14

Cuando Jonah se fue, no tenía ganas de volver a la biblioteca. Oía hablar a Christie y a Tasha amistosamente, en voz baja e interrumpiendo la conversación con risas nerviosas. Obviamente, habían cambiado de tema. El amor propio está mal preparado para tratar con la muerte durante mucho tiempo. Incluso en los velatorios y entierros, los temas de conversación tienden a deslizarse hacia terrenos más seguros cuando se puede. Observé el vestíbulo vacío tratando de centrarme. Al otro lado de la biblioteca estaba el salón. Había estado allí, pero no había visto el resto de la planta baja.

Al pie de las escaleras había un pasillo que se ramificaba en dos direcciones. Vi un lavabo al otro lado del vestíbulo. Las dos puertas de la derecha estaban cerradas. Dadas las circunstancias, me parecía imprudente curiosear de manera indiscriminada. En el improbable caso de que me encontrara con un poli, podía fingir que estaba buscando la cocina para echar una mano.

La casa había tenido que resultar acogedora en otra época, a pesar del aire destartalado que se apreciaba en multitud de detalles. Ya era agudamente consciente de la huella que me había dejado la muerte de Guy. Hasta el aire parecía pesado y la oscuridad tan lánguida como una densa niebla que recorriese las habitaciones.

Fui hacia la izquierda, directa al desagradable olor a coles hervidas que salía del final del pasillo. En una repentina visión del futuro imaginé que la casa se vendía y se transformaba en instituto privado, y que el olor a crucíferas lo impregnaba todo. Jóvenes con zapatos duros patearían los pasillos entre las clases. La habitación en que Guy había sido asesinado a golpes se convertiría en un dormitorio común donde los adolescentes se masturbarían con sigilo después de apagarse las luces. Habría rumores constantes sobre la pálida aparición que se deslizaba por el corredor y rondaba por el descansillo. Cuando me di cuenta, andaba con rapidez, deseosa de compañía humana.

Detrás del comedor y de la despensa vi la puerta oscilante de la cocina abierta. Me pareció enorme, seguramente porque mi reino culinario cabría en la parte posterior de un cinco-puertas. El suelo era claro y totalmente construido con brillantes tablones de roble encolado. Los armarios eran de color cereza oscuro y los mostradores y otras superficies de apoyo eran de mármol verde jaspeado. Había suficientes libros de cocina, utensilios y pequeños electrodomésticos a la vista para llenar una pequeña sección de cualquier establecimiento Williams-Sonoma de ventas al por menor. El fogón de la cocina era más grande que la cama de matrimonio de mi casa y el frigorífico tenía puertas transparentes, dejando a la vista todo su contenido. A la derecha había una pequeña zona de descanso y detrás un porche acristalado que abarcaba toda la longitud de la estancia. El rico olor a pollo al ajillo se sobreponía allí al de las coles hervidas. ¿Por qué la comida que preparan los demás huele siempre mucho mejor que la propia?

Myrna había vuelto de Jefatura. Enid y ella estaban al lado de uno de los dos fregaderos. La cocinera tenía la cara hinchada y la rojez que rodeaba sus ojos sugería que había estado llorando, no en los últimos minutos, seguramente antes. Se había puesto una gabardina de popelín y los metros de tejido pardo le daban la forma de una patata asada. Se había quitado la cinta del pelo. Con la cabeza descubierta, su pelo parecía un hirsuto nido de pájaros oscuros veteados de gris. Sostenían una taza de té en la mano y debían de haber estado haciendo los últimos comentarios sobre la muerte de Guy, ya que las dos tenían cara de culpables cuando entré. Dada su proximidad al suceso, debían de estar enteradas de todo. La familia no era precisamente recatada a la hora de airear sus conflictos. Dios sabe que se habían peleado delante de mí. Enid y Myrna debían de haberlos oído a menudo y sin duda habían cotejado sus apuntes.

—¿La puedo servir en algo? —preguntó Enid. Empleaba el mismo tono que adoptan los vigilantes de los museos cuando piensan que estás a punto de tocar algo del otro lado del cordón.

—Es lo que he venido a preguntar yo —dije—. Si puedo serles útil.

La pequeña señorita Virtudes sumando méritos para ganar una medalla de Girl Scout.

—Gracias, pero está todo bajo control —dijo. Vació la taza en la pila, abrió el lavavajillas y la colocó en la rejilla superior—. Será mejor que me vaya mientras pueda —murmuró.

—Puedo salir contigo, si quieres —se ofreció Myrna.

—No te preocupes —replicó Enid—. Encenderé las luces de atrás. —Y mirándome—: ¿Quiere que le sirva una taza de té? El agua está caliente. Estoy a punto de irme, pero tardaré menos de un minuto.

—Se lo agradecería —dije. No es que me chifle el té, pero había esperado un contacto más prolongado.

—Puedo hacerlo yo —dijo Myrna—. Vete.

—¿Estás segura?

—Completamente. Hasta mañana.

Enid alargó la mano y le dio unas palmadas suaves en el brazo.

—Bueno. Adiós. Quiero que le cuentes a mi quiropráctico lo de la sinovitis, y llámame si me necesitas. Estaré en casa toda la tarde. —Tomó una bolsa grande de lona y desapareció por el cuarto de la colada, en dirección a la puerta trasera.

Observé a Myrna mientras enchufaba la tetera eléctrica. Abrió un armario cercano y sacó una taza. Se dobló para alcanzar una lata y sacó una bolsa de té que metió en la taza. Oí fuera el ruido que producía al cerrarse la portezuela del coche de Enid y, poco después, el rugido del motor.

Me acerqué al mostrador y me senté en un taburete de madera.

—¿Qué tal se encuentra, Myrna? Parece usted cansada —dije.

—Es por la sinovitis. Lleva varios días molestándome —explicó.

—La tensión le influye también, seguramente.

Frunció los labios.

—Es lo que dice el médico. Creía que ya lo había visto todo. Estoy acostumbrada a la muerte. En mi trabajo, la he visto muchas veces, pero esta… —Se detuvo para sacudir la cabeza.

—Ha tenido que ser un día infernal. Casi no podía creerlo cuando me lo dijo Tasha. Usted lleva trabajando para los Malek… ¿Cuánto tiempo? ¿Ocho meses?

—Aproximadamente. Desde abril. La familia me pidió que me quedara después de la muerte del señor Malek. Alguien tenía que llevar la casa. Enid estaba cansada de hacerlo y a mí no me importó. He administrado muchas casas, algunas mucho mayores que esta.

—¿No ganaría más dinero de enfermera particular?

Tomó un azucarero y un recipiente de leche que llenó con un cartón de semidescremada que sacó del frigorífico.

—Bueno, sí, pero necesitaba descanso después del entierro. Suelo coger afecto a los pacientes y cuando se mueren me siento perdida. Vivía como una bohemia, de trabajo en trabajo. Aquí tengo un pequeño apartamento propio y mi obligación consiste, en su mayor parte, en supervisar. A veces, las noches que libra Enid, preparo cenas ligeras, pero eso es todo. La familia se queja, desde luego. Son difíciles de contentar, pero no dejo que me afecte. En cierto modo estoy acostumbrada. Los enfermos se ponen difíciles a veces y eso no significa nada. Procuro dejar correr las cosas.

—Anoche estaba usted aquí, ¿verdad?

De la tetera salió un silbido áspero que rápidamente se convirtió en un grito. Myrna dejó de hablar para desenchufarla y el vociferante aparato enmudeció con un suspiro de alivio. Esperé a que llenara la taza y me la diera.

—Gracias.

La vi vacilar, al parecer debatiendo consigo misma su comentario siguiente.

—¿Hay algo que le preocupe? —pregunté.

—No sé qué es lo que se me permite decir exactamente —contestó con algún titubeo—. El teniente nos pidió que no habláramos con la prensa…

—No me sorprende —dije—. ¿Los ha visto ahí fuera?

—Son como buitres —dijo—. Cuando volví de la Jefatura, todos se pusieron a gritar y a competir por mi atención, y estiraban los micrófonos hacia mí. Me dieron ganas de taparme la cabeza con la chaqueta. Me sentía como esos delincuentes que salen en la televisión.

—Seguramente empeorará. Empezó como una breve noticia de interés humano. Ahora es titular de primera plana.

—Eso me temo —dijo—. Volviendo a su pregunta, sí, estaba aquí, pero no oí nada. Últimamente duermo mal por culpa del brazo. Los analgésicos normales no me hacen nada y me tomé un Tylenol con codeína y un somnífero que me habían recetado. No suelo hacerlo, porque no me gustan los efectos. Al día siguiente estoy aturdida, como si no acabara de despertarme. Además, el sueño es tan profundo que a veces no es reparador. Me fui a la cama alrededor de las ocho y media, y no me moví hasta cerca de las nueve de la mañana.

—¿Quién descubrió el cadáver?

—Creo que Christie.

—¿A qué hora?

—Poco después de las diez. Yo me había preparado una taza de café y estaba en la cocina, viendo en la tele las noticias de la mañana. Oí el alboroto. Habían quedado en verse durante el desayuno para hablar del testamento y, al comprobar que Guy no bajaba, supongo que Bennet se puso furioso. Pensaba que Guy lo hacía por táctica, al menos eso es lo que me dijo Christie más tarde. Bennet la envió arriba a buscarlo. Cuando me di cuenta, ya habían marcado el 911, pero aún no sabía lo que pasaba. Iba a salir cuando entró Donovan. Tenía un aspecto horrible. Había perdido el color y estaba tan blanco como una sábana.

—¿Vio usted el cadáver?

—Lo vi, sí. Me dijo que subiera. Pensaba que a lo mejor podía hacer algo, pero la verdad es que no pude hacer nada. Guy debía de llevar ya varias horas muerto.

—¿No hay ninguna duda?

—Ninguna. En absoluto. Estaba frío y su piel era cerúlea. Le habían aplastado el cráneo y había sangre por todas partes, casi toda seca o coagulada. Yo diría, por sus heridas, que la muerte tuvo que ser rápida, si no instantánea. Además de sucia. Sé que la policía está intrigada por ese aspecto del crimen.

—¿Qué aspecto?

—Lo que hizo el asesino con sus propias ropas. No quiero parecer vulgar, pero tenía que estar totalmente pringado. De sangre y sesos. No podía salir así de la casa sin llamar la atención. Los inspectores buscaban determinadas prendas de vestir. Solicitaron mi colaboración, ya que yo misma llevo ropa a limpiar.

—¿Encontraron algo significativo?

—No lo sé. Les di todo lo que iba a lavarse hoy. Hablaron largo rato con Enid, pero no sé qué querían de ella.

—¿Sabe cuál fue el arma?

—No quisiera aventurar suposiciones. No es un tema en el que me crea cualificada para opinar. No había nada en la habitación, al menos por lo que vi. Oí decir a uno de los agentes que la autopsia iba a hacerse mañana a primera hora. Imagino que el forense tendrá una opinión —dijo—. ¿La ha contratado la familia para investigar?

Sentí que la mentira me subía por la garganta, pero lo pensé mejor.

—Aún no —contesté—. Y esperemos no llegar a eso. No creo que ninguno de la familia sea responsable.

Esperaba que Myrna saltara con juramentos de conformidad, pero el silencio que siguió fue significativo. Intuía su deseo de hacer una confidencia, pero no podía imaginar cual. La miré a los ojos con una expresión que esperaba que pareciese de confianza y estímulo. Incluso me dio la sensación de que se me ladeaba la cabeza como si fuera un perro que trata de localizar el origen de un silbido agudo.

Myrna descubrió un pegote seco en el mostrador y se puso a quitarlo con la uña sin mirarme.

—En realidad, esto no es asunto mío. Por el único por quien sentía respeto era el señor Malek…

—Desde luego.

—No quiero que nadie piense mal de mí, pero oigo cosas sin querer cuando estoy trabajando. Me pagan bien y Dios sabe que me gusta el trabajo. O al menos me gustaba.

—Estoy segura de que sólo quiere ser útil —dije, preguntándome hacia dónde iría con aquel rodeo.

—¿Sabe usted? Bennet nunca estuvo de acuerdo en compartir el dinero. No estaba convencido de que fuera la intención de Bader, ni Jack tampoco. Claro que Jack se pone siempre de parte de Bennet.

—Bueno, quizá no estuvieran convencidos, pero como se perdió el testamento, no sé qué alternativa tenían, aparte de los tribunales. Deduzco que no habían decidido nada.

—En absoluto. Si hubieran arreglado algo, Guy se habría vuelto a su casa. Era infeliz aquí. Se le veía en la cara.

—Sí, eso es verdad. Cuando hablé con él el lunes, admitió que había estado bebiendo.

—Ay, sobre todo anoche. Empezaron con cócteles y durante la cena abrieron cuatro o cinco botellas de vino. Y después oporto y licores. Todavía seguían cuando me fui a la cama. Ayudé a Enid con los platos y se percató de que me encontraba muy agotada. Ambas los oímos pelearse.

—¿Bennet y Guy se pelearon?

Negó con la cabeza, moviendo los labios.

Me puse una mano en la oreja.

—Disculpe. No la he oído.

Se aclaró la garganta y levantó la voz medio decibelio.

—Jack. Guy y Jack discutieron antes de que Jack se fuera al club de campo. Se lo conté al teniente y ahora me pregunto si no debería haber mantenido la boca cerrada.

—La verdad es la verdad. Si fue eso lo que oyó, su deber era decírselo a la policía.

—No se enfadará Jack, ¿verdad? —Su voz era anhelante y su cara de aprensión casi infantil.

Sospechaba que la familia entera sufriría un ataque cuando se enterase, pero todos teníamos la obligación de cooperar en las investigaciones.

—Es posible que sí, pero no debe preocuparse usted por eso. Guy fue asesinado anoche. No le corresponde a usted proteger a nadie.

Asintió en silencio, pero me di cuenta de que no la había convencido.

—Myrna, quiero decirle una cosa. Pase lo que pase, no debe sentirse responsable.

—Pero no tendría que habérselo dicho. Me gusta Jack. No puedo creer que haya hecho daño a nadie.

—Escuche, ¿cree que yo no voy a acabar en la misma posición? La policía también quiere hablar conmigo. Tengo que ir allí mañana y terminaré haciendo ni más ni menos que lo que usted.

—¿Sí?

—Desde luego. Los oí discutir la noche que vine a tomar una copa. Bennet y Donovan se acaloraron. Christie me dijo que siempre hacían lo mismo. Eso no los convierte en asesinos, pero no es asunto nuestro interpretar los hechos. Tiene que decirle a la policía lo que oyó. Estoy segura de que Enid confirmará lo que diga. De todas formas, no detendrán a nadie por eso. Otra cosa es que hubiera visto a Jack saliendo de la habitación de Guy con un palo de golf ensangrentado.

—No. Claro que no. —Vi que menguaba la tensión de su cara—. Espero que tenga razón, vamos, que entiendo lo que dice. La verdad es la verdad. Lo único que oí fue una discusión. No oí a Jack amenazarle.

—Precisamente —dije echando un vistazo a mi reloj. Eran casi las seis—. Si ha terminado usted por hoy, no quiero entretenerla más. Lo más seguro es que yo también me vaya, pero primero quiero tener unas palabras con Christie.

La ansiedad brilló en sus ojos.

—¿Le contará nuestra conversación?

—¿Quiere dejar de preocuparse? No diré una palabra ni quiero que la diga usted.

—Se lo agradezco. Quisiera lavarme la cara.

Esperé hasta que salió por el cuarto de la colada, camino de su apartamento. Mi té estaba intacto. Vacié la taza y la dejé en el fregadero. A pesar del buen ejemplo de Enid, nunca he tenido lavavajillas e ignoro cómo se meten los utensilios. Un movimiento en falso y todos los platos saldrían volando hechos añicos. Volví a la biblioteca. Christie y Tasha habían puesto la televisión. Christie empuñaba el mando a distancia y cambiaba de canal continuamente para sintonizar noticiarios. Quitó el sonido cuando entré y se volvió a mirarme.

—Ah, estás ahí. Entra y únete a nosotras. Tasha pensaba que te habías ido.

—Ya me voy —dije—. Fui a la cocina para ver si podía echar una mano. ¿Puedo hacerte una pregunta antes de irme? Te oí mencionar una carta cuando hablabas con el teniente Robb. ¿Te importa si te pregunto a qué te referías?

—Claro. Mmm, veamos. Me parece que el lunes, a última hora de la mañana, alguien dejó una carta anónima en el buzón. En el sobre estaba el nombre de Guy, pero no había remitente. Anoche, cuando se fue a la cama, la dejó en la mesa del vestíbulo. Pensé que la policía querría echarle un vistazo.

—¿Estaba escrita a mano o a máquina?

—El sobre estaba escrito a máquina.

—¿Leíste la carta?

—Claro que no, pero sé que molestó a Guy. No dijo qué era, pero deduje que era algo desagradable.

—¿Mencionó alguna vez a un tal Max Outhwaite? ¿Significa ese nombre algo para ti?

—Que yo recuerde, no. —Se volvió hacia Tasha—. ¿A ti te dice algo?

Tasha negó con la cabeza.

—¿Cuál es la conexión?

—A través de él se enteró el periodista de que Guy había vuelto. Alguien llamado Max Outhwaite envió una carta al Dispatch, pero cuando Katzenbach quiso hacer averiguaciones, no había nadie con ese nombre y la dirección no existía. Yo también lo comprobé y no encontré nada.

—Nunca he oído ese nombre —dijo Christie—. ¿No podría estar relacionado con las antiguas orgías de Guy? Ese tal Outhwaite podría ser alguien a quien Guy ofendió por entonces.

—Es posible —dije—. ¿Te importa si reviso la carpeta de Bader que está arriba?

—¿Qué carpeta? —preguntó Tasha.

Christie contestó antes de que lo hiciera yo.

—Bader tenía una carpeta con recortes de prensa sobre las detenciones de Guy y sus líos con la ley. Hace mucho tiempo de aquello.

—Es que se me ha ocurrido algo más —dije—. Ese Outhwaite, quienquiera que sea, puso a Jeff Katzenbach en la pista del historial delictivo de Guy. De no ser por eso, no creo que Jeff se hubiera enterado. Recuerdo que, nada más ver la carta, me pregunté si no habrían sido Bennet o Jack los autores de la misma.

—¿Utilizando el nombre de Outhwaite?

—No es imposible —respondí.

—Pero ¿por qué iba a hacer una cosa así ninguno de los dos? ¿Con qué fin?

—He ahí el problema. No lo sé. De todos modos, podría estar totalmente equivocada —dije—. Me gusta la idea de que Outhwaite sea alguien contra quien pecó Guy en los viejos tiempos.

—Llévate la carpeta si quieres. La última vez que la vi estaba en la mesa del despacho de Bader.

—Subiré por ella. Vuelvo enseguida.

Salí de la biblioteca y atravesé el vestíbulo. Puede que cuando hablara con Jonah me contara lo que supiera de la carta. Subí los escalones de dos en dos y me negué a mirar hacia el fondo del pasillo. No sabía cuál era la habitación de Guy, pero no quería acercarme. Giré bruscamente a la izquierda al final de las escaleras y fui directa a la habitación de Bader, abrí la puerta y encendí la luz. Todo parecía en orden. La habitación estaba fría y olía ligeramente a moho por el desuso. La lámpara del techo era de escasa potencia y los pálidos colores de la habitación parecían apagados. Pasé al despacho, accionando interruptores mientras avanzaba. La fuerza vital de Bader iba borrándose sistemáticamente. Los armarios estaban vacíos y todos los objetos personales se habían retirado de la mesa.

Eché un vistazo a lo que me rodeaba. Vi la carpeta de los recortes sobre el pasado de Guy y suspiré de alivio al comprobar que los polis no se la habían llevado. Por otra parte, la orden de registro no era seguramente tan general. Puede que la lista de objetos embargables se centrase de forma exclusiva en el arma del crimen. Eché un rápido vistazo a los recortes, leyéndolos por encima en busca del apellido Outhwaite o algo que se le pareciera. No había nada. Inspeccioné unas carpetas de cartulina que había en la mesa, pero no encontré nada pertinente. Otro callejón sin salida, aunque la idea era buena…, alguien que le tenía manía a Guy y quería complicarle la vida. Me puse la carpeta bajo el brazo y abandoné la habitación, apagando las luces al salir.

Cerré la puerta a mis espaldas y me detuve en el pasillo. Allí pasaba algo. Mi primer impulso fue bajar corriendo las escaleras, hacia las habitaciones iluminadas de la planta baja, pero sin saber por qué reduje la velocidad. Oí un crujido y miré a mi izquierda. El final del corredor estaba envuelto en sombras, con la excepción de la cinta oficial que precintaba tres puertas dibujando una equis gigante. Mientras miraba, la cinta pareció iluminarse y vibrar, como si la sacudiera el viento. Por un instante pensé que la cinta iba a romperse, crujiendo y dando chasquidos como si la sacudiera una corriente. El aire era frío y olía ligeramente a algo animal, un perro mojado o un trozo de piel antiguo. Por primera vez me di permiso para sentir todo el horror de la muerte de Guy.

Empecé a bajar las escaleras con una mano en la barandilla y la otra sujetando la carpeta. Me giré, reacia a volver la espalda a la oscuridad que había detrás de mí. Durante un momento escruté el fragmento de corredor que podía distinguir. Vi con el rabillo del ojo que algo se movía. Giré la cabeza lentamente, casi gimiendo de miedo. Vi chispas de luz, como si fueran motas de polvo materializándose en la quietud. Sentí una oleada de calor y en mis oídos sonó un timbrazo, un ruido que asociaba con lejanos conjuros infantiles. Mi fobia a las agujas me había inspirado con frecuencia semejantes episodios. De joven a menudo me vacunaban contra el tifus, me hacían pruebas de tuberculosis y me ponían inyecciones antitetánicas periódicamente. Mientras la enfermera se entretenía burlándose de mi miedo, asegurándome que las «chicas mayores» no armaban tanto alboroto, el timbrazo empezaba a sonar, se volvía agudo y luego desaparecía. Mi campo de visión se encogía y la luz daba vueltas sobre sí misma hasta reducirse a un punto. El frío se apoderaba de mí y cuando me daba cuenta, estaba rodeada de caras que me miraban anhelantes y sentía bajo la nariz el penetrante aroma de las sales.

Me apoyé en la pared. La boca se me llenó de algo que sabía como la sangre. Cerré los ojos con fuerza, consciente de los zambombazos de mi corazón y de la humedad que me impregnaba las palmas de las manos. Mientras Guy Malek dormía durante la noche anterior, alguien se había deslizado por aquel pasillo a oscuras, empuñando un objeto contundente de un material lo bastante duro para quitarle la vida. Hacía menos de un día. Menos de una noche. Quizá sólo había necesitado un golpe, quizá varios. Lo que me inquietaba era la idea del primer hueso rompiéndose mientras el cráneo se resquebrajaba y comprimía. Pobre Guy. Esperaba que no se hubiera despertado antes del primer impacto. Mejor que estuviera dormido antes de que aquel último sueño pasara a ser definitivo.

El timbre que sonaba en mis oídos proseguía, aumentando de intensidad como el silbido del viento. Estaba paralizada de miedo. A veces, en las pesadillas, sentía lo mismo…, una apremiante necesidad de correr, pero era incapaz de moverme. Me esforcé por emitir algún sonido. Habría jurado que había una presencia, alguien o algo que avanzaba y se detenía. Traté de abrir los ojos, casi convencida de que vería al asesino de Guy Malek pasar camino de las escaleras. Los latidos del corazón se me aceleraron hasta alcanzar una velocidad peligrosa para la salud, resonando en mis oídos como un rumor de pies corriendo. Abrí los ojos. El sonido cesó de repente. Nada. Nadie. Los habituales sonidos de la casa volvieron a oírse. Enfrente de mí no había nada. Suelo pulimentado. Un pasillo vacío. La luz incandescente de la lámpara del techo. Miré hacia atrás y comprobé que la cinta que había puesto la policía volvía a ser una simple cinta. Me senté en las escaleras. La experiencia no había durado ni siquiera un minuto, pero la subida de adrenalina me había dejado las manos temblando.

Por fin, me levanté del escalón en que había estado sentada durante sabe Dios cuánto tiempo. De alguna parte de la planta baja salía una mezcla de voces femeninas y masculinas, y supe que Donovan, Bennet y Jack habían regresado de Jefatura, seguramente mientras yo estaba en el despacho de Bader. La puerta de la biblioteca estaba abierta. Tasha y Christie debían de haberse reunido con ellos. En la zona de la cocina oí el lejano tintineo de cubitos de hielo y botellas. Hora de beber otra vez. Todos los habitantes de la casa parecían necesitar alcohol y un tratamiento psiquiátrico en profundidad.

Bajé el último peldaño, deseosa de evitar a la familia. Llegué a la biblioteca, escruté el interior y respiré de alivio al verla vacía. Fui por el bolso, metí la carpeta en el bolsillo exterior y me dirigí a la puerta principal con el corazón todavía al galope. Cerré la puerta tras de mí procurando amortiguar el chasquido del pestillo. Sin saber por qué, se me antojaba de importancia escabullirme sin que me vieran. Después de lo que me había pasado en las escaleras, fuera lo que fuese, me sentía incapaz de mantener una conversación superficial. Pensar que alguien de aquella casa había matado a Guy Malek no tenía nada de ilógico y que me ahorcaran si volvía a sonreír hasta averiguar quién había sido.