15

En los alrededores de mi casa había tan poco sitio para aparcar que tuve que dejar el VW en otra manzana. Cerré el coche y fui a paso ligero hasta mi domicilio. Había oscurecido por completo y el frío se deslizaba entre los árboles como si fuera viento. Crucé los brazos para calentarme, asiendo la correa del bolso para que no me rebotara en el costado. En otra época solía llevar encima un arma de fuego, pero había abandonado la costumbre. Atravesé el portillo de entrada, que emitió su habitual chirrido de bienvenida. La casa estaba a oscuras, pero vi luz en la cocina de Henry. No quería estar sola. Fui hacia su puerta trasera y golpeé el cristal.

Lo vi salir de la salita. Medio me saludó con la mano al verme y cruzó la cocina para abrirme.

—Estaba viendo las noticias. Hablan del asesinato en todos los canales. Mal asunto.

—Horrible. Y mezquino.

—Siéntate y entra en calor. Ahí fuera hace un frío que pela.

—No se moleste por mí —dije—. Sólo quería sentarme aquí un rato.

—No seas tonta. Pareces tener frío.

—Estoy helada.

—Pues abrígate.

Dejé el bolso, sujeté la manta de lana, me la puse como un chal y me senté en la mecedora.

—Gracias. Es fantástico. Entraré en calor enseguida. Más que nada es tensión.

—No me extraña. ¿Has cenado ya?

—Creo que comí a mediodía, pero no me acuerdo de lo que mastiqué.

—Tengo estofado de ternera, si te apetece. Estaba a punto de servirme un plato.

—Por favor.

Lo miré mientras regulaba la llama que ardía debajo de la olla. Tomó una barra de pan casero, la partió en grandes pedazos que puso en una cesta, con una servilleta doblada encima. Sacó platos y cubiertos, servilletas y vasos de vino, moviéndose por la cocina con su agilidad y eficiencia habituales. Unos minutos después ponía los platos de ternera en la mesa. Me levanté de la mecedora y me acerqué a la mesa de la cocina sin despojarme de la manta. Empujó la mantequilla hacia mí mientras tomaba asiento.

—Bueno, cuéntame la historia. Conozco los detalles básicos. Los han estado aireando en la tele durante toda la tarde.

Mientras hablaba me puse a comer y fui entonces consciente de lo hambrienta que estaba.

—Puede que sepa usted más que yo. Soy demasiado lista para meter las narices en la investigación de un homicidio. En los últimos tiempos, sacar adelante un caso sin que haya moscones interfiriendo es bastante difícil.

—Tú no eres precisamente una aficionada.

—Tampoco soy una experta. Dejemos que los técnicos y los del instituto forense cumplan con su trabajo. Me mantendré a distancia hasta que me digan lo contrario. Mi interés por este caso es personal, aunque en realidad no es asunto mío. Me gustaba Guy. Era un buen tipo. Sus hermanos me cargan. El estofado está buenísimo.

—¿Tienes alguna teoría sobre el asesinato?

—Pongámoslo de esta manera. No tenemos aquí el típico caso en que un extraño irrumpe en la casa para robar y mata a Guy porque lo ha pillado con las manos en la masa. El pobre estaba durmiendo. Por lo que he oído, todos habían estado bebiendo, de modo que lo normal es suponer que se encontraba más que mareado. No estaba acostumbrado a los licores fuertes, sobre todo en grandes cantidades, que es como los Malek los toman. El asesino sabía cuál era su habitación y probablemente también sabía que no estaría en condiciones de defenderse. Con la posible excepción de Christie, he acabado por detestar tanto a la familia que apenas soporto estar bajo el mismo techo. Me siento culpable de lo que le pasó a Guy. Me siento culpable de haberlo encontrado y culpable de su regreso. No sé qué otra cosa podía hacer yo, pero ojalá lo hubiera dejado en Marcella, donde estaba a salvo.

—Tú no lo animaste a venir.

—No, pero tampoco me opuse con firmeza. Debería haber sido más explícita. Habría tenido que detallarle la actitud de sus hermanos. Pensaba que el peligro era emocional. No pensaba que irían por él y lo matarían a golpes.

—¿Crees que fue uno de sus hermanos?

—La idea me tienta —dije con reticencia—. Es una su posición peligrosa y sé que no debería sacar conclusiones precipitadas, pero siempre es más fácil sospechar de alguien que no te gusta.

Volví a mi casa alrededor de las ocho y media. Me senté ante el mostrador de la cocina durante lo que me pareció una hora, mientras reunía el valor suficiente para llamar a Peter y Winnie Antle, que habían estado pendientes de las noticias que daba el canal local de Santa Maria. Toda la congregación de la iglesia había acudido al caer la tarde, conmocionada y entristecida por el asesinato. Esperaba aliviar su sufrimiento, aunque su fe les daba sin duda más paz de la que yo podía ofrecerles. Les dije que haría lo que pudiera para tenerlos informados y colgué sintiendo poco o ningún consuelo. Tras apagar las luces, me quedé en la cama con varios edredones encima, tratando de entender lo que había pasado aquel día. Estaba aterrorizada. La muerte de Guy había generado algo mucho peor que el dolor. No experimentaba tristeza, pero sentía clavado en el pecho, como un bocado caliente sin digerir, un pesar profundo. No dormí bien. Los ojos parecían abrírseme cada veinte minutos. Cambié de posición varias veces, acomodando los edredones. Al principio tuve mucho calor, luego mucho frío. No dejaba de pensar que la siguiente vez que moviera los miembros estaría lo bastante cómoda para conciliar el sueño. Me puse boca abajo, con los brazos metidos bajo la almohada, me giré y me coloqué boca arriba, con los hombros descubiertos. Probé a ponerme sobre el costado izquierdo, con las rodillas dobladas y los brazos en medio; volví a girarme y me apoyé en el costado derecho, dejando un pie fuera. Debí de conectar el despertador sin darme cuenta, porque cuando recuperé la noción de las cosas el maldito chisme me estaba zumbando en la oreja, sacándome de golpe del único sueño decente que había conciliado en toda la noche. Apagué la alarma. Me negué a correr. No había forma humana de salir del capullo de edredones generadores de calor. Cuando volví a abrir los ojos ya eran las nueve y cuarto, y me obligué a despegarme de la cama. Tenía una cita con Jonah Robb en Jefatura. Eché un vistazo a mi reflejo en el espejo del cuarto de baño. Bien. Tenía mal color y ojeras.

Al final no hablé con Jonah, sino con la teniente Bower. Me tuvo esperando un cuarto de hora, sentada en un pequeño banco de dos plazas, en lo que en Jefatura llamaban seguramente vestíbulo. Bajo la vigilante mirada del policía del mostrador de recepción, me deslicé en el asiento y hojeé los folletos sobre prevención del delito que había en el expositor del suelo. No tuve reparo en escuchar disimuladamente a seis automovilistas que se presentaron para quejarse de las multas de tráfico que les habían puesto. La teniente Bower asomó finalmente por la puerta de la División de Investigaciones.

—¿Señorita Millhone?

No conocía a Betsy Bower, pero había sentido alguna curiosidad por ella. El nombre hacía pensar en una persona alegre y rubia, una antigua animadora del equipo del colegio, con unos muslos de campeonato y ningún cerebro. Ante mi consternación, resultó que la teniente Bower era la mujer menos alegre que había tenido el placer de conocer en mi vida. Era una policía en versión amazona: maciza, veinte centímetros más alta que yo y probablemente veinticinco kilos más gorda. Tenía el pelo oscuro, peinado hacia atrás, y unas pequeñas gafas redondas de montura dorada. Su cutis era impecable. Si se maquillaba, lo hacía muy bien. Cuando habló, le vi unos dientes simpáticamente torcidos, sin duda la causa, según me dije más tarde, que explicaba su aversión a sonreír. También era posible que yo no le gustara y deseara aplastarme como a una sabandija.

La seguí hasta un pequeño cubículo con dos sillas de madera y una mesa llena de arañazos que se tambaleaba cuando apoyabas el brazo en ella para ponerte cómoda. La teniente no llevaba nada encima, ni bolígrafos, ni cuadernos, ni expedientes, ni notas. Me miró fijamente y recitó unas frases rápidas, me cedió el turno y hablé yo. Sin saber por qué, tenía la sensación de que aquella mujer recordaría todas y cada una de las palabras que yo dijera. Era muy probable que grabaran en secreto nuestra conversación. Habría palpado debajo de la mesa disimuladamente, en busca de cables, pero me preocupaban los chicles y mocos secos que tal vez accidentaban la superficie.

—Gracias por venir —dijo—. Entiendo que fue contratada por los herederos para localizar a Guy Malek. ¿Puede decirme cómo lo consiguió? —Su mirada era vigilante y sus modales contenidos.

La pregunta me pilló por sorpresa. Sentí un brusco ramalazo de miedo y se me colorearon las mejillas como si acabara de salir de una cabina de lámparas bronceadoras. Me atasqué como una avioneta con el depósito lleno de combustible adulterado. Me di cuenta con retraso de que habría tenido que venir preparada para aquello. Normalmente no miento a los agentes de policía, porque estaría muy feo, ¿verdad? En el fondo pertenezco al bando de los que creen en la ley y el orden. Creo en mi país, en mi bandera, en los impuestos y las multas de tráfico, en devolver los libros de la biblioteca dentro del plazo y cruzar la calle con el semáforo en verde. También se me llenan los ojos de lágrimas cada vez que oigo el himno nacional cantado por alguien que sabe darle emoción. Sin embargo, en aquel momento sabía que iba a tener que hacer un breve zapateado verbal, porque no «había conseguido» encontrar a Guy Malek de un modo cien por cien legal. Ni Darcy Pascoe ni yo teníamos por qué utilizar el ordenador de La Fidelidad de California para registrar las bases de datos de la Jefatura de Tráfico a propósito de un tema que no tenía nada que ver con los seguros. Seguramente habíamos infringido alguna ordenanza administrativa o algún artículo del código penal, apartado tal y tal. En última instancia habíamos infringido seriamente la política de la empresa, las reglas del ramo, la honradez y las buenas costumbres. Aquello podía acabar manchando mi expediente por los siglos de los siglos, una amenaza que el director de la escuela profería cada vez que hacía novillos con Jimmy Tait en quinto y sexto cursos. No creía que se tratase de delitos merecedores de la cárcel, aunque, después de todo, estaba en la Jefatura de Policía y con una licencia de detective que proteger. Como ya había vacilado durante cinco delatores segundos, pensé que sería inteligente decir cualquier cosa.

—Bueno, verá —comencé—. Me reuní con Donovan, Bennet y Jack Malek el miércoles pasado. Durante la conversación me dieron la fecha de nacimiento de Guy Malek y su número de la Seguridad Social. Al día siguiente, jueves, fui a la Jefatura de Tráfico y pregunté si tenían registrado en los archivos algún permiso de conducir a nombre de Guy Malek. Me dijeron que le habían retirado el permiso en 1968, pero que le habían expedido un documento de identidad californiano. Su dirección postal estaba en Marcena, California. Se lo comuniqué a Tasha Howard, representante de los bienes de la familia, y también a Donovan Malek, que me autorizó a ir a Marcella para comprobar la dirección. Marcella es un pueblo muy pequeño. Lo encontré en menos de diez minutos. Francamente, pensaba que Guy no debía venir a Santa Teresa.

—¿Por qué?

Bueno, no tenía inconveniente en llamar la atención sobre otros mientras dejaran de apuntarme.

—A sus hermanos les molestaba la idea de repartir la herencia paterna con él. Según ellos, ya había cobrado lo que le pertenecía. La polémica era el otro testamento, que desapareció cuando murió el viejo. Bennet estaba convencido de que su padre había desheredado a Guy, pero como este documento no ha aparecido, el primer testamento es el único que puede validarse. —En aquel punto di un breve rodeo y le conté lo de Max Outhwaite, cuya carta al Dispatch había desencadenado toda aquella publicidad adversa. No saltó de emoción, pero sirvió para distraerla (eso esperaba) del asunto de mi intrusismo informático.

Me hizo una serie de preguntas directamente relacionadas con la actitud de los Malek hacia Guy, la cual caractericé como hostil. Le hablé de la agarrada que habían tenido Bennet y Donovan en mi presencia. Luego me interrogó acerca de las manifestaciones de Jack a propósito de Guy, pero, sinceramente, nada de cuanto había dicho aquel hombre me sugería que pudiese tener inclinaciones homicidas. Durante nuestra primera conversación había expresado resentimiento por la fuga de Guy, pero aquello había sucedido hacía más de dieciocho años, así que no estaba convencida de que tuviera importancia. Sin embargo, no se lo dije así a la teniente, más bien lo describí como la mascota de la familia, un ser inofensivo y servicial educado para distraer a los otros con sus gracias. No lo presenté como al protagonista de ningún drama doméstico.

—¿Cuándo habló por última vez con Guy?

—Me llamó el lunes por la noche. Necesitaba un respiro, así que fui a la casa y nos encontramos junto al portillo lateral. Me alegró tener noticias suyas. Había estado preocupada porque sabía que la prensa se había enterado de la historia. Peter Antle, el pastor de su iglesia, había tratado inútilmente de ponerse al habla con él. La casa estaba literalmente sitiada y era imposible hablar con nadie de la familia. Ya me había acercado antes a la casa, esperando localizar a alguien, y acababa de renunciar.

—¿Por qué le interesaba tanto hablar con él?

—En gran parte, porque Peter y su mujer, Winnie, estaban preocupados.

—Aparte de eso.

La miré fijamente, preguntándome qué le rondaría por la cabeza. ¿Pensaría que teníamos una aventura romántica?

—Usted no conoció a Guy —dije afirmándolo, no preguntándolo.

—No. —Su cara no reflejaba ningún tipo de animación. Su curiosidad era profesional y tenía un sesgo analítico. Era su trabajo, desde luego, pero sin darme cuenta me esforzaba por rendir justicia al atractivo de aquel hombre.

—Guy Malek era un alma bella —dije con voz repentinamente frágil. De forma inexplicable, me sentí acuciada por el dolor. Los ojos se me llenaron de lágrimas. Noté que la cara se me congestionaba y que se me calentaba la nariz. Resultaba extraño que en compañía de Henry no hubiera sentido nada y que delante de la fría autoridad de Betsy Bower saliera a la superficie toda la tristeza sin reciclar. Respiré hondo para ocultar mis emociones. Evitaba sus ojos, pero tuvo que darse cuenta de mi angustia porque se hizo con un pañuelo de papel que apareció súbitamente en mi campo visual. Se lo tomé de las manos con agradecimiento, sintiéndome vulnerable y desnuda.

Al instante me sentí mejor. Tengo mucha fuerza de voluntad y conseguí volver a guardar mis emociones en la caja.

—Disculpe. No sé de dónde me habrá salido esto. No he dado mucha rienda suelta al dolor desde que me enteré de su muerte. Debería haber imaginado que estaba escondido dentro. Era una buena persona y siento de veras que haya fallecido.

—Lo entiendo —dijo—. ¿Quiere un vaso de agua?

—No, gracias —murmuré—. Es extraño…, sólo lo había visto tres veces. Hablamos por teléfono, pero no éramos lo que se dice amigos íntimos. Parecía infantil, un alma joven. A lo mejor siento debilidad por los hombres que nunca crecen. Ya le había entregado la factura a Donovan y mi trabajo había terminado. Pero el sábado me llamó Guy. Donovan lo había llamado antes e insistido en que viniera para hablar del testamento. Personalmente, no creía que la visita fuera una idea muy buena, pero Guy estaba decidido.

—¿Dijo por qué?

—Tenía cuentas sentimentales pendientes. Cuando se marchó de casa, andaba metido en drogas. Se había buscado muchos líos y se había aislado de casi todo el mundo. Cuando se instaló en Marcella, cambió de actitud, pero dejó un montón de asuntos sin terminar. Decía que quería hacer las paces con su conciencia.

—¿Mencionó por casualidad, la última vez que hablaron, si se había puesto en contacto con alguien del pasado?

—No. Sé que le enviaron una carta, Christie lo comentó anoche, pero llegó el lunes y Guy no me habló de ella cuando nos vimos. Que yo sepa, no hubo nada más. ¿Era importante?

—Preferiría no hablar de su contenido hasta que la hayamos analizado.

—¿Quién la escribió? ¿O prefiere no hablar de eso tampoco?

—Exacto.

—¿Estaba escrita a máquina?

—¿Por qué lo pregunta?

—Por la carta que enviaron al Dispatch y que originó todo este circo. Si no hubieran escrito aquella carta, nadie habría sabido que había vuelto a la ciudad.

—Ya veo lo que quiere decir. Lo investigaremos.

—¿Puedo preguntar por la autopsia?

—El doctor Yee todavía no ha terminado. El teniente Robb se halla allí ahora. Sabremos más cuando regrese.

—¿Y el arma homicida?

Su cara se volvió otra vez inexpresiva. Estaba gastando saliva, pero por lo visto no podía contenerme.

—¿Tienen algún sospechoso? —pregunté.

—Estamos barajando varias posibilidades. Investigamos a varias personas relacionadas con la familia. También estamos comprobando el paradero de todos los implicados, para ver si todas las versiones coinciden.

—En otras palabras, no me lo quiere decir.

Sonrisa helada.

—Exacto.

—Bueno. Me gustaría ser útil.

—Se lo agradecemos.

No hizo ningún movimiento para acercarse, lo cual me desconcertó. Desde mi punto de vista, la conversación estaba casi agotada. Me había formulado todas las preguntas que había querido y yo le había dicho lo que sabía. En la estructura oculta del interrogatorio, la inspectora Bower mandaba y yo tenía que bailar al son que me tocase. Tras aquella inesperada pausa vi de repente que le había llegado el turno de calársele el motor a ella.

—Se cuenta que ha estado usted liada con el teniente Robb —dijo.

La miré con incredulidad.

—¿Se lo dijo él?

—No, otra persona. Me temo que esta es una ciudad pequeña, y más aún cuando se trata del cumplimiento de la ley. Entonces, ¿no es cierto?

—Bueno, estuvimos liados, pero ya no —contesté—. ¿Por qué lo pregunta?

La expresión de su cara sufrió una transformación notable. La máscara de la indiferencia cayó al suelo y en una fracción de segundo pasó de la palidez impasible al rojo del rubor.

Me apoyé en el respaldo de la silla, mirándola con otros ojos.

—¿Está usted enamorada de él?

—Hemos estado juntos dos veces —respondió con cautela.

—Aaaah, ya veo. Ahora lo entiendo —dije—. Escuche, aprecio a Jonah, pero todo está acabado entre los dos. Soy la última que ha de preocuparle. Por quien debe usted preocuparse es por la temible Camilla.

La inspectora Betsy Bower no adoptaba ya ninguna pose de profesionalidad.

—Pero si está viviendo con otro y está embarazada.

Levanté la mano.

—Créame. En la interminable historia de Jonah y Camilla, la aparición de este niño no afecta en absoluto a su historia sentimental. Jonah podrá comportarse como si estuviera curado, pero no lo está, se lo digo yo. Camilla y Jonah están tan atados que no sé cuánto se tardaría en deshacer los nudos. En realidad, ahora que lo pienso, seguramente tiene usted más posibilidades de conseguirlo que ninguna.

—¿De veras lo crees?

—¿Por qué no? Yo siempre he estado obsesionada por la idea del abandono. Detestaba ser una actriz secundaria en la pequeña comedia de esos dos. Era una aventura de séptimo curso. Un romance de instituto. No podía competir. Me faltaba fuerza emocional. Pero tú sí podrías dar la talla. ¿Tienes problemas de autoestima? ¿Te muerdes las uñas? ¿Te meas en la cama? ¿Eres celosa o insegura?

Negó con la cabeza.

—Nada de nada.

—¿Qué me dices de los enfrentamientos?

—Me gusta una buena pelea —dijo.

—Bueno, pues será mejor que te prepares, porque, por mi experiencia, se muestra indiferente con él hasta que aparece alguien. Y, por el amor de Dios, no juegues limpio. Camilla va a por todas.

—Gracias. Lo recordaré. Seguiremos hablando en otro momento.

—Me muero de impaciencia.

Cuando pisé la calle me sentí como si saliera de un túnel oscuro. El sol brillaba con fuerza y todos los colores parecían dar alaridos. Había nueve coches patrulla aparcados en batería junto a la acera. Al otro lado de la calle había una fila de pequeños bungalós californianos pintados de diferentes tonos pastel. Las florecillas púrpura, naranja y magenta destacaban en relieve sobre el chisporroteante verde del nuevo follaje. Dejé el coche en el aparcamiento público y recorrí a pie las manzanas que me separaban del trabajo.

Entré en Kingman e Ivés por la puerta lateral. Abrí la puerta de mi despacho y entré mirando al suelo. En la moqueta había un sobre blanco corriente, de tamaño comercial, con mi nombre y dirección escritos a máquina. El matasellos era de Santa Teresa y estaba fechado el lunes por la tarde. Con la cabeza ya en otra parte, dejé el bolso en la mesa, saqué la carpeta de Bader y la puse encima del archivador. Me acerqué a la carta y la recogí con cuidado. La puse en el centro de la mesa, tocando sólo las puntas, me acerqué al teléfono y marqué el número de Alison, la recepcionista.

—Hola, Alison. Soy Kinsey. ¿Sabes algo de la carta que me han metido por debajo de la puerta?

—La trajeron ayer por la tarde. Te la guardé, pensando que volverías, y al final decidí meterla por debajo de la puerta. ¿Por qué? ¿He hecho algo mal?

—No. Has hecho bien. Sólo era curiosidad.

Colgué el auricular y observé el sobre. Hacía poco que había adquirido un equipo para tomar huellas dactilares en una feria de muestras y, durante un rato, pensé en espolvorear el sobre en busca de huellas. A decir verdad, no parecía tener mucho sentido. Alison lo había tocado y, aunque descubriese un juego de huellas, ¿qué iba a hacer con ellas? No me imaginaba a los polis investigándolas sólo porque yo lo sugiriese. Sin embargo, decidí obrar con cuidado. Con un abrecartas rasgué el cierre del sobre, utilizando la punta para sacar la carta y dejarla en la mesa. El papel era barato, estaba doblado dos veces y no tenía fecha ni firma. Utilicé una goma de borrar para desdoblarla y sujeté los bordes con el abrecartas y la agenda.

«Estimada señorita Milhone,

»He pensado que debía dedicar unos momentos a alecionarla sobre Guy Malek. Me pregunto si realmente sabe con quien está tratando. Es un mentiroso y un malhechor. Es indignante que pueda tener otra oportunidad en la vida gracias a la adquisición de Nuevas Riquezas. ¿Por qué se tiene que beneficiar con cinco millones de dólares cuando nunca a ganado ni un triste centavo? No creo que podamos esperar que purgue sus delitos pasados. Será mejor que tenga cuidado de no arañarse usted con la misma maleza».

Busqué una bolsa de plástico transparente y metí la carta dentro, luego abrí el cajón de la mesa y saqué la copia de la carta que Max Outhwaite había escrito a Jeffrey Katzenbach y la puse al lado de la otra para compararlas. Tras un examen superficial me dije que la máquina que las había escrito parecía la misma. Al igual que en la primera carta, a mi apellido le faltaba una ele, por favor. El remitente parecía tener problemas con los acentos y las haches y repartía ambos a su antojo, y había otras rarezas dignas de atención. Mi carta era la mitad de larga que la de Katzenbach y sin embargo tenía más faltas de ortografía. Ante mis ojos de profana, no había concordancia entre aquellos errores. Si el autor de la carta escribía de oído, omitiendo las consonantes prosódicamente molestas en palabras como «aleccionar» e «indignante», ¿por qué otras igual de conflictivas, como «usted», «oportunidad» o «adquisición» estaban bien escritas? En mi carta había muchas menos comas, menos signos de admiración ¡y menos Mayúsculas! Era posible que todo se debiera al descuido, pero tuve que preguntarme si el autor no estaría fingiendo un analfabetismo que no tenía.

Desde otro punto de vista, ¿por qué había puesto el nombre de Max Outhwaite en la primera carta, añadiéndole el adorno de la dirección falsa, y había dejado la mía sin firmar? Tuve que imaginar que Outhwaite había supuesto (acertadamente, a juzgar por los resultados) que una carta sin firmar al Dispatch iría directamente a la papelera. También era probable que el remitente no supiese que yo acabaría teniendo las dos. Entendía la razón que le había impulsado a enviar una carta al Dispatch, pero ¿por qué me había mandado otra a mí? ¿Cuáles eran las intenciones de Outhwaite?

Saqué la lupa y moví la lámpara trifásica para iluminar la carta al máximo. Gracias a la lente de aumento descubrí más similitudes. En ambos documentos, la letra «a» tenía el eje torcido y se inclinaba ligeramente a la izquierda; a la «i» minúscula le faltaba una parte del rabillo inferior. Además, las letras minúsculas «e», «o», «a» y «d» estaban sucias y tendían a imprimirse como pegotes circulares y no como circunferencias, lo que sugería que la cinta podía ser de las antiguas de algodón. Para limpiar los tipos borrosos de mi Smith-Corona portátil solía emplear un objeto puntiagudo.

Dejé las cartas encima de la mesa y comencé a pasear por el despacho. Luego me senté en la silla giratoria, abrí el cajón principal y saqué un paquete de fichas. Tardé un cuarto de hora en anotar los hechos tal como los recordaba, una información por ficha hasta que agoté todo lo que sabía. Las puse en la mesa, cambiando el orden y organizándolas en columnas, por si descubría alguna conexión que no hubiera visto antes. No me sirvió de mucho, pero no tardaría en haber más información disponible. Ya habrían terminado la autopsia y el patólogo tendría una opinión concreta del cómo y el porqué de la muerte. Todos habíamos supuesto que Guy había muerto a consecuencia de un golpe traumático en la cabeza, pero podía haber alguna patología por debajo. Cabía la posibilidad de que hubiera muerto de un ataque al corazón, o envenenado, y que ya estuviera muerto al recibir el primer golpe. Me pregunté qué importancia tendría si en vez de una cosa era otra. Guy tendría que descansar y probablemente enviarían el cadáver a Marcella, para que lo enterraran allí. Los de instituto forense analizarían las pruebas hasta que el caso quedara resuelto. Con el tiempo se recompondría toda la historia y quizás entendiera entonces cómo encajaba todo. Mientras tanto, sólo tenía piezas sueltas y el estómago revuelto.

Cogí las cartas y recorrí el pasillo con la mía metida aún en la bolsa de plástico. Hice reproducciones de ambas en la fotocopiadora para tener dos juegos. Puse las copias en el maletín, junto con las fichas que había escrito. Guardé los originales bajo llave en el cajón inferior de mi mesa. Cuando sonó el teléfono, dejé que respondiera el contestador automático.

—Kinsey, soy Christie Malek. Escucha, la policía acaba de llegar con una orden de detención contra Jack…

Cogí el auricular rápidamente.

—¿Christie? Soy yo. ¿Qué pasa?

—Ah, Kinsey, gracias a Dios. Siento molestarte, pero no sabía qué hacer. He llamado a Donovan, pero está fuera, en el campo. No sé adónde ha ido Bennet. Se marchó a eso de las nueve sin decir nada a nadie. ¿Conoces a algún gestor de fianzas que sea bueno? Jack me dijo que le consiguiera uno y he mirado en las páginas amarillas, pero para mí son todos iguales.

—¿Estás segura de que lo han detenido? ¿No se lo habrán llevado a Jefatura para interrogarlo otra vez?

—Kinsey, le pusieron esposas. Le leyeron sus derechos y lo metieron en el asiento trasero de un coche K, los que van camuflados. Los dos estábamos conmocionados. No tengo dinero…, menos de cien dólares…, pero si supiera a quién llamar…

—Olvida al gestor. Si Jack está acusado de asesinato, no habrá fianza que valga. Lo que necesita es un buen abogado criminalista y cuanto antes mejor.

—¡El único abogado que conozco es Tasha! —gritó—. ¿Qué hago? ¿Sacar un nombre de un sombrero?

—Por favor, Christie. Cálmate.

—No quiero calmarme. Estoy asustada. Necesito ayuda.

—Lo sé. Lo sé. Espera un poco —dije—. Tengo una idea. Lonnie Kingman tiene el despacho aquí mismo. ¿Quieres que vaya a ver si está? Tú no lo harías mejor que Lonnie. Es un campeón.

Se quedó en silencio un momento.

—Muy bien, sí. He oído hablar de él. No está mal pensado.

—Dame cinco minutos y veremos lo que se puede hacer.