11

A las diez de la mañana del lunes recibí una llamada que tendría que haberme puesto sobre aviso. Al mirar atrás veo que a partir de ese momento empezaron a acumularse los problemas a un ritmo desconcertante. Me había despertado tarde y estaba cerrando el portillo del jardín cuando oí a lo lejos los timbrazos del teléfono. Di media vuelta rápidamente, corrí por el sendero y doblé la esquina. Abrí la puerta, la dejé de par en par y tiré a un lado la chaqueta y el bolso. Descolgué al cuarto timbrazo, medio esperando, ahora que había hecho el esfuerzo, una equivocación o una encuesta sobre productos de consumo.

—¿Hola?

—Kinsey. Soy Donovan.

—Ah, hola. ¿Qué tal está? ¡Uf! Disculpe el jadeo, pero ya estaba en la calle y he tenido que correr para contestar al teléfono.

El hombre no parecía de humor para la charla desenfadada. Fue directamente al asunto.

—¿Ha hablado con la prensa?

No era un tema que esperase que abordara ni a aquella hora ni a ninguna otra. Imaginé un signo de interrogación sobre mi cabeza mientras meditaba a qué se referiría.

—Claro que no. ¿A propósito de qué?

—Hace una hora recibimos una llamada del Dispatch. Alguien ha soplado a un reportero lo de la vuelta de Guy.

—¿Sí? Qué raro. ¿Para qué? —Sabía que el Santa Teresa Dispatch se esforzaba a veces por descubrir acontecimientos notables para la sección de noticias locales, pero la vuelta de Guy no me parecía un suceso de primera plana. Al mundo, sin contar la propia familia, le traía completamente sin cuidado.

—Están explotando el aspecto sentimental. Andrajosos contra ricos. Estoy seguro de que usted sabe de qué va. Un pobre lampista de Marcella, California, descubre de repente que es millonario y vuelve a casa a recoger el dinero. Es mejor que la lotería, dada la historia personal de Guy, como bien sabe.

—¿Qué es eso de «como bien sé»? Yo no he dicho una palabra a la prensa. No haría una cosa así.

—¿Quién más conoce el asunto? Ningún miembro de la familia filtraría una noticia como esa. Es cuestión de sensatez. Lo que menos necesitamos es publicidad. Y aquí estamos, tratando de eliminar cualquier malentendido que pueda haber entre nosotros, y el teléfono no ha dejado de sonar desde que se dio el primer aviso.

—No entiendo. ¿Quién está llamando?

—Pregunte más bien quién no llama —dijo exasperado—. Primero los periódicos locales, luego Los Angeles Times. Creo que lo ha aireado una emisora de radio. Antes de que nos demos cuenta habrá pasado a la televisión por cable y tendremos a media docena de equipos de filmación acampados en el sendero del garaje.

—Donovan, se lo juro. Si ha habido una filtración, yo no he sido.

—Bueno, alguien ha dado la voz y usted es la única que puede beneficiarse.

—¿Yo? Eso no tiene sentido. ¿Cómo va a beneficiarme un reportaje periodístico sobre Guy?

—El reportero que llamó mencionó su nombre. Sabía que había sido contratada y estaba interesado por los pasos que había seguido para encontrar a Guy después de todos estos años. Tuvo la amabilidad de decirme que quería enfocarlo desde la siguiente perspectiva: «Investiga dora privada local encuentra heredero perdido durante dieciocho años». Para conseguir clientes es mucho mejor que un anuncio.

—Donovan, ya está bien. Es ridículo. Nunca chismorreo sobre los asuntos de mis clientes, en ninguna circunstancia. No necesito más encargos. Tengo de sobra. —No era totalmente cierto, pero él no tenía por qué saberlo. El meollo de la cuestión era que yo jamás daría a la prensa información sobre los clientes. Tengo una reputación que proteger. Aparte de las consideraciones éticas, no nos gusta que nos reconozcan en esta profesión. Casi todos los investigadores se dejan ver lo mínimo. Siempre es preferible el anonimato, sobre todo cuando el profesional tiende a utilizar, como yo, algún que otro ardid. Si estás fingiendo que eres del gas o repartidora de una floristería, no interesa que el público sepa tu verdadera identidad—. Recapacite, Donovan. Si fui yo quien le dio la noticia, ¿por qué iba a sentir curiosidad por mis métodos? Ya los conocería, no tendría por qué preguntar.

—Bueno, en eso tiene razón; a menos que estuviera buscando confirmación.

—Pero ya está bien, hombre. No le dé más vueltas.

—Sólo pienso que es muy sospechoso que el periodista la mencionara a usted.

—¿Quién es ese hombre? ¿Le preguntó dónde consiguió la información?

—No me dio ocasión de hacerlo.

—Bueno, déjeme llamarlo. Se lo preguntamos y punto. Seguro que es algo sencillo o evidente. ¿Recuerda su nombre?

—Katzennoséqué, pero no creo que hablar con él sea muy inteligente.

—Katzenbach. Conozco a Jeffrey. Es un buen hombre.

Donovan volvió a la carga, deseoso de proteger su territorio.

—Le digo que lo deje. No quiero que hable con él acerca de nada. Ya estoy harto. Si descubro que está usted detrás de esto, le caerá una demanda judicial antes de que llegue el martes —dijo y colgó con violencia.

El «jódete» con que repliqué llegó un segundo tarde, pero no me importó.

En cuanto interrumpió la comunicación, se me disparó la adrenalina. Tenía la boca seca y sentía los latidos del corazón en los oídos. Quería protestar, aunque podía enfocarlo desde su punto de vista. Tenía razón en el hecho de que, aparte de la familia, yo era la única persona que sabía lo que pasaba. «Bueno, más o menos», pensé, haciendo una pausa para corregirme. Myrna podría haber filtrado la información al periódico, pero me costaba imaginar por qué habría hecho una cosa así. También Peter y Winnie sabían lo que estaba pasando, pero ¿por qué iban a querer que se supiera? Tuve el fuerte impulso de ir al teléfono y llamar a Katzenbach, pero la advertencia de Donovan todavía resonaba en mis oídos. Lo que me preocupaba, en el caso de que lo llamase, era que el periodista empezara a pincharme para conseguir información. Cualquier comentario que hiciera podría citarse en un artículo y mi credibilidad caería en picado.

Me pregunté por encima si no habría sido el mismo Guy el informante. Parecía improbable, pero no imposible, y podía distinguir una astuta lógica si el movimiento había sido suyo. Si el asunto de la herencia se hacía público, a sus hermanos les costaría echarlo a puntapiés. La dificultad de esta conclusión era que Guy nunca había manifestado interés por el dinero ni parecía preocupado por defender su parte. ¿Sería tan retorcido y manipulador como aseguraba su familia?

Recogí la chaqueta y el bolso y volví a salir. Procuré sacudirme la ansiedad mientras iba hacia el coche, que estaba aparcado media manzana más allá. No había manera de convencer a los Malek de mi inocencia. Acusada de la infracción, acabé ideando excusas, como si realmente fuera culpable de traicionar la confianza de la familia. Pobre Guy. Después de mi negativa, seguramente se echarían sobre él.

Cuando llegué al casco urbano me distraje preguntándome si encontraría sitio para aparcar a una distancia razonable del bufete de Lonnie Kingman. Probé la táctica de la espiral, como en una investigación en pleno escenario del crimen, comenzando por el centro. Si no encontraba nada, siempre podría utilizar el aparcamiento público, que estaba a tres manzanas.

A la segunda vuelta vi detenerse una furgoneta junto al segmento de bordillo pintado de rojo que hay ante el edificio. La puerta del copiloto se abrió deslizándose y un tipo con una cámara saltó a la calle. La delgada rubia que presentaba las noticias de las seis bajó del asiento delantero y miró el número del edificio, comprobando la dirección en un cuaderno de notas. Desde donde yo estaba no podía ver el logotipo de la furgoneta, pero tenía en el techo una antena que parecía bastante potente para captar mensajes del espacio exterior. Malo, malo. Al adelantar a la furgoneta, vi las siglas KEST-TV pintadas en el lateral. Reprimí el impulso de salir corriendo cuando la joven se volvió hacia mí. Miré a la izquierda, girando hacia la acera de enfrente. Saludé con alegría a uno que salía de las oficinas de Dean Witter. Puede que así los de la tele me tomaran por una potentada móvil con dólares para invertir. Seguí avanzando sin apartar los ojos del espejo retrovisor mientras el cámara y su compañera se dirigían hacia la entrada.

¿Y ahora qué? No me gustaba la idea de esconderme entre los arbustos como si fuera una traidora. A lo mejor me estaba volviendo paranoica y el equipo iba a cubrir otra noticia. Recorrí varias manzanas hasta que vi una cabina. Dejé el coche junto a la acera, metí un cuarto de dólar en la ranura y llamé al número privado de Lonnie. Sin duda estaba en los juzgados porque Ida Ruth contestó:

—Diga, señor.

—Ida Ruth, soy Kinsey. ¿Ha aparecido un equipo de televisión preguntando por mí?

—No creo, aunque desde mi mesa no veo nada. Espera y le preguntaré a Alison, que está en la entrada. —Me dejó un momento a la espera y volvió al rato—. Rectifico. Te están esperando en recepción. ¿Qué pasa?

—Es muy complicado de explicar. ¿Puedes librarte de ellos?

—Bueno, podemos echarlos de aquí, pero no impedir que se queden en la calle. ¿Qué has hecho, si me permites el atrevimiento?

—Nada, te lo juro. Soy completamente inocente.

—Muy bien, querida. Mejor para ti. Cíñete a esa versión —me aconsejó.

—Ida Ruth, hablo en serio. Te contaré lo que ha pasado —dije. La puse al corriente en pocas palabras y oí un cloqueo por respuesta.

—Mi madre. Yo en tu lugar me escondería. No se quedarán mucho tiempo. Si me dices cómo encontrarte, te llamaré cuando se hayan ido.

—No sé dónde estaré. Te lo diré dentro de un rato. —Colgué y miré la esquina de enfrente. Había un bar que parecía abierto, vi parpadear una luz de neón en la ventana. Mientras miraba, un sujeto con delantal abrió la puerta y puso el calce en su sitio de un puntapié. Siempre podía quedarme allí un rato, bebiendo cerveza y respirando humo de segunda mano, mientras decidía qué hacer. Por otra parte, y pensándolo bien, no había hecho nada para tener que comportarme como una fugitiva. Rebusqué en el fondo del bolso y saqué otra moneda. Llamé al Dispatch y pregunté por Jeffrey Katzenbach. No lo conocía bien, pero había tratado con él un par de veces. Tenía cincuenta y tantos años y su trayectoria se había estancado por su afición a la cocaína y al Percocet. Siempre ha sido brusco cuando se le pillaba por la mañana, pero, conforme avanzaba la tarde, resultaba más difícil tratar con él. Al caer la noche, todavía podía funcionar, pero sus razonamientos eran a veces incorrectos y no siempre recordaba las promesas que había hecho. Su mujer lo había abandonado dos años antes y lo último que había sabido de él era que se había enderezado con la ayuda de Narcóticos Anónimos. Guy Malek no era el único que había cambiado.

Cuando me pusieron con Katzenbach, me identifiqué y cambiamos las acostumbradas frases de cortesía antes de ir al grano.

—Jeffrey, esto es estrictamente confidencial. Los Malek son clientes míos y no me puedo permitir el lujo de que me citen.

—¿Por qué? ¿Cuál es el problema?

—No hay ningún problema. Donovan está enfadado porque cree que yo lo llamé a usted y estropeé la reunión familiar.

—Lo siento.

—¿Cómo se enteró? ¿O es una «fuente confidencial»?

—No hay nada confidencial en esto. Había una carta en mi mesa cuando llegué anoche. Siempre animamos a nuestros suscriptores a ponerse en contacto con nosotros si creen que hay una noticia que no conocemos. A veces son tonterías o chifladuras, pero esta me llamó la atención.

—¿Quién envió la carta?

—Un tal Max Outhwaite, domiciliado en la Connecticut Avenue de Colgate. El tipo pensó que el asunto valía la pena.

—¿Cómo se enteró?

—Ni idea. Hablaba como si los conociera desde hacía años. Básicamente, la carta dice que se puso en marcha una investigación y que el hijo de Bader Malek, Guy, fue localizado después de una ausencia de dieciocho años. Es exacto, ¿no? Dime que me he equivocado y me comeré los pantalones de playa.

—Es exacto. ¿Y qué?

—Nada. Como dice el de la carta, tenemos a un individuo que trabaja haciendo chapuzas en un pueblo del interior y que descubre que ha heredado cinco millones de dólares. ¿Cada cuánto pasa una cosa así? Él pensó que interesaría a la comunidad y yo pensé que era un notición, así que llamé a los Malek. El número está en la guía y para averiguarlo no hace falta ninguna investigación minuciosa. Hablé con la señora Malek, creo que se llama Christie, que me confirmó la historia incluso antes de hablar con Donovan. Y eso es todo, salvo que me olvide de algo.

—¿Y se mencionó mi nombre?

—Desde luego. Es una de las razones por las que deduje que el asunto tenía tela. Traté de localizarte anoche, pero sólo conseguí hablar con tu contestador. No me molesté en dejarte ningún mensaje. Supuse que estarías celebrándolo con ellos. ¿Cómo encontraste al tipo? La carta de Outhwaite dice que localizaste su pista a través de la Jefatura de Tráfico.

—No me lo creo. ¿Quién es ese hombre y de dónde saca la información?

—¿Cómo voy a saberlo? Se comporta como si fuera un amigo de la familia. ¿Nunca has hablado con él?

—Jeffrey, ya basta. No he llamado para que me sonsaques. Estoy tratando de convencer a los Malek de que yo no filtré nada.

—Una lástima que no lo hicieras. Podrías haberme informado de los detalles. Quise ponerme en comunicación con Outhwaite, pero el tipo no existe. No hay ningún Outhwaite en la guía y no existe ese número de Connecticut Avenue. Probé un par de posibilidades, pero no me llevaron a nada. No es que importe mientras la noticia sea cierta. La familia me la confirmó.

—¿Y Los Angeles Times? ¿Cómo se enteraron allí?

—Igual que yo. Outhwaite les envió una nota…, como si fuera un comunicado de prensa. Ha sido una semana baja de noticias y todos estamos a la espera de asuntos de interés humano. Esto era mejor que un gatito atrapado en un pozo. Pensé que valía la pena profundizar, sobre todo cuando vi que estabas metida en el ajo.

—Ojalá lo hubiera consultado conmigo antes.

—¿Por qué? ¿Cuál es el problema?

—Le repito que no hay ningún problema —dije irritada—. Pero creo que a la familia le gustaría tener algo de intimidad antes de que todo el mundo se ponga a aporrear su puerta. Por cierto, Jeffrey, no paro de oír su máquina de escribir desde que hemos empezado a hablar. Le dije que era confidencial.

—¿Por qué? Es una noticia preciosa. Una fantasía tremenda. ¿Qué pasa con los Malek? ¿Por qué les cabrea tanto que les dediquen atención? Cuando murió Bader Malek, salió en primera plana, sección segunda. Era un personaje importante en la comunidad y el homenaje los puso contentos. ¿A qué viene tanto secreto por Guy? ¿Es que quieren desheredarlo o algo así?

Alcé los ojos al cielo. El deseo de sonsacar información era más fuerte que él.

—Escuche, compañero, tengo tan pocas pistas como usted. ¿Y la carta? ¿Qué ha sido de ella?

—Aquí la tengo.

—¿Le importaría darme una copia? Tendré que recorrer un largo camino para recuperar mi credibilidad. Me siento una imbécil dando explicaciones, pero tengo que defender mi reputación.

—Claro que puedo darte una copia. No veo por qué no. Nos interesa el punto de vista de Guy, si puedes decirle algo.

—No estoy haciendo un trato…, pero haré lo que pueda.

—Estupendo. Dime tu número de fax.

Le di el número de Lonnie Kingman y dijo que me faxearía la carta. Si conseguía localizar a Max Outhwaite, a Jeffrey le interesaba hablar con él. Era justo. Dije que haría lo que pudiera. Nada me costaba asegurarle mi cooperación incondicional. Procuré no darle las gracias con mucho énfasis. No es que planeara llevarle la carta directamente a Donovan, pero sentía curiosidad por el contenido y pensaba que me convenía tener una copia para mis archivos. Katzenbach trataría de sonsacarme algo a cambio, pero ya veríamos. No creía que Guy accediera a concederle una entrevista, pero a lo mejor me llevaba una sorpresa.

Volví al coche y me dirigí al aparcamiento público. Fui andando hasta la oficina. No había ni rastro de la furgoneta de KEST-TV. Subí los peldaños de dos en dos y entré en Kingman e Ivés por la puerta sin distintivos que había en un pasillo lateral. Con mis neuronas más ocultas daba vueltas a la posibilidad de que hubieran sido Bennet o Jack quienes hubieran mandado la carta al Dispatch. No se me ocurría qué podía sacar ninguno de los dos con aquel gesto, pero alguien tenía interés en ver en la prensa el regreso de Guy y era alguien que sabía cosas hasta un punto que me incomodaba. Sentí otra vez un débil pinchazo de inquietud. La búsqueda informática de Darcy Pascoe había degenerado en chasco. Esperaba que no tuviera problemas por mi culpa. Miré en el fax del despacho de Lonnie y encontré la copia de la carta de Max Outhwaite, de acuerdo con lo prometido. Fui a mi despacho leyéndola por el camino.

«Estimado Sr. Katzenbach,

»He pensado que le interesaría la historia de una “Cenicienta” de Nuestros Días que ha tenido lugar aquí, ¡en Santa Teresa! Recuerdo que fue usted el reportero que escribió sobre la muerte de Bader Malek el mes pasado. Ahora los rumores dicen que su Albacea ha contratado a una Investigadora Privada (nada menos que una “Hembra”), para localizar a Guy, el hijo perdido. Si usted ha vivido en la ciudad tanto tiempo como yo, recordará que, de joven, a Guy Malek lo atraparon en varios líos y, finalmente, despareció de la escena local, hace casi veinte años. Pensará usted que buscar a alguien así, después de tanto tiempo, tiene que ser desesperante, pero Milhone (el susodicho Detective “Hembra”) hizo averiguaciones en la Jefatura de Tráfico ¡y lo encontró en menos de dos días! Parece ser que ha vivido en Marcella durante todo este tiempo ¡y que es encargado de una iglesia de allí! Es un “Renacido” de esos, y, seguramente, no tenía un centavo, pero la muerte de su padre lo ha hecho millonario, de repente. Creo que a la gente le gustaría saber cómo se las arregló para cambiar de vida, gracias a la Fe Cristiana. A la gente le gustará también enterarse de lo que piensa hacer con su recién hallada riqueza. Con todas las malas noticias que nos asedian día tras día, ¿no levantará esta el ánimo de la gente? ¡Sería una inspiración maravillosa para la comunidad! Ojalá Guy Malek quiera contarnos la historia de su “buena fortuna”. Espero con impaciencia un artículo así y sé que, si usted lo escribiera, le saldría estupendo. Buena suerte ¡y que Dios le bendiga!».

«Atentamente,

»Max Outhwaite

2905 Connecticut Ave.

Colgate, CA».

Me di cuenta de que estaba sujetando la carta por las puntas, como para no borrar las huellas, una precaución ridícula, ya que ni siquiera era el original. La nota estaba mecanografiada con pulcritud, sin correcciones visibles ni palabras tachadas. Claro que había palabras mal escritas, incluido mi nombre, un uso excesivo de comas, cierta tendencia al pleonasmo ¡y Mayúsculas Innecesarias!, pero, por otra parte, las intenciones del remitente parecían buenas. Aparte de alertar a la prensa de algo que no era asunto de nadie, no veía allí ningún deseo particular de inmiscuirse en la vida de Guy Malek. Maximilian (o Maxine) Outhwaite creía por lo visto que los suscriptores del Santa Teresa Dispatch se emocionarían conociendo aquella historia del Chico Malo Ahora Bueno ¡y las Recompensas Resultantes! Outhwaite no parecía tener motivos personales y no había allí ningún asomo de mala intención que empañara su entusiasmo por la anécdota. ¿Qué estaba pasando entonces?

Dejé la carta y oscilé en la silla giratoria mientras la observaba de reojo. Como Detective Hembra me sentía vagamente molesta por la carta de las narices. No me gustaba que conociera tan bien los detalles y no podía por menos de preguntarme por los motivos. El tono era inocente, pero la maniobra había sido efectiva. De repente, los asuntos privados de Guy Malek habían pasado a ser de dominio público.

Archivé la carta en el expediente de Malek y se la confié a mi psique hasta una nueva evaluación.

Pasé el resto de la mañana en los juzgados, ocupándome de otros asuntos. Por norma trabajo en quince o veinte casos a la vez. No todos son urgentes ni necesitan mi atención al mismo tiempo. Hago comprobaciones de antecedentes para una empresa de investigación y desarrollo de Colgate. También hago indagaciones sobre aspirantes a empleados y deudores desaparecidos para un par de pequeñas empresas de la zona. De vez en cuando acabo haciendo registros normales y rutinarios para un abogado de divorcios que hay en la misma calle. Un cónyuge, incluso sin cometer un solo delito, puede siempre esconder bienes u ocultar pertenencias del Estado, como coches, barcos, aviones y niños menores de edad. Hay algo inquietante en pasarse la mañana revisando licencias matrimoniales y partidas de defunción, en busca de conexiones genealógicas, o la tarde husmeando testamentos registrados, transferencias de propiedades, avales y garantías en los registros públicos. A veces no puedo creer la buena suerte que tengo por trabajar en algo en lo que me pagan por poner al descubierto asuntos que la gente preferiría mantener ocultos. Para rebuscar entre papeles no hace falta que el detective se ponga un chaleco Kevlar, pero el resultado puede ser tan peligroso como un tiroteo o una persecución de coches.

Mi misión aquel lunes por la mañana era comprobar las afirmaciones que una empresa hacía de sus finanzas en el folleto de promoción. Un empresario de la localidad había recibido una oferta para invertir cincuenta mil dólares en lo que parecía una operación comercial prometedora. En menos de una hora averigüé que uno de los dos socios se había declarado en bancarrota personal y que el otro tenía un total de seis juicios pendientes. Mientras me ocupaba de aquello, efectué una búsqueda preliminar de Max Outhwaite, primero en la oficina del censo y luego en los listados fiscales. Crucé la calle en dirección a la biblioteca pública y lo intenté en la sección de consulta. No había ningún Outhwaite, escrito literalmente así, ni en la guía telefónica local ni en los directorios municipales de los últimos seis años. A mi juicio, aquello no significaba nada en particular. Sugería que «Max Outhwaite» era un seudónimo y que, según y cómo, podía relacionarse con la maniobra. Si yo quisiera llamar la atención del periódico local sobre un hecho, utilizaría un nombre y una dirección falsos. Podía ser perfectamente una persona importante que no quería ver su nombre asociado con el tema en cuestión. Podía ser un miembro de la familia deseoso de causar problemas a Guy, pero reacio a incurrir en responsabilidades. Escribir semejante carta no era un delito, pero podía sentirme culpable a pesar de todo y no gustarme que las consecuencias me alcanzaran.

A la hora de la comida me compré un bocadillo y saqué un refresco de una máquina, y me senté en el césped que hay delante de los juzgados. El día era cálido y el aire seco del desierto azotaba la copa de los árboles. Las ramas de los grandes árboles que flanqueaban la calle parecían humear en la brisa, produciendo cierto olor a brea. Me apoyé en los codos y levanté la cara al sol. No puedo decir que me durmiera, pero seguro que di esa impresión. A la una me levanté y volví al despacho, donde me puse a mecanografiar los descubrimientos relacionados con los casos que había trabajado. Así es la vida de los detectives en la actualidad. Paso más tiempo practicando mis habilidades con la Smith-Corona que con la Smith & Wesson.