Aquella mañana hacer ejercicio no me había procurado la satisfacción habitual. Había cumplido con mi deber y corrido dos kilómetros de ida por el carril de bicicletas y otros dos de vuelta, pero no había encontrado el ritmo y el deseado riego endorfínico no se había producido. He notado que los días en que la carrera no me comporta beneficio alguno me quedo con un picor emocional que se parece al nerviosismo, en este caso mezclado con una suave depresión. A falta de alcohol y drogas, a veces el único remedio es repetir el ejercicio. Juro que no lo hago tanto por obligación como por un deseo de alivio. Conduje hasta Harley’s Beach y encontré sitio para aparcar en el refugio de la montaña. El lugar estaba casi vacío, lo cual me sorprendió en cierto modo. Normalmente hay turistas y vagabundos playeros, aficionados a correr, parejas de enamorados, perros que ladran y padres con hijos pequeños. Lo único que vi aquel día fue una familia de gatos salvajes tomando el sol en la ladera de la colina que da a la playa.
Anduve por la arena suelta y seca hasta que llegué a la arena amazacotada de la orilla. De buena gana me habría quitado las zapatillas y los calcetines y me habría subido el pantalón para correr por el agua, pero alguien me había dado hacía poco una publicación sobre los depósitos sedimentarios de las mareas. Lo había hojeado con interés, imaginándome una naturalista inquisitiva que rebusca entre las rocas pequeños cangrejos y estrellas de mar (aunque por debajo son unos bichos asquerosos y nauseabundos). No sabía nada de la existencia de aquellas bestezuelas extrañas y desagradables que había en la playa hasta que leí aquel folleto vistoso e informativo. No soy de las personas que se ponen sentimentales con la naturaleza. El exterior, por lo que sé, está compuesto casi por completo de criaturas copulantes que luego se comen entre sí. Casi todos los animales conocidos han desarrollado a este fin una estrategia para atraer a los otros. Entre las formas de vida marina, algunas realmente minúsculas, la táctica se traduce en la presencia de partes espinosas o pinzas, o de bocas pequeñas con tres filas de dientes, o de aguijones largos, o de pérfidas ventosas con que se pegan unos a otros, causando dolor, muerte y desmembramiento, todo en nombre de la nutrición. A veces se sorbe el jugo de la víctima mucho antes de su muerte. La estrella de mar se saca su propio estómago, envuelve a la víctima con él y la digiere fiera de su cuerpo. ¿Cómo me iba a sentar poner el pie desnudo encima de todo aquello?
Corrí con los zapatos puestos, levantando salpicaduras cuando las olas llegaban muy cerca. Pronto tuve los tejanos empapados y sentí la frialdad del grueso tejido en las espinillas. Los pies me pesaban como si llevara piedras y el sudor me resbalaba por la camiseta a causa del esfuerzo de la carrera. A pesar de la brisa húmeda que llegaba del océano, el aire era opresivo. Era ya el tercer día que el viento de Santa Ana soplaba del desierto, atravesando los cañones locales y eliminando la humedad de la atmósfera. El calor de la montaña iba subiendo de grado en grado, como cuando se construye una pared de ladrillo. Avanzaba despacio y me obligué a centrarme en la arena que humeaba delante de mí. Como allí no tenía forma de medir las distancias, corrí contra el tiempo y galopé treinta minutos hacia el norte antes de dar la vuelta. Cuando regresé a Harley’s Beach, jadeaba como un tubo de escape y me ardían los muslos. Aflojé la marcha hasta ponerme al trote y poco después cambié de velocidad para volver al coche andando. Estuve un rato apoyada en el capó del vehículo mientras recuperaba el aliento. Mejor. Así estaba mejor. El dolor era preferible al nerviosismo cualquier día de la semana y el sudor era mejor que la depresión.
Una vez en casa, dejé las empapadas zapatillas de correr en los peldaños de la entrada. Subí las escaleras, quitándome las ropas húmedas mientras llegaba. Me di una ducha caliente y me puse unas sandalias, una camiseta y una falda de algodón. Eran cerca de las cuatro y no tenía sentido volver a la oficina. Recogí el correo y comprobé si había llamadas en el contestador. Había recibido cinco: dos interrumpidas en el acto y otras dos de sendos reporteros que habían dejado el respectivo teléfono y querían que me pusiera en contacto con ellos; la llamada restante era de Peter Antle, el pastor de la iglesia de Guy. Marqué el número que había dejado y lo descolgó tan aprisa que me dije que había tenido que estar esperando junto al aparato.
—Peter. He recibido su mensaje. Soy Kinsey, de Santa Teresa.
—Kinsey. Gracias por contestar tan pronto. Winnie ha estado llamando a Guy, pero no consigue hablar con él. Los Malek tienen el contestador puesto y nadie responde. No conozco los planes de Guy, pero pensamos que sería mejor ponerlo sobre aviso. Hay periodistas acampados en la gasolinera que hay enfrente de su casa. Hay gente llamando a la puerta de la iglesia y un montón de mensajes para él.
—¿Ya?
—Eso pensé yo también. Francamente, no entiendo cómo ha podido organizarse todo esto.
—Es una larga historia. Todavía estoy investigándola. Sé que el periódico local se puso hoy en contacto con la familia, a primera hora de la mañana. El periodista había recibido una carta en el periódico, a su nombre. Creo que se envió a Los Angeles Times una carta parecida. Todavía no he visto las noticias, pero me da la sensación de que irá a más antes de que se olvide.
—Aquí todavía es peor. El pueblo es tan pequeño que no hay forma de evitar a la prensa. ¿Tienes idea de cómo ponerte en contacto con Guy? Que sepa que, si nos necesita, estamos aquí. No queremos que se desmorone por culpa de la tensión.
—A ver si encuentro la manera de ponerme en contacto con él. Supongo que es su cuarto de hora de fama, aunque, francamente, no entiendo por qué la noticia genera tanta atención. ¿Por qué tiene que darle nadie esta pu…, pu…, ejem, purísima importancia? Guy aún no tiene el dinero y a saber si alguna vez verá un centavo.
Casi vi la beatífica sonrisa de Peter.
—Todo el mundo quiere creer en algo. Para la mayoría de las personas, la respuesta literal a sus oraciones es que lluevan del cielo billetes de banco.
—Supongo que sí —dije—. En cualquier caso, si lo localizo, le diré que les llame.
—Gracias.
Después de colgar, puse la televisión y sintonicé el canal KEST. Faltaba una hora para las noticias de la tarde, pero el canal emitía a menudo avances rápidos del programa siguiente. Soporté seis tandas de anuncios y vi las imágenes que sospechaba que encontraría allí. La presentadora rubia sonrió a la cámara y dijo: «No todas las noticias son malas. A veces, hasta la nube más negra tiene una aureola plateada. Después de casi veinte años de pobreza, un lampista de Marcella acaba de enterarse de que va a heredar cinco millones de dólares. Les contaremos la historia a las cinco».
Detrás de ella, la cámara dejó ver un asomo de un desgalichado Guy Malek que miraba impasible desde la ventanilla del BMW de Donovan mientras cruzaba la verja de la finca de los Malek. Sentí un pinchazo de culpa, lamentando no haber sabido disuadirle de sus propósitos. Dada su expresión desolada, el regreso no era precisamente un éxito. Cogí el teléfono y marqué el número de los Malek. Comunicaba.
Llamé cada diez minutos durante una hora. Seguramente habían descolgado el teléfono, o el contestador estaba lleno. En cualquier caso, a saber cuándo podría ponerme en contacto con él.
Discutí conmigo misma un rato y finalmente volví al coche y me dirigí a la casa. La verja estaba cerrada esta vez y había seis vehículos aparcados en el arcén. Los periodistas montaban guardia, unos apoyados en los parachoques, dos charlando en mitad del camino. Los dos estaban fumando y sostenían sendos vasos de plástico con café. Había tres cámaras montadas en los trípodes y parecía como si las tropas estuvieran preparadas para quedarse. El sol del atardecer se ocultaba tras los eucaliptos, al otro lado de la finca de los Malek, dividiendo el suelo en secciones alternativas de luz y sombra.
Aparqué detrás del último coche y fui a pie hasta el interfono que había al lado de la verja. Cesó toda actividad y sentí la atención concentrada en mi espalda. Nadie contestó a mi llamada. Al igual que los otros, tendría que quedarme por allí esperando a que alguno de los Malek saliera o entrara. Lo intenté otra vez, pero el zumbido no encontró otra respuesta que el silencio sepulcral del interior de la casa.
Volví al coche y lo puse en marcha. Una periodista morena avanzaba ya hacia mí. Debía de andar por los cuarenta y llevaba gafas grandes y los labios pintados de rojo brillante. Mientras la observaba, rebuscó en el bolso de mano y sacó un cigarrillo. Era alta y delgada, y vestía pantalón informal y jersey corto de algodón. Me maravilló que lo llevara sin rechistar con el calor que hacía. Pendientes de oro. Pulseras de oro. Zapatos de tacón de diez centímetros. Para mi gusto, andar con tacón alto es como aprender a patinar. El tobillo humano no se adapta por las buenas a semejantes exigencias. Admiré su contoneo, aunque cuando se acercó a mí me di cuenta de que descalza era más baja que yo. Hizo un movimiento circular y me indicó que bajara el cristal de la ventanilla.
—Hola. ¿Cómo estás? —dijo. Me enseñó el cigarrillo—. ¿Tienes fuego?
—Lo siento. No fumo. ¿Por qué no preguntas a los otros?
Se volvió y miró a los dos hombres que había en la calzada. Su voz era ronca y su tono despectivo.
—¿Esos? Bah, eso es un club de hombres —señaló—. No te dan ni la hora si no tienes algo para negociar. —Sus ojos se volvieron hacia mí—. ¿Y tú? No pareces periodista. ¿Qué eres? ¿Amiga de la familia? ¿Una antigua novia?
Tuve que admirar la serena actitud con que quería sondearme, indiferente, despreocupada. Seguramente se meaba encima de ganas de que le echara algún hueso que la pusiera por delante de sus rivales de profesión. Comencé a subir la ventanilla. Levantó el bolso con rapidez, lo puso de lado y lo introdujo en el espacio que había abierto para que no pudiera subir la luna. Ahora había un hueco de quince centímetros, la anchura del bolso que hacía de cuña.
—No te ofendas —dijo—, pero soy curiosa. ¿No eres la investigadora privada de la que tanto se habla?
Giré la llave de contacto.
—Por favor, quita el bolso. —Bajé un poco la ventanilla, esperando que sacara el bolso para seguir mi camino.
—No corras tanto. ¿Por qué esa prisa? El público tiene derecho a saber estas cosas. Voy a conseguir la información de todas formas, ¿por qué no procurar que sea fidedigna? Dicen que el chico estuvo mucho tiempo entre rejas. ¿Fue aquí o en el norte?
Giré un poco la manivela de la ventana y puse el coche en marcha. Pisé ligeramente el acelerador y me alejé del arcén. La mujer sujetaba el bolso por la correa y caminaba junto al coche, continuando la conversación. Supongo que estaba acostumbrada a reducir a los conductores con el truco del bolso. Aumenté la velocidad lo suficiente para obligarla a trotar. Dio un tirón a la correa y gritó «¡Eh!» cuando empecé a acelerar. No iba a más de tres kilómetros por hora, pero era una velocidad difícil de mantener con aquellos tacones. Soltó el bolso y se detuvo, mirando con consternación cómo me alejaba. Dejé atrás a los dos sujetos de la calzada, que por lo visto encontraban graciosas las groseras observaciones que me gritaba su compañera. No oía las palabras, pero captaba el sentido. Vi por el retrovisor que me enseñaba el dedo corazón y pinchaba el aire con él.
Se quitó un zapato y lo lanzó contra mi ventanilla trasera. Oí un ligero golpe y vi el zapato rebotando en el suelo cuando alcancé velocidad. La larga correa del bolso se agitaba y golpeaba la portezuela del coche. Unos cien metros más allá, me detuve el tiempo suficiente para bajar la ventanilla y darle un empujón al bolso. Lo dejé en la calzada, enroscado como un gato dormido, y me fui a casa.
Cuando llegué, vi dos periódicos en la acera. Los recogí y dejé uno en el escalón de la puerta trasera de Henry antes de entrar en mi domicilio. Encendí la luz y me serví un vaso de vino, luego me senté ante el mostrador de la cocina y abrí el periódico delante de mí. La noticia estaba en la sección segunda y el tono era extraño. Había esperado una versión fabulística de la vida de Guy hasta la fecha, su separación de la familia y su transformación espiritual. Lejos de ello, Jeff Katzenbach había elaborado, con detalles escandalosos, el inventario de todos los pecados del joven Guy: incontables episodios de conducta automovilística temeraria, gamberrismo, embriaguez y comportamiento inmoral, agresión y violencia física. Algunas acusaciones se remontaban a su ficha de delincuente juvenil y si no se habían juzgado en su momento tenían que seguir en manos de las autoridades. ¿Dónde había conseguido Katzenbach aquella información? En parte era de conocimiento público, pero me preguntaba cómo había sabido dónde consultar. Evidentemente se había orientado por la alusión de Max Outhwaite a los líos del joven Guy. Recordé con incomodidad la carpeta de recortes de prensa de Bader Malek. ¿Los había visto? En tal caso, había habido dos filtraciones, como quien dice. La primera había sido el regreso de Guy; la segunda, aquel detallado historial delictivo. Vi que Katzenbach había acolchado sus revelaciones con los habituales clichés periodísticos. La palabra «presunto» aparecía unas seis veces, junto con «fuentes confidenciales», «informadores cercanos a la familia», «antiguos conocidos» y «amigos de los Malek que quieren permanecer en el anonimato». Lejos de celebrar la buena fortuna de Guy, el público iba a acabar ofendido por su súbita riqueza. Leyendo entre líneas, se habría dicho que Katzenbach consideraba a Guy Malek un canalla despreciable. Su actual faceta religiosa parecía en cierto modo interesada e hipócrita, el refugio más indicado para un culpable que quiere parecer bueno a los ojos de la junta de libertad condicional.
Para cenar me preparé un bocadillo de huevo duro con mucha mayonesa y sal, y me encaramé en el mostrador de la cocina para comérmelo mientras leía el resto del periódico. Debía de estar más concentrada de lo que pensaba porque cuando sonó el teléfono tiré el bocadillo del sobresalto. Me hice con el auricular con el corazón latiéndome como si acabaran de disparar una escopeta junto a mi oído. Si era un reportero, colgaría.
—¿Sí?
—Hola.
—Ah, mierda, Guy, es usted. Me ha dado un susto de muerte. —Me incliné, recogí los restos del bocadillo y tras lamerme los dedos, me metí en la boca un trozo de corteza de pan. Había mayonesa en el suelo, pero ya la limpiaría más tarde.
—Sí, soy yo. ¿Cómo está? —preguntó—. La he llamado hace un rato, pero estaba fuera, supongo.
—Gracias a Dios que llama. Acabo de estar en su casa, pero no conseguí que nadie respondiera al timbre. ¿Qué está pasando?
—Acabamos de cenar. ¿Ha visto las noticias?
—Tengo el periódico delante de mí.
—No va bien, ¿verdad?
—Tampoco va tan mal —dije para animarlo—. Parece que alguien quiere jugársela.
—Es lo que supongo —dijo con despreocupación.
—¿Se encuentra bien? Peter ha llamado. Está tratando de ponerse en contacto con usted, pero lo único que ha conseguido hasta ahora es hablar con el contestador. ¿Recibió su mensaje?
—No, pero ¿por qué tengo que hacerlo? Aquí todo el mundo me está pinchando. Creen que he sido yo quien ha informado al periódico para llamar la atención. Tenemos consejo de guerra después, cuando llegue Donovan. Ha estado reunido hasta las nueve. La tardanza me ha puesto fatal. Es otra vez la vieja historia, «espera a que vuelva tu padre, que él te leerá la cartilla».
Sonreí.
—¿Quiere que vaya a buscarlo? Puedo estar ahí en quince minutos.
—Sí…, no…, no sé lo que quiero. Me gustaría salir de aquí, pero no me atrevo a desaparecer, tal como están las cosas.
—¿Por qué no? El daño ya está hecho. Quien ha dado la voz lo ha presentado con las tintas más negras que ha podido. Si hubiera sido usted el filtrador de la noticia, le habría dado un sesgo diferente.
—¿Y de qué modo? No se puede dar un sesgo diferente a la verdad.
—Desde luego que sí. Se llama política.
—Sí, pero yo hice todas esas cosas. Es hora de pagar las consecuencias. Le dije que había sido malo. Al menos ahora ya sabe lo peor.
—Vamos, déjalo ya. No me importan esas historias. Lo único que me importa es sacarlo de ahí.
—¿Quiere venir de visita? Podría escabullirme unos minutos. Jack y Bennet están abajo y Christie en el despacho, revisando papeles antiguos de papá.
—Claro que sí. Puedo acercarme otra vez. ¿Qué hago? ¿Llamo al timbre de la verja?
—No, no, eso no. Nos encontraremos en Wolf Run Road —dijo—. Si el portillo lateral está cerrado, escalaré la valla. Soy experto en fugas. De niño lo hacía continuamente. Así me metí en tantos problemas entonces.
—¿Por qué no se trae la mochila y lo saco de ahí? —pregunté—. Lo llevaré a Marcella y usted contratará un abogado que se ocupe de sus intereses de ahora en adelante.
—No me tiente. Lo único que necesito en este momento es conversación civilizada. Aparque en la arboleda que hay enfrente de la verja. Estaré allí dentro de quince minutos.
Tardé unos minutos en recoger la cocina y a continuación me puse unos tejanos, una camisa oscura y las Reeboks. El aire del anochecer era inusualmente cálido, pero quería estar preparada para maniobras nocturnas, en caso de necesidad. Al llegar a la mansión de los Malek, pasé de largo ante la verja. Había otros dos equipos informativos y la reunión parecía ya una vigilia carcelaria. Había focos portátiles encendidos y un hombre con un micrófono hablaba directamente a la cámara, señalando hacia la casa. Vi a la periodista morena, pero ella no me vio a mí. Parecía estar pidiendo fuego a una desdichada fuente informativa que no sabía lo que le esperaba.
Rodeé la finca pegada a la valla y giré a la izquierda en Wolf Run. Divisé el portillo, un oscuro borrón fragmentaba la tapia en un único punto. Me subí al arcén del otro lado de la avenida y la grava crujió bajo mis ruedas. Apagué el motor y me quedé allí, escuchando el tintineo del metal caliente y el murmullo del viento. No había ni una farola en aquel sector de la avenida. El cielo nocturno estaba despejado, aunque la luna se había reducido a una estrecha rebanada, una frágil curva de plata en un cielo blanqueado por las estrellas. El polvo del aire era tan fino como la niebla. Con aquella luz, el suelo era de un gris ceniciento y claro. La valla estucada que rodeaba la finca de los Malek había perdido su brillo rosáceo y se extendía como una franja fantasmal de un blanco apagado. Junio y julio eran tradicionalmente secos y yo asociaba el viento de Santa Ana con el final del verano, fines de agosto, comienzos de septiembre, cuando había más peligro de incendio. Enero venía siendo el mes más lluvioso en los últimos años, dos semanas de lluvias que esperábamos que satisficieran la cuota anual. Sin embargo, allí estábamos, con el viento seco agitando las copas de los árboles. El balanceo de las hojas creaba una especie de susurrante música nocturna, acompañada por la crujiente percusión de la seca fronda de las palmeras y el ocasional chasquido de las ramas. Por la mañana, las calles estarían cubiertas de hojarasca y de trozos pelados de rama rota.
El portillo se abrió en silencio y salió Guy con la cabeza gacha. Llevaba una chaqueta oscura y las manos metidas en los bolsillos como si tuviera frío. Me estiré para abrir la puerta del copiloto. Guy se deslizó en el asiento y cerró la portezuela con cuidado.
—Oye —dijo—. Gracias por venir. Creía que me iba a volver loco sin una cara amiga. Te habría llamado antes, pero me estaban vigilando como halcones.
—Tranquilo. No entiendo por qué no rompes con todo y huyes mientras puedes.
—Lo haré. Mañana. O pasado mañana. Te dije que teníamos otra reunión esta noche para hablar de unas cuantas cosas.
—Pensaba que ya habíais hablado.
—Bueno, lo hemos hecho. Lo hacemos. Cada vez que aparece, tenemos una charla.
—Eso es porque todavía no te has doblegado —dije.
—Supongo que sí. —Sonrió a pesar de sí mismo. Su tensión era contagiosa y habría jurado que su aliento olía a alcohol. Cuando me di cuenta, había cruzado los brazos y las piernas, como para protegerme a mí misma.
—Esto es como si estuviéramos liados —dije.
—Eso me parece a mí también. Solía encontrarme aquí con chicas, en los viejos tiempos, cuando estaba castigado sin salir. Saltaba la valla y jodíamos en el asiento trasero del coche. Había algo en el peligro que me excitaba mucho, y a ellas también. Casi todas parecían así más interesantes de lo que en realidad eran.
—Ya sé que no es asunto mío, pero ¿has estado bebiendo? —pregunté.
Se volvió y miró por la ventanilla, encogiéndose de hombros.
—Me tomé un par de copas anoche, antes de que empezara toda esta basura. No sé qué me pasó. No me malinterpretes…, se comportaban hasta ese momento, pero se notaba que estaban nerviosos, y yo también. Me da vergüenza decirlo, pero el alcohol nos ayudó. Ablandó y suavizó la conversación. Hoy ha sido muy parecido, salvo que el humor de todos era diferente. Cuando llega la hora del cóctel, la aprovechan a tope.
—Bennet y sus martinis.
—Blanco. Supongo que es la única manera de aguantar esta situación. A Peter no le gustaría saberlo, pero no puedo evitarlo. Es como si me deslizara hacia los viejos tiempos.
—¿Qué opinas de Christie?
—Es buena chica. Me gusta. Quien me sorprendió fue Bennet, se lo toma muy en serio, pero Jack parece el mismo, loco por el golf. Y Donovan no ha cambiado.
—¿Qué te han dicho hasta ahora?
—Bueno, hemos hablado del dinero, ¿de qué, si no? Quiero decir que es un tema que sale. Es lo que dice Donovan: no podemos hacer como si no existiera. Es como una gran nube negra que pendiera sobre nosotros. Creo que al principio todos estábamos incómodos.
—¿Habéis resuelto algo?
—Bueno, no. No mucho. Al principio pensé que estaban maravillados, ya sabes, en general, por mi comportamiento. Ahora, en cuanto digo algo, todo el mundo salta. Para ser sincero, había olvidado cómo eran.
—¿Qué te parecen?
—Furiosos. Y en el fondo irritados. Siento que la ira también está brotando dentro de mí. No se me ocurre otra cosa para contenerla.
—¿Por qué te esfuerzas? ¿Por qué no estallas? Ellos no vacilan en hacerlo.
—Ya lo sé, pero si abro las compuertas, sólo empeoraré las cosas. Quiero convencerles de que he cambiado y de pronto me siento como me sentía antes. Como si quisiera volcar lámparas, tirar una silla por la ventana, drogarme, emborracharme o una barbaridad así.
—Sin duda es una prueba.
—Y que lo digas. Además, literalmente. Lo único que se me ocurre es que quizá sea una especie de prueba de fe.
—No, eso no —dije—. Quizá sea una prueba de tu paciencia, pero no de tu fe en Dios.
Sacudió la cabeza, apretándose las manos con las rodillas.
—Hablemos de otra cosa. Esto me pone tan nervioso que podría escapárseme un pedo.
Me reí y cambié de conversación. Durante un rato hablamos de naderías. Estar doblada allí en el asiento delantero me hacía recordar los ocasionales encuentros sentimentales que había tenido en mi época de estudiante, cuando la única intimidad posible era estar escondida en el coche de algún chico. Si la noche era fría, el parabrisas se empañaba, aunque sólo estuviéramos hablando. Si la noche era cálida como la de aquella misma noche, nos sentábamos con las ventanillas bajadas y sintonizábamos en la radio una emisora de rock. Elvis o los Beatles, movimientos lánguidos y tensión sexual. Ni siquiera recuerdo de qué hablábamos. Probablemente de nada. Probablemente bebíamos cerveza robada, fumábamos hierba y pensábamos en la increíble majestad de la vida.
—¿Y qué más ocurre? ¿Aparte de las interminables reuniones? —pregunté. Como si tuviera una uña rota, debía seguir hurgando, no podía resistirme. Guy, por lo visto, tampoco podía resistirse, porque entramos directamente en el tema.
Esta vez sonreía y su tono parecía más ligero.
—Me ha gustado volver a ver la casa. Encontré algunas cartas de mi madre y las he leído. Es la única a la que siempre he echado de menos. Los demás son basura.
—No quiero recordarte que te lo dije, pero ya lo había previsto.
—Lo sé, lo sé. Pensaba que podríamos sentarnos como personas maduras y aclarar antiguos asuntos, pero no parece que sea así. Quiero decir que no dejo de preguntarme si habrá algún defecto en mí, porque todo lo que hago parece que siempre sale mal. Diga lo que diga, parece fuera de lugar, ¿entiendes? Me miran como si hablase en otro idioma y luego los veo cambiar unas miradas…
—Ah, conozco eso. Jack y Bennet son muy buenos intercambiando miradas.
—Esa es la parte fácil, pero hay algo peor.
—¿El qué?
—Ni siquiera sé cómo describirlo. Algo bajo la superficie. Algo que se desliza en secreto y que nadie controla, así que empiezo a cuestionarme mi propio proceso de pensamiento. A lo mejor estoy como una cabra y, después de todo, no se trata de ellos.
—Pon un ejemplo.
—Cuando les dije que me gustaría dar algo a la iglesia. Sinceramente, no quiero el dinero para mí. Lo digo en serio. Pero la Evangélica del Jubileo me salvó la vida y quiero darle algo a cambio. A mí no me parece que eso esté mal. ¿A ti te parece mal?
—No, en absoluto.
—Bueno, pues lo dije y de repente nos encontramos en una disputa de poderes. Bennet decía que no le parecía justo. Ya sabes cómo habla, con ese aire suyo, algo pomposo. «Nuestra familia nunca ha sido religiosa. Papá trabajó por el bien de todos, no en beneficio de una Iglesia de la que nunca había oído hablar». Lo dijo con un tono completamente razonable y de inmediato me pregunté si lo que me proponía estaba realmente bien. A lo mejor tienen razón ellos y mis valores están hechos un lío.
—Una razón sí tienen, desde luego. Quieren que renuncies a tu parte para repartírsela entre ellos. Saben perfectamente que tienes derecho a la cuarta parte de la herencia. Lo que hagas con ella no es asunto suyo.
—Pero ¿por qué atraigo tanta cólera?
—Guy, para ya. No sigas. Es la tercera vez que lo dices. No caigas en el autorreproche. Está claro que aquí se practican los golpes bajos desde hace muchos años. Por eso te marchaste entonces, para alejarte de toda esta historia. Te juro que se comportaban igual antes de que aparecieras.
—¿Crees que debo irme?
—¡Pues claro! Te lo estoy diciendo desde el principio. No dejes que te maltraten. Creo que deberías largarte de aquí mientras puedas.
—Yo no creo que me maltraten.
—Porque estás acostumbrado a ellos —dije—. Y no lo pospongas. Tus hermanos no cambiarán. Si alguien cae a la lona, serás tú.
—Quizá sí —dijo—. No lo sé. Pienso que tengo que quedarme, puesto que ya he llegado hasta aquí. Si corto y echo a correr, nunca encontraremos la manera de entendernos.
—Juraría que no estás escuchando. Pero por favor, por favor, no te comprometas a nada sin haber hablado antes con un abogado.
—De acuerdo.
—Prométemelo.
—Te lo prometo. Te lo juro. Bueno, tengo que irme antes de que descubran que me he escapado.
—Guy, no tienes dieciséis años. Tienes cuarenta y tres. Quédate si quieres. Puedes estar fuera toda la noche. Y armar la de Dios. Eres un adulto.
Se echó a reír.
—Me siento como si tuviera dieciséis años. Y tú eres preciosa.
Se inclinó rápidamente y me rozó la mejilla con los labios. Sentí el suave roce de sus patillas en la cara y una ráfaga de su aftershave.
—Adiós y gracias —dijo. Antes de que pudiera responder, había bajado del coche y doblado la espalda para protegerse del viento mientras se dirigía al portillo. Se dio la vuelta para despedirse con la mano y se lo tragaron las sombras.
No volví a verlo.