13

Guy Malek fue asesinado en algún momento de la noche del martes, aunque yo no me enteré hasta el miércoles por la tarde. Pasé la mayor parte de la mañana en los juzgados, para testificar en el juicio de un hombre acusado de desfalco. No tenía que ver con el caso (lo habían pillado los polis de verdad después de siete meses de intensas pesquisas), pero algunos años antes lo había vigilado a requerimiento de su esposa. Ella sospechaba que la engañaba, pero no estaba segura de con quién. Resultó que estaba liado con su hermana y la esposa rompió relaciones con ambos. Aquel hombre era tramposo hasta la médula y confieso que me gustó ver que el sistema legal lo machacaba. Aunque me quejo con frecuencia de la escasez de justicia en este mundo, me resulta satisfactorio cuando el proceso funciona como debiera.

Cuando volví al despacho, después de levantarse la sesión, encontré en el contestador un mensaje de Tasha. Al oírlo comprobé que había dejado el teléfono de los Malek. Llamé, esperando que Myrna respondiera al teléfono. En lugar de ella contestó Tasha, como si se hubiera hecho cargo de las comunicaciones con el exterior. En el momento en que la oí, me di cuenta de lo enfadada que estaba porque Guy hubiera llegado a Santa Teresa estando ella ausente. Si hubiera estado en su puesto, habría podido disuadir a la familia de aquella campaña de presión y acoso.

Como soy lista, fui directamente al grano.

—Por fin —dije—, ya era hora de que volvieras. Esto se ha convertido en un infierno. ¿Te has enterado? Bueno, está claro, si no no estarías ahí. Sinceramente, adoro a Guy pero no soporto al resto…

Tasha me interrumpió con voz apagada.

—Kinsey, te he llamado por eso. He interrumpido el viaje y he vuelto de Utah esta misma tarde. Guy ha muerto.

Me quedé en silencio durante unos segundos, tratando de analizar la frase. Conocía el sujeto, «Guy», pero el predicado, «ha muerto», no tenía sentido.

—Bromeas. ¿Qué ha pasado? No puede haber «muerto». El lunes lo vi y estaba bien.

—Lo mataron anoche. Le golpearon el cráneo con un objeto contundente. Christie lo encontró en la cama esta mañana, al ver que no bajaba a desayunar. La policía echó un vistazo al lugar de los hechos y consiguió una orden para registrar la finca. La casa es un enjambre de policías desde entonces. No han encontrado el arma homicida, pero sospechan que está aquí. Aún están peinando la finca.

Yo le estaba dando vueltas a lo que había dicho dos frases antes.

—¿Lo mataron en la cama? ¿Mientras dormía?

—Parece que sí.

—Es asqueroso. Es horrible. No puedes hablar en serio.

—Lamento habértelo comunicado, pero no hay ninguna forma mejor de decirlo. Es asqueroso. Es terrible. Todos estamos anonadados.

—¿Han detenido a alguien?

—Hasta ahora no —contestó—. La familia está haciendo lo que puede para cooperar, pero el caso no tiene buen aspecto.

—Tasha, no me lo creo. Esto me da náuseas.

—A mí también. Un colega me llamó a Utah esta mañana, después de que Donovan le llamara a él. Lo dejé todo y me subí al primer avión.

—¿De quién sospechan?

—No tengo ni idea. Por lo que he oído, Jack y Bennet se encontraban fuera anoche. Christie se fue a la cama temprano y Donovan se quedó viendo la televisión en su habitación del piso superior. El cuarto de Myrna está junto a la cocina, pero dice que dormía como una marmota y que no oyó nada. Ahora le están tomando declaración en Jefatura. Christie ha estado aquí hace unos minutos. Dice que los policías continúan hablando con Donovan. No cuelgues.

Colocó una mano en el auricular y oí al fondo una conversación ahogada. Se puso otra vez al habla.

—Fantástico —añadió—. Acabo de hablar con el inspector de homicidios que está a cargo de todo esto. Quiere tener libre la línea, pero dice que, si quieres venir, dirá a los chicos de la puerta que te dejen entrar. Le dije que le convenía hablar contigo, ya que fuiste tú quien encontró a Guy. Le comenté que a lo mejor podías aportar algo.

—Lo dudo, pero ¿quién sabe? Estaré ahí dentro de un cuarto de hora. ¿Necesitas algo?

—De momento no, gracias. Si no hay nadie en la verja, el código es 1-9-2-4. Sólo tienes que teclearlo en el interfono que hay al lado del camino del garaje. Hasta ahora —dijo.

Recogí la chaqueta y el bolso y fui en busca del coche. El tiempo había sido agradable. Los fuertes vientos habían cambiado, llevándose el calor antinatural. La luz empezaba a desvanecerse y en cuanto se pusiera el sol, la temperatura bajaría. Aún tenía frío y me encogí en la chaqueta antes de ponerme al volante. Horas antes había querido utilizar los limpiaparabrisas para quitar el polvo del parabrisas con ayuda de un líquido y el cristal estaba ahora cubierto de cuartos crecientes. Sobre el capó había la misma fina capa de polvo, tan pálido como la harina e igual de blando a la vista. Daba grima tocar incluso el tapizado de los asientos.

Puse las manos en el volante y apoyé la cabeza en ellas. No sentía absolutamente nada. Mis procesos internos se habían suspendido por momentos, como si en un mando a distancia hubieran apretado el botón de pausa. ¿Cómo era posible que Guy Malek hubiera muerto? Durante la última semana había sido una parte importante de mi vida. Se había perdido y lo habían encontrado. Había ocupado mis pensamientos y me había producido reacciones de simpatía y de exasperación. Ahora apenas podía recordar su cara, sólo un destello aquí y allá, el sonido de su «Hola» o el roce de su mentón en mi mejilla. Era ya tan insustancial como un fantasma, sólo forma sin contenido, una serie de imágenes fragmentadas sin permanencia.

Lo más extraño era que la vida seguía igual. Veía el tráfico de Cabana Boulevard. Dos casas más allá, mi vecino barría las hojas secas y las amontonaba en el césped. Si ponía la radio del coche, habría intervalos de música, comunicados de interés público, anuncios y noticias. A Guy Malek ni siquiera lo mencionarían en algunas emisoras. Había vivido todo aquel día sin la más ligera sospecha de que Guy había sido asesinado, sin ningún temblorcillo de tierra en mi paisaje subterráneo. ¿Era así la vida? ¿La gente no está realmente muerta hasta que nos informan? Yo lo sentía así, como si Guy hubiera salido de este mundo para irse al otro en aquel preciso momento.

Puse el motor en marcha. Todos los actos cotidianos parecían teñidos de extrañeza. Mi percepción de las cosas había cambiado y con ella muchas de las presunciones sobre mi seguridad personal. Si Guy podía ser asesinado, ¿por qué no Henry o yo? Conduje con el piloto automático mientras dejaba atrás escenas callejeras. El paisaje familiar me resultaba extraño y hubo un momento en que no pude recordar exactamente en qué ciudad estaba.

Al acercarme a la finca de los Malek vi que el tráfico se había multiplicado. Coches llenos de curiosos iban y venían por la periferia de la finca. Las cabezas estaban vueltas, casi con comicidad, en la misma dirección. Había coches aparcados delante de la verja, a ambos lados de la avenida. Las ruedas habían invadido la zona de hierba, aplastando arbustos y arbolillos extraviados. Cada vez que llegaba un coche, la multitud se volvía, estirando el cuello para ver si era alguien importante.

Mi coche no pareció despertar interés al principio. Supongo que nadie creyó que los Malek tuvieran un Escarabajo, sobre todo si era como el mío, con su polvo y su surtido de manchas. Sólo cuando me acerqué a la verja y le dije mi nombre al guardia, afluyeron los periodistas para echarme un vistazo. Debían de ser tropas de repuesto. No reconocí a nadie.

Por lo visto, los medios de comunicación nacionales se las habían arreglado para enviar ya sus equipos de filmación y yo sabía que a las siete de la mañana siguiente alguien muy relacionado con los Malek aparecería en una entrevista de tres minutos. No sé cómo las grandes agencias de noticias negocian las cosas con tanta rapidez. Que menos de veinticuatro horas después de que mataran a Guy se emitiera el primer plano de una cara arrasada de lágrimas, la de Christie, la de Myrna, incluso la de Enid, la cocinera que no conocía aún, era uno de los milagros de la tecnología.

Había un coche patrulla aparcado a un lado, junto a un vehículo de una compañía privada. Vi al guardia de seguridad paseándose por el camino, tratando de impedir que la multitud se acercara demasiado. Un policía de uniforme comprobó mi nombre en su cuaderno y me indicó con la mano que entrara. La verja giró unos cuantos grados hacia dentro y tuve el motor en punto muerto hasta que la abertura fue lo bastante ancha para pasar. En aquel breve intervalo, varios extraños golpearon la ventanilla gritándome preguntas. Con los micrófonos de mano extendidos hacia mí, habrían podido ser vendedores de chucherías. Mantuve la mirada al frente. Dos reporteros me siguieron en el momento de entrar, trotando a mi lado como agentes de tercera del Servicio Secreto. El guardia de seguridad y el policía se acercaron al mismo tiempo y les cortaron el paso. Por el espejo retrovisor vi que empezaban a discutir con el policía, probablemente recitando sus derechos morales, legales y constitucionales.

El corazón se me aceleró mientras avanzaba por el camino del garaje, en dirección a la casa. Vi cinco o seis policías de uniforme merodeando por la finca, con la cabeza gacha como si buscaran tréboles de cuatro hojas. La luz menguaba rápidamente a aquella hora del día. Las sombras se condensaban ya bajo los árboles. Pronto necesitarían linternas para continuar la búsqueda. Había otro policía uniformado apostado en la puerta principal, con expresión imperturbable. Se acercó a mí y bajé la ventanilla. Le dije mi nombre y le vi mirar su lista y mi cara. Satisfecho al parecer, se apartó del coche. En el patio de la izquierda, en el sector de la rotonda de adoquines, había ya varios coches apelotonados.

—¿Hay sitio aquí?

—Puede usted aparcar detrás. Luego dé la vuelta y utilice la puerta principal para entrar —dijo y me ordenó con la mano que circulara.

—Gracias.

Giré a la izquierda y aparqué al fondo del garaje de tres plazas. Tres focos activados por sensores de movimiento relampaguearon para señalar mi presencia. Excepto la de la cocina, a este lado de la casa, y la de la biblioteca, que estaba al otro, todas las ventanas de la parte delantera estaban a oscuras. La iluminación exterior parecía puramente decorativa, demasiado débil para contrarrestar la creciente oscuridad.

El policía de uniforme me abrió la puerta y entré en el vestíbulo. La puerta de la biblioteca estaba entreabierta y un haz de luz dibujaba una cuña triangular en la taracea del suelo. Dado el silencio que reinaba en la casa, me pregunté si los técnicos se habrían ido, los expertos en huellas dactilares, el fotógrafo, el dibujante, el funcionario del juzgado y los enfermeros. Tasha apareció en la puerta.

—Te he visto llegar. ¿Cómo lo llevas?

Dije «Bien» en un tono que la animó a mantenerse a distancia. Advertí que tenía ganas de ser grosera tanto con ella como con las circunstancias. El homicidio me enfurece, por sus trampas y por sus disfraces. Quería que me devolvieran a Guy Malek y por alguna complicada lógica emocional, culpaba a Tasha de lo que había pasado. Si no hubiera sido mi prima, no me habría buscado al principio. Si no me hubiera contratado, yo no habría encontrado a Guy, ni siquiera habría sabido quién era, no me habría preocupado y no tendría aquella sensación de que me habían quitado algo. Ella lo sabía tan bien como yo y la sombra de culpa que cruzó su cara fue un reflejo de la mía.

Pese a haber interrumpido las vacaciones a toda prisa, Tasha estaba impecable. Llevaba un traje negro de tela de gabardina, con una chaquetilla hasta la cintura. El pantalón, estrecho y sin dobladillo, era de cinturilla muy ancha, con frunces invertidos en la parte frontal. Los botones de la chaquetilla eran de cobre y las mangas estaban adornadas con una trencilla dorada. El traje, no sé por qué, me parecía que iba más allá de la moda. La veía decidida, autoritaria y poquita cosa, la quisquillosa Policía Militar que enviaban los abogados para que todo estuviera en orden.

La seguí y entramos en la biblioteca, con sus grupos de sillones de agrietada piel de color rojo oscuro. Las rojas alfombras orientales parecían sin color a aquella hora. Las altas ventanas emplomadas estaban teñidas con el tono grisáceo del crepúsculo, frío como la escarcha. Tasha fue encendiendo las lámparas de mesa mientras cruzaba la habitación. Ni siquiera el barniz de las paredes de madera oscura conseguía dar un aire acogedor a la fría losa del hogar. La habitación estaba revuelta y despedía un olor tan rancio como la vez anterior. Allí había conocido a Bennet, hacía sólo una semana.

Dejé el bolso al lado de un sillón de orejas y recorrí la sala con nerviosismo.

—¿Quién está a cargo del caso? Dijiste que había alguien aquí.

—El teniente Robb.

—¿Jonah? Qué bien. Es perfecto.

—¿Lo conoces?

—Lo conozco —contesté. Cuando lo conocí, estaba trabajando en Personas Desaparecidas, pero el Departamento de Policía de Santa Teresa sigue por norma un sistema de turnos rotativos y los inspectores van de un destino a otro. Al jubilarse el teniente Dolan, quedó una vacante en homicidios. Había tenido un breve romance con Jonah durante una de las veces que se había separado de su mujer, circunstancia bastante frecuente en sus tormentosas relaciones. Habían sido novios desde séptimo de Básica y sin duda estaban destinados a pasar juntos toda la vida, como los búhos, descontando los intervalos de radical separación que tenían lugar cada diez meses. Supongo que habría tenido que percatarme, pero me quedé enganchada. Más tarde, como suele suceder, ella curvó el dedo y él volvió al redil. Ahora nos cruzamos en público de vez en cuando y me he convertido en una experta en fingir que nunca jugueteé con él entre mis sábanas de Wonder Woman. Sus ganas de verme en la escena no eran ajenas a nuestro pasado. Sabía que podía confiar en que tendría la boca cerrada.

—¿Qué pasa? —preguntó Tasha.

—Nada. Olvídalo. Me siento mal, supongo, pero no debería desahogarme contigo.

Oí pasos en las escaleras y levanté la vista cuando entró Christie. Llevaba unas abultadas zapatillas de correr y un chándal de material sedoso; el azul de la tela realzaba el de sus ojos. Apenas se había maquillado y me pregunté si habría llevado la misma indumentaria al descubrir el cadáver de Guy. La biblioteca, como el salón, estaba equipada con un bar: una pequeña pila de latón, un minifrigorífico, una cubitera y un buen surtido de licores. Christie fue al frigorífico y sacó una botella de vino blanco.

—¿Alguien quiere vino? ¿Usted, Kinsey?

—El alcohol no me sirve —repliqué.

—No sea absurda. Claro que sí. Y el Valium también. No cambia la realidad, pero mejora la actitud. ¿Tasha? ¿Te apetece una copa de Chardonnay? Este es bueno. —Dio la vuelta a la botella para ver la etiqueta con el precio—. Fantástico. Ha costado treinta y seis dólares con noventa y cinco centavos.

—Yo tomaré una copa más tarde. En este momento no —dijo Tasha.

Vimos en silencio que Christie rasgaba el capuchón de estaño de la botella y empuñaba el sacacorchos.

—Si fumara, encendería un cigarrillo, pero no fumo —dijo. Al servirse el vino, la botella golpeó con torpeza el borde de cristal Waterford—. ¡Mierda! —dijo, deteniéndose a comprobar los daños. Una grieta vertical rayaba ahora la copa. Tiró el contenido en la pila y el vaso a la basura. Cogió otro vaso y volvió a servirse vino—. Aquí necesitamos fuego. Ojalá estuviera Donovan en casa.

—Yo puedo encenderlo —dije. Fui a la chimenea y aparté la rejilla. Había seis o siete troncos en un bastidor de bronce. Tomé uno y lo puse en la chimenea.

—Procure no destruir ninguna prueba —dijo Christie.

La miré sin expresión.

—Ted Bundy mató a una de sus víctimas con un tronco —dijo y se encogió de hombros, avergonzada—. No me haga caso. No es gracioso. Vaya día —añadió—. No consigo hacerme a la idea. Estoy como borracha desde esta mañana, totalmente fuera de control.

Eché otros dos leños en la parrilla mientras Tasha y ella hablaban. Era un consuelo hacer una faena básica e inconsecuente. La madera era roble en su justo punto. Casi todo el calor se iría directamente por la chimenea, pero sin embargo haría aquel lugar un poco más cómodo. Cogí el encendedor eléctrico, abrí la llave del gas y oí el confortable funk al encenderse los quemadores. Volví a poner la reja y ajusté la altura de las llamas. Aunque tarde, me introduje en la conversación.

—¿Solicitaste la presencia de un abogado? —decía Tasha.

—Claro que no. No hice nada. Sólo era rutina —repuso Christie con voz irritada. Seguía en la barra, apoyada en la superficie de piel—. Lo siento. ¿Qué me pasa? Estoy totalmente vacía.

—No te preocupes por eso. ¿Quién queda por aquí?

—Jack y Bennet, creo. Tienen dividido a todo el mundo, como hicieron aquí. Es absurdo. ¿Qué creen? ¿Que Donovan y yo no vamos a contarnos hasta el último detalle en cuanto tengamos ocasión?

—No quieren arriesgarse a que os influyáis entre vosotros —dije—. La memoria es frágil. Se contamina con facilidad.

—Ninguno de nosotros tiene mucho que contar —dijo—. Bebí demasiado durante la cena y me quedé dormida a las nueve. Donovan estaba viendo la tele en la antesala del dormitorio.

—¿Y Guy?

—Se fue a la cama más o menos a la misma hora que yo. Estaba borracho como una cuba gracias a los Martinis de Bennet. —Se miró las yemas de los dedos y se las restregó. Nos dio la espalda y abrió el grifo del agua—. Nos han tomado las huellas para hacer comprobaciones.

Tasha se volvió hacia mí.

—Cuando retiraron el cadáver y los de huellas terminaron el trabajo, el inspector llamó a una de las encargadas de la limpieza de la casa para que le describiera la posición habitual de los muebles, las lámparas, los ceniceros, esas cosas.

—¿Encontraron algo?

—No tengo ni idea. Seguro que a la mujer le advirtieron que tuviera la boca cerrada. Sé que etiquetaron y envasaron muchas cosas, pero no sé exactamente el qué ni por qué eran significativas. Ahora han traído más policías y están registrando palmo a palmo la propiedad. Parece que pasaron mucho tiempo en la casa de la piscina.

Christie la interrumpió.

—Los he visto desde mi habitación midiendo las puertas y examinando todos los puntos de entrada y salida.

—Todavía andan por ahí. Los he visto al entrar. Pero ¿por qué miran el exterior? Tuvo que ser alguien de la casa.

Christie se puso en guardia.

—No necesariamente. ¿Por qué dices eso? Siempre estamos rodeados de gente. Al menos unas quince personas por semana, contando a los jardineros, los lavacoches, las señoras de la limpieza y la que se ocupa de las plantas. Ignoramos la procedencia de toda esa gente. Por lo que sabemos, podrían ser presidiarios o fugados de un manicomio.

No tenía ganas de discutir con los altos vuelos de su fantasía. Si le gustaba la idea, no quería ser yo quien la desilusionara.

—Es posible —admití—, pero creía que ninguna de estas personas tenía acceso a la casa por la noche. Pensaba que teníais un sistema de alarma.

—Bueno, sí. La policía también preguntó por eso; pero ahí está el problema —dijo—. Con el fuerte viento que ha soplado estos dos últimos días, las ventanas se abrían continuamente y la alarma no dejaba de sonar. El lunes por la noche se disparó dos veces cuando ya estábamos todos acostados. Me dio un susto de muerte. Al final la desconectamos, para que no volviera a saltar. Anoche estaba desconectada.

—¿Cuándo supone la policía que mataron a Guy? —pregunté.

—Alrededor de las diez, creo. Entre las diez y las once. El inspector no lo dijo, pero me di cuenta de que era el periodo de tiempo que más le interesaba. Bennet y Jack estuvieron fuera hasta tarde.

Una mujer con uniforme de doncella y delantal se asomó por la puerta. Era baja y gorda, y se notaba que la grasa que ingería hacía tiempo que obstaculizaba cualquier actividad encaminada a quemar la acumulada. Tendría cuarenta y tantos años, y llevaba el pelo oscuro recogido con una cinta roja y blanca que le rodeaba la cabeza. No estaba claro si era un adorno o una manera sencilla de impedir que los pelos colgantes le condimentasen la comida.

—Perdón. Siento interrumpir, pero me gustaría saber a qué hora quiere que sirva la cena.

Christie hizo una mueca.

—Es culpa mía, Enid. Tendría que habértelo dicho. Donovan no ha vuelto aún y no sé cuándo llegarán Jack y Bennet. ¿Qué vamos a cenar? ¿Se conservará?

—Pechugas de pollo asadas. Pasé por el mercado al venir. Me decidí y cambié el menú, así que hay mucha comida si hay invitados. He preparado patatas al horno y una cazuela de col agridulce. Puedo quedarme y servir la mesa, si quiere. —En cierto modo vino a decir, sin articular palabra, que quedarse para servir la cena era lo que menos gracia le hacía.

—No, no, no. No quiero que lo hagas. Déjalo todo en el horno y ya nos serviremos nosotros. Puedes irte cuando termines. Ya sé que llegaste temprano.

—Sí, señora. Me llamó Myrna. Vine en cuanto me enteré.

—¿Ha hablado la policía contigo? Supongo que sí. Han hablado con todos los demás.

Enid se pellizcó el delantal con actitud incómoda.

—Hablé con la teniente Bower poco antes que usted, creo. ¿Quiere que venga mañana a la hora de siempre?

—Todavía no lo sé. Llámame por la mañana y veremos lo que hay. Quizá tengas que venir antes, si no te importa.

—Desde luego que no.

En cuanto desapareció, Christie dijo:

—Disculpad la interrupción. Es Enid Pressman, la cocinera. Habría podido presentártela. No he querido ser grosera. Tasha ya la conoce.

—No pasa nada —disculpé. Apunté mentalmente que tendría una charla con Enid en algún momento. Se había notado mucho que había evitado dar cualquier clase de información.

—Me tomaría ahora esa copa —dijo Tasha—. Yo me serviré. Pareces agotada. Vamos a sentarnos.

Christie había puesto la botella de vino en un cubo con hielo y trajo otros dos vasos. Tasha fue hacia la barra, recogió el cubo y lo puso en una mesa, entre dos sillas. Christie me miró con un gesto para preguntarme si estaba lista para beber vino.

—Por ahora no, gracias, pero bebed vosotras —dije.

Christie se encogió en uno de los sillones de cuero. Remetió las piernas y cruzó los brazos.

Ocupé el sillón que había junto a la chimenea y Tasha se encaramó en el brazo del que había al lado de Christie.

—¿Qué me dices de Bennet? —preguntó Tasha—. ¿Dónde estuvo anoche?

—No estoy segura. Tendrás que preguntárselo a él.

—¿Y Jack?

—En el club de campo, con cien personas. Hay un torneo este fin de semana. Los circuitos de ensayo comienzan el jueves. Fue a la fiesta de los emparejamientos con un amigo.

—Eso será fácil de comprobar —comentó Tasha.

—¿Quieres dejar de hablar así? Él no mató a Guy y yo tampoco.

—Christie, no te estoy acusando. Trato de analizar tu posición aquí. Dada la situación, las sospechas recaerán sobre alguno de vosotros. No me refiero a ti en concreto, así que no te ofendas. Hay más personas con acceso a la finca, pero ¿quién tenía un motivo mejor que la familia? Hay mucho dinero en juego.

—Pero Tasha, eso es ridículo. Si uno de nosotros hubiera querido matarle, ¿por qué hacerlo aquí? ¿Por qué no en cualquier otra parte? Habría podido fingir un accidente o un acto de violencia casual.

Levanté la mano como una estudiante.

—Piensa en la oportunidad. Si matas a un hombre mientras duerme, no tienes que preocuparte de que se defienda.

Jonah Robb apareció en la puerta con los ojos clavados en Christie.

—Nos iremos pronto. El dormitorio seguirá precintado hasta que decida el juez. Está estrictamente prohibido entrar hasta que se lo digamos. Volveremos mañana temprano para terminar lo que haya pendiente.

—Desde luego. ¿Hay algo más?

—Tengo entendido que su cuñado recibió una carta…

—Se la dimos a la mujer, la teniente Bower.

Jonah asintió.

—De acuerdo. Hablaré con ella.

—¿Sabe a qué hora volverá mi marido? Cuando salí de Jefatura, seguían tomándole declaración.

—Le diré que la llame, si está allí cuando llegue. Con suerte, ya habrá terminado y estará en camino.

—Gracias.

La mirada de Jonah se posó en mí y me saludó inclinando la cabeza.

—¿Puedo verte fuera?

Me levanté y crucé la habitación. Mantuvo abierta la puerta y salimos al vestíbulo.

—Donovan nos ha dicho que fuiste tú quien localizó a Guy por encargo de la familia.

—Es verdad.

—Tendrás que prestar declaración mañana, para que nos proporciones información general.

—Desde luego. Me alegro de ser útil. Puedo pasar a las nueve, cuando vaya al trabajo —dije—. ¿Qué es esa historia de la carta?

—Todavía no la he visto —dijo saliéndose por la tangente, queriendo decir «no es asunto tuyo». Nos miramos durante medio segundo más de lo estrictamente necesario. Siempre había pensado que Jonah era atractivo. Creo que los llaman «irlandeses negros». Ojos azules y pelo como el carbón. Parecía cansado y tenso; los ojos estaban rodeados por una trama de finas líneas y su piel parecía más áspera de lo que recordaba. Quizá por un efecto secundario de mi sexualidad recuperada me puse a comparar, sin darme cuenta, a los hombres de mi vida. Con Jonah había una radiación oscura en el aire. Me sentía como una mosca de la fruta y me preguntaba si las feromonas eran mías o suyas.

—¿Qué tal está Camila?

—Embarazada.

—Felicidades.

—No es mío.

—Ah.

—¿Y tú? ¿Sales con alguien últimamente?

—A lo mejor. Es difícil saberlo.

Su sonrisa fue breve.

—Hasta mañana.

«Qué más quisieras», pensé.