo pregunta?

Miró hacia un rincón de la cocina y vi por primera vez que allí había una escalera.

—Ayer subí a llevar unas sábanas. Había una Presencia en el pasillo. Me preguntaba si creería usted en las presencias.

Negué con la cabeza, recordando el frío del aire y la vibración que había sentido en los oídos.

—Esta huele a animal, a algo húmedo y sucio. Es muy extraño —dijo.